27
Llegué a mi oficina. El tráfico no estaba tan mal como cabría esperar. Parecía que no habían venido a trabajar a la ciudad tantas personas de las afueras como normalmente. No funcionaban los semáforos, pero había policías en casi todas las intersecciones problemáticas. Todo el mundo estaba conduciendo de forma lenta y cautelosa durante la crisis. Porque así habían bautizado aquella situación en la radio: «la crisis». En las calles, había muchas más personas que cualquier otro día, y no se apreciaba nada o casi nada de esa prisa y energía con la que paseaban cotidianamente.
Después de todo, era la mejor de las reacciones que cabía esperar. Parecía que solo existían dos opciones: volverse loco y causar destrozos o actuar como deberían hacer todos los seres humanos y preocuparse por los demás. Cuando tuvo lugar el gran apagón de Los Ángeles hubo grandes altercados. Los neoyorquinos reaccionaron uniéndose.
Que la gente no reaccionase tan ciegamente como podría haberlo hecho también fue algo a tener en cuenta. Sin intentarlo siquiera, podía sentir la agría tensión de la magia negra, notaba cómo, lentamente, se iba enredando en la ciudad. Con toda la sutil pero palpable influencia de la magia negra que había detrás de ella, una suave sensación de pánico habría sido suficiente para que todo se pusiese muy feo muy rápidamente.
Por supuesto, todavía no había oscurecido. El anochecer podría cambiarlo todo.
A pesar de lo avanzado que al hombre le gusta considerarse, en todos nosotros habita ese terror a la oscuridad, tan añejo, tan primario y tan innegable. Ese terror a ser incapaz de ver cómo se acerca el peligro. No nos gusta pensar que seguimos teniendo miedo a la oscuridad, pero si eso fuese verdad, ¿por qué nos empeñamos con tanto tesón en que nuestras ciudades estén constantemente encendidas? Nos rodeamos de tanta luz que apenas podemos ver las estrellas en la noche.
El miedo es una cosa graciosa. Bajo una buena luz, incluso los miedos más pequeños e insignificantes pueden crecer de repente e hincharse hasta adquirir monstruosas proporciones. Con la magia negra rodando cual bola de nieve, ese miedo instintivo a la oscuridad no hacía otra cosa que retroalimentarse, multiplicarse una y otra vez. Además, el no poder explicar a la gente por qué se había ido la luz, les haría empezar a olvidar, lentamente, las razones racionales que les llevaban a no miedo y no sucumbir al pánico.
Incluso dando por hecho que pudiese impedir que surgiese una gran batalla diosecillos, esta noche iba a ser una de las malas. Y podía ser malísima.
Cuando llegué a mi oficina intenté llamar al número de Shiela. Los teléfonos no querían ayudarme y no era ninguna sorpresa. Ni siquiera funcionaban perfecta mente los días que mejor funcionaban. Tenía una guía telefónica en mi oficina encontré en ella la dirección de su apartamento de Cabrini-Green. Aunque no estaba tan mal como antes, no era precisamente una de las mejores zonas de la ciudad. Sentí una punzada de añoranza por la pistola que había perdido en el callejón de la parte de atrás de la tienda de Bock. No es que la pistola representase la forma más efectiva de defenderme, pero frente al típico matón de Chicago tenía mucha más fuerza disuasiva que un palo tallado.
Por pura diversión, volví a probar los teléfonos y marqué el número de contacto del puesto fronterizo más cercano de los centinelas.
Y, gracias a Dios, el teléfono sonó.
—¿Diga? —contestó una mujer en voz baja y áspera.
Busqué torpemente la pequeña libreta con las contraseñas que llevaba en el del guardapolvo.
—Un segundo —dije—, no pensé que fuese a establecer contacto. —Pasé páginas de la libreta hasta llegar a la última y dije—: Eh… siroco amarillo verdoso.
—Conejo —contestó la voz. Comprobé el bloc. Era la respuesta a la contraseña.
—Soy el mago Dresden —informé—. Tengo una situación código Lobo. Repito: código Lobo.
La mujer al otro lado de la línea susurró:
—Soy la centinela Luccio, mago.
Joder, la mismísima jefa. Anastasia Luccio era una de las próximas de la lista para llegar a un puesto en el Consejo de Veteranos, y era la comandante de los centinelas. Era una vieja astuta y era la superior del campo de batalla de las fuerzas del Consejo contra la Corte Roja.
—Centinela Luccio —dije respetuosamente. Lo hice por dos razones, primero porque probablemente se lo merecía, y segundo porque necesitaba que nos llevásemos lo mejor posible.
—¿Cuál es la situación? —preguntó.
—Por lo menos tres discípulos del nigromante Kemmler están en Chicago —le expliqué—. Encontraron el cuarto libro y piensan usarlo esta noche.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—¿Hola? —dije.
—¿Está seguro? —preguntó Luccio. En su voz se distinguía cierto acento italiano—. ¿Cómo sabe quiénes son?
—Digamos que los zombis y fantasmas que los acompañan los delatan un poco —le contesté—. Me enfrenté a ellos. Se identificaron como Grevane, Cowl y Captorcorpus, y todos llevaban un tambor.
—Dio —diio Luccio—. ¿Sabe dónde están?
—Todavía no, pero estoy en ello —le contesté—. ¿Me ayudarán?
—Afirmativo —dijo Luccio—. Enviaremos centinelas a Chicago inmediatamente. Llegarán a su apartamento en menos de seis horas.
—Tal vez no sea el mejor lugar —le dije—. Me atacaron ayer por la noche y desactivaron mis conjuros de protección. Es posible que tengan el apartamento bajo vigilancia.
—Comprendido. Entonces la cita tendrá lugar en la localización alternativa.
Eché un vistazo a mi bloc de notas. Tendría que quedar con ellos en el McAnally's.
—¡Venga!
—Che cosa? —preguntó.
—Ah, digo que de acuerdo, centinela —le dije—. Dentro de seis horas en la localización alternativa. No escatimen en personal. Estos tipos son una cosa seria.
—Estoy familiarizada con los discípulos de Kemmler —me dijo, pero su tono reflejó acuerdo y no reprimenda—. Yo misma lideraré el equipo. Seis horas.
—Bien, seis horas.
Colgó el teléfono.
Dejé el auricular en su lugar y apreté los labios para pensar. Campanas infernales, la comandante de guerra del Consejo Blanco en persona se iba a ocupar de todo esto. Eso significaba que esa situación estaba recibiendo un tratamiento de emergencia semejan te al que recibiría un ataque terrorista nuclear. Si la jefa de los centinelas iba a venir a tomar parte en la batalla, significaba que los centinelas iban a salir con toda la artillería.
Para variar, iba a tener mucha ayuda. Una ayuda que me mantendría bajo sospecha constante y que podría hacer que me ejecutasen si averiguaban algunos de mis secretos. Pero ayuda, al fin y al cabo. Sentí una extraña sensación de comodidad. Los centinelas habían sido uno de mis mayores miedos prácticamente desde que supe de su existencia. Sentí una profunda satisfacción al comprobar que alguien a quien yo tanto temía estaba desarrollando un sentimiento hostil hacia Grevane y compañía. Me recordó a cuando Darth Vader se volvió contra el emperador y lo lanzó al pozo. No hay nada más maravilloso que ver a alguien que te impone muchísimo enfrentarse a un enemigo tuyo.
Y acto seguido, otro pensamiento empezó a incomodarme: ¿Por qué demonios se estaba encargando la comandante de guerra del Consejo Blanco de coger el puto teléfono? ¿Por qué no se encargaba del trabajo de recepcionista uno de los miembros jóvenes de los centinelas?
Solo se me ocurrieron tres razones.
Y ninguna era agradable.
Mi breve sensación de alivio y confianza se evaporó. Pero bueno, me alegré de que así fuera, porque estoy seguro de que el mundo terminará el día que me sienta aliviado y a gusto durante un tiempo demasiado largo.
Me sacudí las preocupaciones de la cabeza. No resultaban una ayuda, de todas formas. La única persona con la que podía contar para socorrerme era yo mismo. Si los centinelas decidían hacerlo también, sería una agradable sorpresa, pero tenía que ponerme en marcha antes de que el problema se volviese demasiado grande. Era el mismo principio que se utiliza para limpiar un cuarto muy desordenado. No piensas en todo lo que tienes que hacer. Te centras en una cosa y la haces, y luego te mueves hacia la siguiente.
Necesitaba la oración de invocación que se escondía en Der Erlking. Para conseguirla, tenía que hablar con Shiela. Bien, Harry tienes que ponerte en marcha. Volví a intentar llamar por teléfono, pero supongo que ya me había tocado la lotería tecnológica con la última llamada. Todas las líneas estaban ocupadas.
No había estado sentado mucho tiempo, aunque lo suficiente para que la pierna le dejase muy clarito al resto del cuerpo que no quería que se apoyase más en ella por hoy.
—Acata las reglas —le dije muy serio a mi pierna—, no tienes que estar contenta, solo tienes que ser útil.
Mi pierna permaneció en silencio, con actitud huraña y vibró con fuerza; me lo tomé como un acuerdo. Cuando ya tenía las llaves en mi mano oí un suave golpe en la puerta de mi oficina.
Agarré mi bastón con una mano, concentré mi fuerza y las runas ya estaban desprendiendo llamas naranjas cuando se abrió la puerta.
Billy apareció en la puerta, con una gigantesca expresión de sorpresa y hasta con la boca abierta. Llevaba unos tejanos, botas de vaquero y una vieja chaqueta de cuero. No había usado mucho las gafas durante los últimos años, pero hoy las llevaba puestas. El viento de la calle, que soplaba contra la ventana de mi oficina, le había revuelto el pelo. Oí un par de gotas caer, golpeando torpemente el cristal.
—Eh… —dijo un minuto después—. Hola, Harry.
Le puse mala cara y bajé el bastón, dejando que se apagase la energía. La madera templada resultaba muy agradable bajo mi mano y la débil esencia de madera quemada flotaba en el aire.
—Un mal momento para aparecer de repente en la puerta de mi oficina —le dije.
—La próxima vez puedo silbar o algo así —contestó Billy.
—¿Cómo me has encontrado?
—Es tu oficina. —Miró alrededor—. ¿Estabas hablando con alguien?
—La verdad es que no —le dije—. ¿Qué es lo que quieres?
Se abrió el abrigo. El puño de una pistola sobresalía por su cinturón, era mi revolver.
—Artemis Bock se acercó a mi casa. Dijo que había tenido algunos problemas en la tienda.
—Sí —le dije—, los malos intentaron darle una paliza. Tuve una discusión con ellos por ese tema.
Billy hizo un gesto afirmativo.
—Eso fue lo que dijo. Encontró esto en el callejón. Dijo que había sangre.
—Uno de ellos me trasquiló la pierna —le dije—. Pero lo tengo todo bajo control.
Billy asintió, intranquilo.
—Eh… parecía preocupado por ti.
—Estoy bien —me levanté teniendo cuidado con la pierna—. ¿Bock está bien?
—Eh… —dijo Billy. Me miró y su expresión reveló mucha inquietud—. Sí. Es decir, no está herido. La tienda sufrió algunos daños, pero dijo que no tenía importancia. Quería que te diese las gracias en su nombre. —Se desenganchó la pistola del cinturón y añadió—: Y yo pensé que podrías necesitar esto.
—No deberías llevarla en los pantalones así —le dije—. A no ser que quieras acabar con voz de soprano.
—Está vacía —me dijo, y me la pasó.
La cogí, abrí el cargador y lo hice girar para comprobarlo. La pistola no estaba cargada. Me la metí en el bolsillo del guardapolvo, luego abrí el cajón de mi escritorio y saqué una cajita con munición que reservaba allí. La guardé también en el bolsillo.
—Gracias por traérmela —le dije—. ¿Cómo se te ocurrió buscarme aquí?
—No contestabas al teléfono de tu apartamento. Me acerqué por allí. Parecía como si alguien hubiese intentando tirarte la puerta abajo.
—Y así fue —señalé.
—Pero ¿estás bien? —La pregunta era más seria de lo que yo hubiese esperado.
—Estoy bien —le dije impacientándome—. Campanas infernales, Billy. Si quieres decirme algo, dímelo de una vez.
Cogió aire.
—Eh, bueno…, es que me da un poco de miedo.
Arqueé una ceja mientras lo miraba y volví a fruncir el ceño.
—Mira. Creo que… no estás haciendo bien las cosas, Harry.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Quiero decir que no estás siendo tú mismo —me dijo Billy—. La gente lo está notando.
—¿La gente? —le pregunté. La pierna me tembló. No tenía tiempo para este tipo de jueguecito psicológico—. ¿Qué gente?
—La gente que te respeta —me dijo cautelosamente—. Tal vez aquellos que incluso te temen un poco.
Lo miré fijamente.
—No sé si sabes esto, Harry, pero puedes llegar a dar mucho miedo. Quiero decir, he visto lo que puedes hacer. E incluso la gente que no lo ha visto con sus propios ojos ha oído historias. Créeme, estamos contentos de que seas uno de los buenos, pero si no lo fueras…
—¿Qué? —le pregunté, sintiéndome de repente mucho más cansado—. Si no lo fuera, ¿qué?
—Darías miedo. Mucho miedo.
—¿Adónde coño quieres llegar?
Asintió.
—Hablas con las cosas.
—¿Perdona? Levantó las manos.
—Hablas con las cosas. Me refiero a que estabas hablando con las cosas cuando estaba al otro lado de la puerta.
—Eso no fue nada —le dije.
—Vale —dijo Billy, aunque por su tono se sobrentendía que me estaba apaciguando y no dándome la razón.
—¿Qué es esta mierda de hablar con las cosas? ¿Fue Bock el que dijo que yo hacía eso?
—Harry… —empezó a hablar Billy.
—Porque no es verdad —le dije—. Dios mío. A veces cometo alguna locura, pero es el tipo de locura que cuando la vas a hacer piensas: no creo que funcione, pero tengo que intentarlo. No estoy loco.
Billy se cruzó de brazos y sus ojos buscaron mi cara.
—¿Ves?, a eso me refiero. Si estuvieras loco de verdad, ¿te darías cuenta?
Me acaricié el puente de la nariz.
—Vamos a ver si me he enterado bien. Como Bock ha dicho no sé qué cosa sobre mí y porque me has oído hablando solo, de repente, estoy listo para que me encierren en una habitación blanca con paredes acolchadas.
—No —dijo—. Más o menos. Harry, mira, no es que te esté acusando…
—Pues tiene gracia, porque tiene toda la pinta de ser una acusación.
—Yo solo…
Se me cayó el bastón al suelo y Billy se estremeció.
Intentó disimularlo pero yo había visto el movimiento. Billy se había estremecido como si de verdad temiese que yo le pudiese hacer daño.
¿Qué demonios?
—Billy —dije despacio—. Están sucediendo cosas muy malas. No tengo tiempo para esto. No sé lo que te habrá dicho Bock, pero ha pasado un par de días muy duros. Estará nervioso. No tengo nada contra él.
—Está bien —respondió en voz baja.
—Quiero que te vayas a casa —afirmé—. Y quiero que empieces a correr la hola por ahí. Todo el mundo debe permanecer detrás del umbral esta noche.
Frunció el ceño, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con una esquina de la camiseta.
—¿Por qué?
—Porque el Consejo Blanco va a enviar un pequeño ejército y estoy seguro de que no te gustaría que nadie que conozcas acabe atrapado en los efectos secundarios de esta visita.
Billy tragó saliva.
—Entonces esto va a ser muy grande.
—Y yo tengo que irme. No tengo tiempo para distracciones. —Di un paso hacia él y le puse la mano en el hombro—. Oye, soy yo, Harry. Estoy tan cuerdo como siempre y necesito que confíes en mí durante un tiempo. Dile a la gente que esconda la cabeza, ¿vale?
Respiró profundamente y asintió vehementemente.
—Lo haré, tío.
—Bien. No sé por qué estás tan preocupado por mí. Pero nos sentaremos a hablar del tema cuando se calme un poco la tormenta y averiguaremos qué es lo que pasa. Y comprueba que no me haya cargado ninguna aplicación del coche sin querer. Hablaremos, te lo prometo.
—Vale —dijo asintiendo—. Gracias. Siento si esto ha sido…, buf, tío.
—Ya vale de compartir emociones por hoy —le interrumpí—. Si seguimos así nos acabaremos afeminando. Vamos allá.
Me golpeó el brazo con un suave puñetazo y se fue.
Esperé a que se hubiese marchado. No me apetecía nada bajar con él en el ascensor preguntándome todo el tiempo si estaría temiendo que pudiese saltarle encima con un hacha o un cuchillo carnicero.
Me apoyé en mi bastón y pensé en ello durante un segundo. Billy estaba realmente preocupado por mí. Tan preocupado que temía que yo pudiese hacerle algo. ¿Qué coño había hecho yo para que me saliese con estas?
Pero había una pregunta aun mejor que debía hacerme a continuación de esta:
¿Y si Billy tenía razón?
Me golpeé el cráneo con un dedo. No lo notaba blando ni nada parecido. No me sentía loco. Pero cuando se pierde la cordura, ¿te queda algo ahí arriba que haga que te percates? Los locos nunca piensan que lo están.
—Siempre he hablado con las cosas —dije—. Y conmigo mismo… Bien dicho —me respondí—. A no ser que eso signifique que siempre has estado loco… No me hacen ninguna falta estos comentarios de listillo —me dije inflexible—. Tengo muchas cosas que hacer. Cállate.
Lo único que se me ocurría era que tenía que haber sido idea de Georgia. Siempre estaba dando la brasa con sus libros de psicología. Tal vez se había convertido en víctima de alguna especie de hipocondría psicológica invertida.
Un trueno retumbó en el exterior y la lluvia empezó a caer con mayor intensidad.
No me venía nada bien distraerme con ningún tipo de dudas. Me encogí de hombros pensando en la conversación con Billy y posponiendo mis reflexiones sobre ella para más tarde. Cargué mi pistola, ya que no haberla cargado habría sido prácticamente igual que no llevarla, y me la volví a meter en el bolsillo. Cerré mi oficina al salir y me dirigí al coche.
Tenía que ir a buscar a Shiela y ver si su extraordinaria memoria podía recordar los poemas y las estrofas de aquel estúpido libro. Después, tenía que averiguar la manera de invocar al salvaje y letal señor del mágico Mundo de las Tinieblas y pensar en cómo entretenerlo para que los herederos de Kemmler no pudieran utilizarlo para ascender a la condición de semidioses. Y además de todo eso, debía encontrar La palabra de Kemmler y dársela a Mavra sin que el Consejo Blanco se enterase de nada de lo que había estado haciendo.
Tan fácil como respirar.
Mientras bajaba en el ascensor tuve que admitirlo, Billy tenía algo de razón.