CAPÍTULO 6


EPÍLOGO

Los efectos colosales de un affaire de calderilla

El debate parlamentario en torno al dictamen de la Comisión investigadora —dirá Gil Robles—, determinó un grave quebranto del Gobierno, de la mayoría y de las Cortes. En último resultado, del régimen. El golpe había sido certero. Tras las irregularidades administrativas del Straperlo, las gentes quisieron ver un cúmulo de atropellos y latrocinios [148]. Josep Pla, excepcional cronista de las Cortes republicanas, al referirse a aquellas sesiones parlamentarias escribiría: Todos los observadores del momento asistimos a la discusión sintiendo físicamente cómo se estaba derrumbando un régimen, cómo la República se devoraba a sí misma… La catástrofe, a la que por acción, omisión o miedo contribuyó tanta gente, estaba ya iniciada [149]. Tras el debate sobre el Straperlo —opinará Jesús Pabón—, la situación política nacida en las elecciones de 1933, cualesquiera que sean las supervivencias o proyecciones que se intenten, durará poco tiempo… Tras el asalto físico de octubre y el asalto moral del Straperlo, el dispositivo político y gobernante que los padeció resultará imposible [150]».

Aunque la ejemplaridad jurídica en el caso Strauss no se pudo concretar jamás, el daño político, sin embargo, se había consumado de acuerdo con las previsiones de los inspiradores de la denuncia. Para estos, a la vista de los resultados, el asunto del juego Straperlo había representado una victoria de dimensiones extraordinarias, lograda sin grandes esfuerzos y gracias a que cada parte había actuado en el asunto de la forma que habían imaginado Prieto y Azaña.

En la estrategia de los republicanos de izquierdas fue fundamental mantener a la República al margen de cualquier responsabilidad en el asunto Strauss. Ya vimos cómo el diputado azañista Augusto Barcia intervino en la sesión parlamentaria del 22 de octubre, afirmando que la moralidad de la República y de sus instituciones estaba por encima del asunto que se trataba aquel día en las Cortes. Las izquierdas, reafirmándose como los verdaderos depositarios de las esencias republicanas frente a los radicales, consideraban el Straperlo como un escándalo que era propio de otras épocas. Esta idea de que el régimen republicano había quedado incontaminado tras el escándalo, junto a la petición de una más amplia depuración de responsabilidades, sería seguida por toda la prensa afín. Así, el diario Política, muy cercano a la Izquierda Republicana de Manuel Azaña, no dudaba en calificar el asunto Strauss como un escándalo típicamente monárquico tanto por su estilo, como por sus protagonistas, y que, gracias a las instituciones republicanas, había quedado abortado [151]. De esta forma —A la República no le afectan los escándalos [152]—, los republicanos de izquierdas presumían de que el desenlace del asunto del Straperlo demostraba la superioridad moral de la República en comparación con el régimen precedente.

Durante la campaña antimonárquica llevada a cabo por la prensa cercana a las formaciones de izquierdas pudieron leerse noticias sobre supuestas relaciones de Alfonso XIII [153] con el juego. En una de ellas, referida al juego en San Sebastián durante la Monarquía, se afirmaba que en la capital donostiarra se jugaba porque Marquet, empresario del Gran Casino, había regalado una cuadra de caballos de carreras a don Alfonso de Borbón. También se llegó a mezclar la figura del monarca con el caso del Straperlo cuando aparece en varios diarios una nota en la que se decía que el rey en el exilio se había referido a la caballerosidad de Strauss y que se había sentido indignado al conocer que los diputados monárquicos lo habían combatido. Otras opiniones periodísticas iban más allá de la simple denuncia:

«Cornuchet y Marquet, tahúres de postín, fueron los amigotes y los financieros de la depravada vida del último rey felón, de aquel Alfonsete que, cual grotesco pelele, cayó envuelto en acciones liberadas de todos los negocios sucios que él amparó e inició. En la República del 19 de noviembre de 1933, retorno repugnante de toda la vieja carcoma dictatorial y monárquica, no podía faltar su personaje siniestro: Strauss. Vuelven los pajarracos de presa a ser dueños del poder. ¡Pobre España y pobre República [154]!“

También había incidido en esta defensa a ultranza de la República y de su pretendida altura moral en relación con otros regímenes, el manifiesto suscrito por un grupo de intelectuales de gran prestigio —entre ellos, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez [B128], José Bergamín [155], Américo Castro [B129] y Pío Baroja [156], hecho público el 30 de octubre por la práctica totalidad de los periódicos de significación republicana. En él se reconocía el buen funcionamiento de los órganos del Estado y la diligencia y la serenidad de las Cortes como muestras de la eficacia demostrada por la República ante el gran escándalo del Straperlo. Pero los firmantes de aquel manifiesto iban más lejos, negándose a admitir que el otro partido dirigente, tolerante y valedor del anterior, por interés político, se beneficie de una acción que él no ha iniciado, sino que se ha visto obligado a secundar, y se erija ahora en juez para determinarla, según sus conveniencias, e incluso elija, atendiendo a sus intereses políticos, hasta el nombre de los culpables. Surgía de esta forma el lema contra el Straperlo y sus cómplices que sería el grito de guerra de unas izquierdas ansiosas por recuperar el poder perdido en 1933 y ahora en manos de los verdugos de Octubre. Camaradas, no hay que hacer distinciones —decía José Díaz—, el que ha cogido un reloj, el que ha autorizado el juego, Salazar Alonso, como todos los que encubrieron desde el Gobierno, son responsables por igual [157].

Para los comunistas, el asunto Strauss era la evidencia del síntoma de descomposición a que había llegado el sistema capitalista, según había manifestado en la sesión parlamentaria del 28 de octubre el diputado Cayetano Bolívar [B130], único representante del Partido Comunista de España en las Cortes de 1933. Si el proletariado estuviera en el poder —había dicho el diputado Bolívar—, no andaría con vacilaciones para la aplicación de sanciones. Tanto como se habla del régimen soviético, a las veinticuatro horas estaría sancionado este asunto. Para estos hechos, en Rusia, sí hay pena de muerte y no como la que aplicáis vosotros [158]. Las tesis comunistas eran seguidas por los socialistas próximos a Largo Caballero cuyo semanario Claridad [159], en una noticia referida al affaire Stavisky, entonces de actualidad, hablaba de la sociedad capitalista y burguesa en los mismos términos que el diputado del PCE.

Las diferentes interpretaciones sobre el caso Strauss evidenciaban que el debate sobre el régimen político era uno de los grandes problemas que en aquellos años dividía a la sociedad española. Si los republicanos de izquierdas trataban de negar la naturaleza republicana de los implicados en el asunto, tanto del propio Partido Republicano Radical, como del Gobierno en su conjunto, los monárquicos se significarían por señalar la corrupción escandalosa que afectaba al régimen. En este sentido, el diario La Nación, que había publicado una sucesión de artículos en los que se aludía a los casos de corrupción habidos durante el período republicano, culminaba la serie con un editorial en el que se afirmaba que el asunto del Straperlo era un escandalito comparado con los escandalazos del primer bienio donde los negocios sucios, los latrocinios, los enchufes y los despilfarras fueron lo suficientemente enormes para que se pensara en hacer una limpieza política de mayor envergadura y extensión que la que actualmente pueden exigir los sucesos que van esclareciéndose [160]. Para el diario ABC, por su parte, el asunto del Straperlo no se trataba de un caso excepcional de corrupción, sino de un hecho que era consustancial al régimen republicano [161]. Para los monárquicos quedaba patente que, ante la superioridad moral de sus alternativas, la República se había mostrado incapaz de ofrecer gobiernos mínimamente honrados.

Tanto las izquierdas, como los partidos opositores de derechas, escudándose ambos en la insatisfacción de la opinión pública con respecto al escándalo del Straperlo, rechazarán por insuficiente la resolución parlamentaria dada al caso Strauss. Tanto para los unos, como para los otros, lo fundamental era conseguir, a través del asunto del juego, la destrucción del Partido Republicano Radical y, con él, la rotura del bloque gubernamental para posibilitar el fin de las Cortes de 1933 y la convocatoria de elecciones generales. Si para las izquierdas que se reorganizaban en el Frente Popular se hacía urgente su vuelta al poder, para los fines de la oposición de derechas era básico atraer a la CEDA a sus tesis e ir conformando un potente bloque nacional antirrepublicano y con capacidad para hacer frente a la revolución.


José María Gil Robles

Pero no fueron únicamente los grupos de oposición al Gobierno los culpables de haber transformado la denuncia de Strauss en un escándalo de tan grandes proporciones. También los propios socios en la coalición de centro-derecha, con sus dudas y desencuentros, fueron insensatos partícipes del desaguisado. De especial importancia fue el papel desarrollado en el caso Strauss por la CEDA, la fuerza predominante dentro de la mayoría parlamentaria.

Nada más tener conocimiento de la denuncia, los cedistas, muy preocupados por mantenerse al margen del escandaloso asunto y defender su reputación, se apresuraron a comentar que ellos no participaban en el Gobierno en el momento de producirse los hechos denunciados. Llevado por esta actitud defensiva, Gil Robles se negaría a solidarizarse con los radicales presuntamente implicados, mostrando su voluntad de que fuesen juzgados con la mayor rapidez: en primer lugar, Gil Robles había aceptado de buena gana el traslado de la denuncia al Fiscal General de la República, más tarde redacta y hace pública la nota gubernativa y, finalmente, muestra su conformidad a la creación de la Comisión investigadora cuando es sugerida por los grupos de oposición durante la sesión parlamentaria del 22 de octubre. Según Gil Robles, cuando se constituye un gobierno de coalición, dentro del cual sus componentes dejan siempre a un lado las discrepancias doctrinales, no se establece sino la solidaridad política para una actuación concreta. De ninguna manera la solidaridad administrativa [162]. También en la línea de defensa de los cedistas se inscribiría la edición especial lanzada el 26 de octubre por El Debate, un periódico coincidente con las tesis del partido de Gil Robles, adelantándose en un día al resto de la prensa española en dar a conocer el relato completo de la denuncia de Daniel Strauss.

La actuación por parte de los cedistas durante la crisis del Straperlo podría responder a una estudiada estrategia cuyo fin sería permitir el debilitamiento de los radicales de Lerroux, sin permitir que fuesen totalmente eliminados, para de esta forma poder reforzar su control sobre el Ejecutivo. Era evidente que una CEDA fortalecida necesitaba mantener como aliado al Partido Republicano Radical en un hipotético y legítimo Gobierno que pudiese liderar la formación de Gil Robles en el futuro. Por otra parte, tampoco podríamos calificar como muy acertada la actuación en el caso Strauss del presidente del Consejo, Joaquín Chapaprieta, quien, preocupado casi únicamente por llevar a cabo unas profundas y necesarias reformas económicas, haría de colaborador necesario de Alcalá Zamora al admitir el traslado de la denuncia al Gobierno, presentar el asunto al Parlamento y permitir que este actuase como juez y como jurado. Con respecto a esta actitud de los socios de los radicales en el caso Strauss, escribe Andrés de Blas Guerrero:

«No hubo, en definitiva, ni por parte de Gil Robles, ni de Chapaprieta, solidaridad o lealtad hacia los radicales. Presos sin duda de sus prejuicios contra Lerroux y el radicalismo, temerosos de que les alcanzase un escándalo que ellos contribuyeron con su conducta a magnificar, consintieron el sacrificio radical; sin duda una actitud comprensible; políticamente, sin embargo, salvo que Gil Robles aspirase a sacar partido del naufragio radical, habría de ser un tremendo error que arrastraría las posibilidades de un gobierno de centro-derecha en la II República [163]».

«A la insinuación encubierta de que la solución de la crisis era resultado de una maniobra maquiavélica planeada por mí, para desembarazarme del jefe radical —escribe Gil Robles—, se unieron rápidamente las izquierdas, en un increíble gesto de solidaridad con don Alejandro Lerroux. El señor Gordón Ordás [164], después de calificarme de fascista, precisó que esa maniobra tenía por objeto restablecer en España un sentimiento religioso estatal, que jamás he compartido y al que nunca he aspirado [165]».

El enfado de los radicales con sus socios cedistas queda patente durante la sesión parlamentaria del día 30 de octubre en que el segundo Gobierno de Chapaprieta solicita la confianza de la Cámara. El diputado radical Pérez Madrigal, quien dice hablar a título personal, manifiesta que al ver al nuevo Gobierno y comprobar que en él no figura Alejandro Lerroux, tiene derecho a pedir cuentas al presidente del Consejo. Luego se dirige a Gil Robles y le dice: Yo admiro mucho a su señoría; yo trabajé por la coalición de los radicales y la CEDA porque veía en ella la salvación de la República al mismo tiempo que usted veía la salvación de España. Aquello sí me interesaba, pero esto, no; esta República no me interesa. Por eso quisiera ver estas Cortes disueltas. Y continúa:

«Le invito a pensar en lo que puede ser el final de este Gobierno. Un desgaste total de las fuerzas que lo componen y, como consecuencia, la disolución de las Cortes; y después, tal vez, la reconquista de la República por unos republicanos que nos dirán que esta República no es la suya porque su señoría entró en ella para traicionarla y nosotros fuimos culpables al abrirle las puertas. Las fuerzas que acaudilla su señoría son como la deidad bíblica, pura y virgen, y he aquí que los viejos babosos la están deshonrando».

Samper, portavoz de la minoría radical en aquella sesión de confianza, aunque manifiesta que las palabras de Pérez Madrigal le han parecido sensacionales y que no siente complacencia en la presentación del nuevo Gobierno de Chapaprieta, dice que considera necesaria la continuación del bloque gubernamental y que, por ello, aunque no hubiese en el gabinete ministros radicales, ofrece los votos necesarios y la asistencia para que el nuevo Ejecutivo pueda llevar a cabo su cometido. El desenlace, bastante poco airoso, de esta crisis aumentó el disgusto y la descomposición del Partido Radical. A partir de este momento, su asistencia a las tareas parlamentarias habría de ser mucho más débil [166], recordará José María Gil Robles.

En esta situación de creciente deterioro del bloque gubernamental estalla, apenas un mes más tarde de saltar a la luz el asunto Strauss, un nuevo escándalo que acentuará todavía más las diferencias de los distintos actores del caso precedente. Se trataba del affaire Tayá, también conocido por asunto Nombela, llamado así por haber sido denunciado ante las Cortes por Antonio Nombela Tomasich, un oficial de Aviación que fuera condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando por su actuación, en septiembre de 1925, durante las acciones bélicas posteriores al desembarco en Alhucemas. Antonio Nombela había sido nombrado inspector General de Colonias durante el Gobierno de Ricardo Samper, en agosto de 1934. Al acceder Lerroux a la presidencia del Consejo en octubre del mismo año, había nombrado subsecretario de la Presidencia a Guillermo Moreno Calvo, quien se interesa por algunos asuntos relacionados con la Inspección General de Colonias, especialmente por una compensación económica que había sido solicitada por la Compañía África Occidental S. A., propiedad del empresario catalán Tayá, de quien se decía que había hecho grandes favores a Lerroux durante su etapa barcelonesa. La reclamación de Tayá se basaba en la cancelación de un antiguo contrato de exclusividad que había conseguido durante la Monarquía para la explotación de la línea marítima entre España y Fernando Poo. Cuando el 22 de abril de 1935 una sentencia del Supremo declaraba nula la decisión adoptada con aquel compromiso contractual, Tayá exige una indemnización de 3 778 118 pesetas que Moreno Calvo, a pesar de que la sentencia se había limitado a declarar improcedente la rescisión del contrato, pretende que se le abone de inmediato con fondos del Tesoro Colonial que Nombela controlaba debido a su cargo. Un posterior dictamen del Consejo de Estado especificaba que antes de efectuarse el pago de cualquier indemnización debería procederse a una tasación pericial para determinar su cuantía.

A instancias del subsecretario de Presidencia Moreno Calvo y de Alejandro Lerroux, quien había recibido a Tayá —Le ofrecí estudiar el asunto y, si estaba en trámite de resolución, resolverlo en justicia [167]—, se decidió constituir una comisión formada por Chapaprieta, Gil Robles y Royo Villa— nova para estudiar el asunto. La opinión de esta comisión, favorable al pago de la indemnización, es aceptada en Consejo de Ministros el 11 de julio. Cuando Nombela recibe la orden de pago firmada por Lerroux para hacer efectivo el acuerdo ministerial, logra informar de sus razones a Alcalá Zamora, dando como resultado que en un nuevo Consejo de Ministros, celebrado el 17 de julio, se revoque la anterior decisión en espera de que el Consejo de Estado emita un informe definitivo. En este mismo Consejo de Ministros, tras felicitar a Antonio Nombela por su diligencia, paradójicamente, se decide su cese así como el de José Antonio de Castro Martín, secretario general de la Inspección General de Colonias.

El 28 de noviembre de 1935 el destituido Nombela presenta en las Cortes su denuncia dirigida contra Lerroux y altos cargos de su último Gobierno. En su escrito, el ex inspector General de Aduanas explicaba las irregularidades administrativas cometidas en el asunto de la indemnización a Tayá y acompañaba copias de documentos, entre ellos la orden de pago firmada por el presidente del Consejo. Al igual que en el caso Strauss, el asunto Nombela dejaba en evidencia las incorrecciones de los radicales en el desarrollo de las funciones públicas. En este caso, mucho más grave que el asunto del Straperlo, se trataba nada menos, como decía la prensa con grandes titulares, que un intento de asalto al Tesoro Colonial. De nuevo, en lugar de poner el asunto en manos de los tribunales de justicia, se opta por un proceso parlamentario similar al del caso Strauss: comisión investigadora, dictamen y votación secreta que se desarrolla al final de una interminable sesión de las Cortes celebrada el 7 de diciembre de 1935. Resultó culpable el ex subsecretario de la Presidencia, Guillermo Moreno Calvo, por 116 bolas negras contra 48 blancas; e inocente, Alejandro Lerroux, por 119 bolas blancas frente a 60 bolas negras. Con este nuevo asunto se certificaba el entierro político del viejo líder radical y la destrucción de su partido que quedaría patente en el desastre electoral de febrero de 1936:

«La estigmatización del Partido Radical llegó al punto de que ninguno de los dos grandes frentes que se formaron para las elecciones de febrero del 36 quiso incluir a este partido en sus filas. Finalmente, el Partido Radical, que en las elecciones anteriores (noviembre de 1933) había obtenido casi un centenar de escaños con el 15,5 por ciento de los votos, acudió en solitario a las urnas, en esta ocasión, obteniendo tan solo 4 actas y el 3,6 por ciento de los votos [168]».

El 9 de diciembre se produce una nueva crisis ministerial cuyo origen son las discrepancias surgidas en el seno del gobierno de Chapaprieta por unos proyectos de carácter económico. Alcalá Zamora inicia al día siguiente una amplia ronda de consultas en la que participan los principales líderes políticos y algunos intelectuales. Los socialistas, alegando que el Jefe del Estado los considera fuera del régimen, excusan la invitación presidencial mediante una carta que Luis Jiménez de Asúa [B131] dirige al Secretario General de la Presidencia de la República:

«He dado cuenta a la minoría socialista de la invitación que por conducto de usted nos ha hecho el Presidente de la República para darle a conocer en consulta la opinión de este grupo parlamentario sobre la situación que proceda a la crisis ministerial planteada, y la minoría acaba de adoptar el siguiente acuerdo:

En la nota que con motivo de la crisis ministerial de septiembre último publicó Su Excelencia el Presidente de la República, para manifestar su deseo de formar entonces un Gobierno de concentración amplio, consignó que a su juicio, están dentro del régimen desde la minoría vasco-navarra y el señor Calderón, por un lado, a los socialistas que sin renunciar de su ideario hayan desenvuelto su actividad conforme a los métodos y cauces de las normas constitucionales.

Siendo el Partido Socialista Obrero Español una unidad indivisible, esta minoría que lo representa declina la invitación que se le ha hecho para evitar a Su Excelencia el escrúpulo de recibir al representante de elementos políticos que el Jefe del Estado considera fuera del régimen».

Julián Besteiro [169], quien sí acude a la llamada de Alcalá Zamora, da una nota a la prensa con su opinión acerca de la formación de un nuevo Gobierno:

«Con más motivo aún que en ocasiones anteriores considero ya inaplazable la disolución de las Cortes actuales y la convocatoria de nuevas elecciones. Para ello estimo necesario la formación de un Gobierno del cual estén excluidos los elementos que constituyen la situación actual y que esté constituido por republicanos auténticos que ofrezcan las mayores garantías de escrupulosidad electoral sobre la base del restablecimiento de las garantías constitucionales».

Augusto Barcia, quien asiste a la consulta presidencial en nombre de Manuel Azaña, coincide con Besteiro en la necesidad de restablecer íntegramente el régimen constitucional vigente hasta los acontecimientos de octubre de 1934 y aboga por que el nuevo Gobierno acceda con el decreto de disolución de las Cortes. La restitución de los ayuntamientos constitucionales, así como el restablecimiento de las garantías de prensa y palabra son igualmente necesidades señaladas por Miguel de Unamuno [B132], quien propugna un Gobierno cuyos componentes no representen a los partidos políticos. Felipe Sánchez Román y Gallifa, del moderado Partido Nacional Republicano, se muestra partidario de la disolución de las Cortes y del inicio de un cambio de política con un Gobierno republicano. En cambio, Martínez de Velasco, Melquíades Álvarez, Cambó y Alba aconsejaron al Presidente de la República la continuación de las Cortes de 1933 y la formación de un Gobierno de características parecidas al dimitido, una opinión de la que también era partícipe Gregorio Marañón. Alejandro Lerroux, por su parte, llega a aconsejar que se le entregue el poder o, al menos, se encargue de intentar formar Gobierno a Gil Robles, ya que, al representar a la minoría mayoritaria de la Cámara, sería la más lógica solución parlamentaria. Sin embargo, tras fracasar Martínez de Velasco, Miguel Maura y Chapaprieta en sus intentos de formar el nuevo Gobierno, Alcalá Zamora le hace el encargo al que fuera ministro de la Gobernación con Lerroux Manuel Portela Valladares, quien llegaría a confesar que no contaba con otras asistencias que con el apoyo espiritual de Santiago Alba. Tras consumarse la demolición radical y la expulsión de las derechas del régimen, Portela, carente de apoyo en la Cámara, forma un extraño ejecutivo de centro para gobernar sin el Parlamento y con un decreto de disolución de las Cortes que se hace efectivo el 7 de enero de 1936, señalándose el día 16 de febrero para la celebración de las elecciones. Esta resolución adoptada por el Presidente de la República no es aceptada por la CEDA, a la que se excluye de un Gobierno al que precisamente el partido de Gil Robles aspiraba a controlar de forma directa para el resto de la legislatura:

«La solución que Alcalá Zamora da a la crisis de Gobierno —el nombramiento de un gabinete de tendencia centrista sin respaldo parlamentario— y el consiguiente fracaso de la reclamación de la CEDA, lleva a este partido hacia posturas que ponen en serio peligro el régimen republicano. La solución Pórtela, carente de apoyo en las Cortes, le parece a Gil Robles un golpe de Estado del Presidente de la República. Y esto le lleva a no oponerse —aunque, según sus memorias, tampoco lo apoye activamente— a que el subsecretario del Ministerio de la Guerra, general Fanjul, emprenda las consultas oportunas para sondear la posibilidad de un pronunciamiento militar del Ejército que conduzca a un desenlace distinto [170]».

El 15 de enero se firma el Pacto del Frente Popular, en cuyo programa destacaba la amnistía general y la reintegración de los represaliados con motivo de los sucesos revolucionarios de octubre de 1934, además de la nueva puesta en vigor de algunas leyes del primer bienio suspendidas por los gobiernos de centro-derecha. Sin embargo, estas moderadas aspiraciones contrastaban con las manifestaciones de los líderes izquierdistas, quienes parecían mantener intactas sus aspiraciones revolucionarias. Para ellos, el levantamiento armado de octubre había sido solo un primer paso en su lucha por acabar con la República burguesa, no descartando el desencadenamiento de una guerra civil para lograr sus fines:

«Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos [171]».

Las alusiones a la voluntad de ir a una guerra civil serían continuas durante los mítines de las más radicalizadas figuras del Frente Popular. Largo Caballero insistirá en sus diatribas en que la democracia era incompatible con el socialismo y que la clase obrera estaba destinada a hacerse con el poder político, fuese cual fuese el resultado de las elecciones. De la misma forma se expresaban ante sus auditorios el comunista José Díaz [B133], con sus permanentes alusiones a la dictadura del proletariado, o Ramón González Peña [B134], dirigente de los mineros sublevados en Asturias: la revolución pasada se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman juridicidad. Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino «de las cuestiones previas».

Lógicamente, el peligro de la revolución será invocado por el frente de derechas encabezado por la CEDA y el Bloque Nacional integrado por Renovación Española y los Tradicionalistas. En esta situación de enfrentamiento y de posturas irreconciliables se desarrollan las elecciones del 16 de febrero de 1936.

«El resultado de la contienda electoral de 1936, con la victoria apurada del Frente Popular, cambió la trayectoria del régimen. Además, la descalificación de la principal fuerza del centro favoreció el ambiente crispado y extremista de las nuevas Cortes. En otras palabras, el final prematuro de la alianza radical cedista contribuyó notablemente a la radicalización general del clima político en 1936. Indudablemente, la transformación de dos sucesos de corrupción de casos de envergadura modesta en escándalos nacionales tuvo unas consecuencias poco previsibles pero ciertamente innegables [172]».

Al parecer, la ruleta de Strauss había convocado a una última jugada para que España perdiera en aquella maquinita la paz de su inmediato futuro. La suerte —el drama— estaba echada. ¡No va más!