Siete

Ahora estoy en el despacho del agregado jurídico del FBI y su ayudante, Jack Nape, quien acaba de ofrecerme una de esas sonrisas gigantescas en las que es difícil creer, y que hacen que te sientas culpable por no creer en ellas. Sin duda alguna, así debería ser un hombre: positivo, generoso, optimista, con una sonrisa capaz de tragarse el mundo. Tiene la estatura media de un norteamericano. Para ser tailandés, yo soy alto, así que nuestros ojos quedan más o menos a la misma altura.

—Qué rapidez. No esperaba que llegara hasta dentro de una hora.

—El helicóptero de Bangkok. —Paseo la mirada por la oficina. Hay dos mesas de idéntico tamaño una frente a la otra junto a la ventana, un monitor de ordenador encima de cada una, unos archivadores con una pelota de fútbol americano encima de uno de ellos, estanterías en una pared con varios tomos oscuros sobre leyes, un sofá, una mesita de café, algunas sillas contra la pared, una bandera estadounidense en una esquina. Ya he visto antes este despacho, estoy seguro, cientos de veces, ¿en las películas?

—¿Jack? —llama una voz desde detrás de la puerta—. ¿Ha llegado el detective ese?

—Sí, acaba de llegar.

Se oye el sonido de agua en una pila y la puerta se abre. Este hombre es mayor, tendrá quizá unos cuarenta y cinco años, pelo canoso, ancho de espaldas, un caminar pesado mientras se acerca con la mano extendida.

—Felicidades. Creo que no he conocido nunca a nadie que cruce tan rápido la ciudad. Tod Rosen. ¿Cómo lo ha hecho?

—Ha cogido el helicóptero de Bangkok —dice Jack Nape.

—El helicóptero de Bangkok, ¿eh? —Rosen mira con incertidumbre a Nape, que se encoge de hombros.

Un momento de silencio. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que se supone que debo explicarme. Imperdonablemente, dejo que pase el momento sin hacerlo. Jack Nape acude a mi rescate.

—¿Puede ser que haya venido en moto?

—Sí —digo alegremente.

Nape tiene que seguir rescatándome. Se vuelve hacia Tod Rosen.

—Parece rudimentario, pero esos moto-taxis realmente vencen al tráfico.

—Oh, ya comprendo. —Ahora entiendo que Rosen es nuevo en Krung Thep—. Hay que arreglárselas. Gran ciudad, tráfico horrible.

De nuevo, me cuesta reaccionar. Normalmente, se me da mejor. Lo que sucede es que, de repente, no puedo mirar a un hombre sin ver a una cobra royéndole el ojo izquierdo. Estoy convencido de que si me mirara en un espejo, vería lo mismo. Esta visión ha mermado mis habilidades sociales.

—Bueno, mm, sentémonos, ¿quiere? ¿Puedo ofrecerle un café? —Contesto que no. No quiero volver a comer ni beber nada—. Quiero que sepa que le agradecemos muchísimo que haya venido a vernos en un momento así —añade Rosen.

—Así es —dice Nape—. Si acabaran de matar a mi compañero, no sé cómo me sentiría.

—Estaría bastante jodido.

—Supongo que sí. —Nape menea la cabeza, con expresión de asombro. Yo la muevo de uno a otro.

—Y a nosotros también nos toca de cerca, no crea.

—Así es.

—No conocía al sargento Bradley personalmente, pero me han dicho que era un buen hombre.

—Un buen hombre, un gran marine y un buen atleta.

—Sirvió por todo el mundo, principalmente en la seguridad de las embajadas.

—Aún no se lo hemos dicho a sus compañeros. Algunos marines se quedarán destrozados cuando se enteren de lo que ha pasado.

—Así es.

Los dos hombres se me quedan mirando un momento, luego Rosen dice:

—Malditos recortes. —Mira a Nape.

—Sí. —Nape menea la cabeza.

—Si esto hubiera sucedido en los setenta, ya habría salido un chárter de Washington con diez investigadores del FBI y un laboratorio forense móvil.

—Si hubiera sucedido en los ochenta, al menos habrían mandado a cinco agentes en un vuelo regular.

—Sí. Pero ¿qué nos dan?

Nape me mira.

—Tod lleva colgado del teléfono pegando gritos a Washington desde que nos informaron.

—No es que me haya servido de mucho.

—¿Cómo está la cosa ahora, Tod? ¿A cuántos nos mandarán para investigar la muerte violenta de un militar leal con años de servicio a sus espaldas? —Rosen levanta el dedo índice y pone cara de desgracia exagerada—. ¿Uno? No me lo puedo creer.

—Si pareciera un acto terrorista, sería distinto, por supuesto.

De repente, los dos me miran con curiosidad e intensidad. Admiro cómo han ido al grano tan deprisa. ¿Quién dice que los norteamericanos no son sutiles?

—Entiendo.

Por alguna razón, esta afirmación les sorprende.

—¿Sí?

—Si no es terrorismo, debe de ser lo otro, ¿no?

Nape suspira aliviado mientras que Rosen mira fríamente hacia la puerta. Cuando vuelve a alzar la vista, lo hace con una sonrisa tan falsa que me resulta casi ofensiva.

—¿Lo otro?

Nape y yo intercambiamos una mirada. Rosen realmente es muy nuevo en la ciudad y Nape quiere disculparse, pero no hay ocasión. Rosen está esperando que responda a la pregunta. Parece que hemos dado por terminadas las sutilezas. Espero el movimiento de cabeza de Nape antes de contestar.

—Bradley tenía unos cuarenta y cinco años —comienzo.

—Cuarenta y siete —me confirma Nape, con la esperanza clara de que ésa será explicación suficiente, pero Rosen sigue mirándome.

—¿Le faltaba poco para retirarse?

—Le quedaba casi un año.

—¿Quizá llevaba aquí una temporada?

—Cinco años. Mucho más tiempo de lo normal, pero encajaba en este lugar.

—¿Le gustaba la ciudad?

—Era un hombre muy reservado, pero la respuesta es sí, le encantaba.

—¿Disfrutaba de un estilo de vida privilegiado y tenía intención de quedarse aquí después de retirarse? —Alzo la mirada.

Por fin, Tod Rosen hace un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Supongo que estamos pensando en lo mismo, detective. Sólo quería estar seguro. Cree que traicionó a sus proveedores, ¿verdad?

—Ésa sería la primera hipótesis.

—¿Ha oído alguna vez que utilizaran serpientes?

—La verdad es que no. Nunca. Pero no es raro que la parte agraviada dé un castigo ejemplar a la fuente de su motivo de queja. Pour encourager les autres. —No era mi intención ser pretencioso. El francés me vino a la cabeza, como me sucede de vez en cuando. Me alivia que Rosen sonría.

—Buen acento. Yo también pasé una temporada en París. «Para animar a los otros». Sí, sin duda es lo que parece, ¿verdad? —Menea la cabeza—. Qué muerte más horrible. —Me está mirando: ¿Quién es este poli mestizo del Tercer Mundo que habla inglés y francés? Nape lo ha supuesto. Es un perro viejo de Krung Thep. Ahora sólo hay un deje de desprecio anglosajón en su expresión, para el hijo de una puta.

De repente, Rosen se levanta y se pone a hablar mientras camina.

—Para decirle la verdad, no sé hasta qué punto Washington quiere indagar en este asunto. Van a mandar a una mujer, una agente especial, pero puede que sólo sea para guardar las apariencias. ¿Cómo se supone que va a investigar un asunto como éste una agente especial que no habla tailandés y que no conoce la ciudad? —Casi para sí mismo—: Quizá la jodio en Estados Unidos y la mandan a Tailandia. Mientras tanto, sin embargo, en interés de nuestro intercambio de información, quiero preguntarle cómo encajaría esto con su hipótesis. Lo encontramos en su taquilla. No había nada más de interés, sólo esto.

Se dirige a su mesa, abre el cajón cerrado con llave y vuelve con un hoja de periódico hecha una bola. Mientras deshace la bola, advierto que el periódico está en un alfabeto extranjero. Ni tailandés ni inglés. Debajo de la hoja, una roca marrón y negra con una forma parecida a una pirámide y de unos quince centímetros de altura. Examino la roca, luego utilizo un trozo del periódico para levantarla y darle la vuelta. La mayor parte de la roca está cubierta de barro, liquen y otros restos de la selva, pero hay algunas marcas en la base, como si la hubieran raspado, que dejan al descubierto un fondo verdoso.

—Jade. Las marcas las hicieron compradores potenciales que querían comprobar la dureza. —Examino el periódico—. Alfabeto laosiano, muy parecido al tailandés pero no igual.

—¿Puede leer la fecha?

—No.

—Muy bien, sacaremos una copia y lo mandaremos por correo electrónico a Quantico. En un par de días deberíamos tener una respuesta.

—¿Podría sacarme una copia a mí también?

Nape coge el periódico y va a hacer las copias. Rosen y yo nos miramos.

—¿Tenía Bradley un piso en la ciudad? —pregunto.

Rosen se frota la parte de atrás de la oreja con el pulgar.

—Por lo general, los que pasan una temporada larga en un mismo destino alquilan una habitación o incluso un apartamento, normalmente para descansar y relajarse, aunque oficialmente viven en la embajada. La única condición que les ponemos es que nos digan dónde está. Bradley dejó una dirección en la Soi 21 en el barrio de Sukhumvit, pero cuando fuimos a comprobarlo hace un par de horas, descubrimos que hacía cuatro años que no vivía allí. —Digiero el dato en silencio—. Así que supongo que no sabemos dónde vivía. — Asiento con la cabeza mientras Rosen aparta la mirada hacia la pelota de fútbol americano que está encima del archivador—. Si me insinuaran que Washington no quiere profundizar demasiado en esta investigación…

Me encojo de hombros.

—El detective Pichai Apiradee era mi mejor amigo.

—Al parecer, esta información no responde a la pregunta de Rosen. Vuelvo a intentarlo—. Voy a matar al que lo hizo. No habrá juicio.

Afortunadamente, Nape vuelve en ese momento con las fotocopias, me entrega una a mí y otra a Rosen, que se ha quedado boquiabierto. Me levanto y esbozo una sonrisa forzada.

—¿Quieren apostar, caballeros? Mil bahts a que descubro la fecha del periódico antes que ustedes.

Nape sonríe burlonamente y niega con la cabeza.

—Yo no. Sé que ganará.

Rosen le mira como si hubiera cometido traición.

—Gilipolleces. Les diré que es urgente. Tendremos una respuesta hoy a las cinco, hora tailandesa.

Como mínimo, he encontrado la forma de poner punto y final a la entrevista con razonable elegancia. Nape me acompaña a la verja de la embajada y me devuelve sano y salvo a Tailandia. La gran sonrisa ha desaparecido de su rostro. En el calor empalagoso parece mayor, menos puro. Cuando estamos cada uno a un lado del torniquete, se pasa la lengua por los labios y me dice:

—Va a liquidarlos, ¿verdad?

Me quedo mirándolo un momento, luego me doy la vuelta para buscar un moto-taxi. Faltan dos minutos para las tres de la tarde.

Probablemente, Monsieur Truffaut fue mi preferido. Fuimos incapaces de quererle porque era muy viejo, pero con la perspectiva que da el tiempo es evidente que, de todos ellos, únicamente él dio más de lo que recibió. Nos dio París, después de todo, y nociones de francés.