CAPÍTULO 50
Mientras acompaño a Ava a su cita el martes, me surgen un montón de preguntas. ¿Deberíamos informar al doctor Peters del embarazo? ¿Son más elevados los riesgos debido al estado en que se encuentra Ava? Se le olvidan cosas todo el tiempo. Pequeñeces, pero la cuestión es que se le olvidan. ¿Tendrán que hacerle otro TAC? Y, de ser así, ¿pondrá en peligro la salud del niño? Y luego está la edad, aunque jamás se lo diría a ella, pero ya no tiene veinte años.
Me empieza a doler la cabeza.
—Para —dice Ava a mi lado, en el coche, mirándome como si supiera lo que estoy pensando.
No cabe duda de que lo sabe. Para mi mujer soy transparente. Y ahora, teniendo en cuenta la presencia de ese dique que contiene sus recuerdos, me sorprende más aún su capacidad. Me pone la mano en el muslo, y respiro hondo y le aprieto los dedos.
—¿Por qué no me cuentas cómo fue la primera ecografía con los mellizos? —sugiere, a todas luces intentando distraerme para que no me preocupe, y funciona.
La risotada que suelto llena el coche. Aquel momento. Cómo dejé de sentir las piernas cuando el médico señaló dos corazones. No sabía si reírme o llorar. Sin embargo, mi alegría se desvanece cuando recuerdo cómo acabamos en el hospital para que nos hicieran una ecografía no programada. Una ecografía para comprobar si mis hijos seguían vivos. El estómago se me revuelve, un sinfín de flashbacks asaltando mi cabeza: el accidente de Ava, el robo del coche…, ver cómo le corría la sangre por la desnuda pierna. Me estremezco, y sé que Ava lo nota, porque se mueve inquieta en el asiento y ladea la cabeza, mirándome con la frente surcada de arrugas.
—¿Qué pasa, Jesse? Estás blanco como la pared.
—Nada.
Mierda, tengo que reponerme. Esbozo una sonrisa para tranquilizarla. No mencionaré que me robaron el coche ni que el conductor sacó a Ava de la carretera. Ese fue el principio de los acontecimientos que acabarían ocasionando los peores momentos de nuestra vida. No es preciso que tenga esa información. Ahora no. Quizá nunca.
—El día de la primera ecografía… —medito, centrando mi atención en la carretera—. Por aquel entonces tú no sabías que yo tenía un hermano mellizo.
—¿No lo sabía? —Parece sorprendida, y no debería extrañarme—. ¿Por qué?
Me encojo de hombros con absoluta naturalidad.
—Ahora ya sabes que tenía un pasado. Esa era una de las partes más dolorosas, y hablar de ello no era mi prioridad. —Le dedico una sonrisa cuando me aprieta la mano—. Cuando el médico nos dijo que había dos corazones en tu barriguita, me llevé un buen susto.
Ava suelta una risita, el sonido dulce y puro, su mano pasando a su tripa y describiendo círculos.
—No contaba con tener mellizos, y cuando descubrí que íbamos a tener dos hijos, me retrotraje a una época de la que nunca hablaba.
Ahora su sonrisa es triste, como la mía, así que decido romper el ambiente sombrío, porque en último término fue un momento maravilloso. Una vez que superé el susto.
—El médico nos dijo que escuchaba perfectamente dos corazones. Tal cual. Dos. Me pilló desprevenido.
Sonrío, recordando de sobra la ingravidez de mi cuerpo en ese instante, porque se oían latidos, y eso suponía un alivio inmenso después del accidente, pero vino acompañado de una sensación de absoluta confusión.
—Seguro que el cerebro no me regía bien, porque lo único que recuerdo que pensé fue: «¿Mi hijo tiene dos corazones?». Creo que incluso lo dije.
Ava suelta una carcajada y ese sonido y su evidente regocijo me hacen reír a mí. Esto es lo único importante: las cosas buenas, los recuerdos felices. No paro de cuestionar mi decisión de ocultarle las cosas chungas, pero cuando la veo así, tan alegre y animada, esa duda se ve acallada por su cara de satisfacción.
—Entonces también pensaste que tenía bastante gracia. —Le dedico una sonrisa traviesa—. Qué bruta.
—Y me hablaste de tu hermano.
Asiento, y entramos en el aparcamiento del hospital.
—Parecía el momento adecuado. Nos dimos un baño, estuviste siglos echada encima de mí y te conté la historia de Jacob y mía. —Le guiño un ojo—. Después nos lo montamos en la bañera.
—Parece una forma estupenda de terminar un día emocionalmente estresante.
No sabe cómo.
—Cuando estoy perdido en ti, en mi mente no hay cabida para nada más. Eres el mejor de los alivios, Ava. Siempre lo has sido y siempre lo serás. —Encuentro un hueco y apago el motor, y me vuelvo para mirarla—. Mientras siempre recuerdes esto, tú y yo estaremos bien.
No pone objeciones, ni siquiera me mira disgustada. Lo que hace es pasarse a mi lado y sentárseme encima. Los oscuros ojos le brillan, reflejan auténtica felicidad. Apoyando la frente en la mía, lanza un suspiro mientras mis manos rodean su cintura.
—Lo recordaré siempre —promete, y hago una mueca de dolor, confiando en que no haya malinterpretado lo que le he dicho.
—No estaba sugiriendo que renuncies a tus recuerdos y te quedes solo con este.
—Lo sé. —Me pone las manos en las mejillas, su mirada clavada en la mía—. Pero tienes razón. Puede que tenga que aceptar que estos son todos los recuerdos que voy a recuperar, y tú también, Jesse.
Lo dice con serenidad, en tono tranquilizador, y el hecho de que tenga razón me causa dolor. Esa es la realidad.
—Tengo lo más importante: a ti y a los mellizos. Y estoy viva.
Desvío la mirada, un dolor intenso me atraviesa y me estremezco.
—Ava, no.
—Pero tengo razón. —Me obliga a mirarla—. No he pensado en otra cosa. Sé que aquí es donde debo estar. Contigo y con nuestros preciosos hijos. El amor que siento es inmenso, y me dice, por encima de todo, que estoy en casa. Puedo sacrificar algunos recuerdos por esa sensación. Y tienes que estar conmigo en esto. Seguir contándome las cosas importantes, pero sin mortificarte cuando no produzcan ningún resultado. O el estrés acabará contigo. Te necesito, ahora más que nunca.
Joder, me tiembla el labio. ¿Cómo puede estar tan entera? Asimilo todo lo que me dice, pero algunas de sus palabras hacen una profunda mella en mí. «Seguir contándome las cosas importantes».
—Lo haré.
Tengo la voz empañada por la emoción y en la cabeza una desagradable mezcla de vergüenza y determinación. Puede que sea cobardía, pero paso por alto lo anterior y la beso con fuerza, refugiándome en el alivio que me proporciona nuestra intimidad.
—Vamos a llegar tarde.
Le mordisqueo la comisura de la boca, me separo y abro la puerta del coche.
—Vamos a ver a nuestro hijo.
El brillo de felicidad que veo en sus ojos me obliga a replantearme el hacerle algunas confesiones. Mi deber es protegerla, y eso es exactamente lo que estoy haciendo.
Está pasando las páginas de la revista a un ritmo endiablado, lo que me dice que no las está leyendo, tan solo las ojea. Le sirve para mantenerse entretenida mientras esperamos a que nos llamen. Para ocupar las nerviosas manos. Nada más sentarnos, se ha esfumado toda su apariencia de calma y eso me ha puesto muy nervioso a mí. Poso una mano en la revista, impidiendo que pase de página. Ava me mira.
—¿Qué te ocurre? —pregunto.
Deja la revista en la mesa que tenemos delante, cierra los ojos y empieza a hacer respiraciones largas, controladas.
—Ava, nena, ¿qué sucede?
—Mira a tu alrededor, Jesse —prácticamente susurra mientras echa una ojeada a la sala de espera—. Todas esas parejas.
Somos una de las seis parejas que están esperando. Cabría pensar que, dado el estado en que se encuentran estas mujeres, les darían algo más cómodo para sentarse que las sillas de plástico que hay. Con esa idea en mente, levanto a Ava del duro asiento que ocupa a mi lado y la siento encima de mí para que esté más cómoda.
—No te entiendo —admito, pasando por alto la mirada curiosa de los otros hombres de la sala de espera, que deberían seguir mi ejemplo: sus mujeres deben de tener el culo cuadrado, a la mía le falta poco.
—Son todas tan jóvenes…
«Vaya, tocado». Podría haberme dado una patada en el estómago. Echo un vistazo y me doy cuenta de que está en lo cierto. Y con esa certeza me vuelve a asaltar la duda. La duda, esa cabrona capaz de meterse en la cabeza del más seguro de los hombres y comérselo vivo por dentro. Pues bien, no se lo permitiré. Saco pecho y levanto el mentón. Y lanzo una mirada feroz a los futuros padres de veintitantos y treinta y tantos años, incapaz de evitarlo. Puede que yo tenga cincuenta, pero soy más hombre que cualquiera de ellos.
—Puede que sean más jóvenes, nena, pero nosotros tenemos experiencia. —Asiento con resolución.
—Puede que tú sí —responde en voz queda, insegura.
Soy consciente de mi error de inmediato. Mierda. «Cierra la puta boca, Ward».
—Yo no me acuerdo de nada.
Suavizo el gesto.
—No sigas por ahí —ordeno con aspereza, pues no soporto oír que también a ella la asalten las dudas de repente—. Cuando Kate se puso de parto, supiste exactamente qué hacer. Al igual que las demás cosas, todo sigue ahí, dentro de ti. —Le acaricio la punta de la nariz con un dedo—. Así que déjalo ya.
Relajándose en mi regazo, asiente y se aferra con todas sus fuerzas a la confianza que transmito. Por mi parte, me doy un rápido cachete mentalmente, diciéndome que no debo permitir que vuelva a ver mi incertidumbre. A partir de ahora, a toda máquina.
—Ava Ward.
Miramos los dos al otro lado de la sala de espera y vemos a una mujer con una bata blanca, el pelo violeta revuelto y demasiados piercings en las orejas. Su mirada es dura, aunque la sonrisa cordial.
—Arriba.
Levanto a Ava y me palpo el bolsillo cuando me suena el teléfono.
—Es del colegio.
Dudo que exista un solo padre en este mundo al que no se le pare el corazón cuando recibe una llamada del colegio de sus hijos. A mí, desde luego, se me ha parado. Lo cojo, haciendo un esfuerzo supremo para que no me tiemble la voz y el grado de estrés no me provoque un infarto.
—¿Sí?
—Señor Ward, soy la señora Chilton.
—¿Va todo bien? ¿Los niños?
—No pasa nada, señor Ward. No se preocupe.
Esas palabras son un puto bálsamo, y hago un gesto afirmativo a Ava, que me mira con cara de preocupación, diciéndole sin palabras que no se agobie.
Soy consciente de que la especialista nos está esperando y levanto un dedo para indicarle que solo será un momento.
—¿A qué se debe entonces su llamada?
—Al parecer a Maddie le duele la cabeza.
Me quedo callado mirando el móvil, amusgando los ojos con recelo. Ava ladea la cabeza con cara de interrogación, así que me apresuro a tapar el micro del móvil para informarla:
—A Maddie le duele la cabeza.
—Pues esta mañana estaba bien.
—Estaba bien, y también estaba un poco enfadada porque no podía venir a la ecografía. —Alzo las cejas y miro a mi preciosa mujer para ver si me sigue.
—Menudo morro tiene.
En efecto.
—Señora Chilton, ¿le importaría ponerla al teléfono?
—Desde luego que no. Un segundo.
Se escucha un crepitar en la línea, y mientras espero a que mi tramposa hija se prepare para hablar con su padre, hago a Ava una señal afirmativa.
—Ve tú. Yo iré dentro de dos segundos, en cuanto meta en cintura a nuestra hija.
Ava menea la cabeza, pero sonríe afectuosa cuando entra en la consulta.
—H… o… la —saluda Maddie, como si hubiera tragado ácido y un montón de clavos oxidados.
Debo recordarle a mi hija que son pocas las cosas que se me escapan.
—Hola, cariño —respondo.
—H… hola, papi.
«¿Papi?» Vaya, está actuando mejor que cualquier actor oscarizado que conozca. Me hago a un lado y apoyo un hombro en la pared.
—¿Qué pasa, hija? —Le sigo la corriente, sonriendo—. Cuéntaselo a papi.
—Me duele la barriga.
Enarco las cejas.
—Qué raro, porque la señora Chilton me ha dicho que te dolía la cabeza.
—Las… las… dos cosas —grazna.
—Y ese dolor de cabeza y de barriga también te afecta a la voz, ¿no?
Silencio.
—¿Y bien?
—También me duele la garganta —espeta indignada, cada palabra perfectamente clara.
—Vaya, vaya, yo diría que te has metido en un lío. —Me separo de la pared y voy hacia la consulta donde me está esperando Ava—. Escúchame bien, señorita. ¿Has oído hablar de Pedro y el lobo?
—No.
—Pues búscalo en Google. Y que sepas que te he pillado, bonita. Me tengo que ir. Tu madre me está esperando.
—Quiero ver al niño —gimotea al teléfono, haciendo como que llora después—. No es justo.
—Te enseñaré imágenes —le aseguro—. Te lo prometo.
La verdad es que les agradezco a los dos que hayan aceptado la noticia sin dramas. Salvo, claro está, lo de fingir enfermedades.
—Cariño, la verdad es que ahora mismo no hay mucho que ver. Es un cacahuete. Te dejo venir a la eco de la vigésima semana, ¿vale?
—¿En serio? —La felicidad que transmite su voz me llega al alma—. ¿Me lo prometes?
Sonriendo mientras agarro el pomo de la puerta, le doy lo que quiere:
—Te lo prometo.
Entro en la consulta y veo que Ava ya está en la camilla, con la camiseta subida hasta el sujetador.
—Y ahora vuelve a clase, granujilla. —Cuelgo cuando me dice adiós y voy con Ava, situándome junto a ella—. Perdone.
—No pasa nada, señor Ward. Solo estamos empezando.
La especialista de pelo violeta pulsa unos botones y unta con gel el abdomen de Ava.
—¿Preparados?
«Buena pregunta», pienso mientras miro el monitor en blanco, notando que Ava me aprieta la mano. Sonrío, devolviéndole el gesto.
—Preparados —respondo cuando un silbido ruidoso inunda la habitación. Ava ladea la cabeza hacia la pantalla, mi mano libre uniéndose a la que agarra la suya.
Durante un rato largo, muy largo, la mujer trabaja en silencio, moviendo el transductor por el vientre de Ava mientras hace girar ruedas y pulsa botones, su atención fija en la pantalla. No recuerdo que las otras veces se tardara tanto. ¿Es que ocurre algo? Empiezo a ponerme nervioso, ideas absurdas pasándoseme por la cabeza. ¿Y si la prueba de embarazo estaba mal? ¿Y si ha habido un error? ¿Qué hará si nos dice que, en efecto, no hay ningún niño? Ava se quedará destrozada. Este embarazo le ha hecho concebir esperanza. No me gustaría ver que se la arrebatan. Un miedo de lo más cruel se me mete en las venas mientras miro de la pantalla a la especialista, de esta a Ava y vuelta a empezar.
—Ahí está.
Unos cuantos clics y los movimientos del transductor se detienen en el bajo vientre de Ava. Mis músculos se relajan un poco, y Ava me aprieta con más fuerza la mano. La especialista señala la pantalla, risueña. ¿O acaso ceñuda? Cuesta decirlo, viéndola de perfil.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
El cuerpo se me tensa. «Por favor, Dios mío, dime que todo va bien».
—¿Está bien el niño? —oigo que pregunta Ava a través de la neblina de mi pánico.
—Sí, el niño está bien. —La especialista nos mira, entre risueña y sorprendida—. Y los otros dos también.
Alguien debe de haberme dado una descarga eléctrica, porque salgo despedido hacia atrás, los pies enredándoseme en las patas de una silla que hay no muy lejos. Pongo las manos cuando la pared se acerca, salvándome por los puñeteros pelos de darme contra ella.
—¿Cómo?
Apenas consigo pronunciar la palabra, pues la preocupación me paraliza. ¿Los otros dos? ¿Qué quiere decir con «los otros dos»? Dos más uno.
—¿Tres? —La pregunta, que consta de una sola palabra, sale entrecortada y quebrada—. ¿Tr… es?
—Sí, señor Ward. Tres corazones perfectos.
«Pero ¿qué coño me está diciendo?» Me noto mareado. Tengo que sentarme. Sin embargo, en lugar de hacerlo en la silla, aterrizo en el suelo, dándome un golpe que parece despertarme de la pesadilla que estoy viviendo. Me levanto deprisa, pero tengo que agarrarme a la pared para no perder el equilibrio, las piernas como de gelatina.
—¿Tres?
—¿El niño tiene tres corazones? —pregunta Ava.
La miro en la camilla y veo una sonrisa obscena en la alegre cara.
Está claro que mi cerebro se ha quedado atrás, porque lo único en lo que puedo pensar es que se trata de la pregunta más estúpida que se ha formulado nunca. Mis ojos, fuera de las órbitas, pasan de mi mujer a la especialista, las dos con cara de guasa. ¿Qué? ¿Qué es lo que tiene tanta puñetera gracia?
—No entien…
No termino la frase, pues acabo de caer, y pongo cara de asco. Me la han jugado bien. Me están tomando el jodido pelo. De no sentir el alivio que siento, estaría hecho una puta furia. La mandíbula se me tensa y noto que mis ojos poco a poco se vuelven dos rajas que reflejan mi cabreo.
—Pues no tiene ni pizca de gracia.
Consigo reunir la fuerza necesaria para separarme de la pared en la que sigo apoyado y voy de mala manera hacia la camilla mientras Ava se parte de risa como la bruja demente que es.
—Es una puta crueldad —añado, e inmovilizo en la camilla ese cuerpo que se agita debido a la risa y la beso.
Eso la hace callar en el acto. Sí, estoy cabreado, pero también aliviado a más no poder. Más aliviado que cabreado. Me retiro y la miro ceñudo al risueño rostro. La satisfacción con la que me devuelve la mirada hace que se me pase un poco el enfado, tanto es así que pronto me sorprendo sonriendo a mi vez.
—Te crees muy graciosa, ¿no, señora Ward?
Asiente, está claro que se sigue divirtiendo, porque suelta risitas breves y estridentes mientras se esfuerza por tranquilizarse.
—No he podido resistirme —observa mientras mira a su cómplice—. Gracias.
—Sí, gracias —digo yo también pero fulminando con la mirada, de broma, a la graciosilla de la especialista, al otro lado de la camilla—. ¿Dónde puedo poner una reclamación?
La mujer pone cara larga, y Ava me da en el brazo.
—No seas malo. Solo ha hecho lo que le he pedido.
—Señor Ward, lamento haber…
Levanto una mano para que no siga hablando y poner fin al pánico que le acaba de entrar.
—No se preocupe. Mi mujer tiene un sentido del humor retorcido.
Pellizco a Ava en la cadera, allí donde sé que tiene cosquillas, y pega un respingo y da un gritito de colegiala.
—Pagarás por esto, señorita.
—Lo sé. —Su sencilla respuesta me hace sonreír mientras me aprieta la mano—. Pero ahora te sientes mucho mejor sabiendo que solo vas a tener un hijo, ¿a que sí?
No lo puedo negar. Lo cierto es que sí, y me mortifico unos instantes por haberla obligado a recurrir a estas tácticas en un intento de hacerme sentir mejor respecto a este embarazo imprevisto.
—Me habría acostumbrado a la idea de tener otros tres —digo como si me diera lo mismo, aunque estoy mintiendo descaradamente: la sola idea me da tiritona. ¿Otros tres?—. Pero ahí dentro solo hay uno, ¿no? —pregunto a la bromista del pelo violeta que tengo enfrente.
—Solo uno, señor Ward. —Vuelve a centrarse en la pantalla—. Lo siento, pero cuando su mujer mencionó lo de la primera eco con los mellizos me resultó gracioso. —Sonriendo al ver el puntito blanco, hace girar la bola en el aparato, haciendo clic aquí y allá—. El niño, en singular, parece completamente sano. Está usted de seis semanas, señora Ward.
—¿Se puede saber ya el sexo? —inquiero, aunque sé de sobra que es demasiado pronto.
—Quizá en la vigésima ecografía. Dependiendo de la posición del feto.
A un lado, la impresora arranca y empieza a escupir imágenes de mi hijo.
—No lo quieres saber, ¿no? —pregunta Ava, un tanto desilusionada—. ¿Por qué?
—Porque si es niña, voy a necesitar todo el tiempo posible para prepararme. Y comprar una coraza. Para ella y para mí.
—¡Jesse! —Me atiza en el brazo mientras profiere un grito de exasperación, y yo suelto una risita al tiempo que me inclino para abrazarla.
Sonrío, y me mira con el ceño fruncido.
—Esta mañana no te he dicho lo guapa que estás.
—Y yo no te he dicho lo guapo que estás esta mañana.
Me encojo de hombros.
—Un dios entre los hombres. —La beso con delicadeza—. Y ahora te llevaré a casa y te echaré el polvo de represalia del siglo.
Abre mucho los ojos y mira de reojo al lado, donde la especialista está cogiendo las imágenes de la impresora, bordando lo de hacerse la sueca con nuestras bromitas. Esboza una sonrisa cordial.
—Donde quiera y cuando quiera, nena.
La ayudo a limpiarse el vientre y ponerse de pie antes de coger las imágenes que nos da la señorita Pelo Violeta y acompañar a Ava a la puerta.
—Confío en que estés lista.
—Puede que más tarde.
¿Cómo dice? Me paro detrás de ella. ¿Cómo que «puede que más tarde»? No hace falta que pregunte. Ava vuelve la cabeza y me dedica una sonrisa de lo más cómplice.
—Voy a yoga y después a tomar café con Zara.
—No lo creo.
Lo suelto antes de poder evitarlo, mi declaración hostil, mi ego herido.
Ella pone los ojos en blanco y sigue caminando hacia la salida. Resulta de lo más condescendiente, y eso me sulfura más.
—No vas a yoga.
Tengo que refrenarme antes de que me dé una bofetada por tonto. A estas alturas ya debería saber que cuando le ordeno algo lo único que consigo es que esté más determinada a hacerlo, aunque solo sea para salirse con la suya. Acabamos de compartir un momento precioso. Tenía pensado llevarla a casa y echarle ese polvo de represalia y después ir juntos a buscar a los niños al colegio. Se está cargando todos mis planes. Y, para colmo, ahora está embarazada. Más frágil si cabe. Más delicada si cabe. Lo del yoga es una idea estúpida. Además, no pienso perderla de mi puta vista.
—Ni de coña, Ava.
—Vete a la mierda, Jesse.
Empuja las puertas y sale a la luz del sol, dejándome a la entrada del hospital como si fuera idiota, agitado y echando humo.
—¡Te he dicho que no vas! —chillo.
El grito me granjea miradas de sorpresa de muchas de las personas que pasan por delante. Gruño a todas y cada una de ellas antes de salir con paso airado, murmurando y soltando tacos entre dientes.
—¡Ava!
—No pienso discutir contigo —dice, volviendo la cabeza—. Así que más te vale que lo dejes. Voy a ir y punto.
¿Y punto?
—Esa frase es mía —espeto, infantil a más no poder.
Le doy alcance y le impido llegar a la puerta del copiloto. Me apoyo en el coche mientras ella me mira cansada.
—No creo que hacer yoga sea buena idea en tu estado.
—Lo he consultado con el médico, y, para tu información, dice que es una idea muy buena.
Mierda. Vale, pues entonces…
—No creo que debas andar por ahí tú sola.
—No estaré sola, estaré con Zara.
Mis labios dibujan una línea recta. Podría estar con cualquiera, pero no estará conmigo.
—Pues iré yo también. Me quedaré mirando mientras das la clase. Además, siempre estás diciendo que quieres que conozca a esa nueva amiga tuya.
—No.
Va a coger el tirador, pero lo tapo con las dos manos.
—Joder, Jesse, no seas tan poco razonable.
—¡Vigila esa puta boca! No me obligues a empezar la cuenta atrás. Podría hacerlo perfectamente.
—Y, dime, ¿qué piensas hacerme en medio del aparcamiento del hospital? —Se ríe, pensando que domina la situación, pero no es así.
—Ya me pusiste a prueba una vez en este mismo aparcamiento —informo—. Lo hice entonces y lo haré ahora.
—Hacer ¿qué? —pregunta, cruzando los brazos sobre esas tetas divinas.
Acerco mi cara a la suya y sonrío para mis adentros al ver cómo aguanta. No se mueve ni un centímetro y se pone en guardia.
—Te echaré al hombro, te daré un azote en ese culo precioso, te meteré los dedos en ese coño tan calentito y te pondré a cien hasta que estalles ahí arriba, delante de todas estas personas tan simpáticas.
Le dedico una sonrisa forzada, satisfecha, y ella abre mucho la boca. Un momento, ¿lo ha recordado?
—No te atreverías.
No, no lo ha recordado. Si ha abierto así la boca es porque se ha quedado sorprendida, no porque haya recordado.
No me achanta. No tengo ningún problema en recordárselo.
—Lo haría y lo hice. ¿Me estás desafiando?
Quiero que lo haga. Quiero que me desafíe dos veces. Tres.
—He quedado con Zara. —Las aletas de su naricilla se inflan peligrosamente—. No me puedes tener atada a tu lado siempre.
—Te equivocas.
Casi me río, pensé que habíamos superado estos estúpidos jueguecitos de poder.
—Te vienes a casa conmigo, y el polvo de represalia ahora será un polvo de disculpa.
Ahí tiene.
Vuelve a abrir la boca.
—Eres un orangután.
Me rasco las axilas a modo de patética confirmación.
—Eso no es ninguna novedad, señorita.
—¡Grrrr!
Da media vuelta y se aleja con paso airado, pero no llega muy lejos. Me la echo al hombro con cuidado y la llevo de vuelta al coche. Y mientras, le meto la mano por debajo de la falda y subo hasta la cara interna del muslo.
—¡Jesse!
—¿Qué, cariño?
Mis dedos salvan sus bragas y se introducen con facilidad en ella. Está empapada. Aunque está que echa chispas conmigo, no podría estar más húmeda. Sonrío satisfecho. Lo cierto es que no ha cambiado nada. Deja de resistirse, su gemido quebrado, como si intentara contenerlo, como si intentara disimular lo cachonda que está. Así solo consigue echar más leña a mi fuego.
—No te enfrentes a mí, Ava.
Paro al llegar al coche y abro la puerta.
—Estás malgastando una energía valiosa.
Sin sacar los dedos de ella, consigo acomodarla en el asiento del copiloto y me arrodillo junto al coche.
—Relájate, nena.
Me acerco a ella y retiro los dedos despacio, viendo cómo se le ensancha el pecho y se le abren mucho los ojos. Acto seguido los vuelvo a meter, echando en ellos el peso de mi cuerpo, llegando a lo más hondo. Puede que mentalmente me esté rechazando, pero su coñito piensa de otra manera, tirando de mí hacia dentro vorazmente, los músculos del conducto masajeando mis dedos con facilidad.
—¿Te gusta, nena?
—No juegas limpio, Ward.
—¿Te-gus-ta?
Saco los dedos y los vuelvo a meter, mis sonidos de placer llenando el coche y mezclándose con los suyos.
—Contesta.
Echa la cabeza hacia atrás, en los ojos escrito el deseo. Sacrifico mi necesidad de obtener una respuesta verbal cuando apoya una mano en la mía entre sus muslos y empieza a moverla con migo para alcanzar el clímax. Su espalda se arquea contra el asiento y se pone rígida, el clítoris empieza a latir bajo mi pulgar. Se corre en silencio, pero de qué manera, temblando después del orgasmo, los párpados pesados. Estoy tan embelesado mirándola que se me olvida cómo hemos llegado a este momento. Hasta que Ava habla.
—Pero me voy a yoga —afirma, sin fuerzas en el asiento.
Río entre dientes y saco los dedos de sus apretados muslos y me tomo mi tiempo lamiendo los ricos jugos mientras me mira.
—No vas.
Sonríe, en los ojos una mirada pícara. Me sorprendo tragando saliva deprisa cuando me acaricia por encima de los vaqueros, poniéndome la polla aún más tiesa. Me mira risueña cuando la tengo como una piedra y coge aire.
—Luego me untaré las tetas con mantequilla de cacahuete y tú me la quitarás a lametones.
—Te llevo y te voy a buscar —chillo prácticamente.
Apoyo mi mano en la suya antes de que la polla me atraviese los vaqueros. ¿Cómo sabía que debía jugar su triunfo? No lo sé, pero no pienso discutir. Puedo matar el tiempo en el gimnasio. La verdad es que debería dejarme ver por allí.
Me mira radiante, satisfecha, y me suelta.
—Pues date prisa. Voy a llegar tarde por tu culpa.
Se baja la falda y me empuja para que pueda cerrar la puerta. Tengo la sensación de que me la acaban de jugar. Es como si Ava hubiera vuelto a aprender que para conseguir lo que quiere tiene que pillarme en mis momentos más débiles, como chantajearme con lo de la mantequilla de cacahuete y las tetas. Me acaba de salir el tiro por la culata, y al ver que no consigue disimular la sonrisa que tiene en los labios cuando doy la vuelta al coche, lanzándole una mirada abrasadora a través del parabrisas, sé a ciencia cierta que me la ha jugado.
Sin embargo, ese atisbo minúsculo de sentido común que hay en mí me dice que lo deje estar. Ava tiene razón. Por mucho que quiera —por mucho que tenga la sensación de que lo necesito—, no puedo tenerla atada a mi lado eternamente. Tiene que reconstruir otras partes de su vida. Es solo que voy a tener que acostumbrarme a los ataques de nervios.