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Hannah aterrizó en el aeropuerto de Beirut la noche antes de volar a París. Nadie del Mossad acompañaba a la nueva agente para evitar el peligro de comprometerla. Cualquier israelí descubierto en el Líbano es detenido al instante.
Hannah tardó una hora en pasar la aduana, pero por fin salió, provista de un pasaporte británico, la bolsa de mano y algunas libras libanesas. Veinte minutos después se inscribió en el Hilton del aeropuerto. Explicó a la recepcionista que solo se hospedaría una noche y pagó la cuenta por adelantado con las libras libanesas. Subió directamente a su habitación de la novena planta y no volvió a salir.
Recibió una sola llamada telefónica, a las siete y veinte. A la pregunta de Kratz se limitó a contestar «Sí», y la comunicación se cortó.
Se acostó a las once menos veinte, pero no pudo dormir más de una hora cada vez. Encendía de vez en cuando la televisión para ver spaghetti westerns doblados al árabe. En el ínterin, daba alguna cabezada. Se levantó a las siete menos diez de la mañana, comió una pastilla de chocolate que encontró en la pequeña nevera, se cepilló los dientes y tomó una ducha fría.
Se vistió con ropas que sacó de la bolsa de mano, de un tipo que favorecían a Karima, según su expediente, y se sentó en la esquina de la cama para mirarse en el espejo. No le gustó lo que vio. Kratz había insistido en que se cortara el pelo para parecerse a la borrosa fotografía de la señorita Saib que tenían en su posesión. También esperaban que llevara gafas con montura de acero, aunque no fueran graduadas. Había utilizado las gafas durante toda la semana anterior, pero no se había acostumbrado a ellas. A menudo, olvidaba ponérselas o, peor aún, las extraviaba.
A las ocho y diecinueve minutos recibió una segunda llamada telefónica para informarla de que el avión había despegado de Ammán, con el «cargamento» a bordo.
Cuando Hannah oyó unos momentos después a las mujeres de la limpieza, que charlaban en el pasillo, abrió la puerta y se apresuró a colocar el cartel de «No molestar. —Esperó impaciente en la habitación la llamada que diría—: Su equipaje se ha extraviado», lo cual significaba que debía regresar a Londres porque no habían logrado secuestrar a la muchacha, o bien: «Han recuperado su equipaje», que indicaba éxito. En el caso de este segundo mensaje, debía abandonar la habitación de inmediato, coger el minibús del hotel al aeropuerto y dirigirse a la librería de la planta baja, donde debería mirar libros hasta que alguien se pusiera en contacto con ella.
Un correo se acercaría a Hannah y dejaría un pequeño paquete, que contendría el pasaporte de Saib con la foto cambiada, el billete a nombre de Saib y cualquier resguardo de equipaje o efectos personales que llevara encima.
Luego, Hannah subiría al avión de París lo más rápido posible, con la bolsa de mano que había traído de Londres. En cuanto aterrizara en el Charles de Gaulle, recogerla el equipaje de Saib y se dirigiría al aparcamiento de los VIP, donde sería recibida por el chófer del embajador iraquí, quien la conduciría a la embajada de Jordania, sede de la delegación comercial iraquí, pues la embajada iraquí en París estaba oficialmente cerrada. Desde aquel momento, Hannah no contaría con nadie más, y debería obedecer las instrucciones del personal de la embajada, sin olvidar en concreto que, al contrario que las mujeres judías, las mujeres árabes estaban sometidas a los hombres. Nunca debía ponerse en contacto con la embajada israelí o tratar de averiguar quiénes eran los agentes del Mossad en París. En caso necesario, uno de dichos agentes se pondría en contacto con ella.
—¿Qué hago con las ropas, si las de Saib no me van bien? —había preguntado a Kratz—. Sabemos que es más alta que yo.
—Deberá llevar en la bolsa de mano lo suficiente para los primeros días, y luego comprar lo que necesite para una estancia de seis meses. Se han destinado dos mil francos a este propósito.
—Debe de hacer tiempo que no va de compras por París. Con eso solo me alcanzará para unos tejanos y un par de camisetas. Kratz le había dado de muy mala gana otros cinco mil francos.
El teléfono sonó a las nueve y veintisiete.
Cuando Tony Cavalli y su padre entraron en la sala de juntas, ocuparon las sillas que quedaban en ambos extremos de la mesa, como el presidente y el director ejecutivo de cualquier empresa distinguida. Para tales reuniones, Cavalli siempre utilizaba la sala chapada en roble que se encontraba en el sótano de la casa de su padre, en la calle 75, pero ninguno de los presentes creía que se fuera a celebrar una reunión de junta normal. Sabían que no habría orden del día ni actas.
Frente a cada una de las seis plazas donde se sentaban los miembros de la junta había un cuaderno de notas, lápiz y un vaso de agua, como en cualquiera de las miles de reuniones que se estarían celebrando en Estados Unidos en aquel momento. En esta reunión, sin embargo, también había dos sobres largos, uno delgado y otro abultado, sin que ninguno proporcionara la menor pista sobre su contenido.
Los ojos de Tony escudriñaron a los seis hombres sentados alrededor de la mesa. Todos tenían dos cosas en común: habían llegado a la cumbre de su profesión y deseaban quebrantar la ley. Dos de ellos habían cumplido condenas de cárcel, si bien algunos años antes, mientras otros tres habrían seguido la misma suerte de no poder permitirse los mejores abogados disponibles. De hecho, el sexto era abogado.
—Caballeros —empezó Cavalli—, les he invitado a reunirse conmigo esta noche para hablar sobre una proposición comercial que podría describirse como poco común. —Hizo una pausa antes de continuar—. Una parte interesada nos pedido que robemos la Declaración de Independencia de los Archivos Nacionales.
Tony hizo otra pausa cuando un rugido unánime se desató y los invitados compitieron en ingeniosidades.
—Enróllela y llévesela.
—Supongo que podríamos sobornar a toda la plantilla.
—Peguemos fuego a la Casa Blanca. Eso provocará una pequeña distracción.
—Escriba y dígales que la ganó en un concurso de televisión.
Tony esperó a que sus colegas agotaran las gracias antes de proseguir.
—Esa fue mi reacción exacta la primera vez que me abordaron —admitió—, pero tras varias semanas de investigación y preparativos, espero que me concedan la oportunidad de explicar el caso.
Los presentes volvieron al orden y se concentraron en cada palabra de Tony, si bien «escepticismo» habría descrito a la perfección la expresión de sus rostros.
—Durante las últimas semanas, mi padre y yo hemos estado trabajando en un plan provisional para robar la Declaración de Independencia. Ya estamos preparados para compartir nuestros descubrimientos con ustedes, pues debo admitir que hemos llegado a un punto en que resulta imposible avanzar más en el proyecto sin las capacidades profesionales de todos ustedes. Permítanme confirmarles, caballeros, que su elección no ha sido producto del azar.
»Pero primero, me gustaría que vieran con sus propios ojos la Declaración de Independencia.
Tony apretó un botón oculto bajo la mesa y las puertas situadas a su espalda se abrieron. El mayordomo entró en la sala con un pergamino encerrado entre dos hojas de cristal. Colocó el marco en el centro de la mesa. Los seis escépticos se inclinaron hacia delante para estudiar la obra maestra. Pasaron varios segundos antes de que alguien opinara.
—Yo diría que esto es obra de Bill O’Reilly —dijo Frank Piemonte, el abogado, mientras se inclinaba para admirar el perfecto detalle de las firmas al pie del texto—. Una vez, me ofreció pagarme en billetes falsos, y habría aceptado si hubiera conseguido sacarle libre.
Tony asintió.
—Bien —dijo, después de dejarles un rato más de examen—, permítanme que corrija mi anterior declaración. Nuestra intención no es tanto robar la Declaración de Independencia como sustituir el original por esta copia.
Una sonrisa se dibujó en los labios de dos exescépticos.
—Se habrán dado cuenta ahora —siguió Tony— de la cantidad de preparativos llevados a cabo hasta el momento, así como de los gastos que mi padre y yo hemos sufragado. La razón de haber continuado es nuestra creencia de que, si triunfamos, la recompensa supera en mucho el peligro de ser detenidos. Si abren los sobres que tienen frente a ustedes, creo que el contenido será más elocuente que mis palabras. Dentro de cada sobre encontrarán una hoja de papel en la que está escrita la cantidad de dinero que recibirán si deciden convertirse en miembros del equipo ejecutivo.
Mientras los seis hombres abrían el más delgado de los sobres, Tony continuó.
—Si consideran, después de conocer la cantidad, que la recompensa no merece el riesgo, es hora de que se marchen. Espero que aquellos de nosotros que nos quedemos confiemos en su discreción, porque, como sabrán muy bien, nuestras vidas están en sus manos.
—Y las suyas en las nuestras —dijo el presidente, que abría la boca por primera vez.
Nerviosas carcajadas recorrieron la mesa cuando los seis hombres contemplaron el cheque sin firmar que tenían delante.
—Esa cifra —explicó Tony— es el pago que recibirán en caso de fracaso. Si triunfamos, la cifra se triplicará.
—Al igual que la sentencia de prisión —comentó Bruno Morelli.
—En suma, caballeros —dijo Cavalli, sin hacer caso del comentario—, si deciden unirse al equipo ejecutivo, recibirán el diez por ciento de ese pago en cuanto termine la reunión, y la suma restante a los siete días de terminar el trabajo. Será ingresada en cualquier banco de cualquier país que elijan.
»Antes de que tomen su decisión, quiero que vean algo más.
Tony volvió a apretar el botón, pero en esta ocasión se abrieron las puertas del fondo. Lo que vieron provocó que dos de los invitados se pusieran de pie al instante, otro lanzara una exclamación ahogada, y los tres restantes no dieran crédito a sus ojos.
—Caballeros, me alegro de que hayan podido reunirse conmigo. Quería anunciarles mi total adhesión a este proyecto, y espero que se sientan con fuerzas para formar parte del equipo ejecutivo. Ahora, debo dejarles, caballeros —dijo el hombre que se erguía junto al presidente, con el acento de los Ozark[2] que tan familiar se había hecho para el pueblo norteamericano durante los últimos meses—, para que puedan estudiar con más detalle la proposición del señor Cavalli. Pueden estar seguros de que haré cuanto esté en mi mano para impulsar los cambios que este país necesita. Sin embargo, en este momento me esperan asuntos más urgentes. Sé que sabrán comprenderme.
El actor sonrió, estrechó enérgicamente las manos de todos los presentes y salió de la sala de juntas.
Aplausos espontáneos estallaron cuando la puerta se cerró detrás de él. Tony se permitió una sonrisa de satisfacción.
Caballeros, mi padre y yo les dejaremos unos minutos, a solas para que mediten su decisión.
El presidente y el director ejecutivo se levantaron sin decir nada más y abandonaron la sala.
—¿Qué opinas? —preguntó Tony, mientras servía a su padre un whisky con agua.
—Más agua. Tengo la sensación de que la noche puede ser larga.
—¿Pero se lo han tragado?
—No estoy seguro —contestó el viejo—. Miraba sus caras mientras tú te encargabas de la presentación, y te aseguro que no pusieron en duda el trabajo que habías llevado a cabo. Todos estaban impresionados por el pergamino y la actuación de Lloyd Adams, pero, aparte de Bruno y Frank, no soltaron prenda.
—Empecemos con Frank.
—Una de cal y una de arena, como siempre dice Frank, pero le gusta el dinero demasiado para rechazar una oferta tan suculenta como esta.
—¿Tanto confías?
—No es solo por el dinero —replicó su padre—. Frank no tendrá que estar presente el día de autos, ¿verdad? Así que se llevará su parte, pase lo que pase. Nunca he conocido a un abogado que pudiera llegar a ser un buen oficial. Están demasiado acostumbrados a cobrar, tanto si ganan como si pierden.
—Si estás en lo cierto, Al Calabrese puede convertirse en un problema. Es el que tiene más que perder.
—Nuestro líder sindicalista tendrá que pasarse casi todo el día en el centro del escenario, desde luego, pero sospecho que no será capaz de resistir el desafío.
—¿Y Bruno? Si… —empezó el director ejecutivo, pero se interrumpió cuando las puertas se abrieron—. Estábamos hablando de ti, Al.
—Mal, supongo.
—Bueno, eso depende de…
—¿De si participo?
—O de si te niegas —dijo el presidente.
—Me meteré hasta el cuello, esa es la respuesta —sonrió Al—. De modo que ya podéis ir pensando en un plan a prueba de fallos. —Se volvió hacia Tony—. Porque no quiero pasar el resto de mi vida en los primeros puestos de la lista de hombres más buscados de Estados Unidos.
—¿Y los demás? —preguntó el presidente, mientras Bruno se marchaba sin tan siquiera decir buenas noches.