13

Me duché, me vestí y dejé allí a Thomas con el todavía durmiente, Butters. Thomas se sentó en el sofá con una vela, un libro y un viejo sable de la caballería de los Estados Unidos que había comprado en un mercadillo casero. Se puso a afilarlo como la hoja de un bisturí. Le dejé a mano mi recortada, en la mesa de centro, y Thomas asintió agradeciéndomelo.

—Vigílalo de vez en cuando, ¿vale? —le pedí.

Thomas pasó una hoja.

—Nada podrá acercarse a él.

Ratón se tumbó en el suelo, entre la puerta y Butters, con la lengua fuera.

Me subí al todoterreno y desplegué el mapa de Mort. Me dirigí al punto mágico más cercano señalado en el mapa con tinta sangrienta: un lugar en una acera de Wacker.

Encontrar un sitio para aparcar fue una odisea. Nunca es tarea fácil en Chicago. Había visto un sitio perfecto donde el Escarabajo cabría sin problemas, pero con mi nuevo vehículo de sustitución habría tenido que aplastar los coches de los lados o por lo menos desplazarlos unos centímetros si me hubiese propuesto aparcarlo allí. Finalmente tuve que pedir una hipoteca para poder pagar el tique del aparcamiento. Caminé un par de manzanas y me adentré en la calle, con mis capacidades mágicas alerta, buscando la fuerza oscura que los muertos de la ciudad habían hallado.

Encontré el punto marcado en la acera en la puerta de una farmacia que hacía esquina.

Era pequeñísimo. Lo pasé de largo antes de percibirlo. Fue como si anduviese por encima de una salida de aire acondicionado. La magia residual transmitía frío, como cualquier energía oscura que hubiera sentido antes, tan terriblemente fría que me ponía la piel de gallina. Me paré en el lugar, cerré los ojos y me concentré en la fuerza que allí quedaba.

Me noté extraño de alguna manera. El amanecer había hecho que se dispersase la energía utilizada, y aun así, siendo solo el regusto de la magia que allí había tenido lugar, el frío era estremecedor. Había sentido una energía oscura similar a esta hoy, no idéntica, pero parecida. Había algo en ella que me recordaba a la terrible aura de Grevane, o a la que había experimentado antes, proveniente de aquellas personas de mi pasado que manejaban magia negra. Esta era, sin duda alguna, la misma energía, pero, de alguna manera, le faltaba esa sensación asquerosa y grasienta de podredumbre que tenía en las otras ocasiones.

Eso era todo lo que podía advertir. Arrugué el ceño y miré alrededor. Había una mancha en el suelo que podría ser tanto un resto de sangre como un poco de café derramado. A mi alrededor, los ejecutivos iban y venían y algunos me miraban con cara de desagrado. El ronroneo del tráfico se apoderaba de las calles.

Me acerqué a preguntar a la farmacia, pero aquel lugar había permanecido cerrado durante la noche anterior y no tenían constancia de que nadie hubiese estado allí, ni de que hubiese pasado nada fuera de lo común.

La mayoría de las veces, el oficio de la investigación es así. No haces más que buscar y no encuentras nada. La solución: buscar más. Volví al todoterreno y me dirigí al siguiente punto que marcaba el mapa, en el museo Field.

El museo Field está en el lago Shore Drive y ocupa toda la zona norte del estadio Soldier Field. De repente me sentí muy agradecido de que todas las cosas malas pasen siempre entre semana, porque si fuese domingo y los Bears jugasen en casa, tendría que haber aparcado en Mongolia Exterior y haberme venido desde allí de mochilero. Pero como no lo era, dejé el coche en el minúsculo aparcamiento que había en la misma manzana del museo, y por un módico precio, equivalente a una parte del producto interior bruto de este país.

Me dirigí a la entrada desde la zona de estacionamiento y disminuí la marcha según me iba acercando. Había dos coches patrulla y una ambulancia aparcados en la entrada principal del museo. Ajá. Parecía que aquella parada iba a ser más interesante que la anterior.

Las puertas acababan de abrir según el horario habitual de visita, así que aun me tuve que gastar más dinero en pagar la entrada. Mi cartera estaba más anoréxica que nunca. A este ritmo no iba a poder permitirme proteger a la humanidad de los peligros de la magia negra. Campanas infernales, eso sí que sería vergonzoso.

Entré por la puerta principal. Era increíblemente grande. Lo primero que vieron mis ojos fue la joya de la corona del museo Field: Su e. Es el esqueleto más grande, más completo y más hermosamente conservado de un Tyrannosaurus rex que se ha descubierto jamás. Tienen los huesos verdaderos petrificados, no una de esas mierdas de plástico que hacen para los turistas. El museo se enorgullecía de la autenticidad de la exposición, y con razón. No hay manera de acercarse a la sombra de Su e, de ver los huesos de este enorme cazador, su tamaño, su fuerza, sus gigantescos dientes, sin sentirse espantosamente comestible.

Finales de octubre no es una época de mucho barullo en el museo, solo me crucé con una pareja de visitantes en el vestíbulo. La seguridad en el museo era evidente: dos hombres vestidos con unos pseudouniformes marrones y otro, algo mayor, vestido de traje y con pelo canoso. Estaban situados cerca de una puerta de emergencias y hablaban con una pareja de oficiales de policía uniformados que no reconocí.

Deambulé disimuladamente para acercarme a los tres, fingí que miraba varias exposiciones hasta que logré situarme lo suficientemente cerca como para escuchar.

—… la cosa más sorprendente. —Estaba diciendo el canoso jefe de seguridad—. Nunca nos podríamos haber imaginado que este tipo de cosas fuese a suceder aquí.

—La gente es así —dijo el mayor de los dos polis, un hombre negro metido en los cuarenta—. Todos nos podríamos volver medio locos.

El poli joven estaba un poco gordo y tenía el pelo muy corto y del color de las zanahorias al vapor.

—Señor, ¿sabe si hay alguien que pueda haber discutido con el señor Bartlesby?

—Doctor —dijo el guardia de seguridad—. Doctor Bartlesby.

—Bien —dijo el policía más joven tomando notas—. ¿Pero sabe de alguien?

El guardia de seguridad sacudió la cabeza.

—El doctor Bartlesby era un viejo cabronazo. A nadie le caía muy bien, pero no conozco a nadie a quien le cayera tan mal como para matarlo.

—¿Estaba vinculado a alguien de por aquí?

—Tenía dos asistentes —contestó el jefe de seguridad—. Universitarios, creo. Una joven y un chico.

—¿Eran pareja? —preguntó el policía joven.

—No sabría decirte —contestó el jefe de seguridad.

—¿Sus nombres? —preguntó el policía mayor.

—La chica se llamaba Alicia Nelson y él era chino, o algo así. Creo que se llamaba Lee Shawn o algo parecido.

—¿Tiene el museo sus expedientes? —preguntó el policía.

—No creo. Vinieron con el doctor Bartlesby.

—¿Desde hace cuánto conoce al doctor? —preguntó el policía mayor.

—Unos dos meses —dijo el guardia de seguridad—. Era un profesor invitado al que le habían encargado un estudio pormenorizado de una de las exposiciones itinerantes. Ya había terminado y había recogido sus cosas. Tenía pensado marcharse en un par de días.

—¿Qué exposición? —dijo el policía joven.

—Una sobre los nativos americanos —dijo el guardia de seguridad—. Artilugios de Cahokia.

—¿Ca qué? —preguntó el policía mayor.

—Cahokia —dijo el jefe de seguridad—. Una tribu amerindia que se extendió por el valle del río Misisipi hace setecientos u ochocientos años, creo.

—¿Son valiosos esos artilugios? —preguntó el policía mayor.

—Podría decirse que sí —dijo el jefe de seguridad—. Pero su valor es fundamentalmente académico. Cascos de cerámica, herramientas antiguas, armas de piedra, ese tipo de cosas. No serían muy fáciles de vender.

—La gente comete locuras —dijo el policía joven, todavía tomando notas.

—Si tú lo dices —le contestó el jefe de seguridad—. Mirad, colegas, al museo le interesaría mucho que esto se aclarase lo antes posible. Ya han pasado horas. ¿No podemos sacar ya de aquí los restos?

—Lo siento, señor —dijo el policía mayor—. No hasta que los detectives acaben de documentar la escena del crimen.

—¿Cuánto va a llevarles? —preguntó el jefe de seguridad.

La radio del policía mayor pitó y él la desenganchó del cinturón para tener una breve conversación.

—Señor —le dijo al jefe de seguridad—, ya van a llevarse el cuerpo. Los forenses tardarán un par de horas en dejar limpia la habitación.

—¿Y por qué tardarán tanto? —preguntó el jefe. El policía contestó encogiéndose de hombros.

—Pues hasta entonces, me temo que tendremos que cortar el acceso a la escena del crimen.

—Muchos de los altos cargos del museo tienen las oficinas en esa zona —protestó el jefe de seguridad.

—Estoy seguro de que terminarán lo más rápido que puedan, señor —dijo el policía con un tono que no daba lugar a debate.

—Dígale a mi jefe que yo lo he intentado —suspiró el guardia—. ¿Quiere venir y explicárselo usted mismo?

—Me encantaría —dijo el policía con una cínica sonrisa—. Usted primero.

Los dos policías y el jefe de seguridad se fueron juntos a hablar con alguien de una oficina o un recepcionista sobre la irritante e incómoda perspectiva de tener que aislar la escena del crimen.

Me mordí el labio. Estaba convencido de que el presunto asesinato del que hablaban los policías y el lugar de magia negra marcado en mi mapa estaban relacionados. Pero si la mancha estaba situada en el lugar de un asesinato, este estaría cerrado a cualquier acceso. Los forenses podrían pasarse horas, e incluso días, buscando pruebas por la habitación.

Eso significaba que, si quería echar un vistazo, tenía que hacerlo inmediatamente. Por lo que habían dicho los policías, los forenses todavía no habían llegado. Los hombres que iban a mover el cuerpo eran parte de la nueva agencia que el gobierno de la ciudad había formado. El gobierno contrataba ahora civiles para que se paseasen en ambulancias y transportasen los cadáveres alrededor de la ciudad. Los dos policías estaban con el jefe de seguridad, lo que quería decir que, como mucho, habría un detective y otro policía en la escena del crimen. Tal vez me pudiera acercar lo suficiente como para echar un vistazo.

Me llevó dos segundos decidirme. En cuanto perdí de vista al jefe de seguridad me colé por la puerta de atrás, bajé unas escaleras y me adentré en la sencilla y austera zona destinada al personal del museo y no a los visitantes. Pasé por delante de un área donde había una nevera, un mostrador y una máquina de café. Cogí un vaso, un panecillo, un periódico y un cuaderno que alguien había dejado allí, e intenté parecer un aburrido académico camino de su oficina. Todavía no tenía ni idea de adónde me dirigía, pero intenté caminar como si ya lo supiera, extendiendo mis arcanos sentidos, en un esfuerzo por sentir dónde podrían estar los remanentes del lugar indicado.

En los cruces fui eligiendo el camino de manera metódica; siempre a la izquierda. Llegué a varios sitios sin salida, pero intenté llevar un riguroso seguimiento de la dirección que iba tomando. El complejo de túneles y vestíbulos bajo el museo Field podría tragarse a un pequeño ejército sin el más mínimo esfuerzo. No me podía permitir perderme allí abajo.

Me llevó quince minutos encontrarlo. Descubrí una sala precintada con el típico despliegue de «escena del crimen», así que me dirigí hacia allí. Incluso antes de llegar, un ligero frío se asomó a mis sentidos. Había hallado el lugar con energía nigromántica y había una escena de crimen justo en el centro. Escuché pisadas y me oculté en un lado, quedándome quieto hasta que vi a un par de policías de traje que aparecían discutiendo relajadamente sobre el camino más corto para salir a fumar. Habían sido enjaulados con el cadáver y llevaban sacando fotos y documentado la escena del crimen desde antes de que hubiese algún sitio abierto para desayunar; no parecía que ninguno de ellos estuviese de buen humor.

—Rawlins —dijo uno de ellos por su radio—, ¿dónde te has metido?

—Estoy hablando con un administrativo —se oyó que respondía la voz del policía mayor del piso de arriba.

—¿Cuánto tardas en venir hasta aquí a vigilar esto?

—Dame unos minutos.

—Mierda —se quejó el otro detective—. El cabrón lo está haciendo a propósito. El que tenía la radio asintió.

—Que los jodan. Llevo de servicio desde ayer al mediodía. Tenemos la escena documentada. Tardará dos minutos en arrastrar su culo hasta aquí.

El otro detective asintió y se fueron.

Dejé a un lado todo lo que llevaba y me colé por debajo de la cinta para entrar en la zona protegida. Había puertas de oficinas cada dos pasos. Todas cerradas. Al fondo había una puerta abierta con las luces encendidas. Puede que solo tuviera unos minutos, así que si iba a descubrir algo tendría que ser ahora. Me apresuré.

Era probable que el cadáver ya no estuviese en aquella habitación, sin embargo, no hacía falta verlo para decir que aquel cuarto apestaba a muerte. Más que un olor en sí mismo, era un aroma esquivo, del tipo que va añadido a otros olores. La densa peste a sangre estaba en el aire, mezclada con el débil hedor de la basura. También había un olor rancio y mohoso de todas las cosas viejas que había allí abajo, así como unos restos de algo especiado, tal vez algún tipo de incienso. El olor a muerto estaba mezclado con todo aquello, era algo punzante y que desconcentraba, algo entre carne quemada y amoniaco. Se me revolvió el estómago y el creciente olor a magia negra no es que me ayudara precisamente a mejorar.

La oficina era bastante grande. Las paredes estaban llenas de estanterías y vitrinas. Había tres escritorios situados en el centro. Una neverita en una esquina, al lado de un viejo sofá, y una mesa baja llena de cosas. Había un montón de cajas vacías de comida china para llevar y un portátil. Las estanterías se hallaban ocupadas por libros y cajas. Los escritorios estaban repletos de libros, cuadernos, carpetas y algunos artículos personales como una taza de café con un dibujo, algunos marcos de fotos y varias novelas actuales.

Todo estaba manchado de sangre y magia negra.

La sangre se había secado y en su mayoría era roja negruzca o marrón oscura. Había un gran charco en el suelo, entre la puerta y la mesa más cercana. Se había secado y se había convertido en una balsa pegajosa. Una línea perfecta, casi recta, marcaba el lugar del cual se había levantado el cadáver, probablemente arrancándole la tela de la chaqueta o el abrigo, que se había quedado pegado en el suelo. Había gotas por las paredes, en la mesa, en las fotografías, en los libros y en las tazas de café.

Odiaba la sangre. Como elemento decorativo dejaba mucho que desear. Y olía fatal. Mi estómago volvió a sublevarse y tuve que insistir mucho para que los donuts que me había comido no abandonaran sus posiciones. Cerré los ojos y luego me obligué a volver a abrirlos. Tenía que mirar. La única manera de evitar más escenas de este tipo era observando esta, intentando adivinar quién lo había hecho y saliendo en su busca para impedir que lo volviera a hacer.

Dejé a un lado mis náuseas y me centré en la escena buscando detalles.

Había unas manchas de sangre en el suelo, pero ninguna en los lados, ni en la superficie ni en los bordes del escritorio que estaba al lado. Eso significaba que la víctima no se había movido mucho desde el momento en el que había caído al suelo. O bien la tenían sujeta o bien se desangró tan rápido que no tuvo tiempo de arrastrarse hacia el teléfono más cercano, el de encima de la mesa, para pedir ayuda. Miré hacia arriba. No había mucha sangre en el techo. Eso no probaba nada, pero si a alguien le hubiesen abierto la garganta, estaría todo manchado. Cualquier otra forma de herida sangrienta podría haber dejado a la víctima, evidentemente el doctor Bartlesby, capaz de moverse por lo menos durante unos minutos. Por lo tanto, lo más probable era que lo hubiesen sujetado.

Miré hacia abajo. Había media huella de una pisada en la sangre del suelo y llevaba hacia la puerta. Parecía el talón de un zapato deportivo, uno no muy grande. Probablemente un zapato de mujer o uno grande de niño. Deseé que fuese el pie de un adulto con la intención de evitarme un insomnio inminente. Los niños no deberían ver aquellas cosas.

Pero bueno, ¿y quién sí?

A un nivel completamente diferente, la habitación tenía algo mucho más perturbador. La magia negra que se sentía allí no era la fría, pura y silenciosa que había sentido en la acera en Wacker. Esta tenía algo de podrida, oscura y mutilada. Había quedado una sensación de regocijo malicioso como residuo de la magia que se había utilizado. Alguien había usado sus poderes para asesinar a un hombre y había disfrutado mucho haciéndolo. Y aun peor, la que había allí era un aura completamente distinta a la que había sentido con Cowl o con Grevane. La actividad mágica nunca deja una pista exacta que un mago pueda seguir, pero la intuición me decía que aquello había sido demasiado chapucero y desesperado para Grevane, y más turbio de lo que a Cowl le hubiese gustado.

Allí había resquicios de una magia muy impetuosa, más potente de lo que yo podría haber activado jamás. Quien estuviese detrás del conjuro que había causado aquellos estragos era por lo menos más poderoso que yo. Quizás también más fuerte.

—¡Eh! —Oí una voz detrás de mí—. Me había parecido que eras tú.

Cogí fuerza y me di la vuelta. El mayor de los dos policías del piso de arriba estaba a treinta metros de mí, con una mano disimuladamente apoyada en la culata de su pistola. La expresión de su oscura cara era precavida pero no abiertamente hostil, trasmitía cautela, pero no alarma. En la etiqueta de su chaqueta ponía «Rawlins».

—¿Quién te pareció que era? —le pregunté.

—Harry Dresden —dijo—, el mago. El tío que contrata Murphy para el IE.

—Sí —contesté—, supongo que soy yo.

Asintió.

—Te vi en el piso de arriba, no parecías el típico visitante de museos.

—Es por este abrigo de piel, ¿verdad? —le dije.

—Eso ayuda —reconoció Rawlins—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Echando un vistazo —le dije—. No he entrado en la habitación.

—Ya. Esa es la razón por la que todavía no te he arrestado.

Rawlins miró por encima de mí, hacia la habitación, con expresión seria.

—Menudo infierno lo de ahí dentro.

—Ya —dije.

—Hay algo en todo esto que no tiene buena pinta —Ji jo—. No… no sé lo que es. Hace que se me ponga la piel de gallina. Más de lo habitual. Ya he visto acuchillamientos antes. Este es distinto.

—Sí —le dije—. Lo es.

El viejo policía me miró con los ojos brillantes y cogió aire.

—¿Es esto algo de lo que se ocuparía el IE?

—Sí.

—¿Te ha enviado Murphy? —gruñó.

—No exactamente —contesté.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Porque no me gustan las cosas que les ponen la piel de gallina a los policías —le dije—. ¿Tenéis algún sospechoso?

—Para ser alguien que solo pasaba por aquí tienes muchas preguntas —apuntó.

—Para ser un policía de calle encargado de vigilar la escena del crimen tú también tenías muchas —le dije—. Arriba, con los guardias de seguridad del museo.

Sonrió y enseñó unos dientes muy blancos.

—Vaya. He sido detective antes. Dos veces.

Levanté las cejas.

—¿Te degradaron?

—Las dos veces por culpa de un problema de actitud —dijo Rawlins. Le eché una sonrisa torcida.

—¿Me vas a arrestar?

—Depende —dijo.

—¿De qué?

—De por qué estés aquí. —Me miró a los ojos, directa y abiertamente, con la mano todavía en su pistola.

No le aguanté la mirada durante mucho tiempo. Miré por encima de mi hombro pensando en qué contestar y me decidí por un poco de sinceridad.

—Hay gente mala en la ciudad. No creo que la policía pueda atraparlos. Estoy intentando encontrarlos antes de que hagan daño a alguien más.

Se quedó mirándome durante un largo minuto. Después quitó la mano de la pistola y la metió en su abrigo. Me alcanzó el periódico.

Lo cogí y lo doblé. Era una especie de boletín informativo académico y en la portada había una foto de un anciano corpulento con patillas hasta la mandíbula, una chica sonriente y un joven de facciones asiáticas. El titular decía: «El profesor invitado, Charles Bartlesby, y sus asistentes, Alicia Nelson y Li Xian, se preparan para examinar la colección de Cahokia, que presenta el museo Field de Historia Natural de Chicago».

—El del medio es la víctima —dijo Rawlins—. Sus asistentes compartían oficina con él. No contestan a sus teléfonos móviles ni están en sus apartamentos.

—¿Sospechosos? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—No mucha gente asesina a desconocidos —dijo—. Eran los únicos de la ciudad que conocían a la víctima. Vinieron con él desde algún lugar de Inglaterra.

Levanté la vista del periódico, miré a Rawlins y fruncí el ceño.

—¿Por qué me estás ayudando?

Levantó las cejas.

—¿Ayudándote? Eso lo has podido averiguar en cualquier sitio. Además, yo no te he visto.

—Entendido —le dije—. Pero ¿por qué?

Se apoyó en la pared y cruzó los brazos.

—Porque cuando era un joven policía entré corriendo en un callejón tras oír los gritos de una mujer. Allí vi algo. Algo… —Su cara parecía distante—. Algo que me ha provocado pesadillas durante los últimos treinta años. Esa cosa estaba estrangulando a aquella niña. Se la quité de encima, vacié mi pistola en ella. Me levantó y golpeó mi cabeza contra la pared repetidamente. Creí que el hijo de mi madre iba directo a la tumba.

—¿Qué pasó? —le pregunté.

—El padre de la teniente Murphy apareció con una recortada cargada de piedras de sal y lo mató. Y en cuanto salió el sol, el cadáver de aquella cosa ardió como si estuviese bañada en gasolina. —Rawlins sacudió la cabeza—. Estoy en deuda con su viejo. Y conozco bastante bien las calles como para saber que ella está haciendo un gran trabajo. Y tú la has estado ayudando.

Asentí.

—Gracias —le dije.

Afirmó.

—No es que me apetezca perder mi trabajo por ti, Dresden. Desaparece antes de que alguien te vea.

Se me ocurrió una cosa.

—¿Sabes algo del instituto forense?

Se encogió de hombros.

—Claro. Todos los polis lo conocemos.

—Quiero decir si sabes algo sobre lo que pasó la otra noche —le dije.

Rawlins sacudió la cabeza.

—No he oído nada.

Fruncí el ceño. Debería estar por todos lados la noticia de un asesinato truculento en la morgue, si no en los periódicos, por lo menos debería haber rumores entre la policía.

—¿No? ¿Estás seguro?

—Seguro. Estoy seguro.

Asentí y atravesé aquella antesala.

—¡Oye! —me llamó.

—¿Puedes detenerlos? —me preguntó.

—Eso espero.

Miró la habitación llena de sangre y luego me miró a mí.

—Bien. Que tengas buena caza, chico.