Treinta y dos

De camino a Lumpini, pasamos por delante de la embajada norteamericana en Wireless Road donde el tráfico es moderado. Jones y yo echamos una mirada al grueso muro blanco. Hace unos días fue el cumpleaños del rey y una de las puertas de la embajada tiene una pancarta que reza larga vida al rey. Es la clase de detalle que agradecemos que tenga el Tío Sam.

Jones aparta la mirada de la embajada.

—Cada vez que alguien desempolva el expediente sobre Warren, el mismo Warren se entera. Presión y poli. Memorándums y mensajes de correo electrónico que exigen saber por qué desperdiciamos nuestros recursos en un caso que se basa en insinuaciones y chismorreos. Una vez apartaron del cuerpo a un jefe de policía. Pero tenemos polis íntegros, como tú. Hay un equipo reducido que se dedica en secreto al caso Warren. Por eso estoy aquí. Rosen no lo sabe y Nape tampoco. Creen que la cagué en algún caso y que me han asignado este puesto como castigo. No importa. Es lo que quiero que crean. Así que no abras la boca. Te lo cuento porque vas a ayudarme. He dedicado mucho tiempo de mi carrera a este tema y va a conseguirme un ascenso. Lo sé todo sobre Warren y su jade.

—Cuéntame.

—¿Te suena de algo el nombre de Barbara Hutton? ¿Y Woolworth? Su padre había construido el rascacielos más

alto de Manhattan hasta que el Chrysler lo superó. ¿Los Sassoon? Eran una familia muy importante en Shangai antes de la revolución china. La lista es casi interminable e incluye a Madame Chiang Kai-shek, a Edda Ciano, que era la hija de Benito Mussolini, a Edwina Mountbatten, la madre de la reina de Inglaterra, y así hasta llegar a Henry Pu Yi. ¿Sabes quién es? —Niego con la cabeza—. Es más conocido por ser el último emperador de China. —Un silencio reverencial—. ¿Qué tienen en común toda esta gente? Eran los jugadores más importantes de la economía global antes de que nadie la llamara así. Eran los alegres años treinta, los locos años cuarenta. Y empezaron una nueva moda en piedras preciosas. Antes que ellos sólo los chinos y algún especialista occidental apreciaban de verdad el jade. Después de ellos, si no tenías como mínimo unas cuantas piezas de «la piedra del cielo» para lucir en las cenas, no te invitaban a ninguna. Por supuesto, ahora todos están muertos o son demasiado mayores como para preocuparse por el jade, pero el jade era su pasión, tenían eso en común. No puedes investigar su vida privada sin que salga este tema. Y todos tienen herederos, que también son bastante viejos.

» También tienes que saber que Warren tuvo como mentor a un tal Abe Gump. Era un anticuario de San Francisco que empezó a interesarse por el arte oriental cuando sus piezas de mármol italiano, sus relojes franceses y casi todas sus demás posesiones quedaron destruidas en el terremoto de San Francisco. Era ciego, pero todo un experto. Era una leyenda en los años treinta porque era capaz de valorar una pieza de jade sólo tocándola. Fue el tutor de Barbara Hutton cuando ésta quiso aprenderlo todo sobre el jade.

»Así que cuando las grandes familias de la preguerra vieron que la guerra y las diversas revoluciones comunistas les habían dejado relativamente pobres, quizá incluso en la ruina, pensaron en vender los objetos de jade que tenían a gente como Abe Gump y más tarde a Sylvester Warren. Lo dice un antiguo proverbio chino: «Mejor invertir que trabajar, mejor acaparar que invertir». Probablemente lo habrás oído. Pues bueno, Sylvester Warren aprendió bien esa lección. Es un acaparador extraordinario. Pero incluso los acaparadores tienen que saber cuándo vender. Se puede decir que la señal llegó a todos los coleccionistas de jade en septiembre de 1994, cuando el collar de jade que Barbara Hutton llevó en su boda se vendió en una subasta en la Christie's de Hong Kong por 4,3 millones de dólares. Madame Chiang Kai-shek pujó por él pero perdió. Quería el collar como regalo de cumpleaños de su centenario. Pujó por teléfono desde su apartamento en Gracie Square en el Upper East Side de Nueva York. De repente, el jade volvía a ser lo más de la industria gemológica, pero había una trampa. El collar era de jade imperial, el de mayor calidad que existe, procedente de los montes Kachin, en Birmania, y se remontaba a la Ciudad Prohibida. Sin ese caché, puede que las piedras no hubieran alcanzado ni una décima parte de la suma que se pagó por ellas. Es como la guitarra de Elvis Presley. Sin ese pedigrí ilustre, sólo es una buena guitarra de segunda mano.

—¿Crees que Warren utilizaba a Bradley para falsificar esos objetos?

—No lo sabemos. Es una hipótesis, como dijo Nape. Al contrario de lo que dijo Nape, trabajo con gente en Washington que está muy interesada en Warren. Llevo tres años estudiándolo a él y a su negocio más o menos de forma continuada. Incluso soy una experta en arte del lejano oriente. Pregunta.

—¿Cuáles son las seis posturas del Buda que se representan normalmente en escultura religiosa?

-Vitarka mudra, sentado con el pulgar y el índice de la mano derecha tocándose; sentado sobre la flor de loto con una mano sobre la otra en el regazo; sentado con una mano

en el regazo y ¡a otra en la rodilla; sentado con la mano derecha tocando el suelo; de pie con las palmas de las manos mirando hacia arriba; de pie con una palma hacia arriba y la otra señalando el suelo, conocida como «contener las aguas».

—Bien, muy bien. ¿Quieres examinarme de cultura occidental?

—¿ Cómo se llaman los siete enanitos? Creo que sé la respuesta a esa pregunta, pero no puedo recordarla sin la ayuda de la meditación.

Nos hemos quedado parados en un atasco donde Wire— less Road confluye con Rama IV. Justo delante, una pequeña luz roja se balancea hacia delante y hacia atrás a unos tres metros del suelo.

—¿ Estoy viendo lo que creo que estoy viendo?

—Tienen que llevar los pilotos encendidos de noche. Es obligatorio.

—Estoy alucinando. Debe de ser la única ley que se cumple en Bangkok.

Rodeamos al elefante para girar a la izquierda y tomar Rama IV, y el estadio está sólo unos cien metros más abajo. El chófer de Jones nos deja bajar y se marcha. La explanada que hay delante del estadio está repleta de puestos de comida y de gente comiendo y bebiendo, mientras que detrás de ellos la multitud ruge. Jones muestra sus entradas junto al ring y pasamos por un túnel que nos lleva directamente al cuadrilátero. Lo rodeamos, porque las localidades no están numeradas y hay un par de asientos libres en una esquina. El estadio está lleno, dos luchadores se están pegando. Hemos llegado a medio combate y los dos hombres están exhaustos. Ahora identifico a Mhongchai, que se enfrenta a su antiguo enemigo Klairput. No me extraña que haya tanta emoción. En el Muay Thai los luchadores se dan patadas mientras que los boxeadores occidentales se dan puñetazos. Los dos hombres tienen ambos lados del tórax amoratados y Mhongchai tiene una ceja abierta. Es su principal punto débil, de otra manera sería clara su superioridad sobre el otro. Klairput es demasiado lento cuando tiene que dar patadas en la cabeza, lo que permite que Mhongchai le tuerza el pie con los guantes. La táctica normal sería que lo tirara contra el suelo o lo lanzara por el ring, pero Mhongchai, el genio, adapta el movimiento dándole la vuelta y le ataca por detrás con un codazo en la cabeza. Ahora Klairput está tendido en la lona y el árbitro está contando. Klairput no se molesta en levantarse, ha perdido a los puntos de todas formas, así que, ¿para qué seguir sufriendo más castigo? La multitud emite un sonoro rugido cuando el árbitro declara vencedor a Mhongchai. En los tenderetes de apuestas, la gente va corriendo a exigir su dinero a los corredores, quienes sujetan los fajos de billetes entre los dedos y usan los nudillos de ábaco. Siempre he admirado la rapidez de los corredores de apuestas del ring. Hace unos setenta años yo era uno de ellos.

Jones pide una cocacola mientras esperamos a que empiece el siguiente combate. Bebe de la pajita mientras pasea la mirada por el estadio y me pone la mano que tiene libre en el muslo. La deja ahí unos provocativos treinta segundos antes de inclinarse hacia mí y susurrarme con disimulo:

—Detrás de ti, a las once cincuenta. Espera un momento, luego gírate con tranquilidad y como si nada. —Hago lo que me dice y examino las localidades que tengo detrás lo suficiente como para ver al sargento William Bradley y a su amante. Me recuesto en mi asiento y cierro los ojos para recrear la imagen de un negro enorme comiendo palomitas de un cubo de tamaño extragrande y a la mujer deslumbrante que tiene a su lado. Se ha quitado los colores, ya no tiene el pelo encrespado, y lleva una blusa de seda verde y pantalones lilas. Pensándolo bien, no se trata de William Bradley resucitado. Este hombre no es tan alto, no está en tan buena

forma y tiene el pelo gris. Tiene una barriga importante debajo de la camisa hawaiana, la cara hinchada y está repantigado en el asiento. Dudo que William Bradley se sentara así. El parecido, sin embargo, es extraordinario. Lanzo una mirada acusadora a Jones.

—Es su hermano mayor. Llevamos un par de días vigi— lándolo. Cogió un vuelo de American Airlines a París, luego uno de Air France a Bangkok, así que intenta pasar desapercibido. En su hotel me han dicho que venía aquí esta noche, ellos le vendieron las entradas. Pero no esperaba que apareciera con la mujer. Probablemente necesite un escolta así de grande, los hombres no pueden dejar de mirarla. Mierda.

Yo creía que estaba ofendida, pero resulta que lo que sucede es que se siente culpable. Jones ha girado demasiado la cabeza. Su mirada se ha cruzado con la del hombre negro un segundo, y el gigante se ha puesto en pie y ha guiado a la mujer por entre los tenderetes y el pasillo hacia la salida con una agilidad inesperada. No hay forma humana de acceder a la zona de los tenderetes desde las localidades del ring, así que nos dirigimos corriendo al túnel y vemos que el negro abre la puerta de un taxi para que la mujer suba; luego se mete él, deprisa y sin entretenerse. El taxi ya está bajando por Rama IV para cuando llegamos a la acera. Jones suelta un taco.

—No me imaginé que estaría sentado junto a los tenderetes. Un tipo como ése siempre se sienta cerca del ring.

—¿Te ha reconocido?

—No, no sabe quién soy, pero es un profesional. Tiene mucha experiencia, no corre riesgos. No ha sido una huida, sólo ha tomado las precauciones necesarias.

Otra persona habita el cuerpo de Jones. Está tensa, concentrada, tiene disciplina. La camiseta y los pantalones cortos y ceñidos pertenecen a la mujer que era hace diez minutos y ahora, mientras llama al chófer desde el móvil para decirle que nos recoja, están de más. Cierra la tapa del móvil y dice:

—Muy bien, esto es lo que haremos. Nos acercaremos a casa de Bradley y nos quedaremos ahí. Es imposible que Elijah haya hecho veinticinco mil kilómetros en avión y no se pase por la casa de su hermano y estoy segura de que todavía no lo ha hecho. Se acercará de noche, intentará ir de incógnito. Probablemente ha venido al combate de kickboxing a pasar el rato mientras decidía cuándo era el momento de ir a la casa.

—De Muay Thai —la corrijo al subirnos en el Mercedes.

En la parte de atrás del coche, Jones dice:

—William y Elijah eran chicos de Harlem que escogieron caminos totalmente distintos. Elijah ha traficado con farlopa, caballo, crack, anfetas… a lo grande. Empezó de adolescente y cuando tenía veinte años ya era millonario y tenía su propia banda. Se ve que a William no le tentaba ese mundo. Tenía una personalidad muy reservada, muy recta. Parece que practicaba deporte para poder salir del barrio, pero era de esos que son buenos en todo y no se especializan en nada. Era demasiado grande y lento para ser un peso pesado, no era lo bastante ágil para el baloncesto profesional, era demasiado grande para cualquier otro deporte. Se alistó en el ejército a los diecisiete y parece que allí se sentía como pez en el agua. Era de esos que optan por la vida militar con naturalidad cuando son jóvenes, quizá sin prever las desventajas. Se avergonzaba de su hermano mayor Elijah y creemos que no se hablaron durante más de una década. Pero el carácter de William se suavizó, los marines le desilusionaron. Durante estos últimos años hablaban mucho por teléfono.

—¿Estáis vigilando a Elijah?

—Más o menos todo el día. He conseguido que me mandaran algunas de las transcripciones por correo electrónico esta mañana.

—Pero en los archivos de Bradley no había ningún correo electrónico que le hubiesen enviado.

—Ya lo sé, y eso hace que aumenten mis sospechas. En su mayor parte, las conversaciones telefónicas son muy aburridas y ellos tienen mucho cuidado de no decir nada que pueda incriminarles. Tramaban algo. Probablemente usaban direcciones de correo electrónico que desconocemos a través de cibercafés. Sólo en un par de ocasiones durante esas conversaciones telefónicas Bill baja la guardia. A ese tío le preocupaba mucho de qué iba a vivir cuando se retirase. Habla mucho de lo caro que es su estilo de vida, se pregunta cómo va a llegar a fin de mes. En las primeras conversaciones, hay una preocupación real en su tono de voz que alcanza el punto máximo cuando unos prestamistas empezaron a amenazarle. Luego el miedo desaparece. Es la voz de un hombre que comprende por qué su hermano mayor hizo lo que hizo. Un hombre muy, muy desilusionado con el sistema al que lleva sirviendo toda su vida. Entonces, de repente, el tono cambia, ha salido el sol, William Bradley vuelve a ser feliz.

—¿Coincide ese momento con el inicio de los contactos con Warren?

Asiente con la cabeza marcando pausadamente el movimiento.

—Más o menos.

Tardamos más de una hora en llegar a Kaoshan por culpa del tráfico. Cuando estamos acercándonos desde el lado del río digo:

—Sabio, Feliz, Alérgico, Mudito, Tímido, Gruñón y Perezoso.

—Muy bien —dice Jones con aire distraído. Nos abrimos paso hasta Kaoshan y nos metemos en la soi estrecha que lleva a la casa de Bradley. Me impresiona que Jones sepa que hay que quitarse los zapatos en la escalera exterior, y aún más que tenga llave del piso de abajo. Abre la puerta sin hacer ruido y me indica con la mano que la siga dentro. Cruzamos la habitación de puntillas, que está casi a oscuras, y ponemos algunos cojines en el suelo. Apoya la espalda en la pared mientras que yo me pongo en cuclillas, a la espera de que los ojos se me acostumbren. Se oye un clic cuando Elijah Bradley enciende las luces.

Veo al negro enorme, luego mi mente lo borra del cuadro automáticamente al centrarse en sus dos compañeros, que llevan pañuelos a cuadros rojos en el cuello. Después de cruzar la habitación tras encender la luz, ahora Bradley está sentado incómodo en uno de los sillones de piel, mientras que los dos jemeres están en cuclillas uno a cada lado. Uno de los jemeres tiene una ametralladora que podría ser una Uzi, el otro mira fijamente a Kimberley Jones. Jones está mirando a Elijah, que me está mirando a mí. Despacio, Elijah se mete la mano en la camisa enorme y saca un sobre marrón rígido, y me lo lanza. Lo abro, extraigo un documento legal escrito en tailandés y lo leo. Jones me lanza una mirada.

—Es la última voluntad y testamento de William Bradley, quien lega todas sus propiedades en Tailandia, incluida esta casa, a su hermano Elijah.

—Lo que significa que han incurrido ustedes en un allanamiento de morada, ¿cierto? ¿No creen que nos deben una pequeña explicación, antes de que les echemos? —Tiene la voz grave y potente. Me sorprende que hable en un tono ligeramente dolido.

En tailandés, le explico al hombre de la Uzi que voy a meterme la mano en el bolsillo para enseñarles mi placa, y espero a que me dé su consentimiento con un movimiento de cabeza antes de hacerlo. Se la muestro a Bradley.

—¿Y la dama quién es?

—Soy del FBI —dice Jones.

Elijah asiente despacio, frunciendo el ceño.

—Bien, bien, bien. Desde el momento en que la vi en el combate, supe que algo iba mal. No tiene ningún derecho legal a estar aquí, ¿verdad?

—No —admite Jones.

—Y el poli tailandés tampoco tiene ningún derecho, excepto que en esta ciudad un poli puede hacer lo que quiera.

El choque cultural me fascina. Para Bradley y Jones yo he dejado de existir, igual que mi atención inmediata no se centra en los dos norteamericanos. No aparto los ojos de la Uzi excepto para vigilar al otro jemer, que ya ha desnudado a Jones unas veinte veces. Elijah se queda un rato largo pensando, mirando a Jones, mordiéndose el labio inferior, meneando la cabeza.

—De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer. El poli se marcha, tú y yo mantenemos una charla al estilo americano y vemos si podemos explorar algún interés en común. ¿Te parece?

—Muy bien —dice Jones.

—No —digo. Los dos norteamericanos me miran.

—No pasa nada —dice Jones—. Lo que dice es que tú serás la garantía de que no me va a ocurrir nada. ¿Quién va a intentar algo estando tú fuera? Podrías hacer que todo un ejército de policías estuviera aquí en diez minutos y sabes quién es este tipo. —Me explica la situación con amabilidad, como si fuera un niño—. En realidad, no hay peligro. Choque cultural.

—¿Cuánto hace que conoces a tus amigos? —le pregunto a Elijah—. ¿Un par de horas?

Los mira despacio, uno a cada lado.

—No me hace falta conocerlos de más tiempo, son trabajadores leales de mi hermano.

—O carceleros. Los jemeres sólo trabajan para ellos mismos.

—En ese caso, te dejaré marchar para que vuelvas con un par de compañeros tuyos y los detengas, si estás tan seguro de eso.

—No lo entiende. —Mis ojos vuelven al jemer que está devorando las piernas de Jones. Elijah sigue mi mirada con el ceño fruncido—. Todo esto acabará y ellos volverán a la selva de Camboya, mientras que usted tendrá que enfrentarse a los cargos de violación y asesinato, eso si le dejaran con vida.

Los ojos de Elijah se iluminan. Mira al hombre de la Uzi, cuyo aburrimiento puede que esté llegando al límite de lo tolerable.

—Se puede decir que me recogieron —admite Elijah—. Pero sé quiénes son.

Me preocupa de dónde han salido esos dos, espiritualmente hablando. Hay fosas, y fosas debajo de estas fosas, fosas tan profundas que sólo lo innombrable sobrevive en ellas.

—Quizá no. Son fanáticos salidos de la selva que creen que el año cero de la historia es 1978. Lo peor que haya visto en Harlem sería una comedia ligera para ellos. Yo no tengo nada que pueda asustarles. Una prisión tailandesa es un hotel de cinco estrellas comparada con los lugares a los que están acostumbrados.

El hombre de la Uzi bosteza ruidosamente e intercambia una mirada con su compañero, que asiente y saca un cuchillo de una funda que tiene debajo de la camisa.

—Ops —dice Elijah.

—No creo que éste sea el tipo de charla que buscas, Elijah —dice Jones. Se mantiene entera, pero está blanca como el papel—. Son tus chicos y el FBI te extraditará.

—No tienen ni idea de inglés —dice Elijah—. Si hablamos rápido. Pero no puedo convertirlos en enemigos míos. Tengo negocios en esta ciudad. ¿Quizá dejamos que la señorita del FBI se marche y hablamos usted y yo?

—Es una idea mucho mejor.

Jones niega con la cabeza y hace una mueca.

—Odio ser la chica.

—Es una cuestión biológica —le explica Elijah— y no estamos en una situación de igualdad de oportunidades. Será mejor que se largue. No quiero que aparezca la pasma y no creo que pueda controlar a estos tíos, ahora que su amigo me ha contado de qué van. —Los ojos de Elijah han empezado a desviarse de mí a los jemeres y a Jones—. Supongo que no han tenido la precaución de traer armas, ¿verdad?

Jones y yo nos miramos y nos encogemos de hombros. No creo que los jemeres hayan entendido una palabra, ahora que hablamos tan deprisa, pero han visto que Elijah ha cambiado de aliados. Un momento peligroso. Me levanto y me pongo a gritar enfadado. Me abro con rabia la camisa para mostrarle la larga escalera de puntos que tengo en la parte izquierda del tórax, que va desde debajo del brazo hasta el muslo.

—¿Fuisteis vosotros? —chillo—. ¿Fue uno de vosotros? —El hombre del cuchillo se levanta para mirar de cerca mientras Jones se dirige hacia la puerta. El tipo le farfulla algo a su amigo en jemer y los dos se echan a reír. De repente, el hombre del cuchillo me abraza por los hombros.

—No fuimos nosotros —explica—. El que te lo hizo ha tenido que volver a Camboya, apenas podía caminar. —Mira a Jones mientras ésta abre la puerta para marcharse, pero no hace nada para detenerla. Se ha quedado fascinado con mis puntos y los recorre arriba y abajo con un dedo, meneando la cabeza. Ahora lo miro con ojos clarividentes: la napia alargada, las aletas curtidas. Me envenena la herida al tocarla.

—Buen trabajo —dice Elijah, asintiendo sabiamente—. Quizá usted y yo podamos negociar juntos. Usted es un habitante informado de este lugar y quizá sepa cómo puedo librarme de estos estúpidos sin que me persiga el fantasma de Pol Pot.

—Págueles.

—Vaya, ¿por qué no se me habrá ocurrido? ¿Le gustaría llevar la negociación? Estoy harto de hablar por signos.

Les explico que el farang negro quiere hacer negocios a solas con la Policía Real tailandesa y que le gustaría agradecerles su ayuda y cooperación. El de la Uzi juega con ella mientras habla de lo peligroso que es llevar un arma de fuego en Krung Thep, lo que requiere una compensación. Quizá lleven fuera de la selva más de lo que creía, su sentido de las facturas detalladas es sorprendentemente avanzado. La cifra final son cuatrocientos dólares, que Elijah paga en billetes de cien. Les observamos marcharse y Elijah dice:

—Salgamos de este museo. ¿Damos un paseo?

Kaoshan está lleno de gente como siempre mientras caminamos uno al lado del otro. Elijah no atrae más de una o dos miradas, a pesar de su corpulencia. Excepto por los ojos, podría ser un obeso norteamericano de mediana edad que está de vacaciones. Sus ojos no dejan de examinarlo todo ni un segundo. Nos paramos en un bar a medio camino y menea la cabeza mientras pido dos cervezas.

—Es una calle curiosa. No había visto una calle como ésta desde los sesenta. En comparación, Harlem es muy tranquilo. ¿Has visto a esos dos camellos? ¿Qué pasaban, marihuana?

—Probablemente.

—Eran polis, ¿verdad?

—¿Cómo lo has sabido?

—Estaban demasiado relajados, demasiado pagados de sí mismos para ser camellos normales. Todos los camellos que han trabajado para mí tenían que ser unos paranoicos controlados o no les utilizaba. Esos tíos tenían protección. ¿Los polis tienen un sistema de redadas y sobornos y revenden la droga?

—Es una industria casera.

Llegan las cervezas y Elijah levanta la suya y bebe de la botella hasta que se la acaba. Eructa y menea la cabeza.

—En mi próxima reencarnación pediré ser un poli tailandés. Colega, debes de tener el mejor curro del mundo.

Pienso en mi pisucho, en la cicatriz larguísima y en la serpiente mordiendo el ojo de Pichai.

—Sí —contesto.