CAPÍTULO 26
Después del ataque al corazón de ayer, hoy he retenido a Ava en casa y le he dado una clase intensiva para que aprendiera a usar el teléfono. Solo la he dejado salir para ir a terapia, y la he llevado, he esperado a que terminara y la he traído a casa. Y ella no ha puesto ninguna objeción. No había pasado tanto miedo en mi vida, joder. Todo el tiempo que estuvo ausente intenté razonar conmigo mismo. Intenté mantener la calma. Pero no sirvió de nada. Estaba aterrorizado y luego, cuando la encontré, el terror se convirtió en rabia. No pude contenerme. Pero ¿en qué estaba pensando Ava? ¿Desaparecer así? He tardado nada menos que veinticuatro horas en conseguir que mi corazón vuelva a latir con normalidad.
Ahora la estoy esperando a la entrada, vamos a cenar con nuestro grupo de amigos. Voy arriba y abajo, una y otra vez. ¿Dónde coño está? Miro el Rolex y suspiro. Normalmente yo estaría arriba, ayudándola a mi manera, pero ya nada es normal en nuestra vida.
Me acerco al espejo y miro mi terno gris de Wentworth, me tiro de las solapas de la chaqueta y me enderezo la corbata azul.
—Perfecto, Jesse —me digo, y me paso la mano por el pelo, pero esta se detiene a medio camino.
Puede que el traje sea impecable y que me siente bien, pero parezco cansado. Agotado, a decir verdad. Joder, he envejecido diez años en dos semanas. Gruño, abro y cierro los ojos verdes y me toco la nuca. El estrés ha hecho mella en mi piel, me empaña la mirada. De hecho, aparento la edad que tengo, y eso es una puta mierda cuando se tienen cincuenta años. Me saco el teléfono del bolsillo y llamo a mi madre.
Lo coge enseguida.
—¿Jesse? ¿Va todo bien?
—Sí, mamá. Ahí estamos. —Lo último que me apetece es darle más motivos de preocupación de los que ya tiene, que son muchos—. Quiero hacerte una pregunta.
—Adelante.
—Pero dime la verdad.
—Claro.
—¿Qué edad aparento?
Tras una breve pausa, mi madre suelta una risita.
—Cariño, parece que tienes cuarenta años, ni un día más.
Me vuelvo a mirar en el espejo y profiero un sonido de burla entre dientes.
—Solo lo dices para que me sienta mejor.
—Estás cansado, hijo.
—Hecho una puta mierda.
—Jesse Ward, esa boca.
—Perdona —gruño, y sigo tocándome el pelo—. ¿Cómo está papá?
—Preocupado. —No se anda con rodeos. Tampoco es que sea necesario, todo el mundo está preocupado—. ¿Qué tal Ava? ¿Alguna mejora?
—Alguna —admito; ojalá pudiera decirle que ha habido grandes progresos—. El médico está contento con las pequeñas señales que hemos visto hasta el momento.
—Me alegro. Estarás satisfecho.
Afirmo con poco entusiasmo, y me digo una vez más que espero demasiadas cosas demasiado deprisa.
—Te tengo que dejar, mamá. Voy a salir a cenar con Ava.
—Qué bien. —Parece entusiasmada—. Imagino que te hará mucha ilusión.
La verdad es que no.
—Pues sí. Es como volver a salir.
—En ese caso, asegúrate de cortejarla debidamente.
—¿Me estás aconsejando cómo llevar esta relación? —pregunto, y enarco una ceja con aire burlón. Conozco a mi mujer desde hace más de doce años, no necesito consejos sobre cómo cortejarla.
—Bueno, todos sabemos lo perseverante que fuiste cuando empezasteis a salir.
—Ya te lo he dicho, Ava exagera. Te llamo mañana.
Cuelgo, dispuesto a soltar un grito al pie de la escalera para mostrar mi impaciencia, pero me suena el teléfono. Lo cojo sin mirar.
—¿Sí?
—¿Jesse? —La voz de Sarah se me cuela en el oído y me quema el cerebro.
—¿Quién te ha dado mi número?
Me enfado en el acto. Estoy que echo putas chispas. ¿Es que no sabe lo que le conviene? Oigo que se cierra la puerta del dormitorio.
—No vuelvas a llamarme, Sarah.
—Es que necesito…
Le cuelgo, y hago un esfuerzo supremo para calmarme antes de que Ava cuestione el estado en el que estoy. «Relájate. Tranquilo». Entonces veo a mi mujer.
—Pero ¿qué coño es eso, Ava?
Me sale así sin más. Pero, por el amor de Dios, ¿qué coño se ha puesto? La miro boquiabierto, escudriñando minuciosamente el vestidito rojo. No tardo mucho.
—¿Qué?
Se pasa las manos por la parte delantera del vestido. Confío en que profiera una suerte de grito de espanto cuando vea cómo se pega el vestido a su cuerpo menudo, pensando que quizá no ha visto el espejo grande al salir del vestidor. Pero no escucho ningún grito ahogado. Tan solo veo una ceja enarcada, una expresión inquisitiva cuando me mira. Estoy nervioso.
¿Qué? ¿Qué? Empecemos por el largo de la puñetera prenda.
—¿De dónde has sacado eso? —pregunto.
—Estaba en el fondo de mi armario.
Resoplo. En el fondo del armario, para que yo no lo viera. ¿Cuándo se lo compró? ¿Cuándo pensaba ponérselo? Mierda, ¿se lo habrá puesto ya?
—Ya te lo estás quitando.
Ladea la cabeza y su largo pelo roza por un lado las tetas, que lleva medio al aire.
—De eso nada.
—Por encima de mi cadáver descompuesto, Ava. Tú y yo tenemos un trato —le digo mientras subo la escalera a su encuentro, dispuesto a darle media vuelta y enviarla de regreso a su habitación, castigada.
Sus ojos me siguen hasta que me tiene delante, en el rostro escrita la confusión.
—¿Qué trato?
—Te pones lo que yo te digo que te pongas.
Le coloco las manos en los hombros para darle la vuelta, pero ella se zafa, profiriendo un sonido burlón.
Baja la escalera antes de que me dé cuenta de que se me ha escapado, dejándome arriba, sin dar crédito.
—Pues el trato ha cambiado —asegura, al tiempo que se pone un pendiente.
¿Perdona? Bajo volando.
—No puedes cambiar el trato.
—Lo acabo de hacer.
Desaparece en la cocina mientras yo giro al llegar abajo a más de ciento cincuenta por hora, derrapando al tomar la curva para ir tras ella.
Cuando llego está cogiendo el bolso de la isla, la expresión de su cara suplicando que la desafíe. Y vaya si pienso hacerlo. ¿Es que no me conoce? Sufro espasmos cerebrales solo de pensarlo, y aparto la idea antes de que le dé demasiadas vueltas al hecho de que, evidentemente, en este momento no me conoce. Bueno, pues me va a conocer muy pronto.
—El vestido va fuera.
Se lo sube más incluso, y me deja de piedra tamaña muestra de insolencia. Y descaro. Y bravuconería.
—El vestido se queda. —Se mira otra vez—. Se me pega donde se me tiene que pegar.
No le hace falta que se le pegue. Lo que le hace falta es un vestido que tenga al menos treinta centímetros más de largo. Sabe que por lo general no respondo de mis actos si algún capullo descerebrado hace algún comentario fuera de tono o grosero, y las probabilidades de que eso suceda cuando Ava lleva un vestido así se multiplican por un millón.
—Y dime, ¿qué piensas hacer?
Otro desafío, y tengo que hacer un esfuerzo para no echarme a reír.
—No deberías preguntarme eso. Soy muy capaz de volver a hacerlo.
Voy al cajón, lo abro y rebusco entre los cubiertos. Señor, dame fuerza: el vestido apenas le tapa el culo.
—Las tijeras están en el otro cajón —informa tan tranquila, casi con naturalidad.
—¿Cómo?
Casi me pillo los dedos cuando cierro el cajón de golpe. Me vuelvo para mirarla. ¿Cómo ha sabido que buscaba las tijeras?
Con cara un tanto inexpresiva, levanta un brazo y señala otro cajón.
—En ese.
Ya no tiemblo de rabia: ahora tiemblo de entusiasmo, pero me obligo a adoptar una actitud parecida a la indiferencia. Me cuesta un puto huevo. Esto es muy grande. Me acerco despacio al cajón y pongo la mano encima, sin apartar los ojos de ella.
—¿Este?
Asiente, lo abro y busco a tientas las tijeras. Las saco y cierro el cajón tranquilamente. Ava me mira con el ceño fruncido.
—De todas formas, ¿para qué quieres las tijeras?
Me niego a dejar que su repentina confusión me desanime. Lo que acaba de pasar ha sido otro rayo de esperanza. Las sostengo en alto, señalo con ellas el ofensivo vestido rojo y las abro y las cierro en el aire.
—¿Te quitas el vestido o te lo quito yo con las tijeras? —Ladeo la cabeza, algo serio, pero sobre todo juguetón.
La verdad sea dicha, ahora mismo le permitiría que lo llevara. Mi humor ha cambiado considerablemente.
De pronto lo comprende y se queda boquiabierta.
—Dios mío, ¿me cortaste el vestido? —Se lleva las manos a ambos lados de la cabeza y se aprieta las sienes, estrujándolas como si de ese modo pudiera hacer que la memoria saliera a la superficie—. ¿Qué clase de capullo irracional eres?
—El capullo al que tú quieres —afirmo, y avanzo, abriendo y cerrando las tijeras, una sonrisa taimada asomando a mis labios—. Quítate el vestido.
—Que te den, Jesse.
Está absolutamente indignada, y ello me trae bonitos recuerdos.
—Joder, ¿de verdad te dejé hacer eso?
—Sí. Estabas demasiado distraída con mi esplendoroso atractivo para darte cuenta de lo que estaba haciendo hasta que fue demasiado tarde.
Resopla.
—En mi vida he conocido a nadie con más ego.
—Claro que sí.
Continúo andando, dispuesto a abalanzarme sobre ella cuando salga corriendo.
—Y te casaste con él.
—Debía de estar loca.
No me ofendo, no permito que sus palabras me desconcierten, ya que en su tono no hay ninguna convicción. Tan solo deseo.
—Completamente loca —musito, y sonrío cuando empieza a retroceder para poner distancia entre los dos.
—Completamente loca —repite, sus ojos rebosantes de un deseo profundo—. Y aquí el que está completamente loco eres tú.
Se da con el culo contra la encimera, que le corta la retirada. Llego hasta ella y pego mi cuerpo al suyo. Me inclino y acerco la boca a su oreja.
—Quítatelo.
—No.
Está siendo rebelde porque sí, jugando. Sabe que, de una manera u otra, se va a quitar el vestido.
—Vas camino de un polvo de represalia.
Me mira sorprendida, mi promesa sacándola del estado de trance en el que se encuentra. Me abofeteo deprisa. ¿Me he pasado? Ava se ríe, entre perpleja y guasona.
—¿Qué demonios es un polvo de represalia?
Noto que el calor me sube a las mejillas, y a ella no se le pasa por alto, su mirada saltando de mi cara a mis ojos. Son tantas las cosas alucinantes que aún no sabe. Ha llegado el momento de abordar el tema de los polvos. Si bien los distintos polvos que le echaba a mi mujer era algo que ambos teníamos perfectamente claro, jamás me imaginé cómo le sonarían a una extraña. Y ahora mismo, por doloroso que sea, mi mujer prácticamente es una extraña. Genial. Así que vamos a hablar de polvos. ¿Por qué no he mantenido la bocaza cerrada y me he centrado en quitarle el vestido?
Cojo aire, desconfiando de la sonrisilla que luce. Puede que dentro de un minuto no sonría.
—¿Te quieres sentar?
—¿Es preciso?
—Probablemente —reconozco, y me quito de donde estoy a regañadientes.
Va hasta el taburete y se acomoda despacio, sin dejar de mirarme.
—Dime, ¿qué es un polvo de represalia?
—Es como un castigo, diría yo.
Me encojo de hombros y dejo las estúpidas tijeras.
Parece horrorizada, lo que confirma todos los motivos que tengo para que esta conversación me preocupe.
—¿Me castigas?
—Sí, pero te gusta.
—¿Me gusta que me castigues?
Me cago en la leche. ¿Cómo puedo explicárselo de manera que tenga algún sentido?
—Es un juego —empiezo, y me muerdo deprisa el labio antes de seguir—. Un juego de poder. Tú siempre me sigues la corriente. —Joder, ¿cómo sueno?—. Las esposas…
Echa atrás la cabeza rápidamente y profiere un sonido de desaprobación. Luego se lleva las manos a la cabeza con una mueca de dolor. El sentimiento de culpa hace que me den ganas de llorar y me acerco a ella para tranquilizarla, pero freno en seco cuando Ava levanta la mano para advertirme que no lo haga.
—¿Esposas? Otra vez las esposas. ¿No las usaste solo para hacer la gracia el día de nuestra boda?
Joder. Me encojo de hombros avergonzado.
—Forma parte del juego.
Ava mira hacia otro lado, las manos aún en la cabeza, frotándosela ligeramente.
—¿Quién manda aquí? —pregunta, dócil.
Siento que en mi interior se enciende otra chispa de vida, y me planto deprisa en el taburete frente a ella, le quito las manos de la cabeza y se las agarro con fuerza.
—Yo.
Cambio las manos por las mejillas y la beso en la boca.
—Siempre yo.
—Pero algo me dice que en realidad mando yo —comenta contra mis labios y yo sonrío como un demente, porque tiene razón.
—Eso es lo que me dices siempre, señorita.
Le rozo la nariz con la mía.
—Y entonces me castigas.
Me quita las manos de las mejillas y nuestros dedos se entrelazan.
—¿Por qué?
—Por no hacer lo que te digo. Y a veces utilizo el polvo recordatorio, para recordarte cuál es tu sitio.
Me mira fijamente, con los ojos muy abiertos.
—De represalia, recordatorio. Muy bonito todo.
El sarcasmo que destila es evidente.
—¿Qué otros polvos tenemos?
—Creo que tu preferido es el de la verdad.
—¿Por qué?
—Porque eres tú la que me esposa, normalmente cuando estoy dormido.
La miro ceñudo, no lo puedo evitar.
—Y utilizas tu posición de poder para sonsacarme información.
Arquea las cejas y me mira de arriba abajo. Se está imaginando cómo será inmovilizarme. Es emocionante y terrorífico a la vez. Sobre todo cuando son tantas las cosas que tiene que aprender sobre nosotros. En ese mismo instante decido que, en realidad, no me gustaría nada que Ava volviera a echarme un polvo de la verdad. Anoto mentalmente que debo buscar las esposas y esconderlas en algún sitio donde no pueda encontrarlas.
—Luego está el de disculpa —continúo.
—¿Quién se disculpa? —se apresura a preguntar, aunque sé que lo sabe.
—Tú.
—¿Por qué?
—Normalmente por rebelarte.
Se vuelve a reír.
—¿Por llevar un vestido inapropiado, por ejemplo?
—Exacto.
—Entonces ¿me vas a obligar a disculparme?
Joder, nada me gustaría más. Mi polla me está gritando que lo haga.
—No estoy seguro de que ahora mismo estés para eso.
—¿Por qué? ¿Qué me obligas a hacer? —Su expresión de horror aumenta por momentos.
¿Obligarla? No le obligo a hacer ninguna puñetera cosa. Ni se me ocurriría. Aprieto los labios. Joder, debo de parecer un monstruo. Toso y me miro la entrepierna, y Ava se levanta de un salto del taburete.
—¿Me tomas el puto pelo, Ward?
Más chispas, más vida.
Me ha llamado «Ward», y eso solo me lo llama cuando está hecha una furia conmigo. Y ¿qué hago yo cuando dice tacos?
—¡Vigila esa puta boca! —grito, la fuerza haciendo que Ava retroceda unos pasos.
—¡Que te jodan! —suelta, y sale de la cocina con paso airado.
Mierda, no la puedo querer más. Voy tras ella, escuchando sus resoplidos y sus bufidos indignados por la escalera.
—Ava —la llamo, y corro tras ella, subiendo los escalones de tres en tres.
—Que te jodan. Eres un capullo hipócrita, Ward. ¿Mi boca? ¡Y la tuya qué!
Noto que cojea ligeramente cuando da los últimos pasos.
—Me has llamado «Ward» —me apresuro a explicarle, y ella se detiene—. Siempre me llamas así cuando estás cabreada conmigo.
Se vuelve despacio y le veo la cara, el gesto pensativo.
—Supongo que te llamaré Ward todo el tiempo —masculla.
—Unas cuantas veces al día —admito, y me encojo de hombros como si tal cosa—. Casi siempre me sigues la corriente y me das lo que necesito.
Le ofrezco la mano desde unos escalones más abajo, resignándome a que ese día no se quite el vestido. Pero más le vale que me contenga si algún pervertido la mira de más.
—Y lo que más necesito eres tú.
Se ablanda y lanza un suspiro tranquilizador.
—Y después te pones todo romántico.
Esbozo una sonrisa que sé que es tímida.
—Todo el mundo sabe que tengo mis momentos.
—¿Como por ejemplo?
El tono de interés que pone me entusiasma: quiere información, y yo estoy más que encantado de dársela.
—También tenemos polvos románticos, ¿sabes?
Se ríe con ligereza.
—Vaya, qué alivio.
—Tenemos sexo soñoliento de madrugada. Y sexo soñoliento. Y el polvo del compromiso. Echamos montones de esos cuando estabas embarazada de los mellizos.
—Y ¿cómo es un polvo del compromiso?
—Algo de dureza y mucha suavidad. Y, para que conste, señorita, eras tú la que quería la dureza.
Asiento cuando suelta una risa ligera, sorprendida.
—También está el polvo silencioso, por lo general cuando nos quedábamos en casa de tus padres.
Su risa ligera se transforma deprisa en una carcajada.
—Me amordazas, ¿a que sí?
—Eres incapaz de llevar el placer en silencio, Ava. ¿Qué quieres que te diga?
Me encojo de hombros al tiempo que sonrío con chulería, y ella menea la cabeza, consternada.
—Continúa —me pide.
Subo un peldaño, de manera que nuestros ojos quedan a la misma altura.
—El polvo de propuesta de matrimonio fue bastante romántico.
—¿Me pediste que me casara contigo mientras teníamos sexo?
—De hecho, tú estabas esposada a la cama, y no te solté hasta que dijiste que sí.
Ahora está a punto de caerse de culo de la risa. Sé que son muchas cosas que asimilar, pero por lo menos se ríe, y ya no está furiosa.
—No me puedo creer lo que me estás contando.
—Pues créetelo, nena. Pero si así te sientes mejor, que sepas que te lo volví a pedir. De rodillas, delante de tus padres.
Veo su cara de satisfacción. Es como si soñara despierta, se lleva una mano al pecho. Eso le gusta. Sé lo mucho que le importa lo que piensan sus padres. Cuando están ellos cerca, trato de comportarme. Con todas mis fuerzas. No siempre lo consigo, pero por lo me nos lo intento. Lo que cuenta es la intención.
—Era mi cumpleaños. No podías decirme que no.
Sonríe.
—Y ¿cuántos años tenías?
—Veinticinco.
Desvía la mirada, entre risitas, está claro que acepta todo esto: su vida, mi vida, nuestra vida.
—Un momento. —Clava la vista en mí—. ¿Por qué me pediste que me casara contigo dos veces?
Toda la satisfacción que me corre por las venas se vuelve agria, y mis labios dibujan una línea recta, de enfado. No estoy enfadado con ella, más bien conmigo mismo.
—Nos peleamos.
—¿En serio? ¿Tú y yo peleándonos? Bah, imposible.
Ahí está: el sarcasmo.
—Ese sarcasmo…
—No me pega. Lo sé. ¿Por qué me pediste que me casara contigo dos veces?
—¿Podemos volver a los polvos?
Ava ladea la cabeza, impaciente.
—Di.
No puedo volver a revivir el momento, y no me da miedo decírselo.
—Da lo mismo. Solo hace falta que sepas que me castigué y tú me castigaste también.
Saca sus conclusiones con rapidez, y se estremece, como si el puto látigo pudiera golpearla mentalmente.
—Así que me pusiste los cuernos cuando estábamos prometidos, ¿no?
—Joder, ¡no! —exclamo, y la idea me repugna.
Señor, dame fuerza. No la insultaré diciéndole que casi no nos conocíamos, ni me defenderé por lo que hice. Lo hecho, hecho está. Es algo que no puedo cambiar. Me odio cada día por ello, pero está hecho.
—Te enteraste cuando estábamos prometidos, y por eso volví a pedirte que te casaras conmigo. En condiciones. Intentaba demostrarte que podía ser el hombre que necesitabas además del hombre al que deseabas.
—Ah —es cuanto dice.
Bien. Pasemos a otra cosa. Al polvo que más utilizamos en nuestra vida.
—Últimamente el que más nos gusta es el polvo del peligro.
—¿Eso qué es?
—Cuando los niños están en un radio de un kilómetro y medio.
Sonríe de nuevo, y yo también.
—Y ahora, ¿vamos a cenar?
—Eso depende.
Levanta la nariz, a la espera de que le pregunte de qué depende exactamente que vayamos o no. Pero no hace falta que le pregunte. Pongo los ojos en blanco con aire teatral, me la echo al hombro, teniendo presente su cojera, y bajo la escalera con ella a cuestas.
—Puedes llevar la mierda esa de vestido.
Ava sonríe victoriosa y me rodea el cuello con las manos.
—¿Ves como no era para tanto?
—Todavía no hemos salido de casa. Y no deberías haberte puesto tacones, he visto que cojeas.
—No cojeo.
—¿Estás discutiendo conmigo?
—Sí.
Arrugo la nariz y rozo con ella la suya.
—¿Llevas encaje debajo de esa cosa roja?
—No tenía mucho donde elegir. En el cajón de las bragas solo hay encaje.
—Bien.
La saco de casa, la acomodo en el Aston y le coloco el cinturón. No protesta, se deja hacer mientras se lo abrocho.
—Llegamos tarde —comento cuando me miro el Rolex al cerrar la puerta y dar la vuelta al coche; ya ante el volante, arranco y acelero un par de veces.
—Es culpa tuya, por tener que explicarme todos esos polvos.
Se mira en el espejo y se da un poco de brillo en los labios.
—Por cierto, ¿cuál era tu preferido?
Suelto una risotada estridente mientras enciendo el equipo de sonido y Youth, de Glass Animals, inunda el coche.
—Todos salvo el de la verdad.
Subo el volumen y salgo disparado, recordándome que tengo que buscar las esposas y esconderlas.