1

En general, somos una especie asesina.

De acuerdo con el Génesis, bastaron cuatro personas en todo el planeta para agobiarse y sentir que eran demasiadas; el primer asesinato fue un fratricidio. El Génesis dice que Caín, el primer niño nacido de padres mortales, sufrió un ataque de ira, y en plena enajenación se cargó a un congénere. El ataque de ira, por lo tanto, pasó a ser un brutal asesinato sangriento y punible. Seguro que Abel, el hermano de Caín, no lo vio venir.

Cuando abrí la puerta de mi apartamento, se apoderó de mí una sensación de profunda empatía y comprensión.

Hacia el monstruo de Caín.

Mi apartamento no es más que un gran cuarto en el sótano de una centenaria pensión de Chicago. La cocina está en una esquina, hay una chimenea que casi siempre tengo encendida, un dormitorio del tamaño de la cama de una furgoneta de reparto y un cuarto de baño en el que apenas caben un lavabo, un retrete y una ducha. No puedo permitirme muebles muy buenos, así que son todos de segunda mano, pero muy cómodos. Tengo un montón de libros en las estanterías, un montón de alfombras y un montón de velas. No es gran cosa pero por lo menos está todo muy limpio.

O solía estarlo.

Las alfombras estaban totalmente deshilachadas y tenían agujeros por los que se veía el suelo. Una de las butacas se había caído hacia atrás y nadie la había recogido. Faltaban algunos cojines del sofá. Las cortinas de una de las ventanas altas se habían caído y entraba un hilo de luz del ocaso que iluminaba todos los libros. Lo peor era que los libros no estaban en la estantería, sino que descansaban desperdigados por el suelo. Eran mi principal fuente de entretenimiento y enseguida me di cuenta de que estaban todos mezclados y desordenados, los de tapa dura entre los de tapa blanda, y todos medio abiertos.

La chimenea era, más o menos, el epicentro del desordenado terremoto. Había ropa tirada, un par de botellas de vino vacías y un plato sospechosamente limpio que, sin lugar a dudas, se habrían encargado de limpiar los otros inquilinos.

En el momento en que entré en mi casa, aturdido, mi gran gato gris, Míster, se dejó caer desde su sitio: la parte alta de la estantería. Pero en lugar de venir a saludarme como siempre y restregar su cuello contra mí, contoneó su cola de manera despectiva hacia donde yo estaba y desapareció por la puerta.

Suspiré. Me dirigí a la cocina y me percaté: el comedero y el bebedero del gato estaban vacíos. No me extrañaba que estuviera tan gruñón.

Una gran bola de pelo que había en la cocina reptó hasta mis pies y me saludó con un gesto avergonzado y somnoliento. Al principio, mi perro Ratón no era más que un cachorrito gris, lleno de pelo, que me cabía en el bolsillo del abrigo. Ahora, más o menos un año después, me da por pensar que debería haber mandado aquel abrigo a la tintorería. Ratón había dejado de ser una bolita de pelo para convertirse en un camión de pelo. No sabemos a ciencia cierta de qué raza es, lo que sí está claro es que uno de sus padres era un mamut lanudo. Los hombros del perro me llegaban por la cintura y el veterinario sospechaba que todavía no había dejado de crecer. De eso solo podía deducir una cosa: es un animal demasiado grande para mi minúsculo apartamento.

Ah, y los comederos de Ratón también estaban vacíos. Primero me dio con el hocico en la mano y vi que su boca estaba sospechosamente manchada con algo parecido a salsa de tomate; después dio con la pata en el comedero arrastrándolo por el refuerzo de linóleo del suelo de la cocina.

—Mierda, Ratón —gruñí al más puro estilo de Caín—. ¿Sigue igual? Si está aquí, me lo cargo.

Ratón resopló quejoso, que era lo más parecido a un comentario que sabía hacer. Vino tranquilamente detrás de mí, a unos pasos de distancia, hasta la puerta cerrada del dormitorio.

En cuanto estuve delante, la puerta se abrió y apareció una chica rubia, con cara de ángel y con una camiseta blanca de algodón por toda indumentaria. La camiseta no era muy larga, la verdad. Ni siquiera le cubría todo el torso.

—¡Oh! —Arrastró el gritito convirtiéndolo en una sonrisa adormilada—. Perdón, no sabía que hubiese alguien más aquí.

Sin un atisbo de pudor, se escabulló hasta el cuarto de estar y se puso a dar pataditas a todo el desorden buscando su ropa. Por la forma de moverse, con languidez y satisfacción, me pareció que, lejos de importarle, contaba con que la estuviese mirando.

En otro momento de mi vida, me habría dado muchísima vergüenza este tipo de situación y probablemente estaría echando miraditas disimuladamente. Pero, después de casi un año conviviendo con el íncubo de mi medio hermano, me resultaba hasta molesto. Puse los ojos en blanco y alcé la voz:

—¿Thomas?

—¿Tommy? Creo que está en la ducha —respondió la chica. Se enfundó su ropa deportiva: pantalón de chándal, chaqueta a juego y zapatillas caras—. ¿Me haces un favor? Le dices que…

La interrumpí con impaciencia:

—Que te lo has pasado muy bien, que siempre lo recordarás como algo muy especial, pero que fue cosa de una noche y que esperas que madure y conozca a una buena chica, o que se haga presidente o cualquier cosa.

Se quedó mirándome y frunció el ceño.

—No hace falta ser tan gilipo… —Abrió mucho los ojos—. ¡Oh! ¡Oh! Lo siento, oh, ¡Dios mío! —Se me acercó, se ruborizó y me dijo en susurros, como si de repente nos hubiésemos convertido en amiguitas—: No tenía ni idea de que estuviese con un tío, ¿cómo os arregláis los dos en una cama tan pequeña?

Parpadeé y le dije:

—Espera un momento.

Pero me ignoró y se fue murmurando:

—Mira tú qué pillín, el chico…

Me quedé mirándola. Luego miré a Ratón, que tenía la lengua colgando y meneaba el rabo suavemente, o lo que es lo mismo, sonreía al estilo perruno.

—¡Venga ya! —exclamé y cerré la puerta. Oí el rumor del agua cayendo por las tuberías de mi ducha. Les eché comida a Míster y a Ratón y el perro se abalanzó inmediatamente—. Por lo menos podría haberle dado de comer al perro… —murmuré mientras abría la nevera.

Miré de arriba abajo y no encontré lo que estaba buscando; aquello ya me pareció el colmo. Mi frustración se convirtió en fuego en el interior de mis globos oculares y me dirigí al congelador con la cabeza a punto de estallar.

—¡Hola! —La voz de Thomas surgió a mi espalda—. Nos hemos quedado sin cerveza.

Me di la vuelta y miré a mi medio hermano.

Thomas era un tío de algo más de metro ochenta y ahora me doy cuenta de que tuve tiempo para acostumbrarme a la idea de que nos parecemos bastante: pómulos afilados, cara alargada y mandíbula fuerte. Pero quienquiera que fuera el escultor que había terminado a Thomas, le había endilgado el trabajo de rematar mis facciones a su aprendiz. No es que yo sea feo, pero es que Thomas parece un cuadro del olvidado dios griego de la colonia. Tiene el pelo largo y tan negro que absorbe toda la luz. Además, recién duchado se le ondula un poco. Sus ojos son del color de un nubarrón de tormenta y, en toda su vida, jamás ha hecho ejercicio como para merecer esos músculos. Llevaba un pantalón vaquero e iba sin camiseta, su uniforme de estar por casa. Una vez vi cómo abría la puerta a una misionera con ese atuendo y ella se lanzaba a sus brazos bajo una nube de olvidadas copias de La Atalaya.[1] Las marcas de los dientes que le dejó no fueron moco de pavo.

No había sido solo culpa de la chica. Thomas había heredado la sangre de su padre, sangre de vampiro de la Corte Blanca. Era un depredador psíquico, se alimentaba de la fuerza vital primaria de los seres humanos y, normalmente, la forma más fácil de adquirirla era a través del contacto íntimo: del sexo. Esa cualidad lo envolvía en un aura que hacía que todos los que pasaban a su lado girasen la cabeza para mirarlo. Desde que Thomas se convirtió en un seductor sobrenatural no ha habido mujer en el mundo que pudiera decirle que no. En el momento en que empezaba a alimentarse de ellas es que ni siquiera querían decirle que no. Las mataba, solo un poco, pero tenía que hacerlo para mantenerse sano, y nunca lo llevó más allá, siempre fue únicamente por alimentación.

Podía haberlo hecho. Aquellos que la Corte Blanca elegía como presas eran atrapados en el éxtasis de la necesidad de alimentación y se acababan convirtiendo en esclavos de su amante vampiro. Pero Thomas nunca lo llevó tan lejos. Cometió ese error en una ocasión, y la mujer que amó ahora anda por la vida en una silla dé ruedas, atrapada para siempre en la euforia mortífera que le provocó la relación.

Apreté los dientes y me recordé a mí mismo que aquello no era nada fácil para Thomas. Luego me dije que me repetía demasiado y me aguanté las ganas de decirle lo que ardía en deseos de gritar.

—Ya sé que no hay cerveza —gruñí—, ni leche, ni Coca-Cola.

—Ah —dijo.

—Y ya vi que no tuviste ni un segundo para dar de comer a Míster ni a Ratón. ¿Llevaste a pasear a Ratón, por lo menos?

—Eh, sí —dijo—. Es decir, lo bajé esta mañana, cuando te fuiste al trabajo, ¿te acuerdas? Así fue como conocí a Angie.

—Otra de las que hacen footing. —Imité otra vez el tono de Caín—. Me dijiste que no ibas a volver a traer extraños a casa, Thomas. ¿Y en mi puta cama? Me cago en la leche, tío, mira cómo está todo.

Lo hizo y me di cuenta de que realmente lo estaba descubriendo ahora, era como si no hubiese visto aquello antes. Dejó salir un quejido:

—Joder, Harry, lo siento. Es que… Angie es muy… muy intensa y, eh, muy atlética, y no me di cuenta… —Hizo una pausa para recoger un ejemplar de Mirada ciega, de Dean Koontz. La tapa estaba doblada y trató de alisada—. Vaya… —dijo sin fuerza—, está todo destrozado.

—Sí —le reproché—. Has estado aquí todo el día, me dijiste que llevarías a Ratón al veterinario, que limpiarías un poco y que irías a hacer la compra.

—Bueno, venga —dijo—, ¡no es para tanto!

—No tengo cerveza —gruñí. Miré los escombros a mi alrededor—. Y Murphy me ha llamado hoy al trabajo y me ha dicho que se pasaría.

Thomas levantó las cejas.

—¿Ah, sí? Pues no te ofendas, Harry, pero no sé yo si será una de esas citas que incluyen sesión de cama.

Lo fulminé con la mirada.

—¿Podrías dejar ya ese tema?

—Te lo digo en serio, deberías pedirle una cita de una vez y superarlo. Te va a decir que sí.

Cerré de golpe la puerta del congelador.

—Las cosas no son así —le contesté.

—Ya, claro —dijo Thomas suavemente.

—No son así. Trabajamos juntos, somos amigos, solo eso.

—Claro —asintió.

—No estoy interesado en salir con ella de esa manera —le dije—. Y ella tampoco lo está.

—Ya, ya, te entiendo. —Puso los ojos en blanco y empezó a recoger los libros del suelo—. Y esa es la razón por la que quieres que todo esto esté ordenado, para que tu colega no dude en quedarse un rato más si le apetece.

Apreté los dientes y le dije:

—Estrellas y piedras, Thomas, no te estoy pidiendo la puta luna. No te pido que pagues el alquiler, pero no te mataría arrimar un poco el hombro y hacer algún recado antes de ir a trabajar.

—Sí —dijo peinándose con la mano—. Hablando de eso…

—¿Hablando de qué? —le pregunté. Se suponía que se marcharía por la tarde para que mi servicio de limpieza del hogar pudiese venir. Las hadas no vendrían a limpiar si existía la posibilidad de que alguien las viera. Y no volverían a aparecer si le hablaba de ellas a alguien. No tengo ni idea de por qué tienen tantas normas, debe de ser un gremio muy estricto.

Thomas se encogió de hombros y se sentó en el apoya brazos del sofá, sin mirarme a la cara.

—No tenía dinero para ir al veterinario ni a la compra —me dijo—, porque me han vuelto a despedir.

Me quedé mirándolo durante un segundo e intenté mantener mi enfado bajo una nube de humo, pero la nube se evaporó. Noté frustración y humillación en su voz. No me estaba mintiendo.

—Mierda —murmuré, pero Thomas no lo oyó bien—. ¿Qué pasó?

—Lo de siempre —dijo—. La jefa de la ventanilla del autoservicio me siguió hasta la sala frigorífica y se arrancó la ropa. El dueño apareció haciendo una inspección y me despidió al instante. Y por la mirada que le echó a ella, me pareció que la ascendería. Odio la discriminación de género.

—Por lo menos esta vez fue una mujer —le dije—. Tenemos que seguir trabajando en tu control.

Su voz se volvió amarga.

—La mitad de mi alma es de demonio —señaló—. No la puedo controlar, es imposible.

—No me creo nada —le contesté.

—Serás mago, pero no tienes ni la más remota idea de lo que esto supone —me recriminó—. No puedo llevar la vida de un mortal. No estoy preparado para ello.

—Lo estás haciendo bien.

—¿Bien? —me preguntó elevando la voz—. Puedo desintegrar las inhibiciones de una virgen a cincuenta pasos y no soy capaz de mantener ni dos semanas un trabajo en el que debo llevar una redecilla en el pelo y un gorro de papel. ¿En qué mundo se considera eso bien?

Abrió de un golpe el pequeño baúl donde guardaba la ropa, cogió un par de zapatos, su chaqueta de cuero y se lo puso todo con airada precisión. Se dirigió hacia la noche acechante, ofendido y sin mirar hacia atrás.

Y sin limpiar todos sus destrozos, pensé sin un atisbo de compasión. Después, sacudí la cabeza y eché una mirada a Ratón, que había permanecido tumbado con el hocico apoyado en las patas y poniendo ojos de perro triste durante todo el tiempo.

Thomas era la única familia que había tenido, pero eso no cambiaba nada: no se estaba adaptando adecuadamente a vivir como la gente normal. Se le daba demasiado bien ser vampiro. Le salía de manera natural y no importaba lo mucho que se esforzase por ser más normal: seguía dándose de bruces con los problemas, uno tras otro. Nunca lo dijo, pero podía sentir que el dolor y la desesperación crecían dentro de él con el paso del tiempo.

Ratón suspiró, pero esta vez no era un quejido.

—Ya lo sé —le dije al animal—. Yo también estoy preocupado por él.

Me llevé a Ratón a dar un largo paseo y volví cuando el crepúsculo de finales de octubre cubría la ciudad de Chicago. Saqué el correo de mi buzón y empecé a bajar las escaleras en dirección a mi apartamento, cuando un coche irrumpió en el pequeño aparcamiento de gravilla de la pensión y se chocó contra la señal de stop que había a unos pasos. Una chica rubia y menuda, con pantalones vaqueros, camisa azul de botones y cazadora de satén de los White Sox, salió del coche dejando el motor encendido.

Karrin Murphy parecía de todo menos la jefa de una división de agentes del orden encargada de todo lo que pudiera sacudir la noche de Chicago. Cuando los troles atracaban viandantes, cuando los vampiros dejaban a sus víctimas muertas o moribundas en plena calle, o cuando alguien con más capacidad mágica de acción que de reflexión perdía los papeles, el grupo de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago era quien se ocupaba del caso. Por supuesto, nadie creía de verdad en troles ni en vampiros ni en hechiceros malvados, pero cuando algo extraño ocurría, era tarea del departamento de Investigaciones Especiales explicar a todo el mundo que solo había sido un hombre con una máscara de goma, y que no había nada de qué preocuparse.

El trabajo de IE era una mierda, pero los hombres y las mujeres que trabajaban allí no eran tontos. Eran perfectamente conscientes de que en la oscuridad de ahí fuera había cosas que estaban más allá del alcance del entendimiento convencional. Murphy, en particular, creía en la necesidad de informar a los polis de cada detalle con el que contaban cuando se enfrentaban a amenazas sobrenaturales, frente a las cuales yo era una de sus mejores armas. Me contrataba como asesor cada vez que el IE se enfrentaba a algo muy peligroso o muy extraño. Los honorarios que cobraba por trabajar con ellos cubrían la mayor parte de mis gastos.

Cuando Ratón vio a Murphy hizo un ruidito parecido a un saludo y trotó hacia ella moviendo el rabo. Si me hubiese inclinado hacia atrás y hubiese mantenido las piernas rectas podría haber esquiado por la gravilla, pero el enorme perro no me dejó otra opción que correr detrás de él.

Murphy se arrodilló nada más verlo y enredó sus manos en las peludas orejas de Ratón, rascándoselas con fuerza.

—¿Qué pasa, chico? —dijo sonriente—. ¿Qué tal estás?

Ratón le babeó las manos, dándole un beso al más puro estilo perruno.

Murphy exclamó riéndose:

—¡Puaj! —Empujó con suavidad el hocico de Ratón y se levantó—: Buenas noches, Harry, me alegro de haberte localizado.

—Me pillas volviendo del nocturno paseo a rastras —le dije—. ¿Quieres pasar?

Murphy tenía una cara preciosa y los ojos muy azules. Era rubia y llevaba el pelo recogido en una coleta que le hacía parecer mucho más joven de lo que en realidad era. Su cara revelaba una expresión prudente, tal vez incluso incómoda.

—Lo siento, pero no puedo —se excusó—. Tengo que coger un avión, la verdad es que no tengo nada de tiempo.

—Ah —dije—. ¿Qué es lo que pasa?

—Me voy de la ciudad unos días —comentó ella—. Estaré de vuelta el lunes por la tarde. Esperaba que pudieras regarme las plantas.

—¡Oh! —exclamé. Quería que le regara las plantas. Qué dulce. Qué sexy—. Sí, claro, sin ningún problema.

—Gracias —me dijo ofreciéndome una llave enganchada en un aro de metal—. Es la llave de la puerta de atrás.

La cogí.

—¿Adónde te vas?

El gesto de fastidio de su cara se acentuó.

—Oh, fuera de la ciudad. Me voy a tomar unas pequeñas vacaciones.

Parpadeé.

—No he tenido vacaciones en años —dijo poniéndose a la defensiva—. Ya las tenía pedidas.

—Claro, claro —le dije—. Humm, te vas de vacaciones… ¿sola?

Se encogió de hombros.

—Bueno. Ese es otro tema del que también quería hablar contigo. Espero que no sea un problema, pero quería que supieses dónde voy a estar y con quién, por si no apareciese según lo planeado.

—Vale, vale —le dije—. Nunca viene mal ser precavido.

Asintió.

—Me voy a Hawái con Kincaid.

Parpadeé otra vez.

—Humm… —dije—. Te refieres a que te vas a trabajar, ¿no?

Cambió el peso de una pierna a otra.

—No, hemos salido un par de veces. No es nada serio.

—¡Murphy! —protesté—. ¿Estás loca? Ese tío es un pájaro de mal agüero.

Frunció el ceño.

—Ya hemos tenido esta conversación antes. Ya soy mayorcita, Dresden.

—Ya lo sé —cedí—. Pero este tío es un mercenario, un asesino. Ni siquiera es completamente humano. No puedes confiar en él.

—Tú lo hiciste —señaló—. El año pasado, contra Mavra y su plaga.

Puse mala cara.

—Aquello fue diferente.

—¿Ah, sí? —me preguntó.

—Sí. Entonces yo le estaba pagando para que matase cosas, no me lo estaba llevando a la ca… a la playa.

Murphy me miró levantando una ceja.

—No es seguro que vayas con él —le dije.

—No es seguridad lo que busco —contestó. Sus mejillas se enrojecieron un poco—. De eso se trata.

—No deberías ir —le repetí.

Levantó la vista y me miró durante un momento y, con el ceño fruncido, me preguntó:

—¿Por qué?

—Porque no quiero que te hagan daño —le dije—. Y porque te mereces alguien mejor.

Estudió mi cara durante unos segundos más y después cogió aire por la nariz.

—No me estoy escapando a casarme a Las Vegas, Dresden. Trabajo todo el día, y la vida me va bien. Solo quiero tomarme un tiempo para vivir un poco antes de que sea demasiado tarde. —Sacó de su bolsillo una tarjeta—. Estaré en este hotel, por si necesitas localizarme o algo así.

Doblé la tarjeta, todavía con mala cara, y con la intuición de que algo se me estaba escapando. Sus dedos rozaron los míos, pero no pude sentirlos por culpa del guante y las cicatrices.

—¿Estás segura de que vas a estar bien?

Asintió.

—Ya soy mayor, Harry. Soy yo quien ha elegido adónde vamos, ni siquiera se lo he contado a él. Se me ocurrió que así no podría organizar nada con antelación, en caso de que tuviese alguna idea rara en la cabeza. —Hizo un gesto impreciso hacia la pistola que llevaba enfundada en la axila, bajo su cazadora—. Tendré cuidado, te lo prometo.

—Ya —asentí, pero ni tan siquiera intenté sonreír—. Que conste en acta que me parece una estupidez, Murph. Espero que no te maten.

Sus ojos azules se iluminaron y arrugó de nuevo el entrecejo.

—No sé, esperaba que me dijeras algo del tipo «¡Qué te lo pases bien!».

—Ya —dije—. Lo que tú digas, que te lo pases bien. Envíame un mensaje cuando llegues.

—Vale —me contestó—. Gracias por cuidar de mis plantas.

—No hay de qué.

Asintió y se quedó allí quieta durante un segundo. Volvió a acariciar a Ratón detrás de las orejas, subió al coche y arrancó.

Me quedé preocupado mirando cómo se alejaba.

Y celoso.

Muy, muy celoso.

Maldita sea.

¿Tendría razón Thomas después de todo?

Ratón emitió una especie de gemido y me dio con la pata en la pierna. Resoplé, me metí la tarjeta del hotel en el bolsillo y llevé el perro de vuelta al apartamento.

Cuando abrí la puerta, mi nariz fue asaltada con la esencia natural de pino, no del producto de limpieza, téngase en cuenta. Pino de verdad y ni una aguja fuera de su sitio. Las hadas habían estado allí: los libros estaban otra vez en las estanterías, el suelo estaba fregado, las cortinas arregladas, los platos limpios… Habían ordenado todo lo habido y por haber. Puede que tuvieran unas condiciones muy extrañas, pero el servicio de limpieza de las hadas funcionaba de maravilla.

Encendí las velas con unas cerillas que encontré en mi mesa de centro. Como mago que soy, no me llevo muy bien con las últimas novedades tecnológicas como la electricidad o los ordenadores, así que en mi casa no tengo dado de alta el servicio eléctrico. Mi congelador es un modelo clásico que funciona con el propio hielo. No hay calentador de agua y cocino siempre en un pequeño horno de leña. Lo encendí y calenté un poco de sopa, que era prácticamente lo único que quedaba en casa. Me senté a tomarla y fui echándole un vistazo al correo.

Lo de siempre. Los espabilados de los publicistas de Best Buy intentaban, por todos los medios, venderme los últimos modelos de ordenadores portátiles, teléfonos móviles y televisiones de plasma, a pesar de haberles repetido mil veces, por carta y en persona, que no se molestasen, ya que ni siquiera tengo electricidad. La factura del seguro del coche me la habían pasado antes de tiempo. También me habían llegado dos cheques. El primero era una paga simbólica del Departamento de Policía de Chicago por asesorar a Murphy durante una hora en un caso de contrabando el mes pasado. El segundo era un cheque mucho más jugoso, venía de un coleccionista de monedas que había perdido un maletín con piezas de países desaparecidos mientras navegaba en su yate en el lago Míchigan. Para intentar recuperarlo no le quedó más remedio que llamar al único mago de la guía telefónica.

El último sobre era de papel de manila amarillo y tenía un número escrito con letras grandes; reconocí enseguida la letra e inmediatamente se me revolvieron las tripas. La letra era perturbadora; tan perfecta como esas láminas que hay en las clases de las guarderías y tan neutra como las notas de una conferencia de un profesor de lengua.

Mi nombre.

Mi dirección.

Nada más.

No tenía ninguna explicación racional, pero esa letra escrita a mano, me asustó. No sabía qué era lo que había disparado mis instintos, a no ser que fuera la peculiar ausencia de cualquier rasgo distintivo o imperfecto. Por un segundo pensé que me había puesto así sin ninguna razón, que seguro que era un tipo de fuente de letra impresa, pero no: había una floritura en la última letra de «Dresden» que no coincidía con las otras enes. La floritura también parecía perfecta. Estaba allí intencionadamente para hacerme ver que aquello no había sido escrito por un humano ni por una impresora láser de Wal-Mart.

Dejé el sobre sin abrir en la mesa del centro y lo miré fijamente. Era fino y el contenido no lo deformaba, lo cual quería decir que, como mucho, tenía unas hojas de papel. Y eso significaba que no era una bomba. Bueno, para ser más preciso, no era una bomba de alta tecnología, lo cual sería completamente inútil si la intención era usarla contra un mago. Un explosivo de baja tecnología habría sido suficiente, pero no existían unos tan pequeños.

Por supuesto, aquello nos dejaba los medios místicos de ataque. Levanté mi mano izquierda y la dirigí hacia el sobre, intenté alcanzarlo con mis poderes mágicos, pero no podía desplegarlos. Con una mueca me quité el guante de cuero de la mano izquierda, dejando a la vista mis dedos plagados de cicatrices. Me había quemado tanto la mano el año anterior que el médico que me examinó me recomendó la amputación. No le dejé que me cortara la mano, principalmente por la misma razón por la que todavía conduzco mi viejo Volkswagen Escarabajo: porque es algo mío, es mi centella.

Pero mis dedos se habían convertido en algo desagradable a la vista, en realidad eso ocurría con la mano izquierda en general. Ya no tenía movilidad en ellos, pero los estiré todo lo que pude para sentir la energía de la magia moviéndose alrededor del sobre una vez más.

Creo que podría haberme dejado puesto el guante. El sobre no tenía nada raro. Nada de bombas trampa.

Bueno, bien. Ya basta de esperas. Cogí el sobre con mi débil mano izquierda, lo abrí y lo vacié sobre la mesa.

Había tres cosas en el sobre.

La primera era una foto de ochenta por diez, en color, en la que salía Karrin Murphy, directora del grupo de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago. Sin embargo, no estaba de uniforme ni vestía ropa de trabajo. Llevaba una chaqueta de la Cruz Roja, una gorra de béisbol y, en la mano, sostenía una escopeta recortada escupiendo fuego; un modelo ilegal. En la foto se podía ver también a un hombre, de pie, cubierto de sangre desde la cintura hasta los pies. Una larga vara de acero le sobresalía por el pecho, como si hubiese sido atravesado por ella. El torso y la cabeza estaban desdibujados con líneas oscuras y manchas rojas. La escopeta apuntaba justo a la zona emborronada.

El segundo artículo también era una foto. En esta salía Murphy sin gorra y de pie encima del cadáver del hombre. También aparecía yo en el marco, salía mi cara de perfil. El hombre era un renfield, una criatura psicótica y violenta que era humana solo en el sentido más estricto de la palabra. Claro que si nos ponemos tiquismiquis, aquella foto era una prueba irrefutable de su asesinato.

Murphy, yo y un mercenario llamado Kincaid habíamos ido a la caza de un nido de vampiros de la Corte Negra, liderados por una vampira mortal llamada Mavra. Sus subordinados habían luchado con mucho arrojo. Me quemé gravemente la mano cuando Mavra entró en juego, pero tuve suerte de que solo fuera eso. Al final, rescatamos a los rehenes, descuartizamos algunos vampiros y matamos a Mavra. O por lo menos, matamos a alguien que creíamos que era Mavra. En retrospectiva, parecía extraño que una vampira, famosa por su imbatibilidad, se hubiese lanzado a nosotros desde su ruinosa fortaleza de ceniza y brasas para ser decapitada. La verdad es que había tenido un día tan largo que me había sentido muy dispuesto a creérmelo.

Tratamos de ser todo lo escrupulosos que pudimos en el ataque. Como resultado, salvamos algunas vidas que podríamos no haber salvado de haber arremetido contra ellos sin precaución. Pero hubo un momento en que aquel renfield se acercó tanto a mí que a punto estuvo de cortarme la cabeza. Por eso lo mató Murphy. Y alguien la había fotografiado haciéndolo.

Me quedé mirando las fotos.

Las habían hecho desde diferentes ángulos. Eso significaba que alguien más había estado en aquella habitación en aquel momento.

Alguien a quien ni siquiera habíamos visto.

La tercera cosa que había caído en la mesita de centro era un trozo de papel escrito con la misma letra del sobre. Lo leí:

Dresden:

Me gustaría reunirme contigo y te propongo pactar una tregua mientras tenga lugar nuestro encuentro. Te doy mi palabra de honor de que la mantendré. Veámonos esta tarde, a las siete en punto en tu tumba del cementerio de Graceland. Si no lo haces, me veré obligada a llevar a cabo acciones que resultarán ciertamente desafortunadas para ti y para tu amiga policía.

Mavra

En el tercio final de la hoja de la carta había un mechón de pelo rubio pegado. Puse la foto al lado de la carta.

El pelo era de Murphy.

Mavra tenía a Murphy en su punto de mira. Y con estas fotos de ella cometiendo un delito, y nada menos que conmigo a su lado, ayudándola e incitándola, podría hacer que la echaran de la policía y la pusieran a servir copas en cuestión de horas. Pero lo del mechón de pelo era algo mucho peor. Mavra era una gran hechicera y podía llegar a ser tan fuerte como un mago de gran categoría. Con un mechón del pelo de Murphy podía actuar virtualmente contra ella como le diera la gana, y no habría nada que pudiera hacerse para evitarlo. Mavra podría matarla. Podría hacerle algo peor que matarla.

No tardé mucho en decidirme. En el ambiente sobrenatural se podía confiar en una tregua propuesta bajo palabra de honor, especialmente entre las personas del Viejo Mundo, como Mavra. Si proponía una tregua para que pudiésemos hablar, lo decía en serio. Quería hacer un trato.

Miré de nuevo las fotografías.

Quería pactar y ella negociaría desde el lado del poder. Es decir, me iba a chantajear, y si yo no colaboraba, Murphy podía darse por muerta.