Trece
No hace falta que diga que el yaa baa ha sido un fracaso total, y me encuentro en Kaoshan Road sobre las ocho y media del día siguiente, sin haber dormido nada. Estoy sentado en un bar frente a las oficinas del servidor de Internet, bebiendo café solo mientras revivo la noche caleidoscópica en mi cabeza. Parece que recuerdo haber hablado con quinientas mujeres, y que ninguna de ellas se acordaba de Bradley. Recuerdo con absoluta vergüenza haber bailado en Pat Pong. Ahora, con el sol que ya calienta, es como si la noche se repitiera a sí misma. La calle está llena de extranjeros de piel blanca.
Es una escena distinta a la de Sukhumvit. De hecho, el lugar es tan extraño que apenas parece pertenecer a Krung Thep. Incluso los tailandeses vienen aquí a hacer turismo, a mirar embobados y juzgar.
Aquí los farangs a menudo vienen en parejas, chicas y chicos, mucho más jóvenes que la clientela de lugares como Nana Plaza, adolescentes que han decidido tomarse un año sabático, como lo llaman elllos, entre el instituto y la universidad, o entre la universidad y la realidad.
Kaoshan ofrece el alojamiento más barato de la ciudad, camas en pensiones por unos pocos dólares la noche en condiciones que incluso yo encontraría sórdidas. Aquí la sensación de estar de fiesta-fiesta-fiesta no muere nunca, ni siquiera durante las primeras horas de la mañana. La calle está flanqueada de tenderetes que venden DVD, videos y CD piratas, y guías turísticas del sureste asiático, puestos de comida, de cosas usadas, de sandalias y de camisetas. Entre los tenderetes y los cafés apenas queda espacio para caminar; los turistas con sus mochilas enormes se giran y se ponen de lado para abrirse paso, acaban de llegar en algún vuelo de larga distancia desde Europa o Norteamérica, en busca del alojamiento más barato, esperando conservar sus fondos para todo el tiempo que duren las vacaciones, quizá tanto como un año. ¿Recuerdan las escenas del barrio chino de Blade Runnerl Mi gente aprendió rápido a fabricar máscaras balinesas, esculturas camboyanas, marionetas birmanas, batik de Indonesia, incluso didgeridoos australianos. Puedes cambiar dinero, hacerte pierángs en todo el cuerpo, tocar los bongos, ver un vídeo o consultar tu correo electrónico. No tiene nada que ver con Tailandia.
Un hombre negro que quisiera pasar desapercibido sería listo al elegir Kaoshan Road.
Ahora un tailandés llega en moto para abrir las oficinas del servidor de Internet. Le doy unos minutos antes de cruzar la calle.
Este hombre tiene treinta y pocos; es evidente que pertenece a esa nueva generación de tailandeses diligentes y modernos que han visto la oportunidad que les ofrece la tecnología de Internet. Me lanza una mirada rápida y sabe de inmediato que soy poli. Le enseño la fotografía de Bradley.
El hombre lo reconoce al momento y me lleva arriba donde las máquinas aguardan sobre mesas de caballete y zumban y runrunean desde todos los puntos de la habitación. Cualquier persona que alquile un servicio de Internet tiene la obligación legal de rellenar un impreso emitido por el gobierno en la Ley sobre Telecomunicaciones, y el hombre saca una carpeta de uno de los archivadores y encuentra rápidamente el impreso de Bradley. El impreso está escrito
sólo en alfabeto tailandés y la mayor parte de la información que Bradley proporcionó también está en tailandés.
—¿Le ayudó a rellenar el impreso?
—No. Se lo llevó y lo trajo así.
—¿Hablaba tailandés?
—Un poco. No creo que supiera escribir en tailandés.
—¿Le vio alguna vez con alguien?
—Sólo vino dos veces a la tienda, una para recoger el impreso y otra para entregarlo. Las dos veces vino solo. —El hombre duda. Le animo a continuar con un movimiento de cabeza—. Pero creo que lo vi una vez, caminando por la calle. Era difícil no verlo. Iba con una mujer. —Vuelvo a asentir—. Bueno, una mujer impresionante. Al principio creí que era afroamericana como él, pero luego vi que sus ojos eran como los nuestros, y que su piel era más morena que negra y que tenía el pelo básicamente liso, pese a que se lo había encrespado un poco. Era alta, mucho más alta que la mayoría de tailandesas, pero no tan alta como él, por supuesto. Le llegaba a la altura del hombro. —El hombre sonríe burlonamente—. Yo le llegaba al tórax.
—¿De qué color tenía el pelo?
—Con mechas de distintos colores, verdes, naranjas, ¿sabe? Pero bien hechas. Verlos a los dos paseando por la calle era como ver un desfile de moda. La mujer era muy sexy, como salida de una película. La gente se volvía para mirarlos, creo que se preguntaban si habían llegado dos estrellas de cine de Estados Unidos. Parecía que a ella le gustaba ser el centro de atención.
—¿Y él?
—Creo que él era un tipo serio. Parecía un norteamericano serio, ¿sabe? Ella parecía más frivola. Pero como le he dicho, sólo los vi una vez, y de lejos, puede que incluso no fuera él. Aunque creo que sí, porque en Krung Thep no muchos como ellos.
Ésta es la primera pista de verdad que tengo y quiero recompensar a este hombre. Copio la dirección de Bradley tal y como está escrita en tailandés y le digo:
—Escuche, tarde o temprano unos agentes del FBI vendrán a pedirle que les deje ver este impreso y le harán el mismo tipo de preguntas que le he hecho yo. —¿Y?
—No tienen ningún poder para investigar en nuestro país. No está obligado a contarles nada.
—¿Qué quiere que haga?
Sonrío.
—Yo de usted, les dejaría que me sobornasen.
El hombre asiente. La sugerencia no le sorprende nada.
—¿Qué precio estaría bien?
Lo pienso. Estoy totalmente a favor de la redistribución de la riqueza global de Occidente a Oriente.
—Yo de usted no hablaría por menos de mil dólares. —Hace un cálculo instantáneo: cuarenta y cinco mil bahts, no es una fortuna pero sí una suma considerable caída del cielo. Junta las manos cerca de la frente y waia.
—Gracias, detective.
—De nada. Y si vuelve a ver a la mujer, avíseme.
Fuera en la calle, me mareo de repente. La metanfetami— na ha absorbido todos los nutrientes de mi sangre y estoy desfalleciendo. Oigo retumbar en mi cabeza los ritmos de una tienda de discos cercana y creo que voy a vomitar. El mundo se está inclinando unos treinta grados para cuando encuentro la soi estrecha donde se supone que está el piso de Bradley.