30
Cuando llegué hasta el coche, me subí y me propuse ir a buscar los objetos que necesitaría para invocar al Erlking de la forma menos suicida posible. Un ritual de invocación serio tiene que estar personalizado, de manera que incluya ambas entidades, la del ser que se invoca y la de quien lo hace. Me llevó un rato encontrar abiertas las tiendas que necesitaba para hacerme con todo lo que quería. El tráfico de las calles crecía a ritmo constante a medida que iba atardeciendo y aquello me estaba retrasando todavía más.
El tenor de la ciudad había empezado a cambiar lentamente y eso sí que era un mal presagio. Lo que había sido un ambiente de tranquilo desconcierto, ante unas inesperadas vacaciones liberadoras de la rutina diaria, se había convertido ahora en irritación. En cuanto la luna se colocó en las alturas, las calles se llenaron de policía, bien en coches patrulla, motos, bicicletas o a pie.
—¿Eso es todo? —me preguntó un vendedor con iniciativa. Era un jardinero panzudo y calvo que vendía la fruta y la verdura fresca que llevaba en la parte de atrás de su furgoneta. La había aparcado en una esquina y me pareció que era la única persona que estaba intentando sacar partido al sufrimiento de los habitantes de Chicago. Metió en una bolsa de plástico la calabaza que había elegido y cogió el dinero que le tendí.
—Esto es todo —le dije—. Gracias.
Unos gritos surgieron de algún sitio de por allí cerca y levanté la vista hasta encontrar a un joven, largo como un fideo, corriendo calle abajo y cruzando la carretera. Una pareja de policías lo perseguía y uno de ellos iba, a la vez, vociferando inútilmente por su radio.
—Dios mío, ¡fíjate en eso! —dijo el vendedor—. Hay policías por todos lados. ¿Para qué necesitamos policías por todos lados si esto no es más que un apagón?
—Probablemente solo intenten evitar los motines —le contesté.
—Puede ser —replicó el vendedor—. Es que yo ya he oído cada locura…
—¿Cómo qué? —le pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Que es todo obra de un grupo terrorista que ha volado la central eléctrica. Que puede que hayan detonado armas nucleares y que podrían desbaratar los sistemas electrónicos y esas cosas, ya sabes.
—Creo que, si hubiese tenido lugar una explosión nuclear, alguien se habría dado cuenta —le dije.
—Ya, claro —me dijo—. Pero ¿quién sabe? A lo mejor alguien se enteró. Prácticamente no funcionan las líneas telefónicas y la radio apenas está siendo de utilidad. ¿Cómo podríamos saberlo?
—No lo sé. ¿Quizá por el gran estruendo que produciría?, ¿o porque la ciudad se llenaría de humo?
El vendedor resopló.
—Tienes razón, sí. Pero algo ha pasado.
—Sí —le dije—. Algo ha pasado.
—Y toda la puta ciudad se está asustando.
El vendedor sacudió la cabeza de nuevo mientras iban surgiendo más gritos en los alrededores de aquella manzana. Un coche de policía, con las luces encendidas y las sirenas ululando, intentó, sin mucho éxito, esquivar todo el tráfico para llegar hasta donde estaba el alboroto.
—Esto está empeorando —dijo el vendedor—. Esta mañana todo eran sonrisas, pero ahora el miedo está haciendo mella.
—Halloween —dije.
El vendedor me miró y se estremeció.
—Tal vez eso contribuya. O tal vez sea simplemente que se está haciendo de noche. Y se está nublando. La gente se está dejando impresionar. Lo mismo que sucede con los rebaños. Si no consiguen encender las luces, esta noche va a ser una de las malas.
—Tal vez —le dije. Hice malabarismos con mi bastón intentando organizarme para cargar las dos cosas hasta llegar al Escarabajo.
—Espera —me dijo el vendedor—. Yo te ayudo, hijo.
—Gracias —le contesté. Para ser honesto he de decir que me dio vergüenza sentir que realmente agradecía su ayuda, por no decir que la necesitaba—. Voy a aquel viejo Escarabajo de allí.
Caminó a mi lado unos quince metros calle abajo. Apoyó la bolsa en el maletero de la parte delantera del Volkswagen, asintió mirándome y dijo:
—De todas formas es cuestión de tiempo que me largue de aquí. Las cosas se están poniendo muy tensas. Se avecinan tempestades.
—El hombre del tiempo dijo que iba a estar despejado —le dije.
El vendedor resopló y se golpeó la nariz.
—He vivido cerca de este lago durante toda mi vida. Se avecina una tormenta.
Y tanto que se avecinaba. No cabía duda.
Asintió mirándome.
—Deberías volverte a casa. Es una buena noche para no salir y leer un libro.
—Suena bien —asentí—. Gracias otra vez.
Me subí al Escarabajo y lo sumergí en el tráfico sin remilgos, ya que probablemente era al conductor que menos le importaba que su coche se rayase. Tenía todo lo que necesitaba para intentar invocar al Erlking, pero había perdido buena parte del día. Había estado intentando llamar a casa de Murphy cada vez que paraba el coche, pero no había conseguido conectar con Thomas y Butters; y ahora que el sol del ocaso se escondía tras el horizonte, me había quedado sin luz del día.
Había llegado la hora de la cita con los centinelas, así que me dirigí a la taberna McAnally's.
La Mac's estaba celosamente ubicada en el bajo de un edificio que, a su vez, rodeado por otros. Para llegar a la taberna había que meterse por un callejón, pero por lo menos tenía su propio aparcamiento de mala muerte. Por suerte, encontré un en el aparcamiento y acto seguido me metí por el callejón para llegar al bar. Salté una vez varios escalones y caí frente a la gran puerta de madera.
Abrí el portón, dando paso a un suave zumbido de actividad. En tiempos de del mundo sobrenatural, McAnally's se había convertido en una especie de oficinas centrales para el cotilleo y la reunión de feligreses. Entendía muy bien por qué, la taberna era vieja, estaba iluminada por una docena de velas y lámparas de keroseno. Olía a madera quemada y a las chuletas que Mac cocinaba para rellenar unos jugosos bocadillos. En aquel lugar se respiraba seguridad y quietud. Trece columnas de madera, todas ellas esculpidas a mano, con toda clase de escenas y criaturas sobrenaturales, sujetaban el bajo techo. Los ventiladores del techo, que normalmente no eran más que vagos redondeles, hoy no se movían por culpa del apagón, pero la temperatura del bar era la de siempre. Había trece mesas repartidas de forma irregular por la sala, y trece banquetas colocadas a lo largo de la barra.
La disposición del lugar estaba pensada para dispersar y desviar las energías peligrosas y destructivas que cualquier mago cascarrabias podría arrastrar hasta allí. Era una especie de feng shuí bien pensado que disminuía el número de accidentes que los malhumorados practicantes podrían ocasionar. Pero esa forma de disolver las energías también influía en los conjuros de protección de fuerzas mayores. El lugar no estaba protegido de un ataque de fuerzas mágicas concentradas: McAnally's no era ningún refugio antiaéreo. Era más bien como una sombrilla de playa, y nada más entrar sentí que, repentinamente, se me aliviaba la presión que cargaba sobre mis hombros. Cerré la puerta a mi paso y gran parte del miedo y la tensión desapareció; la oscura energía de Cowl se deslizó por la taberna, como si se tratase de un riachuelo que lleva atado tras de sí una pequeña pero pesada piedra.
En la pared, justo al pasar la entrada, había un cartel que anunciaba: «Territorio neutral». Aquello quería decir que los firmantes de los Acuerdos de Hadas Diabólicas, incluyendo el Consejo Blanco y la Corte Roja, habían pactado que aquel lugar sería tratado con respeto. Se suponía que nadie podía empezar ningún tipo de conflicto dentro del bar y quien lo hiciera sería obligado por su honor a llevar fuera, lo más rápido posible, cualquier pelea que pudiera haber surgido. Este tipo de acuerdo funcionaba siempre dependiendo de la calidad del honor de las personas implicadas. Pero si, por ejemplo, a mí se me ocurriese romper el pacto en aquel edificio, el Consejo Blanco me dejaría seco. De acuerdo con experiencias pasadas, daba por hecho que la Corte Roja trataría de la misma manera a cualquiera de los suyos que violase la neutralidad de aquel lugar.
La taberna estaba llena de miembros de la comunidad sobrenatural de Chicago. No había magos. La mayoría solo tenía poder para llenar uno de sus bolsillos. Un hombre de barba oscura que había allí tenía fuerza de quinetomancia como para cambiar la caída de cualquier dado que se le ocurriese tirar. Una mujer mayor que había en otra mesa tenía el don de comunicarse de una manera muy poco frecuente con animales y se había convertido en un miembro activo de la organización municipal para la beneficencia y el cobijo animal. Estaban también allí dos hermanas de cabello oscuro que compartían un asombroso vínculo mental y se encontraban en aquel momento sentadas en una de las mesas jugando una partida de ajedrez. De alguna manera aquella imagen resultaba masturbatoria. En una de las esquinas, cinco o seis veteranos y arrugados practicantes, que aunque no eran lo suficientemente fuertes como para unirse al Consejo sí eran muy competentes en su propio campo, se reunían alrededor de jarras de cerveza y hablaban en voz baja.
Mac miró por encima de su hombro. Era un hombre alto y delgado y llevaba una camiseta blanca impoluta y un delantal. Estaba calvo y le quedaba bien. Mac podría tener cualquier edad entre treinta y cinco y cincuenta años. Se mordió los labios cuando me vio, se dio la vuelta hacia su hornillo de madera humeante y rápidamente terminó de cocinar dos trozos de carne que tenía al fuego.
Empecé a avanzar por el interior del bar y, según lo hacía, se extendía en la sala el silencio. Cuando ya estaba dentro, los únicos sonidos que allí se distinguían eran el crepitar de la madera ardiente y los golpes irregulares de mi bastón en el suelo de aquel lugar.
—Mac —saludé. Alguien me dejó libre una banqueta de la barra y asentí, agradeciéndolo antes de sentarme con un gesto de dolor.
—Harry —contestó Mac arrastrando las palabras. Levantó la sartén del fuego de la cocina y descargó las chuletas en diferentes platos. Con un par de gestos y breves movimientos hizo que en cada plato apareciese también una ración de patatas fritas y otra de verduras frescas. No era magia. Mac era un buen cocinero.
Miré alrededor de la sala y hablé suficientemente alto como para que todos pudieran oírme:
—Voy a necesitar algo de espacio, Mac. He quedado aquí con unas personas que aparecerán en un rato. Me vendrían bien varias mesas.
De las mesas surgió un murmullo de voces nerviosas y comentarios en voz baja. Los viejos practicantes de la esquina se levantaron de su mesa sin más preámbulos. Varios de ellos me saludaron con la cabeza y uno de ellos con pinta un poco endeble gruñó:
—Buena suerte.
Los miembros menos experimentados del mundo sobrenatural, con cara de no entender qué estaba sucediendo, miraban hacia mí y hacia el grupo de ancianos como si fuese un partido de tenis.
—Chicos —dije, para todos—. No puedo deciros qué hacer, pero me gustaría que todos os planteaseis marcharos a vuestras casas antes de que anochezca. Cuando llegue la medianoche será mejor que estéis detrás del umbral.
—¿Qué está pasando? —me soltó uno de los más jóvenes. Todavía tenía hoyuelos.
Mac lo miró y resopló.
—Venga. Soy mago. Tenemos reglas internas sobre lo que se puede decir y lo que no —le contesté. Hubo una ronda de risitas silenciosas—. En serio, por ahora no puedo decir nada más —repetí. Y es que no podía. Era más que probable que hubiese uno o dos espías merodeando entre los clientes de la taberna, y cuanta menos información tuvieran sobre los planes o estrategias del Consejo Blanco, mejor—. Tomaos esto en serio, chicos. No es buena idea que estéis por la calle cuando pase la medianoche.
Mac se giró hacia las mesas e hizo un barrido con la mirada. Tenía una expresión educada y correcta. Emitió una especie de tos y señaló la puerta con la barbilla. El ruido de la sala aumentó de nuevo y las personas que allí había empezaron a hablar entre sí, se levantaron, dejaron dinero encima de las mesas y se fueron.
Dos minutos después, Mac y yo éramos las únicas personas que quedaban en la taberna. Él dio la vuelta a la barra y se sentó a mi lado. Colocó en el mostrador dos platos cargados con carne a la brasa. Uno lo puso delante de mí y el otro se lo quedó él. Añadió dos botellas de su cerveza negra artesanal y les quitó las tapas con el pulgar.
—Dios te bendiga, Mac —le dije y cogí una de las botellas. La sostuve en el aire y Mac brindó con la suya. Después los dos dimos un largo trago y nos lanzamos sobre las chuletas.
Comimos en silencio. Después de un rato, Mac preguntó:
—¿Mal?
—Muy mal —le dije. Me pregunté cuánto podría contarle. Macera un buen tío y hacía mucho tiempo que lo conocía y era mi amigo. Pero no era del Consejo. A la mierda. Aquel hombre me había servido una chuleta y una cerveza. Se merecía saber algo más y no solo que estábamos bajo una amenaza de la que probablemente no podría defenderse: los nigromantes.
El tenedor de Mac se paralizó cuando iba de camino a su boca. Sacudió la cabeza y se metió el último trozo de la chuleta en la boca. Masticó despacio. Mac jamás usaba una frase entera cuando una palabra era suficiente.
—¿Centinelas?
—Sí, muchos de ellos.
Se mordió los labios y frunció el ceño.
—Kemmler —dijo.
Arqueé una ceja aunque no me había sorprendido demasiado que conociese el nombre del tristemente célebre nigromante. Siempre me había parecido que Mac debía de tener una idea bastante sólida sobre lo que pasaba a su alrededor.
—Kemmler no, sus sobras. Pero son sobradamente malos.
—Aj —Mac terminó con su plato rápidamente y se levantó a recoger el dinero y limpiar las mesas que había en la esquina y que estaban más alejadas de la puerta. Cuando llegó adonde yo estaba, recogió mi plato reluciente y enseguida me reemplazó la botella vacía por otra llena.
Le di un trago mirándolo. No hizo ninguna escenita. Discretamente comprobó el cargador de la escopeta que tenía colgada en un gancho detrás de barra y colocó un par de prudentes pistolas de tipo 1911 en dos lugares concretos tras el mostrador, de forma que no importaría dónde se pusiese, porque una de las armas siempre estaría a mano. Las dispuso como si supiese perfectamente lo que estaba haciendo.
Di un trago a la cerveza y reflexioné. Sabía muy poco de la vida de Mac. Había abierto la taberna pocos años antes de que yo me mudase a Chicago. Ninguna de las personas que yo conocía sabía dónde había estado él antes ni a qué se había dedicado. No me sorprendía que supiese algo sobre armas. Siempre me había dado la impresión de que sabía cuidar de sí mismo. Pero como no es que fuese precisamente una cotorra, casi todos mis conocimientos provenían de la observación. No tenía ni la más remota idea de por qué ni de dónde había adquirido nociones para moverse en el mundo de la violencia.
Respetaba aquello. Yo también había pasado algunas etapas en mi vida que había dejado atrás enterradas.
Mac miró hacia arriba de manera abrupta y empezó a limpiar la barra por la zona donde se encontraba el gancho del que colgaba la escopeta. Un segundo más tarde, la puerta se abrió y un centinela del Consejo Blanco entró.
Era un hombre alto, de algo más de metro ochenta, y tenía la solidez de un soldado envejecido. Su pelo lacio estaba más canoso de lo que yo recordaba y lo llevaba recogido en una coleta. Tenía la cara más estrecha, casi chupada, y ausente de expresión, parecía como si hubiese dado un mordisco a una corteza de limón espolvoreada con alumbre. El centinela llevaba una capa gris por encima de su ropa oscura de combate. Llevaba un bastón tallado en su mano derecha y a la izquierda de su cadera colgaba una espada de larga hoja.
No esperaba menos.
Me sorprendió lo desmejorado que estaba.
La capa del centinela estaba rasgada en varios puntos y manchada con lo que podría ser barro, sangre o un verdoso aceite de motor. Tenía el dobladillo desgastado, y con varios agujeros andrajosos, posiblemente como resultado de unas quemaduras corrosivas. Su bastón estaba igualmente magullado y manchado. Había algo en aquel hombre que me recordaba a un boxeador tras un duro décimo asalto. Mostraba marcas de unos golpes en la mejilla. Le habían roto la nariz hace no más de unas semanas. Lucía una cicatriz fea y rosada que le salía del cuero cabelludo y le llegaba hasta una ceja, y pude ver, a través de un agujero de su chaqueta, que llevaba un vendaje encima de los bíceps de la izquierda.
Por todo aquello, atravesó la puerta como un hombre que sabe que podría despejar un bar lleno de marines si se viese en esa tesitura. Sus ojos se posaron en mí al instante. Su boca se torció aún más y dio paso a un gesto con peor pinta todavía.
—Mago Dresden —dijo despacio.
—Centinela Morgan —respondí. Me imaginé que Morgan habría venido con más centinelas enviados a Chicago. Estaba en su zona de responsabilidad y yo no le caía bien. Se había pasado años siguiéndome por ahí, desesperado por cazarme, haciendo magia negra para poder ejecutarme. No había ocurrido y finalmente yo había conseguido la aprobación del Consejo. Creo que nunca podrá perdonarme aquello. También me culpaba por otras cosas, me parece, pero siempre pensé que no eran más que excusas. Alguna gente no acaba de llevarse bien nunca. Morgan y yo somos de esa clase de gente.
—McAnally —dijo Morgan al tabernero.
—Donald —respondió Mac.
Qué interesante. Joder, llevaba años en el Consejo y ni siquiera sabía el nombre de pila de Morgan.
—Dresden —dijo Morgan—. ¿Has comprobado si hay velos?
—Si te dijera que ya lo he hecho lo volverías a comprobar tú mismo, Morgan —le dije—. Así que no me ha molestado.
—Claro que no —dijo. Vi cómo fruncía un poco el ceño para concentrarse y luego sus ojos parecían desenfocar la mirada. Dirigió la mirada alrededor de la sala, utilizando su Vista, ese sentido tan raro y medio surrealista que permite a los magos observar si hay fuerzas mágicas moviéndose alrededor de ellos. La Vista de un mago puede cortar cualquier velo o hechizo destinados a disfrazar o distraer. Es una habilidad muy potente, pero tiene un precio. Cualquier cosa con la que te topes mientras Ves, se queda contigo y nunca desaparece de tu memoria, permanece siempre ahí, preparada para ser evocada, como si acabaras de verla. No puedes simplemente olvidar algo que hayas Visto. Se queda contigo de por vida.
Morgan no mantuvo mucho tiempo su mirada cerca de Mac ni de mí. Finalmente asintió y dijo en voz alta:
—¡Limpio!
La puerta se abrió y la centinela Luccio entró. Era una tenaz y veterana matriarca, tan alta como casi todos los hombres y con una constitución propia de quién realiza mucho trabajo físico. Su pelo era una sólida sombra de cables grises dispuestos en un ordenado corte militar. También llevaba la capa propia de los centinelas, pero por debajo vestía un atuendo propio de montaña o de acampada: pantalones vaqueros, algodón, franela, botas… y todo en tonos grises y marrones. Además sujetaba un bastón y portaba una espada en un costado, pero la suya era una fina Cimitarra, ligera y elegante. Y aunque no estaba tan gastado como el de Morgan, su engranaje también mostraba evidencias de acción reciente.
—Centinela Luccio —le dije y me levanté de la banqueta en la que estaba para inclinar la cabeza ante ella.
—Mago —dijo en voz baja. Hubiese necesitado una visión a cámara lenta de aquella toma para poder analizar los detalles de su sonrisa, porque aunque breve, había existido. Asintió hacia mí y luego un poco más profundamente hacia Mac.
Detrás de ella aparecieron tres centinelas más. El primero era un hombre joven que me sonaba levemente de una reunión del Consejo de hacía años. Su piel lucía un bronceado natural, pelo oscuro, ojos oscuros y unas facciones muy marcadas y muy españolas. Me acordé que la última vez él vestía una toga marrón de aprendiz y se tapaba la boca para ocultar una sonrisa que le había provocado una de mis conversaciones con los peces gordos del Consejo.
Ya no llevaba toga marrón y parecía que había aumentado un poco su tamaño desde la primera vez que lo había visto, pero aun así, Dios santo, era más joven que Billy, el hombre lobo. Llevaba una capa gris razonablemente limpia y no muy perjudicada. Por debajo, la ropa negra de combate. Una espada simple y recta le colgaba de un lado de la cadera, equilibrada por una funda de pistola de una modelo Glock que llevaba al otro lado y, no estoy de broma, tres granadas de mano. Su bastón parecía bastante nuevo, pero tenía suficientes abolladuras y muescas como para hacer que me creyese que con él había evitado que varias cosas se le echasen encima. Además andaba con una especie de confianza arrogante propia de las personas que todavía no han descubierto su propia mortalidad.
—Este es el centinela Ramírez —dijo Luccio—. Ramírez, Dresden.
—¿Qué tal? —dijo Ramírez sonriendo.
Me encogí de hombros.
—Ya sabes, como siempre.
Dos centinelas más entraron detrás de él y parecían aun más jóvenes y más verdes. Sus capas y bastones estaban inmaculados. Sus ropas y equipos eran tan parecidos al de Ramírez que parecían un uniforme. Luccio me presentó al chico fortachón, de ojos distantes y embrujados, como Kowalski. La chica con rasgos asiáticos y dulces facciones se llamaba Yoshimo.
Cojeé hasta donde estaba Luccio y señalé con la cabeza las mesas que Mac había preparado.
—Espero que haya sitio para todos. ¿Cuándo llegarán los demás centinelas?
Luccio se quedó mirándome tranquila y cautelosamente. Luego sacó sus manos de debajo de la capa y me ofreció lo que sostenían: un paquete envuelto en papel marrón.
—Tómelo.
Cogí el paquete y lo desenvolví.
Era una capa gris doblada.
—Póngasela —dijo Luccio con su voz tranquila y segura—. Si lo hace, todos los centinelas que haya disponibles se unirán a nosotros.