CAPÍTULO 28
Durante el camino de vuelta a casa, Ava fue agarrada con fuerza al asiento, lo cual no hizo que yo levantara el pie del acelerador. O convertía al coche en el blanco de mi ira o a Ava, y pegarle gritos y chillarle a mi mujer no nos habría ayudado en nada a ninguno de los dos.
Me sorprende que, dada la brutalidad con que cierro, la puerta del Aston no se caiga en el camino de grava profiriendo un grito de dolor. Ava se baja mucho más deprisa de lo que yo esperaba que fuera capaz y va hacia la entrada cojeando.
Corro para darle alcance, mi instinto protector imponiéndose y amansando mi ira.
—Sé andar. —Me aparta las manos cuando intento cogerla en brazos—. Déjame.
No la dejaré nunca. Dejarla sería como rendirse, y en lo que respecta a mi mujer, nunca me rindo. Con el mayor cuidado posible, me agacho y me la echo al hombro.
—De eso nada, señorita.
El hecho de que me golpee con los puños en la espalda es más una señal de que trata de oponer resistencia que un intento de escapar. Los dos sabemos que no va a ir a ninguna parte hasta que la suelte.
—¡Te he dicho que me dejes en paz! —grita medio enfadada medio histérica, y así es exactamente como me siento yo por dentro.
Encajo cada golpe y sigo hacia la puerta.
—¡Jesse!
—Cierra el puto pico, Ava —aviso, y abro de una patada la puerta después de introducir la llave.
—¡Eres un animal!
—Es la historia de mi puta vida en lo que a ti respecta.
La poso en el suelo, y los puños que hace un segundo golpeaban inútilmente mi espalda comienzan a aporrearme el pecho. Me quedo donde estoy, sin moverme, dejando que se desahogue y me pegue mientras da rienda suelta a su frustración a grito pelado.
Ojalá yo tuviera esa misma válvula de escape, algo a lo que pegar, aporrear y chillar. Pero no la tengo, así que saboreo los brutales porrazos que me da en el torso con la esperanza de que sirvan también para aliviar mi frustración.
Golpea sin piedad, su fuerza alimentada por la desesperación.
Y yo encantado. Sería su saco de boxeo durante el resto de mi miserable vida si ello le hiciera sentir mejor, aunque fuese mínimamente. Porque, de un tiempo a esta parte, si yo estoy hecho pedazos tratando de encontrar el camino en este territorio desconocido, doloroso, el amor de mi vida cada vez está más desesperado. Si yo tengo nuestros recuerdos, unos recuerdos a los que agarrarme, ella no. Si yo puedo ver la cara de nuestros hijos durante esta pesadilla, recordar cada momento de su corta vida, ella no. Si yo abrigo esperanza y soy capaz de ver esos atisbos de mejoría en su memoria, ella no.
Mis pensamientos se apoderan de mí, la ira abrasándome por dentro mientras ella continúa gritando y pegándome.
—Sigue —la animo, y se sobresalta y se aparta—. Dame putos golpes, Ava. El dolor no será peor que el que siento aquí. —Me doy un puñetazo en el pecho—. ¡Así que pégame, vamos!
Cierro los ojos cuando se abalanza de nuevo hacia mí. Y mientras está descargando su rabia, pienso en cuán fuerte es nuestro amor. No tanto como siempre pensé que era, porque, si no, estoy seguro de que podría con todo, incluido esto.
Tardo unos segundos en darme cuenta de que Ava ha dejado de pegarme, y cuando abro los ojos la veo agitada, el pelo revuelto, los ojos de loca. Nos miramos unos instantes, yo con cara inexpresiva, Ava a todas luces sorprendida de su arrebato. O sorprendida de que yo me haya quedado allí plantado aguantándolo. Pero ¿qué otra puta cosa podía hacer? ¿Responder? ¿Devolverle los golpes? El hecho de que piense en eso como una posibilidad me pone malo. Hace que me den ganas de infligirme daño para demostrar que haría cualquier cosa antes de permitir que algo le causara dolor a ella.
Verla así, tan perdida y desesperanzada, claramente preguntándose qué estaré pensando, y yo sabiendo lo que está pensando ella, aumenta mi desesperación. Y mi rabia. No puedo con esto.
La dejo sola en la entrada para que se calme y yo cruzo la casa con paso airado y voy al cuarto de juegos, con la mente puesta en una cosa. La única cosa capaz de atontarme. La única cosa capaz de hacer que olvide esta pesadilla. Mis ojos descansan en la botella que hay en el mueble bar, la tregua que podrían darme unos cuantos tragos es demasiado tentadora para ignorarla. Me quito la chaqueta y la tiro al enmoquetado suelo, me aflojo la corbata y me desabrocho el primer botón de la camisa.
Sin dejar de mirar la botella, me paso la mano por el pelo bruscamente. Recuerdos relegados al olvido por el entumecimiento neblinoso en el que me sumía el alcohol regresan con fuerza. Necesito esa sensación ahora mismo, porque si así es como va a ser mi vida a partir de ahora, me retiro. Renuncio.
Cojo la botella de vodka y la abro, mi respiración es pesada. El sudor empieza a perlarme la frente, y me lo enjugo sin miramientos mientras me llevo la botella a los labios. Un sorbo. Solo me hará falta uno. Un trago que empiece a adormecer el dolor.
Las aletas de la nariz abiertas, bebo un buen trago y profiero un grito ahogado, el líquido me abrasa la garganta seca. Me golpea con saña el estómago y me vienen a la memoria los días brumosos de alcohol y mujeres. Me veo desnudo. Con un sinfín de mujeres, y ninguna de ellas es mi esposa.
—¡Jesse!
La afligida voz de Ava se cuela en el flashback que estoy reviviendo y me aparta de los decadentes días de La Mansión para devolverme a la realidad. Sus ojos, vidriosos, me paralizan. Esos ojos preciosos, color chocolate, que me tienen hechizado y no me dejan nunca.
—No deberías beber —jadea, aún sin aliento después del numerito de la entrada.
Miro la botella, pero esta vez no veo en ella una vía de escape: ahora veo veneno. Ahora veo que es la alternativa del cobarde. Ahora veo peligro. Ava tiene razón: no debería beber. Pero, lo más importante, Ava sabe que yo no debería beber.
—¿Por qué? —pregunto con serenidad, volviéndome hacia ella—. ¿Por qué no debería beber, Ava?
Abre y cierra la boca, a todas luces devanándose los sesos para dar con la respuesta. No quiero admitir que la respuesta que busca no está en su cabeza. No quiero aceptar que no va a encontrarla. Lo que ha dicho solo ha sido otro de esos rayos de esperanza inútiles.
El hecho de que su mente esté en blanco me pone contra las cuerdas y pierdo los nervios, y la frustración y la desesperación sacan lo peor de mí.
—¿Por qué, Ava? —rujo—. ¿Por qué no debería beberme el puto vodka?
—No lo sé —solloza, los hombros temblando de manera incontrolable, las emociones finalmente ocupando el lugar de la frustración—. No lo sé. —Entierra la cara en las manos para huir de nuestra realidad.
Verla así de destrozada es más duro que lidiar con la frustración. Verla tan absolutamente desvalida me destroza. Este infierno es peor que cualquiera de los que creía haber vivido.
—¡Joder! —grito.
Y lanzo con fuerza la botella contra la pared antes de cometer una estupidez, como beberme el resto. Salen volando cristales, el líquido del demonio salpicando todas las paredes.
—¡No debería bebérmelo porque soy un puto alcohólico! —estallo—. ¡Porque antes de conocerte, lo único que hacía era beber para olvidar y follarme a todo lo que se movía! ¡Por eso!
Me tambaleo y me doy contra la pared, la respiración entrecortada. No puedo controlar mi cuerpo ni mi boca.
Mis putas lágrimas.
Sin embargo, logro ver su cara de espanto a través de esa agua que me distorsiona la visión.
—Me diste un motivo para dejarlo, Ava —continúo, respirando agitadamente, sintiendo que mi vida escapa por completo a mi control—. Gracias a ti, mi corazón empezó a latir de nuevo. Y ahora ya no estás aquí, y no sé si voy a poder seguir adelante sin ti.
Las piernas me fallan y resbalo por la pared como si fuese un saco de mierda, golpeando con fuerza el suelo. No puedo más. No puedo seguir intentando ser el fuerte. Porque sin Ava, soy el hombre más débil del mundo, y ahora tengo la sensación de que me falta. Apoyo los codos en las rodillas y entierro la cara en las manos. No soporto ver la expresión de espanto de su cara. No soporto que me vea así.
—Vete a la cama —le pido, necesito que me deje solo en mi miseria—. Vamos, vete.
Tengo frío, me siento solo.
Y un segundo después… no.
Una mano me rodea el cuello, y al levantar la cabeza la veo arrodillada ante mí, mirándome con lágrimas en los ojos.
—No me voy a ninguna parte.
Se acerca más, me pone las manos en las rodillas para separármelas y se acomoda entre ellas.
—Porque, aunque no sé dónde estoy, tengo la sensación de que este es mi hogar. Aunque estoy haciendo un esfuerzo por entenderte —caen más lágrimas mientras me aprieta las rodillas—, sé que eres mío. Sé que soy tu corazón. Porque, aunque no sé quién eres, sé que, cuando no estás conmigo, me duele mucho aquí.
Me coge la mano y se la lleva al pecho. El corazón le late desaforadamente, como el mío.
—Ava, estoy destrozado. —Odio tener que admitirlo—. La idea de que puedas perder todos los recuerdos que compartimos me paraliza.
—Sé que eres más fuerte que esto. Sé que tienes más determinación. Prometiste que tendrías fe en mí.
El corazón se me encoge.
—Nena, sigo teniendo fe en ti.
Suspiro y le indico que se acerque más, y lo hace tranquilamente, dejando que la siente en mi regazo y la abrace.
—Solo es una pequeña recaída.
Se acurruca contra mí, y mi mundo recupera un poco su equilibrio.
—No vuelvas a sufrir una recaída, por favor.
—En ese caso, tendrás que empezar a hacer lo que yo te diga.
—Ni de coña —afirma—. Porque sé que eso es algo que no hago normalmente, ¿no?
Sonrío, a pesar de la tristeza que me embarga.
—No.
Seguimos abrazados en el suelo un rato, en silencio, los dos calmándonos, nuestro cuerpo recuperándose de los temblores. Después Ava se aparta, me besa en la mejilla y aspira mi olor.
—¿Vamos a la cama?
Trago saliva, no me gusta nada la duda que percibo en la pregunta.
—Me encantaría.
La abrazaré toda la noche, la estrecharé contra mí. Sin sexo, sin nada, tan solo contacto. Necesito ese contacto.
—Gracias.
—No me des las gracias —la regaño con suavidad—. No me des nunca las gracias por quererte.
—Porque para eso viniste a este mundo —afirma.
El labio inferior le tiembla al pronunciar cada palabra, y yo me trago el nudo del tamaño de un melón que tengo en la garganta y tiro de Ava para pegarla a mí.
—Exacto.
Asfixiándola con mi abrazo, hundo la cara en su pelo y hago un esfuerzo para mantener mis emociones a raya.
—Pero que sepas que este vestido es ridículo —añado.
—Sigo olvidando que tengo treinta y ocho años.
—Solo lo hiciste por pura cabezonería, ¿no?
No hace falta que me lo confirme, conozco a mi mujer mejor de lo que se conoce ella misma.
Asiente contra mi pecho.
—Ya no tengo el tipo que tenía con veinte años.
La frase me da risa. Me levanto y la cojo en brazos.
—Estás más guapa cada día. Y punto. —Me niego a oír gilipolleces.
—Lo dices por obligación.
—No tengo por qué decir nada por obligación, señorita.
Subo la escalera y entro en nuestro dormitorio.
—Pero, como ya sabes, tú tienes la obligación de hacer lo que te diga.
La dejo en el suelo y le doy la vuelta en el acto para bajarle la cremallera del vestido.
—¿Entendido?
Asiente y se queda quieta mientras le bajo la cremallera, mis ojos bajando con ella. Mientras aparto la tela, contengo la respiración, preparándome para verle la espalda.
—Perfecta —afirmo, profiriendo un suspiro y dejando que la tela roja caiga al suelo.
La ropa interior de encaje negro le sienta como un guante. Joder, no creo que me baste con esos abrazos que confiaba en darle. ¿Me dejará?
Mis manos pasan al cierre del sujetador, que abren con un clic, y me percato de que Ava sube ligeramente los hombros. Me acerco, le paso un brazo por la cintura y apoyo la barbilla en su hombro.
—Quiero hacerte el amor —susurro, y ella se tensa, pero no de miedo, sino de expectación—. Te quiero quitar este encaje y perderme en cada centímetro de tu cuerpo muy muy despacio.
Le bajo los tirantes del sujetador por los brazos hasta que la prenda cae al suelo.
—Te necesito, Ava. Más de lo que te he necesitado nunca.
Le doy un besito en la mejilla y saboreo la sensación de atraerla hacia mí.
—Deja que te demuestre cuánto te amo.
Se vuelve despacio y alza el mentón para verme, y sin decir palabra empieza a desabrocharme la camisa, botón tras botón, lenta y resueltamente, un millón de emociones bailoteando en sus distraídos ojos: miedo, esperanza. Pero, sobre todo, ganas. De mí.
Soy consciente de que tengo que ser delicado. Lento y paciente, considerado y cariñoso. Más que nunca. Así que dejo que me desvista a su ritmo, resistiendo la necesidad de quitarme la ropa deprisa y corriendo y tirar a Ava en la cama.
—¿Te ayudo? —pregunto, solo para que sepa que estoy abierto a todo.
Ella me mira, y veo aprensión en su mirada. Y me doy cuenta de que, aunque me desea desesperadamente, no sabe cómo saldrá esto. No sabe lo explosivos que somos juntos, ya seamos duros y bruscos o lentos y amorosos.
—No te pongas nerviosa.
Le agarro las muñecas y noto en el acto que tiembla.
—No tenemos por qué hacerlo.
Nunca me ha costado tanto pronunciar unas cuantas palabras.
—Quiero hacerlo.
Su mirada deja mi cara para bajar a mi torso, se muerde el labio.
—Tengo muchas ganas de hacerlo —insiste.
Se zafa de mi agarre, me quita la camisa y me pone las manos en los pectorales. Tengo la sensación de que mi cuerpo está en llamas, y las manos se me crispan, ávidas de tocarla. De devorarla. Besarla. Hacerle el amor. Sus ojos me dicen que es consciente de todo esto. Que lo sabe.
—Tengo muchas ganas —se reafirma, y me besa con fuerza en los labios y yo me siento abrumado en el acto.
Le pongo una mano en la nuca y la pego a mí con suavidad, mi boca abriéndose, invitándola a entrar.
Sus manos están en todas partes, nuestro beso roza la torpeza. Noto que pierdo el control. Esto es el efecto que tiene en mí la desesperación: me imprime sensación de urgencia, hace que quiera tomarla con dureza y deprisa, reclamar lo que es mío, marcar mi territorio, demostrarle lo buenos que somos. Pero ahora no es momento de dejarme llevar. Bajo el ritmo del beso.
No es preciso que le dé instrucciones a Ava. Sus manos encuentran la bragueta de mis pantalones, y me quito los zapatos con los pies. La ayudo a bajarme el pantalón, sin dejar de besarnos, y la empujo hacia la cama. La tumbo y la subo. Nuestros labios siguen juntos, nuestra lengua bailando despacio, respirando la respiración del otro.
No creo que me haya sabido tan bien nunca, a pesar de ese regusto a alcohol. Me acomodo sobre ella, con los brazos por encima de su cabeza, y sus manos recorren con libertad mi espalda, mi culo y, al final, mi cara. Está absorta. El deseo la consume. Me obligo a despegarme de sus labios, solo para demostrarme que a Ava no le hará ninguna gracia dejar de sentir los míos.
—Jesse —jadea, y sus manos me tiran del pelo para que vuelva a besarla.
Acto seguido me rodea la cintura con las piernas, en señal de que no piensa permitir que me vaya a ninguna parte.
—¿Por qué paras? —Me mira sorprendida, y al ególatra que hay en mí le gusta pensar que es porque le cuesta contenerse con mi sublime persona tan cerca.
—Solo quiero mirarte un momento ahora que sé que muy pronto volveré a estar dentro de ti.
Frunce los labios, sus manos bajando a mi bóxer. Me toca el culo.
—¿Cómo es posible que un hombre de tu edad esté tan en forma?
Me pellizca con descaro, y yo esbozo una sonrisa monumental.
—Montones y montones de sexo.
Deja escapar una risita, y sus cortas uñas se me clavan en la carne del culo. Aprieto los dientes, soportando el agudo dolor.
—Tendré que creerte.
—Más te vale que me creas.
Enarco las cejas a modo de advertencia mientras Ava me pasa una mano por el pelo con ternura, sin dejar de mirarme.
—¿Tan bueno es?
—¿El sexo? Sí.
—Me temo que voy a necesitar que me lo demuestre, señor Ward.
Sus ojos castaños se clavan en los míos y esa sangre que afluía a un ritmo constante a mi polla ahora se agolpa. Los labios apretados, sube la pelvis y se pega a mi descomunal erección.
—Dios —musita.
—Y esto no es nada, señorita.
Vuelvo a besarla, y el ritmo lento y continuo queda olvidado de pronto. Unas manos frenéticas bajan por mis muslos y empiezan a tirar con impaciencia de mi bóxer. Me doy perfecta cuenta de lo intenso que es su deseo, así que mis manos van hasta sus bragas, pero en lugar de intentar quitárselas, se las rompo directamente.
Ella coge aire con fuerza, pero no tarda en adoptar mi método y empieza a tirar del bóxer. Oigo que se rasga, pero sigue siendo una barrera que se alza entre mi carne y la suya.
—Joder —farfullo mientras tomo las riendas y doy unos cuantos tirones a lo bestia.
Y después no hay nada salvo piel. Nada salvo la fricción de mi carne al rozar la suya mientras nos retorcemos de placer juntos, nuestros labios y nuestra lengua chocando, nuestros gemidos y gritos ahogados y voraces fundiéndose, inundando la habitación.
—Necesito estar dentro de ti ya —le digo, y muevo la pelvis para situarme en el ángulo adecuado.
No es preciso que Ava me guíe mucho para que mi polla esté a su vibrante entrada. Inspira y contiene la respiración, y yo me aparto para poder verla. Con mis ojos clavados en los suyos, avanzo un poco, resistiendo la necesidad de meterla del todo.
—¿Estás lista, nena?
—Uf, sí.
Apenas puede hablar de tan intenso que es el deseo, pero sí se puede mover, y sube la pelvis y me acomoda un poco más.
—Dios.
La cabeza se me cae, sin fuerzas. Sentirla, aunque solo sea ese poco, hace que pierda el control. La embisto mientras profiero un grito y me quedo quieto.
—Me encajas a la perfección —susurra.
Entrelaza las manos en mi pelo, en la nuca, y tira de mí para que la bese de nuevo.
—A la puta perfección.
—Cuidado con esa boca, Ava.
—No.
—Vale.
Podría jurar como un carretero hasta cabrearme y me importaría una mierda. Porque este momento… este momento lo es todo.
—Muévete.
Me clava de nuevo las uñas en el culo, incitándome.
—Dios, por favor, muévete. Me encanta.
No soy el tipo de hombre que decepciona, y menos a mi mujer. Rozándole la mejilla con la nariz, le quito las manos de mi culo y se las pego a la almohada, levantándome un poco para verla. Jadea. De deseo. Le encanta sentirme dentro. La provoco retirando la pelvis.
—¿Quieres al Jesse dulce, nena?
Me paso la lengua por los labios, disfrutando al verla sudar.
—¿O prefieres que te parta en dos?
Coge aire, entre escandalizada y encantada.
—¿Que qué prefiero?
—Depende del humor del que estés. Y dime, ¿de qué humor estás, mi preciosa esposa?
Otra embestida, breve y brusca, hace que se tense, que cierre la boca, que contenga la respiración.
—Haz que me olvide de esta pesadilla un rato, me da lo mismo cómo. Haz eso.
Estoy al borde del desaliento. Esta pesadilla. Quiere escapar. Después ella mueve las caderas, y ese desaliento se torna un placer sin igual.
—Voy a incorporar un polvo nuevo a nuestra relación, nena.
Bajo la cabeza y la beso apasionadamente, pero me separo antes de que tenga ocasión de mover la boca y retenerme.
—Lo llamaremos el polvo del reencuentro.
Y este polvo va a pasar a ser mi favorito. Adelanto la pelvis y se la meto hasta el fondo. Le pongo las manos en las muñecas, y las mantengo ahí mientras dejo el increíble calor de su coño y me deslizo nuevamente en él. El cuerpo me pide que la folle duro, pero mi cerebro no se lo permitirá.
—Te voy a hacer el amor más dulce.
Se derrite debajo de mí, y el temblor de su labio me dice que le gusta la idea.
—Vale.
Bajo la cara y la beso con ternura mientras comienzo a menear la pelvis comedida, delicadamente, asegurándome de que las acometidas sean lentas y precisas, mi lengua siguiendo su ejemplo. Le suelto las manos y dejo que me toque. Dejo que controle el beso, permito que separe su boca de la mía de vez en cuando para ladear la cabeza con parsimonia en la almohada, suspirando, gimiendo, esforzándose por mantener los ojos abiertos. Está flotando, absorta en el momento. El momento conmigo. Me aseguro de que el ritmo es constante, me aseguro de que sigue en ese estado perfecto de placer. Nunca he visto nada más increíble, y me sorprendo más pendiente de cómo se abandona ella que de mi propio placer. No pasa nada. Nada podría superar esto.
Mi piel húmeda se separa de su pecho cuando me levanto y me apoyo en los antebrazos, pues quiero verla mejor. Sus ojos siguen los míos, sus manos suben a mi cara y me la rodean. Nuestras caderas están en perfecta sintonía, la suya sube y la mía baja, cada embestida llegando a lo más hondo.
—Ahora entiendo por qué me enamoré de ti —musita, mientras me pasa las manos por la incipiente barba.
—¿Porque soy un adonis en la cama?
—Y no solo en la cama.
Su voz se vuelve más aguda un instante, hasta que los gemidos le devuelven su tono medio, los ojos pestañeando despacio.
—Eres el hombre perfecto: grande, fuerte, apasionado, leal. Amas con todo tu ser.
—Y no soy nada sin ti.
—Y lo eres todo conmigo.
Tira de mí, enterrando la cara en mi cuello, y acometemos la recta final, abrazados con fuerza, respirando a la vez, moviéndonos como si fuésemos uno.
Nuestro orgasmo es simultáneo. No grito, ni ella tampoco. No me contraigo ni pego sacudidas, ni ella tampoco. Nos abandonamos al placer serena y silenciosamente; lo único desenfrenado, demencial, el martilleo de nuestro corazón. Estoy vivo, y ella también. Todo lo demás tiene arreglo. Estoy seguro.
—¿Quieres que me aparte? —pregunto contra su húmedo cuello, consciente de que ahora soy un peso muerto y probablemente muy pesado.
—No.
Sus brazos rodean mis hombros; sus piernas, mi cintura; me retiene con fuerza.
—Quiero que te quedes exactamente donde estás toda la noche.
Gira la cabeza y encuentra mi boca.
—Porque aquí es donde se supone que debes estar. Sin que haya espacio alguno entre nosotros.
Pegados.
Con todo nuestro cuerpo en contacto. Sus labios en los míos, mis pulmones aspirando su aliento.
—¿Jesse? —me dice al oído, adormilada, y hago un sonido para indicarle que continúe—. Creo que me estoy enamorando de ti.