Cuarenta y siete
El profesor Beckendorf, en el volumen 3 de su obra maestra La cultura tailandesa explicada, se vuelve casi tailandés él mismo en el último párrafo del capítulo 29 («Destino y fatalidad en el Siam moderno») por la forma en que se pone a divagar de repente sobre metafísica:
Mientras que el occidental medio hace todo lo que puede para dirigir y controlar su destino, el tailandés actual no está más próximo a adoptar esta actitud ante la vida de lo que lo estaban sus antepasados hace cien o doscientos años. Si hay algún aspecto de la psicología moderna tailandesa que continúa aceptando en su totalidad la doctrina budista del karma (tan próxima a ese fatalismo islámico que a menudo manifiesta la expresión: «Está escrito») se encuentra sin duda en la convicción del che sara, sara. A primera vista, este fatalismo puede parecer anticuado, incluso perverso dado el abanico deslumbrante de armas que ahora tienen los occidentales en su arsenal contra las vicisitudes de la vida; pero cualquier persona que pase mucho tiempo en este país se descubre rápidamente cuestionando la sabiduría, e incluso la sinceridad, de las actitudes occidentales. Cuando ha pagado sus impuestos, su seguro de vida, su seguro médico, su seguro contra accidentes, cuando se ha reciclado en las últimas aptitudes comerciables, ha ahorrado para la educación de sus hijos, pagado la pensión alimenticia, comprado la casa y el coche que su posición le exige que compre con arreglo a las normas de su tribu particular cuando ha dejado el alcohol, la nicotina, el sexo extramatrimonial y las drogas de consumo recreativo, pasado sus dos semanas de vacaciones haciendo turismo de aventura instructivo (pero seguro), cuando ha aprendido a tener muchísimo cuidado con lo que dice o hace con los miembros del sexo opuesto, puede que el occidental medio se pregunte (algo que hace a menudo) adonde ha ido su vida. También puede que se sienta engañado (algo que pasa siempre) cuando descubre existencialmente que todas las preocupaciones y todos los pagos de los seguros no le han valido para nada a la hora de protegerle de incendios, robos, inundaciones, terremotos, tornados, saqueos, actos terroristas, o de que su esposa le abandone de repente con los niños, el coche y todo el dinero de la cuenta corriente conjunta. Es cierto, en un país sin redes de seguridad, un ciudadano puede perfectamente sufrir mucho por accidente o enfermedad, allí donde un occidental puede que se haya procurado una medida de protección pero, entre golpe y golpe, un tailandés vive su vida en un estado de despreocupación sublime. La observación típica de los occidentales es decir que los tailandeses viven en un paraíso para tontos. Quizás, pero ¿no podría acaso responder el tailandés que los occidentales se han construido un infierno para tontos?
Uno no puede evitar sentir pena por Beckendorf, que se asoma por entre sus libros, rogando a Dios (o a Buda) tener las agallas para dejarlo todo, tomar yaa baa, ir a una discoteca, escoger a una chica y tirársela. No sé por qué me ha venido a la mente mientras voy en un moto-taxi de vuelta a la joyería Warren en River City. Por lo que yo sé, Warren y Beckendorf no tienen nada en común; de hecho, se diría que representan polos opuestos del espectro farang, siendo Beckendorf el eterno estudiante, ingenuo y crédulo pese a sus palabras largas y refinadas, y Warren, el cínico máximo. Pero lo dos pertenecen al espectro farang, los dos se pasan la vida mirando al otro lado con un poco de nostalgia, aunque nostálgico no es la primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en Warren. Quizá estoy intentando encontrarle el sentido a una conversación telefónica que tuve ayer con él alrededor de medianoche en la que Warren me invitó a que fuera «a comprobar mi mercancía» este domingo por la mañana. Había algo, sólo un toque, bueno, nostálgico en su voz, casi tímida, como si tuviera algo personal que compartir conmigo que le costaba expresar con palabras. Incluso parecía estar a punto de soltarme algo (de nuevo, no se me ocurre ninguna palabra en su caso) cuando Fatima acudió en su rescate y me preguntó en tailandés, con su tono suave, ronco, si podía acercarme sobre las once de la mañana. Dejó claro que Kimberley Jones no estaba invitada.
Llamé a la agente del FBI después de colgar, y Kimberley hizo la misma observación que ha estado haciendo estos días: ¿Por qué Fatima trabaja para Warren, después de haber matado a Bradley? Sencillamente, no encaja con nuestra hipótesis o el modo de pensar de Fatima cuando fui a verla a su apartamento. De hecho, se aleja tanto de nuestras sospechas que ya hemos discutido unas veinte teorías distintas que hacen de Fatima una asesina a sueldo que trabaja para Warren, pero no se nos ocurre por nada del mundo una razón por la que Warren quisiera liquidar a Bradley. No encaja con el ejercicio de perfil psicológico de la agente del FBI, no encaja con la intención declarada de Fatima de matar a Warren; no encaja con nada. No espero obtener una confesión mientras subo por las escaleras mecánicas hacia la joyería Warren,
La tienda está cerrada y la persiana metálica bajada, pero Fatima está dentro, sacando el polvo a la escultura de madera de metro ochenta del Buda Caminando. Lleva una blusa color perla, con escote, su collar de perlas gruesas y unos piratas negros de seda vietnamitas. La observo por entre las rejas de la persiana. Ella nota mi mirada desde detrás del cristal, me ofrece una sonrisa calurosa, como si fuera un viejo amigo, y aprieta un botón para subir la persiana. Entro en la tienda, ella aprieta otro botón y la persiana desciende de nuevo. Esboza una sonrisa nerviosa que parece decir: «Ahora sí tenemos intimidad».
—Estuviste fantástica la otra noche —le digo con absoluta sinceridad—. Nunca había oído a nadie cantar tan bien esa canción. —Se ríe con modestia y hace un parpadeo cómico de pestañas.
Mientras ha sucedido todo esto, el jemer de la Uzi ha aparecido por una puerta lateral. Ahora mismo no lleva el arma, pero bien podría sacarla de algún lado. Me lanza una mirada lasciva y se apoya en la pared del fondo. Fatima coge un teléfono y marca un número.
—Señor Warren, el detective Jitpleecheep está aquí-dice con la sonrisa de una secretaria personal competente—. Está en el almacén —me dice a mí en tailandés—. Vendrá enseguida. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Té verde? ¿Cocacola, whisky, cerveza?
Niego con la cabeza. Seguimos mirándonos fijamente, durante largos segundos, luego apartamos la vista. Estoy intranquilo y no comprendo la naturaleza de esta reunión, esta mañana, este día. Cuando tengo oportunidad, intento furtivamente meditar unos segundos para intentar dilucidar las profundidades de lo que está sucediendo, pero simplemente no puedo leer su pensamiento o el del jemer. Todo está mal, es artificial. Pienso que quizá el jemer sea su carcelero, que Warren tiene pruebas de que ella mató a Bradley y las está utilizando, así como a sus guardaespaldas jemeres para controlarla y, al final, utilizarla tal y como tenia previsto desde el principio. Sé que ésta es la teoría preferida de Kimberley y sin duda parece encajar con los hechos, si no con el ambiente. El FBI no repara en ambientes, por supuesto, y Kimberley está convencida de que me están tendiendo una trampa, ¿quizá Warren hará que me maten con el permiso de Vikorn? Logré enfurecer a Kimberley con mi indiferencia ante esta posibilidad . Después de colgarle el teléfono, medité mientras me fumaba un porro y me fui a la cama. Pichai estaba ahí, en mis sueños, resplandeciente y con una sonrisa.
Warren entra por la puerta que hay al fondo de la tienda, seguido del segundo jemer, que lleva la Uzi. El norteamericano lleva un pañuelo con un estampado de cachemir dorado, un suéter sin mangas de cachemir color crema, una americana azul marino de algodón muy fino, unos pantalones gris verdoso de Zegna y unos zapatos sin cordones Baker— Benje que son demasiado bonitos para mirarlos. Se cambia el cigarrillo y la boquilla de jade a la mano izquierda para estrecharme la mía con la derecha. Sus ojos grises escudriñan los míos. Como siempre, no puedo leer su pensamiento, mi brujería del Tercer Mundo no puede penetrar su capa protectora. Sin embargo, su rostro está sólo un poco demacrado, y esta mañana su afeitado no ha sido perfecto, ya que se ha dejado una línea de barba debajo del lado derecho de la mandíbula. De cerca, me convenzo de que la fragancia que lleva es de Joél Rosenthal, el joyero del número 14 de la Rué de Castiglione de París que lanzó su propia gama de perfumes, y me pregunto si no será ésta quizá una especie de referencia: ¿un joyero que se pasa a los perfumes?
—Me alegra que haya podido venir —me dice Warren con su encanto habitual que de hecho, me hace sentir como si de verdad se alegrara de verme. Sin embargo, yo simplemente asiento con la cabeza y espero. Por supuesto, me entiende a la perfección y con una expresión del rostro que es casi un guiño, aunque cansado, me indica que le siga por la tienda hacia el estante donde descansa el caballo y el jinete. Baja la pieza, la sostiene en la luz, y me la entrega. Como sucede con todos los ejemplares de jade, tenerlo en las manos es una experiencia sensual, su peso oculta la ligereza del diseño del artista. Sé muy poco sobre piedras preciosas, pero una voz interior me lleva a hacer una observación inspirada, que transformo en un inglés un poco forzado:
—La pieza irradia tanta luz que parece como si fuera a salir volando en cualquier momento. Cuando la coges te das cuenta de que, después de todo, tiene sus orígenes en la tierra, que el peso, la frialdad y la oscuridad de la tierra siguen encerrados de algún modo en ella. Pero una fuerza mágica expresa también la ligereza del mundo espiritual.
No es en absoluto el tipo de comentario que hago normalmente y, por un segundo, me pregunto si me he arriesgado demasiado y habré ido demasiado lejos. Sin embargo, Warren está de un humor poco habitual, y mis palabras escandalosamente pretenciosas, por estar inspiradas por el Buda, han penetrado al fin en su caparazón. Le he trastornado por un momento, durante el cual se me queda mirando con la hostilidad de alguien que ha sido descubierto, luego se recupera, me toca el brazo con el más tierno de los gestos (creo percibir un ligero temblor por su parte cuando lo hace) y me arrebata la pieza.
—Bradley me la estaba copiando —explica—. Mandé a alguien para que la recuperara, estaba en mi derecho, pues es mía después de todo. Supongo que mandé al tipo equivocado, pero piense que hacía muy poco que habían asesinado a Bill. No tenía ni idea de qué podría encontrar en la casa, así que mandé a alguien que supiera ser duro. Siento lo de su herida. Si la cicatriz queda mal, le mandaré a alguien de Estados Unidos para que le eche un vistazo. —Me mira fija mente mientras habla y percibo una necesidad profunda que emana de él. Si no supiera más, pensaría que es un grito de auxilio. Tiene los ojos llorosos. Fatima y los dos jemeres nos observan con atención.
—Fatima me dijo que usted y la agente del FBI estuvieron aquí la semana pasada —dice, recuperado ya del todo, mientras vuelve a colocar la pieza en el estante—. Así que pensé que usted y yo deberíamos hablar antes de que lo del FBI se descontrole de nuevo. Probablemente usted no sepa el precio que hay que pagar por el éxito en la tierra de los que son libres. Uno se convierte en una presa fácil para los funcionarios listillos que te ven como un medio para conseguir un ascenso. Ya tengo a alguien en Washington trabajando en este asunto, no espero que la agente especial se quede mucho más en el país.
Mientras habla, me conduce inexorablemente a la parte delantera de la tienda y al escaparate, que está protegido por otra persiana metálica interior. En un dispositivo situado en la pared, teclea un código, aprieta un botón y la cortina de acero sube. Es exactamente igual que ver a una mujer hermosa quitarse la ropa, algo que sólo superará el poder de su desnudez. El jade antiguo brilla bajo las luces y ahora, por primera vez, sin duda influido por la presencia de Warren, veo el talento que encierran muchos de los engarces modernos en plata y oro.
•-Todas estas ideas son suyas —digo. Ahora que he vislumbrado su espíritu puedo comprender su arte.
—«Ideas», correcto. Ya casi nunca creo diseños detallados, tengo gente que lo hace mejor que yo. Pero un artesano no tiene por qué ser necesariamente un artista. Necesita tener ese plus que sólo proviene del corazón frío del universo. —Me ofrece una sonrisa tenue y coge un grueso collar de jade engarzado en una cadena de oro. El jade ha sido trabajado en forma de unas bolas grandes de unos dos centímetros de diámetro—. Era de Hutton —dice Warren con total naturalidad—. De hecho, recorrió todo el circuito. Pu Yi se lo llevó consigo cuando huyó de la Ciudad Prohibida, luego se lo vendió a Koo, que se lo vendió a su mejor amiga Edda Cia— no. Edda se lo vendió a la pobre Bárbara, quien me lo vendió a mí un año antes de morir. A esas alturas estaba tan drogada que podría haberlo adquirido por un dólar, pero se lo compré a precio de mercado.
Fatima ha cruzado la sala para unirse a nosotros, al parecer atraída por el collar. Warren levanta una ceja, luego extiende la mano para quitarle las perlas. Veo una gran profesio— nalidad en este gesto, las manos delicadas que han adornado los cuerpos de reinas y princesas con sus creaciones. Toca las perlas como si tocara su cuerpo (con ternura infinita), las coloca sobré el terciopelo del escaparate y luego (con un gesto inesperado) me da el collar de jade. Pesa como una colección de balas de cañón de miniatura mientras lo coloco alrededor del cuello de Fatima. Se produce un caos eléctrico de miradas, gestos y mejillas que se giran mientras retrocedo unos pasos para admirarlo: sexo, dinero, paranoia y un millar de engaños crepitan bajo las luces.
—De hecho, el jade no es tu color para nada, cielo —dice Warren, y saca su pitillera, selecciona un cigarrillo, le da unos golpecitos suaves, lo coloca en su boquilla, lo enciende y se traga el humo y retrocede un paso, como debe de haber hecho con miles de mujeres. Su rostro vuelve a ser impenetrable y parece que Fatima experimenta un momento de miedo—. Bueno, te queda espectacular porque cualquier cosa te queda espectacular, pero nada te queda tan bien como las perlas. ¿Qué piensa usted, detective?
Tengo que estar de acuerdo. Me parece que el jade le queda bien, pero no transmite la impresión que producen las perlas en su cuello de chocolate. Cuando vuelvo a colocárselas, me doy cuenta de lo mucho que las he echado de menos, incluso durante ese breve instante. El efecto es casi único en el sentido que nunca llegas a acostumbrarte a él del todo. Apartas la vista un segundo, luego dejas que vuelva a centrarse en el objeto que contemplas y es como si experimentaras el efecto por primera vez. Fatima me ofrece una sonrisa maravillosa, acaricia el collar de jade un momento, y mira fijamente a Warren.
La mano que retira la boquilla de jade de sus labios tiembla ligeramente.
—De acuerdo —dice ásperamente—. Es tuyo. Quédatelo. El detective será mi testigo.
Me permito quedarme boquiabierto, pero Fatima no parece sorprendida lo más mínimo. Asiente con la cabeza como si fuera una especie de homenaje habitual, y se lleva el collar al fondo de la tienda. Observo incrédulo mientras lo mete en un bolso negro de Chanel. Warren me está mirando.
—¿Sorprendido? De hecho, puede tener lo que le apetezca. ¿Qué quieres del escaparate, cariño mío? ¿Algo de valor incalculable? Toda mi cueva de Aladino es tuya. Yo seré tu genio.
Fatima sujeta el bolso de Chanel contra su estómago. Aparece en su rostro una mirada oscura y simplemente se encoge de hombros. Warren se la queda mirando fijamente un instante desde el otro lado de la sala, luego mete la mano en el escaparate para coger el tigre blanco. Lo sostiene delante de mí para que lo mire y tengo la sensación extraña de que oyó a Kimberley cuando ésta lo admiró y me explicó su significado. «Para cualquier persona que entienda del tema, es de lo más intimidante.»
—Quiero que bajemos al almacén —me dice, y me da el tigre. Casi se me cae de lo asombrado que me deja al confiarme un icono tan valioso y creo que le lanzo una mirada de miedo. Warren sonríe, creo que para agradecerme mi veneración. De inmediato, empiezo a preguntarme si…
—Sí, es auténtico —me dice, leyéndome el pensamiento.
Sosteniendo el tigre entre mis brazos como una madre, le sigo a la parte trasera de la tienda y, bajo la mirada de los dos jemeres y de Fatima, salimos por la puerta de atrás, que ahora veo que sólo conduce a un único ascensor que parece tener los adornos de acero templado de la cámara acorazada de un banco. Sólo el zumbido del motor eléctrico Mitsubishi rompe el silencio. Ahora, Warren y yo estamos solos en el ascensor, evitando que nuestras miradas se crucen, como la gente suele hacer en estos espacios cerrados, a no ser que sean conspiradores o amantes. Warren y yo no somos nada de eso, por supuesto, lo que hace que me pregunte por qué percibo un deseo frustrado en él, un anhelo, una súplica silenciosa, incluso. Parece como si descendiéramos a las entrañas de la tierra. El viaje es más largo de lo que esperaba; debe de tener el almacén debajo de la última planta del aparcamiento.
—Ya hemos llegado, el auténtico escaparate, podría decirse. Los compradores profesionales no se preocupan demasiado por lo que tengo arriba. No lo pondría ahí si no supiera que se lo venderé a algún idiota tarde o temprano por un precio inflado. Aquí abajo, sin embargo, es donde un experto de verdad podría encontrar una ganga o dos. La belleza es una montaña enorme, detective, y la elegancia sólo ilumina un rostro cada vez. Tarde o temprano, otro aspecto empieza a centrar la atención y, bingo, el acaparador hace su negocio. Los acaparadores son las personas más difíciles a quienes vender, pero también con las que más te diviertes. —Esos ojos grises penetran intensamente en mi cerebro—. El mayor de los placeres que tiene la vida es que te comprendan, ¿no cree? Pero a un artista como usted o como yo, ¿quién nos comprende?
Estoy a punto de protestar, pero decido centrar mi atención en el sótano abovedado. Es mucho mayor de lo que podría haber imaginado desde la tienda, y el caos que hay en él es encantador. Calculo que quizá deba de ser la mitad de grande que el aparcamiento, con pasillos que van longitudinalmente de la parte delantera a la trasera.
—La mente no puede asimilar tesoros como éstos —le digo en tailandés, la lengua apropiada para la veneración.
—Deje que le ayude —me dice con una sonrisa. No entiendo por qué tendría que halagarle el homenaje patético que un detective del Tercer Mundo pueda hacer a su colección, pero, ¿por qué desearía engañarme? Me pongo a pensar cuando oigo que se cierran las puertas del ascensor y el zumbido del motor. Me pone una mano en el antebrazo un momento para tranquilizarme, pero su gesto provoca el efecto contrario. Aquí en su guarida, puedo ver su espíritu extraño con mucha más claridad, percibir su agonía.
—Me entiende, ¿verdad, detective?
—Creo que sí.
—¿Y qué respuesta tiene para mi angustia?
—Poseer algo requiere en gran parte hacer un enorme sacrificio, si no se quiere que la posesión destruya al poseedor —me hace responder el Buda. Warren gruñe y me suelta un discursito de vendedor, empezando por cinco Budas de piedra magníficos situados en una plataforma, sin duda robados de Angkor, y que llevan unas etiquetas, y se nos presentan como gigantes prehistóricos mientras doblamos por uno de los pasillos.
—La agente especial Jones es muy lista —dice Warren, que se detiene para encenderse un cigarrillo—, pero es una poli americana, carece de su nivel y su profundidad. Empecé a comprar todo el material de Angkor que pude poco después de que estallara la guerra civil. Como americano, me sentía responsable. El Pentágono bombardeó a saco el país y lo desestabilizó, luego la CIA apoyó a los jemeres rojos porque eran los enemigos del Vietcong, y nosotros, los americanos, no sabemos perder. Así que destrozamos un país. Bueno, no exactamente; estos reinos antiguos en realidad no mueren, se reencarnan. Pero yo quería salvar el arte jemer, sobre todo el de Angkor, y la única forma que tenía de hacerlo era comprarlo hasta que las cosas se calmaran. Ahora, estoy devolviéndolo todo, los gastos corren de mi cuenta. —Un suspiro—. Para serle sincero, no ha cambiado nada desde El americano impasible; cuando por fin destruyamos todo el mundo, será con la mejor de las intenciones. Mientras tanto, como americano que ha sido desprogramado por Asia, intento reparar el daño. Me cree, ¿verdad?
—Sí.
—¿Lo ve? Ésa es la diferencia. Jones no lo entendería, no querría creer que puedo ser un buen tipo. Los polis americanos son unos intolerantes respecto a la ambigüedad moral, de lo contrario no serían polis americanos, ¿verdad? No es que me importe.
Paso a paso, me lleva por el largo pasillo que está hasta los topes de Budas de oro, santuarios, cerámicas, esculturas " de madera de Ayutthaya, estanterías de diez metros de altura que van del suelo al techo dedicadas a cuencos para limosnas, otra sección con cientos de estatuillas de cerámica… Es todo increíble, valiosísimo, maravilloso. Y yo aún sostengo el tigre blanco.
Cuando llegamos al final del pasillo, Warren me lo arrebata y lo coloca en un estante.
—Es mi mejor pieza. La expresión «vale su peso en oro» es un tópico que hay que revisar. No lo vendería ni por diez veces su peso en oro. Ahora, detective, dígame, ¿cómo sabía yo que estaba perfectamente a salvo en sus manos?
Me encojo de hombros con modestia, luego examino sus ojos cuando oigo que se abren las puertas del ascensor a lo lejos en el almacén. Unos pasos y Fatima aparece con los dos jemeres. Ahora ambos llevan Uzis y Fatima tiene aspecto de cansada. Warren le lanza una mirada cruel, angustiosa, a medida que se acerca.
—Ya que me has concedido el honor de reconocer mi integridad, voy a devolverte el cumplido. —Está claramente distraído mientras pronuncia estas palabras y le hace señas a Fatima para que se acerque. Los dos jemeres se ponen tensos y se quedan donde están. Ahora lo entiendo todo. No sé cómo, Warren lo ha cogido mientras yo estaba distraído: una empuñadura de piel y metros de cuero que desaparecen en la oscuridad bajo una estantería.
Cuando Fatima llega adonde estamos, Warren la pone de cara a la pared y le coloca las manos despacio en un estante situado medio metro por encima de su cabeza.
—No, por favor —digo.
Warren no me hace caso y la rodea con los brazos para desabrocharle los botones de la blusa, y se la saca por fuera para bajársela por los hombros, dejando al descubierto su espalda perfecta y la tira del sujetador. Se lo desata; ahora nada impide al ojo recorrer arriba y abajo esas vértebras maravillosas.
—No, por favor.
Me coge la mano y la pasa por la espalda de Fatima, luego la guía hasta un pecho.
—Para aprender a amar, lo único que un hombre necesita hacer es tocar su cuerpo perfecto, ¿no cree? Pero para seguir amándola, para eso hace falta una habilidad muy distinta. ¿Quién de nosotros no busca ese amor que sea tan complaciente como el cuerpo de Fatima, y tan resistente como una piedra? ¿Quién de nosotros no pone a prueba el amor hasta que se rompe? ¿Tan raro soy en realidad?
Ahora la aflicción le tuerce el gesto. No hace falta ser clarividente para ver a su demonio en todo su esplendor negro. Susurro con voz ronca:
—Azóteme a mí.
Warren me lanza una mirada maliciosa.
—No me decepcione, detective. Sabe que no es tan sencillo.-Me da el látigo.
—No.
—Pero usted será más delicado que yo. Si lo hace, le prometo que no le pondré la mano encima.
—No.
—¿Ni por su vida?
—Mi vida no me importa.
Hay un largo silencio durante el cual creo que los jemeres están a punto de ejecutarme y, entonces, Warren dice:
—De acuerdo, tú ganas. —Tengo la sensación de que estas palabras van dirigidas a ella. Veo que las manos de Fatima se abrochan el sujetador. Aún lleva la camisa desabotonada cuando se da la vuelta para arrebatarle el látigo. Con una mirada que denota una crueldad extraordinaria, le dice:
—Ya te dije que era un arhat. Has perdido. Coge el tigre y póntelo en la cabeza.
Observo cómo Warren obedece la orden. Tiembla mientras trata de que el valioso objeto no le caiga de la cabeza mientras Fatima se adentra diez pasos en la parte trasera de la tienda. Estoy pensando que quizá no tenga mucha práctica cuando chasquea el látigo para extenderlo detrás de ella. Se produce un estrépito en la sección de los cuencos para limosnas del almacén que me hace examinar el rostro de Warren. Se está mordiendo literalmente los labios. De repente, el látigo silba en nuestra dirección y me agacho instintivamente cuando pasa por encima de mi cabeza. No creo que Fatima haya intentado ser precisa, el cuero se precipita hacia el rostro de Warren, obligándole a agarrar el tigre al encorvarse. El látigo le arranca un buen trozo de la chaqueta y del jersey y de la camisa que lleva debajo, y le desgarra la piel. Aun así, no suelta el tigre.
—Has hecho trampa —dice Fatima entre dientes—.
—¿Quién te ha dicho que te muevas? —El látigo vuelve a restallar esta vez hacia las manos que su jetan el tigre. Sigue sin soltarlo, pero el cuero se queda enrollado en la escultura y Fatima se la arranca de las manos. Cae al suelo y se rompe en mil pedazos. Me he quedado boquiabierto, mis ojos la miran a ella, luego a Warren, luego a los fragmentos del suelo—. Ha hecho trampas —me dice Fatima entre dientes—. ¿Lo has visto? —Warren y yo nos agachamos cuando hace girar el látigo por encima de su cabeza, luego lo sacude hacia nosotros. Alcanza la estantería llena de estatuillas de cerámica, despejándola con un solo golpe. Warren está encorvado, sollozando. Se pone a cuatro patas para intentar recoger la escultura rota y las figurillas humanas mutiladas esparcidas por el suelo.
No me dan tiempo para entender este extraño episodio. Los jemeres se han puesto a mi lado y me conducen de vuelta al ascensor dejando a Fatima y a Warren en el almacén. Me hacen salir de la tienda al domingo bochornoso junto al río, donde los turistas curiosean y caminan encorvados y las barcas alargadas se pasean arriba y abajo con un rugido. Jones está en el asiento de atrás de su coche de alquiler en el aparcamiento al aire libre y no esconde su alivio al verme.