CAPÍTULO 22
Cuando llegamos a casa, Ava no sube a dormir la siesta, sino que va derecha a la cocina y empieza a abrir puertas y cajones. Me quedo en la puerta mirando, sin saber si intervenir o no. Sé exactamente lo que está haciendo. Desde que vimos a Sarah, es evidente que está más agobiada, se debate entre la preocupación y la rabia, y noto que el cerebro le va a mil.
—¿Cómo quieres que reconozca a una mujer que intentó quitarme al marido si ni siquiera sé dónde tenemos las putas tazas?
Cierra con fuerza una puerta y se para, aunque su cuerpo está inquieto, enardecido por la ira.
—Las tazas están en el armario de arriba a la izquierda —digo sin alterarme—. Los platos en el de abajo a la derecha. Los cubiertos, en el cajón de debajo de la placa; y los cereales del desayuno, en el armario de la despensa. Por la mañana, después de que te haga el amor, bajas a encender la cafetera, después te das una ducha y te arreglas mientras se hace el café. Pones una lavadora alrededor de las ocho y preparas las fiambreras de los niños. Te das crema en las manos cada vez que te las lavas, y siempre pones el lavavajillas antes de llevar al colegio a los niños e ir a trabajar. Después de cenar, dejas que yo recoja. Ese es mi trabajo. Llenar el lavavajillas mientras tú ayudas a los niños a hacer los deberes. Y cuando terminamos, nos acurrucamos en el sofá a ver un poco la tele y luego preparas la cafetera para que esté lista por la mañana y sacas los cereales de los niños para que los tengan en la mesa cuando se levanten. Luego te llevo a la cama y te hago el amor.
Paro un instante, pues me cuesta decir esas cosas tan sencillas sin que se me quiebre la voz.
—Te quedas dormida en mi pecho. Sé si algo te preocupa porque estás inquieta. Por lo general no te despegas de mi pecho en toda la noche. Y cuando te despiertas, te das la vuelta y hacemos la cucharita, y yo espero hasta que pegas tu culo a mí. Espero hasta que me dices que estás preparada para que te despierte con un poco de sexo soñoliento. Y vuelta a empezar.
Trago saliva y aprieto la mandíbula, mi desolación multiplicándose por diez. Todas esas cosas sencillas han desaparecido.
Ava se vuelve despacio y veo que las lágrimas le corren por la preciosa pero apenada cara.
—Quiero hacerlo todo. Todas esas cosas. Quiero hacerlas todas. Quiero volver a tener la vida que tenía. Contigo. Con los niños —dice con voz afligida, y se agarra a un lateral de la encimera para sujetarse.
Sin pensarlo, cruzo la cocina para abrazarla y dejo que llore, que dé rienda suelta a su desesperación, contra mi camiseta. Mis lágrimas caen en su pelo, nuestra realidad resulta demasiado insoportable para ambos. Lo único que puedo hacer es abrazarla, estar a su lado, quererla. Y lo único que puede hacer ella es depender de mí para todo.
—¿Me haces un favor? —susurra, la boca pegada a mi camiseta.
Es una pregunta estúpida.
—Lo que quieras.
—¿Me enseñas otra vez las fotos de nuestra boda y me dices quiénes son todas las personas que aparecen en ellas?
No contesto en el acto, porque no sé si podría ver cómo se desmorona de nuevo. Verla tan desesperanzada y tensa me parte el alma.
—Claro —le digo, a sabiendas de que no puedo negarle eso—. ¿Quieres que lo hagamos ahora?
Me agarra la camiseta y coge aire mientras me mira. Sus ojos. Esos ojos castaños preciosos están hinchados, y levanto una mano para enjugárselos.
—Por favor.
—Vamos. —La cojo y la ayudo con delicadeza a que me rodee la cintura con las piernas—. ¿Así estás bien?
Por toda respuesta entierra la cara en mi cuello y me abraza con fuerza.
Vamos al estudio, la dejo en el sofá y le ahueco un cojín para que se ponga cómoda. Su pequeña sonrisa de agradecimiento debería complacerme, pero no es así. Me hace daño, porque no debería tener que darme las gracias por ser su marido.
Voy a coger el portátil y me siento a su lado mientras paso un dedo por el ratón táctil. La pantalla cobra vida, y hago clic en el archivo que contiene las instantáneas de nuestra boda. Acto seguido, una sonrisa enorme asoma a mi cara.
—Mira qué guapa estás. —Todo ese puto encaje. No sabía si adorarla o arrancárselo—. ¿Sabes cuánto me costó controlarme ese día?
—Pues la verdad es que no, porque no me acuerdo de una puñetera… un momento, eso que llevamos en las muñecas ¿son esposas? —Se sienta en el borde del sofá y se acerca mucho a la pantalla—. ¡Sí que lo son! ¡Son puñeteras esposas!
Esbozo una sonrisa petulante.
—A tu madre no le hicieron mucha gracia.
Ava resopla, a todas luces imaginando la reacción de Elizabeth.
—No me puedo creer que me esposaras el día de nuestra boda.
—Pues créetelo. —Señalo la pantalla—. Ahí mismo tienes la prueba.
Guarda silencio un instante, observando mientras se relaja a mi lado, su mano descansando en mi bíceps.
—Dime una cosa.
—¿Qué?
—¿Eres mayor que mi madre? —Me mira con cara seria.
¿Está de puta coña? Si no tuviera un ordenador en las piernas y a ella al lado, me plantaba en la moqueta y me marcaba cincuenta flexiones. ¿Mayor que su madre?
—¿Te parezco mayor que tu puñetera madre? —Menuda jeta. Noto que empiezo a sudar, del estrés. ¿Cuántos años cree que tengo?
—Bueno, mi madre tiene cuarenta y pocos. Me figuro que por ahí andarás tú.
Tardo unos segundos en procesar lo que dice, y entonces caigo en la cuenta…
—Ava, tu madre tiene sesenta años.
El alivio que siento me aturde. En su cabeza, sus padres tienen la edad que tenían en el último recuerdo que alberga, y su último recuerdo es de cuando ella tenía veintipocos años.
—Ya no tienes veinte años, nena.
—Es verdad —musita al mirarse el estómago y recordar las estrías que le dicen que es madre y después a esas tetas con las que claramente no está contenta.
—Mira —le doy suavemente con el codo para que no se desanime y señalo la pantalla—. Esta sí sabes quién es.
—Kate. Parece algo triste.
Ava tiene razón. Tiene cara de estar lamiendo pis de una ortiga. Después veo a Dan y a Sam al fondo, y me acuerdo:
—Sam y ella no se hablaban —le aclaro.
—¿Sam? —inquiere, pero levanta deprisa la mano, para que no se lo diga—. ¡El novio de Kate! —Casi parece entusiasmada—. Kate me habló de él en el hospital. No me puedo creer que esté embarazada.
—Así es.
Sonrío al ver su mirada radiante y continúo con el resto de los invitados. Hay mucha información que asimilar, pero da la impresión de que se toma las cosas con calma.
—Y esta es Georgia —continúo cuando acabamos con las fotos de la boda.
—¿La hija de Raya y Drew?
—Drew es su padre, sí. Le pidió hace poco a Raya que se casara con él. Pero la madre de Georgia es Coral.
Me detengo un instante, pensando que quizá el nombre le diga algo. Nada. Su cara es inexpresiva.
—Engañó a Drew para que la dejara embarazada porque estaba enamorada de mí e intentó hacer pasar a la niña por hija mía. —Lo suelto todo de sopetón, y sonrío incómodo cuando Ava me mira.
—¿Cómo? —pregunta sin dar crédito.
—Tú y yo hemos vivido momentos muy interesantes.
No dice nada, se limita a mirarme con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo coño sobrevivió nuestra relación a todo esto?
La pregunta hace que me tense, y sin duda mi monumental ceño fruncido se lo indica.
—Porque estábamos hechos el uno para el otro, por eso. Porque yo te quería y tú me querías. Pasamos por muchas cosas juntos, muchas, y las superamos, así que sé que podemos con esto.
—Eras un cerdo.
—Era, tú lo has dicho. Eso cambió en el segundo en que te vi.
Se sorbe la nariz y vuelve a centrar la atención en la pantalla, como si no hubiera pasado nada.
—Menos la vez que me pusiste los cuernos.
Por el amor de Dios, tengo que mantener la calma, que alguien me ayude. Respiro despacio para no soltar un montón de tacos y resistir la tentación de echarle el polvo del siglo. No sé cuál de estos dos sería más adecuado para lidiar con el sarcasmo: ¿el polvo de castigo?, ¿el de entrar en razón? Me lo estoy planteando con demasiada energía para un hombre que se encuentra en mi situación, castigándome a mí mismo como resultado. Necesito volver a lo que es importante de verdad.
—Te hablaré de la vez que te convertí en un petisú. —Me tranquilizo un tanto al recordar aquella noche fantástica—. Te recubrí de chocolate y nata y te lamí entera hasta hartarme. Tú me hiciste un striptease. Fue supersexy, pero también me lo pasé pipa viendo cómo intentabas dominar la situación.
Me mira con una sonrisa leve y cierta tristeza en los ojos. Quiere recuperar sus recuerdos a toda costa, y yo veo perfectamente que no poder hacerlo la está matando, igual que me está matando a mí.
—Todavía no has oído ni la mitad, Ava —añado—. Las cosas que hemos hecho, los momentos que hemos vivido. Hay un montón de recuerdos increíbles.
—Lo sé. —Levanta una mano, me la pone en la mejilla y la pasa por la incipiente barba—. Y aunque ahora mismo no me acuerde, me encanta que me cuentes nuestra historia. —Sonríe—. O por lo menos la mayor parte.
Cierro los ojos y le rozo la palma de la mano con la nariz, besándola en el centro. No quiero adelantar acontecimientos, pero tengo la sensación de que se está volviendo a enamorar de mí. Durante la mayor parte del tiempo, estar juntos hoy ha resultado de lo más sencillo y natural. Hasta las peleas tontas son muy nuestras. Sus reacciones conmigo en todos los sentidos son cien por cien Ava y cien por cien nuestras. Me pregunto si me sentiría satisfecho si recuperara únicamente su amor. ¿Sería suficiente sin sus recuerdos? Pues claro, yo me encargaría de que fuera suficiente. Pero parte de nuestra conexión tiene que ver con todo lo que hemos compartido desde que nos conocimos. Las cosas que nos hicieron más fuertes. Pero no se trata únicamente de las cosas que nos unieron más y nos hicieron más fuertes. No se trata únicamente de reconstruir todas esas cosas para ella y para mí. Hay una cosa que tiene que recordar como sea. O dos cosas, mejor dicho: Maddie y Jacob. No puedo permitir que esos recuerdos se desvanezcan, por muchos más que creemos. Tiene que recuperar los años de los niños. Tiene que hacerlo.
Me suena el teléfono y Ava lo coge. Es Jacob, por FaceTime, y cuando Ava se queda mirando la preciosa carita que aparece en la pantalla no tengo ni idea de qué hacer. No quiero disgustar a mi hijo y no quiero disgustar a Ava. He estado hablando con los niños dos veces al día, pero solo cuando Ava estaba en la ducha.
—¿Cómo es que lo veo? —pregunta, y me quedo callado un instante, confuso.
Entonces recuerdo que a mi chica no le faltan únicamente dieciséis años de recuerdos: le faltan dieciséis años de avances tecnológicos.
—Es FaceTime, como una videollamada.
—Ah. —Se muerde el labio inferior—. Deberías cogerlo —advierte mientras me tiende el teléfono, que sigue sonando—. Quiero verlos.
Me quedo estupefacto. Me alegro, pero me muestro precavido.
—¿Estás segura?
—Sí. —Me tiende el teléfono—. Cógelo.
—No quiero disgustarlos, Ava —alego, y me odio por decirlo. Si protejo a mis hijos, le hago daño a ella. Es imposible resolver bien este dilema.
El teléfono deja de sonar, y unos ojos me miran. Me siento un inútil.
—Por favor —suplica, y es como si me clavara un puñal en el corazón—. Necesito verlos, hablar con ellos.
Traga saliva y menea la cabeza. Sé que hay una parte de ella que echa de menos mucho más que sus recuerdos y a mí. Se ha pasado infinidad de horas en las habitaciones de los niños, tumbada sin más en sus camas con la esperanza de que le viniera algo a la memoria. Quizá me equivocase al mandarlos fuera.
—Siento un dolor aquí. —Se lleva la mano al pecho, al corazón, y yo reparo en su reluciente alianza—. Hoy ha sido un día maravilloso, y tendría un final perfecto si pudiera verlos.
Se me hace un nudo en la garganta de sentimiento de culpa, tristeza y demasiadas emociones más para poder tragarlo de golpe. ¿Cómo le voy a negar eso? Le cojo el teléfono y llamo a Jacob, reprimiendo cualquier muestra de inquietud. Me pongo cómodo en el sofá y animo a Ava a pegarse a mí mientras suena y el niño lo coge. Poco después le veo la cara. Mi hijo. Tiene el pelo mojado y lleva puesto un traje de neopreno.
—Hola, colega.
Veo que se debate entre el entusiasmo y la incertidumbre.
—¿Mamá?
—¡Hola! —lo saluda Ava como unas castañuelas.
Ve que su hijo se siente incómodo, y el instinto le dice que haga algo. El puto corazón me late de manera atronadora en el pecho.
Se oyen unos golpes de fondo, una puerta, creo, y de pronto a Jacob lo pilla por sorpresa su hermana.
—¿Está mamá? —pregunta Maddie, un tanto nerviosa cuando aparece en la pantalla con Jacob—. ¡Mamá! —No se siente incómoda en absoluto, sino entusiasmada.
Ava se inclina hacia delante para acercarse y toca la pantalla con un dedo.
—¿Cómo estáis? ¿Os lo estáis pasando bien con los abuelos?
—Hemos estado haciendo surf —cuenta entusiasmada Maddie—. Bueno, Jacob y yo. El abuelo se quedó pegado al paipo. —Ava se ríe y, ¡Dios!, yo podría llorar—. Mamá, ¿ya has recuperado la memoria? —Maddie, harta de hablar de surf, formula la pregunta que sabía que haría, a diferencia de Jacob, que solo lo pensaría.
Ava sonríe.
—Hemos hecho algunos progresos. —Me mira—. ¿Verdad, papá? —Su mirada me dice que no me venga abajo ahora, así que me froto deprisa los ojos y me aclaro la garganta.
—Grandes progresos —confirmo.
—Decidnos qué estáis haciendo —pide Jacob.
—Hoy tu padre me ha llevado a dar un paseo en moto —empieza Ava—. Hemos paseado por el parque, hemos parado en un café y hemos comido mi plato preferido. —Sonríe, y resisto la tentación de recordarle que en realidad no comió nada—. Y ahora estamos viendo fotos de nuestra boda.
—Y ¿te acuerdas de algo? —En los ojos castaños de Maddie, idénticos a los de su madre, hay tanta esperanza que no soy capaz de frustrarla.
—Ha habido algunas cosas, sí —respondo, y rodeo a Ava con un brazo y la estrecho contra mí—. Es como que tu madre sabe algunas cosas pero no está segura de cómo las sabe.
—¿Como qué? —se interesa Jacob.
—Como que sabía subirme a la moto de papá pero no recuerdo haber montado en moto antes. ¿No es guay?
Ava aplaude entusiasmada, y veo que es toda sinceridad. Nada salvo el deseo de una madre de asegurarse de que sus hijos son felices y se sienten tranquilos, pase lo que pase. Su forma de tratarlos, aunque no lo sepa, es ella al cien por cien. Lo lleva dentro, eso no se ha perdido.
—Después se ha puesto romántico y me ha llevado a dar un paseo por el parque, al sitio donde quedamos una de las primeras veces.
Los niños se miran, ponen los ojos en blanco y se meten los dedos en la boca, fingiendo vomitar. Me río, y Ava también.
—¿Qué más recuerdas? —insiste Jacob harto de ñoñerías.
—Recuerdo algunas cosas que tu padre me dijo en el pasado. Pero ya basta de esto. ¿Qué tal por ahí?
Ava se retrepa en el sofá y se pone cómoda, charlando feliz y contenta con nuestros hijos durante diez minutos largos. Yo me quedo donde estoy, me contento con verla. Podría salir de la habitación y ella ni se enteraría, y por primera vez en mi vida no me duele saber que no me echaría en falta si no estuviese aquí. Cuando termina, les lanza un beso y les promete que los llamará al día siguiente. Suspira al colgar, mirando el teléfono con una sonrisilla. Sigue soñando despierta unos minutos y después me busca.
—De todas formas no quería despedirme —la pincho un poco.
Ella se ríe y apoya la cabeza en mi pecho.
—Perdona.
—No te disculpes nunca por querer más a los niños que a mí.
Soy consciente de mi error nada más abrir la bocaza. Quererme. ¿Me quiere? ¿Podrá quererme? ¿Me querrá?
—Te quiero igual —afirma en voz baja, haciendo que yo baje la vista a la parte posterior de su cabeza. Su tono trasluce una incertidumbre inequívoca.
—No espero que despiertes de un coma y, sin que te acuerdes de mí, me quieras en el acto, Ava.
Nunca me ha dolido tanto decir algo. Ella se vuelve despacio, su cabeza en mis piernas, y me mira.
—Quiero a nuestros hijos —me dice, con la mano sobre el corazón—. Lo siento aquí.
Pongo una mano sobre la suya y se la aprieto, procurando no sentirme decepcionado. El instinto maternal es más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo. Puede que me duela, pero también me da fuerza. Si los próximos días son parecidos a este, quitando a Sarah, estará loca por mí en un abrir y cerrar de ojos.
Espero.
Rezo para que así sea.
No cabe duda de que el deseo está ahí. Me consuela pensar que así es como empezó todo entre nosotros. Con ese deseo. Ese anhelo. La necesidad de tocarnos. Y ahora lo veo en ella: lo que le está costando controlarse, la abrumadora necesidad de devorarme. Tengo que dejar que vaya a su ritmo, y ese ritmo hoy ha acelerado de manera satisfactoria. Pero también sé que se está conteniendo, y en el fondo tengo la sensación de que es porque tiene miedo. Tiene miedo de lo que siente por mí sin tan siquiera conocerme de verdad. Igual que lo tenía hace tantos años.
Ava intenta reprimir un bostezo, y le sale fatal.
—Hora de irse a la cama. —Me levanto y la ayudo a ponerse de pie—. Debes de estar agotada.
Deja que la empuje con suavidad por los hombros escalera arriba. Sonrío por dentro, pero me invade cierto sentimiento de culpa. Se está excediendo, y es culpa mía.
El habitual nerviosismo disminuye a medida que nos acercamos al dormitorio. Hoy hemos dado un gran paso adelante. ¿Sería demasiado pedir…?
—Buenas noches. —Se vuelve en la puerta y pone la mano en la manija, mordiéndose el labio al girarse.
Me muero por dentro. Una y otra vez. Me muero.
—Buenas noches.
Me doy la vuelta deprisa y voy al cuarto de invitados antes de que ella me vea la cara de desolación. Está claro que es pedir demasiado. Cierro la puerta sin hacer ruido, me desnudo y me meto en esa cama que tan poco familiar me resulta, que es fría y solitaria.
Me paso horas dando vueltas, no hay forma de quedarme dormido, aunque tampoco es que me sorprenda. Estoy a punto de darme por vencido e irme al sofá cuando oigo algo en el descansillo. Preocupado, me dispongo a levantarme para ir a ver cómo está Ava cuando el sonido de la puerta al abrirse me paraliza. La luz entra en la habitación por la pequeña rendija y se dibuja la silueta de un cuerpo que reconozco. Me tumbo despacio. Es de puta coña que el corazón empiece a martillearme en el pecho. Es de puta coña que no me atreva a mover un puto dedo. Es de puta coña que esté de los nervios.
Cruza la habitación de puntillas y aparta un poco la sábana para meterse en la cama conmigo. Soy como una puta estatua, dejo que me levante el brazo para acurrucarse a mi lado. Se acomoda y me pone una mano en el pecho. Es uno de los momentos más bonitos de mi vida. Tan sencillo, pero tan significativo: no puede dormir sin mí. Me da lo mismo que nos separe una barrera de encaje. Me da lo mismo que técnicamente esa no sea la postura adecuada. Entonces suspira y se mueve, se me sube al pecho y extiende su cuerpo sobre el mío, la cara en mi cuello. Sonrío aspirando su olor discretamente, le paso un brazo por la espalda y la estrecho contra mí.
En cuestión de minutos escucho su respiración acompasada, y poco después me pesan los ojos. El hecho de que no sea nuestra cama y tenga bultos carece de importancia. Podría estar en una cama de clavos y sentirme satisfecho. Porque Ava está aquí. Con su hombre.