CAPÍTULO 18

Abro la puerta de casa y tiro las llaves sobre la mesa del recibidor. Ava ha estado muy callada desde que salimos de La Mansión, pensativa y meditabunda. Y sé que está tratando de asimilar que un día su marido fue el propietario de un exclusivo club de sexo. Sien to como si mi pasado, con todos los secretos y las duras realidades, hubiese regresado a toda prisa para ahogarme de nuevo, aunque de un modo completamente diferente. Joder, nunca había sentido una impotencia tan grande.

—Háblame de nuestra primera cita —dice mientras se instala en la isla de la cocina y yo saco agua de la nevera.

¿Nuestra primera cita? Dios, ahora sé que se está imaginando algo romántico, como suelen hacer las mujeres. Flores, sentimientos y sonrisas. Y hubo todo eso, solo que no de la forma que probablemente piensa.

—Es un poco… singular.

Bebo agua, cierro la puerta y me arriesgo a echar una miradita con disimulo por encima del hombro.

—¿Singular?

—Nuestra relación no es muy convencional. Nunca lo ha sido. —Me muerdo el labio inferior, preguntándome por dónde empezar—. Deberíamos ir al salón para estar más cómodos.

Le paso el agua y, sin pensar, la cojo en brazos para llevarla hasta el sofá de terciopelo cepillado que hay junto a la chimenea del salón.

No dice ni una palabra, pero prácticamente puedo ver cómo se le arremolinan los pensamientos en la mente. Estar siempre intentando adivinar lo que se le pasa por la cabeza me está volviendo loco. No puedo seguir así.

—¿En qué piensas? —le pregunto mientras la dejo en el sofá y me siento a su lado.

Eleva los pies para extender las piernas y hace una mueca de dolor que me impulsa a ayudarla a levantar su pierna herida. Después, observa la magnificencia de nuestro salón.

—Pienso en que esta habitación tiene mi sello en cada detalle.

Sé que no es en eso en lo que estaba pensando, pero le sigo la corriente y contemplo también la decoración en dorado y carmesí. Es mi estancia favorita de la casa por ese preciso motivo. Es obra de mi mujer, innegablemente.

—Nunca estuviste del todo contenta con ella.

Yo no entiendo por qué, para mí es perfecta, pero Ava siempre decía que le faltaba algo, y no lograba saber qué.

—A las cortinas les falta algo en la parte superior —dice de repente.

La miro y veo que está observándolas.

—¿Algo como qué?

—Algo decorativo en los pliegues de lápiz. Un cristal aquí y allá, tal vez. —Niega con la cabeza y dirige su atención hacia mí—. ¿Por qué sonríes?

—Por nada.

Apoyo un pie en la mesita de café y me relajo hacia atrás lo mejor que puedo sin que Ava esté en mis brazos. Me entran ganas de tirar de ella para tenerla más cerca. Toda esta cortesía es muy extraña, y dolorosa de cojones.

—¿Y bien? Nuestra primera cita —insiste, y me saca de mi ensimismamiento.

Dejo caer la cabeza a un lado para mirarla.

—Depende de cuál sea tu concepto de primera cita.

—Ay, Dios, ¿fui fácil?

No puedo evitar soltar una carcajada. ¿Fácil? Joder, ojalá.

—En absoluto. Y eso me volvió loco.

—¿Pero salí contigo en plan cita?

—Tuvimos sexo bastantes veces antes de que te llevase a cenar.

—Entonces sí que fui fácil.

Hace un mohín, como si estuviese decepcionada consigo misma. No debería. En todo caso, era yo el que estaba decepcionado por que tardase tanto tiempo en ceder a la evidente atracción que se respiraba entre nosotros.

—No debería sorprenderme tanto sabiendo lo pronto que me quedé embarazada. —Niega con la cabeza, consternada, y yo mantengo la boca firmemente cerrada—. Pero una parte de mí esperaba que me dijeses que nos conocimos, surgieron chispas, me pediste una cita, empezamos a salir, nos vimos durante un tiempo y, al final, acabamos acostándonos e hicimos el amor de manera romántica y que, después, cuando llegó la hora, me pediste matrimonio. Y vivimos felices y comimos perdices.

Lo que imaginaba. En su mente es todo de color de rosa. Idílicos cuentos de princesas. Joder, está tan lejos de la realidad que es como si estuviese en otro planeta.

—Pues no fue exactamente así.

—¿Entonces cómo?

Está ávida de información, ansiosa por saber. Pero me temo que yo no estoy tan ansioso por contarle cómo fueron las cosas.

—Bueno, cuando te negaste a atender mis…

Hago una pausa y pienso cuál es el mejor modo de exponerlo.

—… insinuaciones…

Eso es bastante diplomático.

—… tuve que recurrir a la creatividad.

—¿Me negué?

Recorre con la mirada mi cuerpo recostado preguntándose claramente por qué me rechazó, lo que planta otra semilla de esperanza que espero que no muera antes de tener la oportunidad de germinar y convertirse en algo bonito.

—Sí, y yo también me hice esa misma pregunta en numerosas ocasiones.

Sonrío cuando logra arrancar su mirada de mi pecho.

—Eres testaruda. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

Inspira brevemente por la nariz pero no me lo discute, y persevera con su sed de información.

—¿Qué clase de creatividad?

Abro la boca para explicárselo con detalles, pero luego me lo pienso dos veces. Esto hay que abordarlo con precaución.

—Te negaste a volver a La Mansión para llevar a cabo tus diseños y yo sabía que el motivo era que recelabas de mí, de los sentimientos que tenías. Era muy frustrante.

La miro con el ceño fruncido de broma y ella me responde con una media sonrisa.

—Así que prometí que me mantendría alejado de ti si volvías y terminabas el trabajo.

Veo que intenta recordar.

—Pero no lo hice.

—¿Alejado de mí?

Asiento.

—Pero mantenerme alejado de ti resultó ser muy… difícil.

—Debías de estar muy colado.

—¿Colado? —Me echo a reír—. Obsesionado sería más acertado. Me tenías fascinado con tu belleza, tu voz, tu pasión por tu trabajo. Por primera vez en años, me sentía vivo.

—¿En años?

Sabía que tendríamos que hablar de esto, pero…, joder, la idea no me entusiasma precisamente.

—Yo era un poco…

Dejo la frase a medias buscando el modo de que suene menos sórdido.

—Un playboy.

—Bueno, no es de extrañar, ya que tenías un club de sexo.

Se lo está tomando bastante bien, lo que contrasta marcadamente con la reacción que tuvo en su día. Ojalá se hubiese mostrado tan dispuesta a escuchar y a aceptar en aquel entonces, cuando descubrió el salón comunitario. Siento un escalofrío al recordar el desastre que eso provocó.

—Entonces ¿te dedicabas a follar por ahí? —pregunta.

—Algo así.

—Pero ¿lo dejaste cuando me conociste?

—Lo dejé —digo, y me odio a mí mismo por tergiversar la verdad.

Me odio de veras. Estoy siendo selectivo con lo que le cuento, y, en el fondo de mi ser, sé que no es justo.

—¿Por qué no te creo? —Ladea la cabeza y analiza mi cara de preocupación—. Me estás mintiendo, ¿verdad?

Cierro los ojos mientras el estrés me invade y me trago mis miedos. Ni siquiera soy capaz de apreciar el hecho de que me lee como un libro abierto, como si me conociera perfectamente.

—Hubo un incidente.

—¿Me pusiste los cuernos?

Se levanta del sofá rápidamente y me fulmina con la mirada a pesar del dolor que le ha causado el brusco movimiento. Estoy a punto de ser pisoteado, al estilo de Ava.

—No exactamente.

Le cojo la mano y la animo a que vuelva a sentarse, sin soltarla cuando se esfuerza por recobrar el dominio de su pierna.

—Lo cierto es que no estábamos… —Joder, ¿cómo puedo expresarlo?—. Saliendo en exclusiva.

—¿Pero nos veíamos?

—Supongo. Si así es como quieres llamarlo.

—No tengo ni idea, Jesse.

Ava está cada vez más airada y yo no sé cómo manejar esta situación. Normalmente me abalanzaría sobre ella. Siempre discutíamos verbalmente y después hacíamos las paces en la cama.

—Porque no me acuerdo de una mierda —dice con furia.

—¡Vigila esa puta boca!

Recula, y una expresión de indignación invade su rostro.

—¿Perdona?

—No me gusta que digas palabrotas.

—Vaya, pues a mí no me gusta descubrir que mi marido me ha engañado.

¡Por todos los santos! La suelto y entierro la cabeza en las palmas de mis manos en busca de algo de calma. Jamás habría imaginado que tendríamos que revivir esto.

—Ava, estaba muy confuso sobre lo que sentía por ti. Sentir tanto tan pronto me afectó sobremanera. No era sano. De modo que me alejé de ti. Bebí, mucho, y me follé a dos mujeres. Y ni siquiera terminaba porque solo podía pensar en ti. Me pasé dos putos días encerrado en mi despacho preguntándome qué cojones hacer, porque tú no sabías nada sobre La Mansión. No sabías nada sobre mi pasado. No sabías nada, y yo no sabía cómo contártelo. —Esta situación está acabando conmigo—. Así que invertí toda mi energía en hacer que te enamorases de mí con la esperanza de que fueras capaz de aceptarlo todo cuando reuniese el valor para compartirlo contigo. Y lo hiciste, Ava. —Agarro su mano, pasando por alto su expresión de perplejidad y continúo—: Me aceptaste porque estabas perdidamente enamorada de mí, como yo de ti. Tú tampoco podías vivir sin mí. Dejaste que yo llevara las riendas y me seguiste por voluntad propia. Dejaste que te colmase de asfixiantes atenciones porque sabías que era lo que yo necesitaba. Aprendiste a lidiar conmigo, Ava, y eres la única persona en el mundo capaz de hacerlo. —Mi voz se quiebra—. Y ahora siento que te estás alejando de mí, y no tengo ni puta idea de cómo evitarlo.

Permanece quieta, callada, cada vez más perpleja. El silencio es insoportable, me está matando.

—Di algo, por favor —le ruego tanto con la mirada como con las palabras—. Me castigué a mí mismo. Tú me castigaste. No puedo volver a pasar por esto.

—¿Te castigaste a ti mismo? ¿Cómo?

Me revuelvo en mi asiento, suelto su mano y me paso los dedos por el pelo. Mis actos dicen mucho, aunque mis palabras se nieguen a hacerlo.

—Jesse, ¿cómo? —insiste con cierta dureza.

¿Es consciente de que está leyendo mi lenguaje corporal? Para no recordarme, está mostrando todos los signos instintivos de conocerme. Ojalá pudiese apreciar eso en este momento. Pero no puedo. Me aterra la idea de echarlo todo a perder antes incluso de haberlo intentado de verdad.

—Hice que me azotasen.

Cierro los ojos al decírselo, incapaz de ver la inevitable expresión de espanto en su rostro.

—Era eso o beber hasta morir.

—¡¿Qué?! —grita horrorizada—. ¿Hiciste que te azotasen? ¿Quién?

No vacilo. Acabemos con esta pesadilla de una vez.

—Sarah.

—¿Quién diablos es Sarah?

—Una vieja amiga.

Abro los ojos y veo que Ava está hiperventilando ante mí. Está furibunda. Y, en parte, me alegro, porque eso significa que le importa.

—Y no te caía muy bien.

—¡No me extraña!

Da media vuelta y se dirige a las puertas francesas que dan al jardín y se queda mirándolo con los brazos cruzados sobre el pecho. Está nublado. Es un día oscuro. Gris. Triste.

Congruente.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta.

—Ya te lo he dicho. Para castigarme.

Permanece dándome la espalda, aunque veo que sus hombros se elevan. ¿Inspira por la conmoción? ¿O es para recuperar fuerza?

—Y esa tal Sarah… Tu «amiga». ¿Sigue en tu vida?

Me remonto a la semana anterior, al momento en que John me dijo que Sarah había regresado a Londres. Al momento en que fui a llamar a Ava para decírselo pero justo entonces recibí una llamada del colegio. Al momento en que mi mundo se vino abajo.

—No —afirmo contundente, porque es la verdad—. Se marchó. Se trasladó a Estados Unidos cuando se dio cuenta de que en mi vida solo había una mujer. Tú.

—Vaya, qué detalle.

Su aspereza me escuece, pero acepto que es lo único que puedo esperar.

—Sarah era la novia de mi tío —le explico—. Tuvieron una hija.

Ava se gira para mirarme y en su rostro ya no hay resentimiento, solo asombro.

—¿Pero estaba enamorada de ti?

Asiento.

—El tío Carmichael era el dueño de La Mansión antes que yo. Yo trabajé para él cuando era adolescente. Él me introdujo en ese estilo de vida.

—Por Dios, Jesse. ¿Y tus padres lo saben?

—Por supuesto. Por eso estuve años sin hablarme con ellos. Nos reconciliamos cuando tú entraste en mi vida. —Doy unas palmaditas en el asiento, a mi lado—. Ava, ven a sentarte conmigo, por favor.

No sé si lo hace por instinto o por una sensación de deber, pero obedece y se sienta con cautela.

—Mira, voy a darte una versión abreviada porque, francamente, hace mucho tiempo de esto, y hay muchas otras cosas que necesito compartir contigo, contarte, cosas que son más relevantes para nuestra vida ahora. Cosas que nos han hecho felices. Cosas que nos han hecho quienes somos. Cosas que nos han ayudado a superar toda la mierda y nos han llevado hasta donde estamos hoy.

—Pero todo forma parte de nuestro pasado, lo bueno y lo malo.

No puedo discutírselo.

—Pero duele, Ava.

Alarga la mano y coge la mía. Es una muestra natural de consuelo, y la agradezco enormemente.

—Cuéntame.

Froto mis ojos cansados con la mano libre mientras aprieto la suya con la otra.

—Tuve un hermano mellizo —empiezo, y ella sonríe suavemente y cambia la posición de nuestras manos de manera que sus dedos quedan entrelazados con los míos, y se aproxima—. Mi hermano era el típico niño bueno. El triunfador. Yo era…, en fin, una pesadilla para mis padres, ahora soy consciente de ello. Llevé a mi hermano por el mal camino y…

Joder, siento como si un tornillo de banco me estuviese oprimiendo el corazón y el aire escapase de mis pulmones.

—Una noche salimos. A beber. Fue idea mía. Yo lo alenté. Jacob cruzó la carretera.

Se tapa la boca con la mano al caer en la cuenta.

—Jacob —susurra.

Asiento para confirmarle que el nombre de nuestro hijo es el nombre de mi difunto hermano.

—Mis padres me culparon de la muerte de Jake. Fue un desastre. Me sentía tan culpable…

Algo me dice que por el momento debería reservarme lo de mi ex mujer y mi hija muerta. Bastante estoy bombardeando a Ava ya con tanta información. De modo que, para bien o para mal, lo omito y voy directo al comienzo de mi vida en La Mansión. O al final de mi vida hasta que Ava irrumpió en ella.

—Me descarrié. Me fui a vivir a La Mansión. El tío Carmichael murió, y me la dejó en herencia. Y el resto es historia.

Hincha de aire las mejillas y niega lentamente con la cabeza, incrédula.

—No sé qué pensar de todo esto.

—No pienses nada. No digas nada —le pido tirando de ella para tenerla más cerca—. Cuando te conocí, me sacaste del agujero negro en el que había estado atrapado durante tanto tiempo. Me diste una nueva vida, un propósito. Me sentí bien por primera vez en años, y no podía permitir que me negaras esos sentimientos.

—¿Y entonces te pusiste «creativo»? —dice con una ceja ligeramente enarcada.

—Sí. Te lo juro. Nunca me había esforzado tanto para acostarme con alguien.

Sofoca un grito y me propina una juguetona palmadita en el antebrazo que me provoca una pequeña carcajada y, en consecuencia, Ava pone los ojos en blanco y no puede evitar sonreír también. Tiro de ella para ponerla sobre mi regazo y no protesta, se deja sin más.

—¿Y te gustó? —pregunta—. Cuando por fin me llevaste a la cama.

Cierra los labios con firmeza, como si se estuviese preparando para algo malo. Se ha preguntado esto antes. Me ha mirado y se ha preguntado cómo sería intimar conmigo.

—¿Te refieres a contra la pared?

—¿Eh?

Esto está mejor. Estas son las cosas que importan. Los sentimientos, la conexión, el magnífico sexo.

—En el Lusso.

Frunce considerablemente el ceño.

—¿Qué es el Lusso?

—Un edificio de apartamentos en St. Katherine Docks. Eras la decoradora. Compré el ático. Así es como supe de ti y te hice venir a La Mansión. Me gustó tu trabajo. Rollo italiano por todas partes.

—Ah. ¿Entonces lo hicimos en tu apartamento?

—No. Lo hicimos en el cuarto de baño, la noche de la inauguración.

—¿Me lo hice contigo en el baño de un piso piloto? ¡Ay, Dios mío! —Entierra la frente en mi pecho y menea la cabeza de lado a lado con desesperación—. Yo no soy así. Yo no hago esas cosas.

Sonrío y la envuelvo con mis brazos, saboreando el momento de tenerla tan cerca. Ava no era así. Lo sé. Esa era una de las cosas que me encantaban de ella. El problema es que, en mi mente, sigue siendo esa misma joven.

—Fue increíble. El deseo que emanaba de tu cuerpo, reflejo del mío. Lo nuestro era algo inevitable, nena. Era una chispa esperando para estallar. Y, créeme, estallamos.

Trago saliva. Con la cara pegada a su pelo, mi cuerpo cobra vi da al recordar en voz alta aquel momento de nuestra historia. El momento que me regaló. El momento en que tuvo lugar la explosión.

Como consecuencia de mis pensamientos, se me empieza a empinar la polla. Es imposible que Ava no lo haya notado, ya que está sentada justo encima. Será mejor que no se mueva; no puedo prometer que vaya a ser capaz de control…

De repente se mueve un poco, y yo reprimo un gemido sin mucho éxito. La tengo dura como una piedra debajo de los vaqueros, me arden las venas y el corazón me late con fuerza. No es un buen lugar en el que estar cuando toda clase de polvo al estilo Jesse está descartado. Con los labios formando una línea recta, me mira a los ojos, y, oculto en las profundidades de sus pupilas, veo un deseo latente. Traga saliva y desciende la mirada hasta mis labios. Joder, jamás había tenido tanta sed de ella. Jamás había estado tan desesperado por tomarla. Jamás había estado tan paralizado por el deseo. Se limita a mirarme la boca, con el cuerpo inmóvil sobre mi regazo y dándole claras vueltas a la cabeza. Quiere besarme. Quiere saborearme.

—¿Vas a dejar de resistirte ya? —pregunto, y mi mente se traslada a aquel momento en el Lusso en el que por fin obtuve aquello que tanto ansiaba.

—Te necesito entero. Di que puedo tenerte entero.

Parece inmediatamente confundida por sus palabras, pero yo estoy exultante, porque incluso aunque ella no sepa de dónde salen, salen, y esa es la única esperanza con que cuento ahora mismo.

—Puedes tenerme entero. —Le digo en un susurro, aunque ya es dueña de todas y cada una de las fibras de mi ser.

Desciende despacio hacia delante hasta que sus labios rozan con suavidad los míos. Es un momento precioso, uno que, junto a muchos otros, recordaré mientras viva. No asumo el control. Decido que debo dejar que ella vaya a su ritmo, y estoy más que satisfecho con el ritmo que lleva. Es lento. Es suave. Es dulce y afectuoso y todas las cosas que debe ser. Es todo lo que yo siento.

El sofá se funde con mi espalda y Ava se funde con mi torso. Apoyo la cabeza atrás y relajo la boca y la lengua para seguir fácilmente sus movimientos. La agarro con firmeza de las caderas, justo lo suficiente para indicarle que estoy aquí y que quiero estarlo desesperadamente. Hace más de una semana que no la saboreo. Es lo máximo que he estado sin besarla, sin sentirla, y tal vez por eso todos mis sentidos parecen haberse intensificado. Su sabor es más potente; mi piel es hipersensible a su tacto. Es perfecto. Tan perfecto que no quiero que acabe nunca.

—¿Estás bien? —pregunto contra su boca cuando hace una pausa un instante antes de proseguir explorando la mía mientras me sujeta las mejillas con las palmas de las manos, como si temiese que fuese a moverme y a interrumpir su ritmo.

—Besas muy bien —murmura.

Y pega su frente a la mía, cosa que no ayuda nada a la tensión que se esconde bajo la cremallera de mis vaqueros. Nos estamos besando, sí, genial, pero no estoy seguro de que esté preparada para algo más todavía.

—Tengo la sensación de que hemos hecho esto un millón de veces, que lo tenemos dominado.

—Es que lo hemos hecho un millón de veces —contesto, y me maldigo a mí mismo cuando separa nuestros labios y se aparta.

—Claro.

Se ruboriza, y me cuesta adivinar si lo hace por vergüenza o por deseo.

—Lo siento, me he dejado llevar un poco —dice.

El esfuerzo que invierto en no gritar de frustración casi acaba conmigo.

—No te disculpes —le ordeno lo más suavemente que puedo, y la cojo de la barbilla y dirijo su rostro hacia el mío—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por este beso tan increíble.

Sonríe, casi tímidamente.

—Gracias a ti también.

Su rubor resulta desgarrador, porque significa la pérdida de nuestro tiempo, y tremendamente gratificante, porque al menos soy capaz de hacer que se sonroje de nuevo. Se había acostumbrado tanto a mí después de todos estos años que nada de lo que pudiera decir o hacer la sorprendía ya.

—Mañana quiero llevarte a dar una vuelta —le digo—. ¿Crees que podrás?

—¿Adónde me vas a llevar?

Le coloco un mechón de pelo rebelde por detrás del hombro.

—A dar un paseo por la senda del recuerdo.

No dice nada, solo sonríe, y yo me incorporo con ella todavía pegada a mi torso. La insto a ponerse de pie, la cojo de los hombros para darle media vuelta y le doy un empujoncito.

—Ve a prepararte para la cena.

—Otra vez te estás poniendo mandón —dice pensativa.

—Como ya te he dicho, ve acostumbrándote.

La dejo al final de la escalera y observo cómo la sube despacio mientras me lanza miradas constantemente por encima del hombro. Ladeo la cabeza y enarco las cejas cuando intenta ocultar una sonrisa secreta.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Encoge sus delicados hombros ligeramente, pero no responde. No hace falta. Acaba de sentir algo muy potente. Algo en nuestro beso le ha reafirmado que su sitio está aquí, conmigo. Se ha perdido en ese momento y su mente se ha quedado en blanco por motivos muy lícitos.