Veintiuno

Sin duda, Fritz von Staffen era distinto, eso tengo que admitirlo. Para empezar, no era un hombre maduro; tenía alrededor de treinta y cinco años. Tampoco era visiblemente inadecuado en ningún otro sentido. Era alto, delgado y guapo, del sur de Alemania donde la gente tiene las mismas probabilidades de ser castaña que rubia. Él tenía el pelo casi negro y la piel muy blanca. Su única afectación, aparte de vestir con elegancia, era fumar cigarrillos ingleses con una boquilla de ámbar, pero lo hacía muy bien.

Fue la primera vez que cogí un avión. Catorce horas en la panza de una máquina enorme, luego un viaje lleno de nervios desde el aeropuerto en un taxi Mercedes grande y blanco, mi madre emitiendo sonidos apropiados de asombro con el brazo del alto alemán rodeándola mientras yo miraba las calles anchas y vacías tan negras como el pelo de ella.

Llegamos por la noche, así que el viaje de descubrimiento empezó el día siguiente, cuando salimos a tomar el aire. ¡Y qué aire! Era la primera vez que olía el aire fresco en una ciudad, como si estuviera en el campo. ¡Arboles de hoja caduca en una explosión de verdes! Nunca antes había visto las flores en racimos de los castaños de Indias, los manzanos en flor, los castaños en flor, las primeras rosas. Uno tenía que preguntarse si aquello era realmente una ciudad, o un parque gigantesco que algunas urbanizaciones de viviendas subvencionadas habían invadido. Había Garten por todas partes. Estaba el Englischer Garten, el Finanzgarten, el Hof— garten, el Botanischer Garten (parería que los Garten eran a Múnich lo que el tráfico a Krung Thep). Y junto a cada uno de estos Garten, a veces plantado en el medio, uno tropezaba invariablemente con otro tipo de Garten, los Biergarten, y también inevitablemente tropezábamos con uno o más de los amigos y conocidos de Fritz. Al principio parecían un pequeño ejército, hasta que se redujeron a tres parejas que parecían estar siempre ahí bebiendo enormes jarras de cerveza, que yo apenas podía levantar, y comiendo ensalada de patata, pollo, costillas en platos de cartón mientras un grupo de música bávaro con lederhosen tocaba a Strauss. No es que yo pudiera diferenciar a Strauss de Gershwin antes de que Fritz me explicara la música, como me explicó muchas otras cosas que un chico necesita saber.

Los amigos de Fritz pasaron nuestras pruebas de forma admirable, incluso Nong lo dijo. No hubo la más mínima frialdad teutónica hacia la mujer de piel morena y su hijo mestizo, ni un solo indicio en sus ojos revelaba que hubieran hablado entre ellos (como sin duda habían hecho) de la más que probable naturaleza de su profesión. Las mujeres de las tres parejas eran especialmente atentas y le decían a mi madre que estaban encantadas de que por fin su querido Fritz hubiera encontrado a una compañera a la que él y sus amigos pudieran querer. Nong me contó que los alemanes eran gente especial, que no padecían la intolerancia que era causa de racismo en otros países occidentales. Los alemanes eran gente de mundo que podía traspasar las barreras culturales y mirar en el corazón de los que vivían en la otra punta del mundo. Ojalá los tailandeses fueran más como ellos.

Habíamos llegado en mayo y en julio Fritz me dijo que mi inglés era mucho mejor que el de cualquier niño alemán. El inglés de Nong también había mejorado sensiblemente, porque Fritz tenía un modo inteligente de tomarle el pelo:

«Cielo, me encanta cómo pronuncias las erres, aquí había un humorista que lo hacía igual, era divertidísimo y ganaba una fortuna en el teatro y en la tele». Mi madre se puso a ello y nunca volvió a pronunciar una erre como si fuera una ele, excepto por motivos satíricos, cuando quería hacer alarde de su sofisticación riéndose del acento de las chicas de los bares.

En junio, pillé un resfriado de verano y Nong aprendió su primera frase completa en alemán: « Was ist los, bist Du erkaeltert?».

Durante la tercera semana de julio, mi madre me llevó a pasear por el Englischer Garten, se sentó conmigo en un banco debajo de un castaño de Indias, me cogió fuerte la mano y se deshizo en lágrimas. Se reía mientras lloraba.

—Cielo, no puedo creer que sea tan feliz, lloro de alivio porque esa pesadilla ha terminado. Ya no tengo que, ya sabes, trabajar de noche. No tendré que volver a Pat Pong nunca más si no quiero.

Yo también percibí una sensación de redención religiosa: a partir de ahora la tendría conmigo todas las noches, hasta la muerte.

La decepción fue vertiginosa. La primera noticia que tuve al respecto llegó bajo la forma de una explosión de tacos en tailandés procedentes del dormitorio de al lado, un «Tranquilízate, cielo, por favor, tranquilízate» de Fritz, más tacos en tailandés, el sonido de algo que alguien había lanzado, un «Eres una salvaje» de Fritz, la palabra Scheisser repetida una y otra vez por Nong, un torrente de lágrimas que no eran de alegría, un «Ay, zorra de mierda» de Fritz, y «Vas a pagar por todo esto, asquerosa», la puerta del dormitorio se abrió y se cerró con un portazo, Nong bajó las escaleras corriendo, abrió la puerta del jardín y la cerró con un portazo. Silencio,

Imaginé que las cartas auguraban un viaje rápido en plena noche al aeropuerto y me preparé para pasar catorce horas junto a una madre furiosa, seguidas de la llegada a Krung Thep a finales de julio: no era la mejor perspectiva del mundo. Era evidente que Fritz tenía una amante alta y rubia en algún lado y que Nong había encontrado pruebas de ello, probablemente después de registrarle diligentemente los bolsillos.

Pero la llamada del vuelo no llegó esa noche, y en realidad Fritz no estaba tonteando con nadie.

En la cama del hospital reflexiono sobre el momento más determinante de la vida de mi madre con un orgullo que ha ido creciendo con los años.

Al día siguiente apareció sola en mi habitación, aún colérica. Me dijo que hiciera la maleta, y que no metiera ningún juguete, juego o libro que Fritz me hubiera regalado, mientras ella hacía lo mismo. Fritz insistió en llevarnos al aeropuerto en su BMW. Una frase reveladora del diálogo rompió el silencio:

Fritz: No iba a ponerte en peligro, ¿sabes?

Nong: Entonces, ¿por qué no traes tú mismo las maletas de Bangkok, si tan seguro es?

En el aeropuerto, Nong abrió con ostentación nuestras dos maletas y examinó todos los objetos, incluso llegó a estrujar el tubo de la pasta de dientes y a sacudir las pastillas de jabón y a dar golpes en las maletas por si tenían doble fondo. Fritz, con un aparte sarcástico sobre su nivel de educación y el intelecto tailandés en general, señaló que nadie exporta drogas ilegales de Occidente a Tailandia. Ella pasó de él con verdadera obstinación tailandesa y, cuando hubo acabado, se facturó a ella y a su hijo en el vuelo a Bangkok sin ni siquiera volverse para mirarle. Fritz era historia.

Bueno, no del todo. Fritz no era un desconocido en el mundo de los bares de Bangkok y la noticia llegó a Nong a través del eficaz boca oreja unos años después: Fritz había vuelto a elegir a la chica equivocada, esta vez con desastrosas consecuencias para él. La chica había informado a la policía de Bangkok, que le había tendido una trampa, y ahora se encontraba en la temida prisión de Bang Kwan a orillas del río Chao Phraya. Yo quería que fuéramos a verle. Nong no quería ni oír hablar del tema. Yo insistí. Puede que Fritz estuviera podrido hasta la médula, pero durante unos meses había sido el mejor padre que un chico podía desear. Nos peleamos, yo gané. Una buena mañana fuimos al río y cogimos el barco hasta el último muelle, desde donde nos dirigimos a la cárcel caminando bajo el calor.

Bang Kwan era incluso más lúgubre de lo que había imaginado. Una fortaleza con una atalaya y guardias armados con metralletas, rodeada por muros dobles de perímetro, el hedor a aguas residuales sin tratar cuando cruzamos la primera verja, y el hedor espiritual de la violencia, el sadismo y las almas corruptas cuando entramos en la parte habitada de la prisión. Fritz llevaba la cabeza rapada, y se le veía muy delgado vestido con la camisa y los pantalones andrajosos de presidiario. El herrero de la cárcel le había soldado unos aros de hierro alrededor de los tobillos que estaban unidos a una cadena gruesa, pero nos saludó a mí y a mi madre con el mismo encanto de la Vieja Europa, nos dio las gracias por haber ido a verle y dijo:

—Me gustaría pediros disculpas por como me comporté en el aeropuerto de Múnich el último día.

Nong se mantuvo impasible y respondió con susceptibilidad a sus preguntas. La entrevista duró menos de diez minutos.

De camino a casa, mi madre reconoció que había sido una buena idea ir a visitarle. A sus ojos, el Buda la había vengado al mandar a Fritz a la cárcel y humillarlo delante de ella. Cuando estornudé por culpa de la contaminación me dijo: «Wfls ist los, bist Du erkaelterth.

La frase me ha venido a la mente porque ahora me la está repitiendo al inclinarse sobre mí, sonriendo. Le cojo la mano como un amante hambriento, pero apenas tengo fuerzas para hablar.

Ha engordado un poco en su retiro, tiene más pecho y la espalda más ancha, ahora tiene cincuenta años y no ha perdido su talento fácil para rezumar sexo.

No es que intente perderlo. Se ha puesto un vestido carmesí que deja al descubierto sus hombros morenos y parte del escote, calza unos zapatos de charol negros y color carmesí con un tacón bastante alto, y lleva un Buda de oro colgado en una cadena gruesa de oro alrededor del cuello, un bolso negro y carmesí que es un Gucci falso, un grueso brazalete de oro, pendientes de oro con forma de lágrima, pin— talabios rojo efecto mojado, mucho rímel y ese perfume que recuerdo de París, principalmente porque el presupuesto para efectos personales imprescindibles de Nong se dobló después de ese viaje.

No hay ni rastro de canas en su pelo, que lleva recogido asimétricamente en una trenza hacia un lado de la cabeza, sin atar, lo que le da un aspecto de… puta de lujo. Está sentada en una silla junto a la cama y enciende un Marlboro Reds.

—¿Quieres una calada? —Niego con la cabeza—. ¿Tan mal estás, cielo? He venido tan rápido como he podido cuando el coronel me ha contado lo que había pasado. ¿'Pero qué hacías en esa casa solo a esas horas de la noche? —Se estremece, luego pone una mano sobre la mía, que yace sobre la sábana—. Pero te pondrás bien, me lo ha dicho el cirujano. Es encantador, ¿no te parece? Tendrás la cicatriz más larga de Krung Thep, pero es básicamente superficial, es lo que me ha dicho. —Me mira cariñosamente, como si me hubiera caído de una escalera durante alguna travesura infantil—. ¿Quieres que vaya a buscarte algo? ¿Quieres algo?

La miro fijamente a los ojos.

—Madre, he estado soñando y teniendo alucinaciones por culpa de todas las drogas que me han dado. Quiero que me digas quién es mi padre.

Le he hecho esta pregunta exactamente diez veces, siendo ésta la décima. Recuerdo las nueve veces anteriores con tanta claridad como recordaré ésta. La pregunta requiere valor y exige la intensidad emocional de una ocasión especial (un ataque de consecuencias casi fatales perpetrado por un supuesto asesino debería valer).

Me da una palmadita en la mano.

—En cuanto salgas de aquí, pasamos unos días tú y yo en mi casa en Phetchabun, ¿sí? Traeremos cerveza, invitaré a gente, jugaremos a las cartas, te conseguiré marihuana si quieres. Ya sé lo mucho que te está afectando la muerte de Pichai.

—Madre…

Otra palmadita en la mano.

—Estoy intentando reunir el valor necesario, cielo. De verdad que sí.

Suelto un suspiro y me permito una sonrisa indulgente. Al menos ha venido al hospital y tiene planeado pasar la semana en Bangkok para poder estar cerca de mí. Se fuma otro cigarrillo, me habla del funeral de Pichai, que fue exactamente como se esperaba (tuvieron que llamar a la policía para que parara una pelea entre dos traficantes de yaa baa) y me deja para que pueda dormir otra vez. Me despierto unos minutos después y encuentro a la agente del FBI intentando abrir una ventana para que salga el humo del tabaco.

—No la abra, por favor —le digo—. Me gusta cómo huele el Marlboro.

—¿Usted y su madre hablan en alemán normalmente?

—De vez en cuando. Cuando nos apetece.

—¿Los tailandeses aprenden alemán normalmente?

—Mi madre y yo aprendimos un poco gracias a uno de mis profesores —contesto con una sonrisa.

«Quiero que me digas quién es mi padre.» Sigo preguntándomelo casi cada día, aunque mi obsesión se ha ido depositando en un estrato subconsciente. Sigo mirando con descaro a los norteamericanos de mediana edad que parecen adecuarse al perfil, pero ya no padezco el fanatismo insano de mi adolescencia. Cuando tenía trece años, ocupé una esquina de nuestra casucha y obligué a mi madre a presenciar mi anhelo, mes tras mes, mientras cubría las paredes con viejos recortes de prensa de la Guerra de Vietnam. Durante una semana, pensé que mi padre era uno de los soldados que habían luchado con un coraje sobrehumano en los túneles de Cu Chi. Durante más de seis semanas fue un aviador, encarcelado y torturado en el Hilton de Hanoi, hasta que descubrí que esos héroes no fueron liberados hasta después de nacer yo. ¿Dónde estaba durante la ofensiva Tet? ¿Era uno de esos con conciencia atormentada de la fotografía donde soldados desilusionados fuman marihuana usando los caños de sus rifles? Creo que tenía dieciséis años cuando por fin me di cuenta de que Estados Unidos había perdido la guerra, pese a los esfuerzos de mi padre anónimo. Pero para entonces la confusión ya había dividido mi mente. Después de todo, pese a sus indudables cualidades, debía de haber sido uno de esos hombres blancos que vienen de muy lejos y cuya misión era matar a hombres morenos que racialmente eran indistinguibles de mi madre, el padre y los hermanos de ésta (unos años después me di cuenta de que la de Vietnam no había sido una guerra por motivos raciales sino religiosos). ¿Y qué había de las atrocidades? El único viaje que hice al extranjero sin Nong consistió en una semana en Vietnam, donde le busqué en Cu Chi, Da Nang, Hanoi y el Museo de las Atrocidades de la Guerra Americana en Ho Chi Minh. Y durante todo ese tiempo ella se quedó observando con agonía. A veces le temblaban los labios como si fuera a pronunciar su nombre, pero no lo hizo nunca. ¿Qué terrible secreto guardaba? ¿Pertenecía a las «fuerzas especiales», era uno de los torturadores?