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La lluvia ya me había empapado el pelo cuando logré sacar del maletero del Escarabajo todo el material necesario para la invocación. Lo metí todo a presión dentro de mi bolsa del gimnasio y me dirigí al centro del patio trasero. Todavía no estaba demasiado oscuro como para no ver, todavía no. Pero no quería cometer ningún error, así que utilicé la última de las antorchas químicas que Kincaid me había dado antes de nuestro enfrentamiento con el azote de Mavra había un año. La cogí y la sacudí. La luz amarilla y verdosa se extendió formando una especie de nube a mi alrededor. La lluvia limitó su alcance y provocó la ilusión de que el mundo entero se había reducido a un círculo de tres metros de lluvia, hierba y luz verdosa.

Empecé a preparar el círculo en el cual pretendía atrapar al Erlking. La espiral de alambre de espino todavía brillaba por su acabado de fábrica. Desenrollé un trozo que fuese suficientemente largo como para clavármelo varias veces en los dedos y que cubriese un círculo de unos dos metros de diámetro. A pesar de que no era hierro frío en sentido estricto, era muy parecido a lo que querían decir las hadas cuando hablaban de «hierro frío». El alambre tenía mucho hierro, y el hierro frío era la perdición del mundo de la magia.

Estiré la espiral de alambre y la fui grapando a la húmeda tierra con un ganchito de metal, con forma de herradura, del tamaño de mi dedo meñique. Comprobé dos veces cada grapa y luego cogí un trozo de alambre del rollo grande para utilizarlo como alicates para unir ambos extremos. Después de eso, marqué los picos de una invisible estrella de cinco puntas dentro del círculo y coloqué varios objetos relacionados con el Erlking; un collar muy pesado que podría llevar un sabueso de caza, una piedra de afilar, un pequeño cuchillo con filo por ambos lados, sílex y acero, y varias cabezas de flechas, también de acero.

Después coloqué los objetos relacionados conmigo frente a los del Erlking, fuera del círculo: un ejemplar viejo de El Hobbit, la esquirla del extremo de mi último tirachinas, mi 44, un tique de un aparcamiento que todavía no había pagado y, por último, el amuleto de mi madre, el pentáculo de plata. Di un paso atrás, volví a entrar en el círculo y me aseguré de que estuviese bien fijado y de que nada le hubiese caído encima.

Desde las profundidades de mi mente, desde algún lugar, me llegaba información de que el sol estaba a punto de ponerse. La verdad es que no sé de dónde salían esos datos. Ya estaba mucho más oscuro que cualquiera de las otras noches y a decir verdad no sabría decir cuándo se pondría el sol, con todas esas nubes por el medio. Pero la falta de visión no parecía importar. Sentí la luz del sol, todavía resplandeciendo pero a punto de ser atrapada por las tinieblas, pude apreciar su presencia y su calidez en alguna parte de mi mente que no dependía solo de lo físico. Advertí cómo se apagaba y en ese momento noté cómo las fuerzas mágicas de la noche se alzaban simultáneamente.

La energía de la noche era muy diferente a la del día, no era intrínsecamente mala, pero sí más salvaje, más peligrosa y más impredecible. La noche era el momento de los finales, y esta noche, Samaín, todo el día de Halloween, lo era especialmente. Esta noche, las fuerzas del mundo de los espíritus, los seres salvajes que cazaban en el Más Allá, arrastrados a la muerte y a la podredumbre, revoloteaban libremente de un lado a otro. Los espíritus estaban inquietos en sus tumbas y deambulaban por el mundo, pero la mayoría eran invisibles a los ojos de los mortales. Las bestias salvajes sentían que la noche se acercaba y sus primos de la metrópolis sentían el peligro del filo de un cuchillo y la energía del aire. Los perros comenzaron a aullar en los vecindarios de alrededor, primero uno, luego otro y luego docenas; y sus largos, bajos y afligidos aullidos se fueron convirtiendo en una marea inquietante de bramidos.

La oscuridad estaba a punto de llegar, me quité el guante de cuero negro de mi mano mala y me arrodillé al lado del círculo de alambre de púas. Luego acerqué y presioné la palma de la mano izquierda, toda la cicatriz salvo la marca del sello de Lasciel, que parecía una marca viva, contra el diente más cercano de alambre, presionando mi carne hacia abajo deliberada aunque cuidadosamente. No sentía que el alambre me cortase, pero noté un hilo de calor sobre un trozo del sello y mi sangre (negra, bajo la luz química) se extendió sobre el alambre de espino, mezclándose con mi voluntad y esparciendo mi energía alrededor de la prisión de hierro frío que acababa de construir.

La prisión se había levantado y la trampa estaba preparada. Deseé haber tenido más tiempo para reunir los artículos que necesitaba. Si hubiese tenido meses para prepararlo, podría haber investigado con Bob la mejor forma de hacerlo. Los materiales podrían haber sido más escogidos, caros y peculiares, pero aun sin todo eso, existían posibilidades de crear un círculo del que incluso un ser como el Erlking no podría escapar fácilmente.

Además, no había tenido más tiempo y si me proponía sacar esto adelante con mi mercadillo exprés de Alcatraz, iba a necesitar toda mi concentración y voluntad.

Encerré mis dudas en un armario al fondo de mi mente, junto con mis miedos. Me arrodillé dentro de mi abrigo, con el bastón firme en mi mano derecha, y empecé a respirar despacio y profundamente. Me descubrí reuniendo fuerza con cada expiración y expulsando la debilidad y la distracción con cada exhalación. Empecé a concentrar mi energía y a almacenar mi fuerza hasta que en la hierba mojada se empezaron a encender puntos de luz verde y amarilla y el vello de mi cuello se erizó de pronto.

Cogí aire profundamente por última vez y, cuando lo expulsé, la noche cayó por fin.

Abrí la boca y empecé a recitar la invocación con firme cadencia. Mi voz sonaba hueca entre el viento y la lluvia, parecía amortiguada, pero también era fuerte. Fui dejando salir algo de mi energía con cada palabra, hasta que el poder que en ellas habitaba empezó a mecer el aire de alrededor, según iban saliendo de mi boca. Allí en la oscuridad, descendí hasta el mundo de los espíritus para llamar a uno de los seres más mortíferos del reino de las hadas.

Y el Erlking contestó.

En ese momento el círculo estaba vacío, pero enseguida un rayo de luz y el estallido de un relámpago dieron paso a una sombra negra incorpórea que apareció sobre la hierba dentro del círculo. La sombra era alta y estaba erguida, pero no proyectaba ninguna apariencia física.

Todavía no había terminado y ya me estaba estremeciendo mientras seguía recitando la oración y pensaba en el error que estaba cometiendo; en el mejor los casos habría liberado al Erlking para que se escapase y en el peor de los casos para que me matase. Pero me recompuse y continué con la letanía hasta el final. Cuando terminé, mi voz recordaba al estridente y plateado sonido de un clarín, y cuando llegué a la última palabra, la tormenta despidió un destello de luz cegadora amarilla y verdosa. La luz se estrelló contra el círculo, chocó contra él y luego se dispersó alrededor de él siseando como una mezcla entre electricidad, vapor y magia y definiendo la pared de forma de cilindro mágico con su brillo. La luz se elevó en la noche durante un segundo y luego se disipó.

Cuando se apagó la sombra que había en mi círculo ya no estaba solo.

El Erlking medía casi dos metros y medio. Sin contar con eso, parecía más o menos humano, vestido con ropa de cuero ajustada y mallas oscuras de algún material negro mate. Llevaba un casco con forma de cubo que le cubría la cara y del que salían unos enormes cuernos de ciervo. Dentro de la hendidura de la visera del casco descubrí dos bolas de fuego que no eran otra cosa que dos ojos posados en mí. Sentí la presencia del ser tras ellos como una furia cruda y salvaje que presionaba la parte exterior de mi piel. Reconocí el deseo salvaje del Erlking hacia la noche, hacia la Caza y la necesidad de matar. Un resplandor volvió a iluminarse y la lluvia empezó a caer con más fuerza. Levantó las manos despacio, rechazándome y ensanchando su cuerpo con satisfacción bajo la lluvia.

Ha llegado la hora, mortal. Libérame.

Sus palabras aparecieron de repente en mi cabeza sin pasar por mis oídos, hirviendo al rojo vivo. Esta vez sí que me estremecí. El Erlking me había enviado aquello directo a mis pensamientos, como un arpón bien dirigido. Aparté mi atención de esa lanza de pensamiento y hablé en voz alta en respuesta.

—No te liberaré.

Sus ojos brillantes se fijaron en mí desde el interior del casco, aumentando su luz y su tamaño.

No soy una bestia que puedas atrapar, mortal. Libérame y únete a mí en la Caza. Esta vez los pensamientos iban acompañados de imágenes. Estaba cayendo un torrente de agua, el viento golpeaba mi cara, mi estómago estaba a punto de liberar la ira salvaje, la fuerza y el poder de mi cuerpo y de todo lo que había a mis pies, la gloriosa emoción de la persecución de la presa que huye porque es para lo que ha sido creada… Era la puesta a prueba de mi fuerza, mi velocidad, mi fortaleza y mi voluntad mientras la noche me llamaba y la furia de la tormenta se agitaba a mi alrededor. Para mi sorpresa, en todo aquello no había sensación de odio ni el retorcido sentimiento de la amargura de la desesperación. Solo había una alegría salvaje y feroz, una sensación de adrenalina y excitación, de pasión, de la salvaje armonía de una lucha con uñas y dientes.

Apenas podía arreglármelas para volver a poner mis pensamientos bajo control.

Apretaba los dientes y me recordaba a mí mismo que estaba de rodillas en el patio trasero de la casa de Murphy y que nada tenía de juego lo que en aquel bosque primigenio estaba ocurriendo. Tal vez el Erlking no fuera el mal encarnado, pero eso no significaba que no fuese demasiado peligroso como para liberarlo.

—No —gruñí—. No te dejaré libre.

Sus ojos al rojo vivo crecieron y se puso en cuclillas, con las rodillas dobladas y con los dedos rozando suavemente la hierba que había en el interior del alambre de espino. Aquellos ojos estaban a un metro escaso de mí y se dedicaban a estudiarme en un silencio que acabó por convertirse en un suspense tormentoso.

Eres tú, me transmitió el Erlking. El que desobedeció a la reina de Invierno. El que asesinó a la señora del Verano.

Aquellos pensamientos me llegaron acompañados de imágenes en las que Mab estaba de pie a mi lado, mientras yo yacía perplejo al lado del cadáver de la señora del Verano, ofreciéndome su mano. Sentí la sangre de Aurora mojando mi piel y la probé, áspera y dulce, cuando rozó mis labios. Tuve que esforzarme para no escupir el sabor imaginario.

—Soy yo —le dije.

No somos enemigos. Me volvieron a llegar sus pensamientos. Y… él sentía curiosidad. Se sentía incluso algo desconcertado. Cada vez que me enviaba sus pensamientos recibía también sensaciones sobre sus emociones. Formas parte de la Caza. Eres un depredador. ¿Por qué me has llamado si no es para unirte a mí?

—Lo he hecho para evitar que otra persona te libere esta noche.

El Erlking inclinó la cabeza. No me llegó ningún pensamiento pero aquel gesto no dejaba lugar a dudas, quería saber por qué.

—Porque tu presencia se traducirá en sufrimiento y dolor para las personas a las que me encargo de proteger.

El hombre sufre. El hombre muere. Así son las cosas.

—Esta noche no —gruñí.

Cazador, me transmitió el Erlking, no eres lo bastante fuerte como para retenerme. Libérame, a no ser que quieras que la Caza comience contigo.

Y de repente descubrí el otro lado de la Caza. Noté que mis piernas iban embriagándose de la fuerza del terror. Sentí que mis pulmones ardían y que mi cuerpo se movía con el poder y la gracilidad que solo el acercamiento de la muerte puede provocar. Caí en el hosco terreno como ciervo acorralado, y supe, durante todo el tiempo, que no tenía escapatoria.

—Ya te lo he dicho tres veces —exclamé y forcé un grito desafiante—: ¡No te liberaré!

El Erlking se levantó y un grito no terrenal atravesó la noche. El coro de aullidos de perros aumentó con él, cada vez más alto y la tormenta azotó el aire con sablazos de viento y lanzas de luz. El sonido era ensordecedor, la luz abrasadora y el suelo empezó a temblar mientras la energía de Erlking la emprendía a golpes con mi círculo.

Me quedé allí de pie, cara a cara con el Erlking, concentrando mi energía en el círculo, intentando contrarrestar su poder, luchando por contenerlo mientras buscaba la forma de liberarse de mi encantamiento. Fue una batalla descomunal y prácticamente desesperada. Me sentía como un hombre empujando un coche colina arriba. No era solo una carga difícil de mover, también había una enorme fuerza que me empujaba en sentido contrario, y si le permitía que me desplazase, aunque un centímetro, iba a comenzar a adquirir empuje y me llevaría por delante.

Así que luché por cada centímetro, negándome a darle nada. El Erlking no era un ser malvado, pero era una fuerza de la naturaleza, era poder y violencia sin conciencia ni medida.

Volvió a gritar y el huracán de viento y lluvia y la llamada de las bestias aumentó aún más. Otra vez la emprendió contra el círculo de mi hechizo y otra vez tuve que retenerlo. El salvaje, el Erlking, sacudió la cabeza como una bestia enloquecida, y sus cuernos chocaron contra la pared del círculo en el que permanecía encarcelado, produciendo un oleaje de luz verdosa a través del círculo. Más tarde desenvainó una espada negra que llevaba a un costado. Levantó la hoja y un rayo de luz verde se encendió en la tormenta, coronando el círculo con una luz perturbadora. A continuación cogió la espada con ambas manos y la apoyó.

No recuerdo bien cómo fue el tercer golpe. Me viene a la memoria de la misma manera en la que evoco el momento en el que me quemé la mano izquierda. Había demasiada luz, demasiada energía, era como una marea de agonía y yo estaba aterrorizado. Mi visión se apaga dando paso a una imagen completamente blanca, y acto seguido yo clavo mi bastón en el suelo para evitar caerme.

Después mi vista empezó a aclararse. La marea se retiró. Y dentro del círculo, revolviéndose en un frenesí de frustración y necesidad, estaba el Erlking. Su poder estaba desvaneciéndose y el círculo que había construido había sido lo bastante bueno como para conseguir retenerlo.

Me pareció oír una voz ahogada en algún lugar en medio de la lluvia, los truenos y el rápido palpitar de mi corazón. Busqué alrededor para intentar descubrir de dónde había salido aquel ruido.

Y de repente, alguien me golpeó en la cabeza desde atrás.

Recuerdo esa parte porque ya había pasado por eso. Un resplandor de luz, dolor y sensación de mareo antes de caer, y una inconexa soltura en las extremidades, que de repente me resultaban inútiles. Caí sobre un lado, sorprendido porque el mundo se hubiese inclinado. La hierba me resultó muy fría y húmeda cuando entró en contacto con mis mejillas.

Con un alarido de victoria, el Erlking destrozó mi círculo convirtiéndolo en una nube de luz dorada que enseguida se apagó y desapareció. El viento rugió y en ese momento un enorme caballo apareció en el patio trasero de Murphy como si hubiese saltado por encima de la casa. El Erlking se abalanzó sobre la espalda del negro corcel y dejó salir un grito espeluznante. Cuando lo hizo, los musicales aullidos de los perros, primitivos y fieros, se solidificaron en destellos de luz que rebotaban desde el suelo hasta las nubes. Durante un segundo se hizo el silencio y luego los vientos huracanados trinaron y silbaron cada vez más profundamente, dando paso a los aullidos más terroríficos que cualquier perro podría proferir jamás. Desde las tinieblas surgió un poderoso perro de caza, una bestia del tamaño de un poni, con oscuro pelaje, brillantes y blancos colmillos y ojos al rojo vivo, iguales a los del propio Erlking. Más perros de caza aparecieron entre las sombras, saltando alrededor del caballo del Erlking, sedientos de sangre.

El Erlking hizo que su corcel girase, luego levantó su espada negra como para saludarme burlonamente y azuzó ruidosamente a su caballo y a los perros. El corcel negro cogió impulso y saltó moviendo sus patas en el aire, como si corriese colina arriba. Los perros de caza saltaron también hacia el aire y siguieron a su maestro, camino de las profundidades de la tormenta. Los destellos cegaron mis ojos y cuando la luz desapareció, ellos también lo habían hecho.

La Caza Salvaje se había desatado sobre Chicago.

Y yo la había convocado.

Me esforcé todo lo que pude por reunir fuerzas para comenzar a moverme de nuevo. No era capaz de concentrar suficiente equilibrio para incorporarme, pero me las arreglé para rodar sobre mi espalda. La fría lluvia me golpeaba la cara.

Cowl colocó el cañón de mi 44 en la punta de mi nariz y dijo:

—Una actuación impresionante, Dresden. Siempre es una pena cuando alguien con tanto talento muere tan joven.