CAPÍTULO 33
La veo registrar el vestidor en busca de un vestido, cualquier cosa que pueda ponerse para una fiesta de compromiso pija en el Café Royal. Tiene muchas opciones, montones de vestidos bonitos de todos los largos, casi todos de encaje…, solo que no puede verlos porque los escondí cuando ella estaba en la ducha.
—¿Encuentras algo? —pregunto como si tal cosa.
Me pongo mi polo blanco Ralph Lauren, me levanto el cuello con aire un poco demasiado chulesco y me miro la relajada cara en el espejo.
Ava se vuelve despacio hacia mí, los ojos echando chispas mientras me perfumo con su colonia preferida.
—¿Qué has hecho con ellos?
—¿Cómo? —pregunto mirando al espejo, todo inocente.
No se lo traga. Ha visto su ropa bastantes veces desde que le dieron el alta como para darse cuenta de que faltan un montón de prendas. Básicamente cualquiera que pudiera ponerse para asistir a una fiesta de compromiso.
Señala uno de los armarios y la mandíbula se le tensa.
—Mis vestidos han desaparecido.
Me giro y estiro el cuello, fingiendo interés, y miro el pobre armario.
—Es una verdadera pena. Vamos a tener que comprarte algo.
—No hay quien te aguante.
Las aletas de la nariz se le abren, coge unos vaqueros y se los enfunda antes de ponerse de cualquier manera un top con la espalda al aire.
—¿Cómo he vivido así tantos años?
Bate de béisbol directo a mi estómago. Me falta poco para ponerme a despotricar y recordarle que le encanta que le elija la ropa, pero el poco sentido común que tengo me lo impide. Porque no estoy tratando con mi mujer, per se. Estoy tratando con aquella mujer a la que conocí que me lo discutía todo. Sin embargo, por aquel entonces yo era mucho más joven, con más energía. Y aunque tenía la sensación de que había mucho en juego, no era nada en comparación con ahora. Mi sentido común me abandona deprisa.
—Tampoco hace puta falta que me sueltes eso —espeto, y giro sobre mis talones y me voy antes de que consiga amargarnos el día más aún a los dos y yo pierda la cabeza—. Solo quiero comprarte un vestido. Mátame si quieres, joder —gruño, el ambiente enrarecido, y echo a andar indignado hacia la escalera: un puto vestido, solo es un puto vestido.
—Jesse —me llama.
Aparece en el descansillo cuando yo llego a la escalera. La miro ceñudo, y ella suspira.
—Me encantaría que me comprases un vestido.
Me está apaciguando. Bien. Lo necesito.
—El que tú quieras.
—¿El que yo quiera?
¿Sin que me discuta nada? Aquí hay gato encerrado.
—El que tú quieras —confirma con la mandíbula tensa, su tono indicándome que está haciendo un esfuerzo.
Mi sonrisa no es de triunfo, tan solo de felicidad genuina. Está cediendo, y este es un gran paso en la dirección adecuada, un paso que nos acerca más a la dinámica de nuestra relación, que me da tranquilidad.
—Tu polvo de castigo se suspende.
Alargo la mano y se la tiendo, y tras sacudir la cabeza un instante, Ava viene hacia mí.
—¿Ves lo feliz que me haces cuando obedeces? —le digo.
Su risita cuando bajamos la escalera juntos no hace sino aumentar mi felicidad.
—¿Por qué no aceptas mi gesto amablemente en lugar de portarte como un gilipollas arrogante y poco razonable?
—Porque ser un gilipollas arrogante y poco razonable forma parte de nuestra cotidianidad.
Cojo las llaves del aparador, le doy el bolso a Ava y vamos al coche.
—Sería un farsante si intentase hacerme pasar por otra cosa.
Abro la puerta del coche y extiendo el brazo en un gesto cortés.
—Señorita.
Apoyando el antebrazo en la puerta, y la barbilla en él, Ava me observa.
—Así que, básicamente, nuestra cotidianidad es que tú me des órdenes y yo obedezca, ¿no?
—Si te conviene.
—¿Y si no?
Me agacho y la sorprendo con un beso enérgico, largo en la boca.
—Ah, pero es que sí, señorita. Y sé que en el fondo sabes que es así. Por tanto, deja de resistirte.
Nunca dejará de resistirse. Y yo tampoco quiero que lo haga. Impide que me duerma en los laureles, e impido que se duerma ella. Puede que me saque de quicio, pero cada latido de mi corazón cuando peleamos es la señal que necesito, que me dice que estoy vivo y ella está conmigo.
La boutique que escojo es la misma hasta la que seguí a Ava hace tantos años, aquella en la que se compró el vestido aciago que le corté del cuerpo días después. La elección no es casual: confío en que le refresque la memoria; cualquier cosa para sentirme satisfecho si recuerda algo.
La tienda está llena de buenas opciones, y sin embargo Ava las está desechando una tras otra.
—Me gusta este.
Coge una cosa mínima de color crema, no muy distinta del pingo que compró la última vez que estuvimos aquí. Aquel no era adecuado hace doce años y este tampoco lo es ahora. Y no tiene nada que ver con la edad.
—A mí no —me limito a decir, y se lo quito de la mano y lo coloco en su sitio.
—¿Este?
Me enseña uno de tirantes color melocotón. Meneo la cabeza, y Ava pone los ojos en blanco.
—¿Y este?
—No.
—¿Y este otro?
Le lanzo una mirada sombría y ella se desploma exasperada en un sofá de terciopelo que hay cerca.
—Digo yo que algo pintaré en esto…
Está escogiendo a propósito vestidos que sabe que me sacarán de quicio. Es evidente que irritarme es algo inherente a ella.
—Te encanta todo lo que elijo.
Voy pasando perchas y me detengo en una prenda de encaje, que saco y miro de arriba abajo. Es entallada, resaltará cada una de sus perfectas curvas, y le quedará justo por debajo de la rodilla.
—Perfecto —aseguro, y se lo doy a la dependienta—. Se probará este.
—Sí, señor.
La dependienta va a dejar el vestido en el probador, y yo sonrío, satisfecho conmigo mismo. Hasta que descubro que me está lanzando una mirada asesina.
—¿Qué?
—Ni siquiera me has preguntado si me gustaba.
—Dijiste que podía elegir.
Me río y la levanto del sofá. La resistencia que opone es patética.
—Sí, pero ni siquiera me has consultado.
Retira la mano y va hacia el probador sulfurada, atrapando de paso unos cuantos vestidos al azar, tan solo para salirse con la suya. Cojo aire para armarme de paciencia y la sigo. Me está desafiando porque sí.
—¿Te gusta el vestido? —pregunto.
Vuelve la cabeza deprisa, haciendo pucheros para que vea lo disgustada que está. Pero no me responde, lo cual me hace sonreír.
—¿Y bien?
—Esa no es la cuestión.
—Sí que es la cuestión, Ava. Tengo buen gusto y sé exactamente lo que le queda de maravilla a mi mujer. Y ese vestido te quedará de maravilla.
Señalo los otros que tiene en la mano, los que no apruebo. Sí, también le quedarán de maravilla, pero es probable que me detengan por asesinato si se los pone.
—Esos son un no. —Y se los quito y los echo a un lado.
Mirándome ceñuda, cierra la cortina, pero nada más perderla de vista, vuelvo a verla, pues abre la cortina con los ojos como platos, en la cara una expresión que indica que se ha acordado de algo.
—Aquí ya hemos estado.
—¡Sí!
Nuestro enfado queda sepultado en el olvido con la promesa de otro recuerdo. Me acerco, esperando a que me diga más.
Ladea la cabeza y mira la tienda, al final del pasillo.
—Me compré un vestido.
—Sí, continúa.
Clava la vista en mí y se lleva las manos a la cara, el esfuerzo que le supone pensar es más que evidente.
—Me lo compré aquí. El vestido que me cortaste del cuerpo, me lo compré en esta tienda.
—¡Sí!
¡Joder, ha funcionado!
—Jesse, he recordado otra cosa.
Prácticamente se abalanza sobre mí, y la cojo, la levanto contra mi cuerpo y la abrazo con fuerza.
—Ese vestido me costó un ojo de la cara.
La cara enterrada en mi cuello, se ríe contra mi piel, los brazos agarrándome.
—Y que te lo pusieras me costó a mí unos cuantos ataques al corazón, señorita. —Sonrío a pesar de la reprimenda, loco de contento.
—Hay algo más.
Se libera de mí, su frente rozando la mía al bajar por mi cuerpo, sus manos en mis pectorales, sus ojos recorriendo el tejido de mi polo Ralph Lauren.
—¿Qué es, nena? Pero tómate tu tiempo.
La llevo hasta una chaise longue y la siento, y le sostengo las manos mientras piensa. Estoy todo encorvado, intentando verle los ojos, que se pasean por el regazo.
—Solo tienes puesto el bóxer.
Me encojo de hombros.
—Nada del otro jueves.
—Pero no estás en casa.
Me mira, la comisura de los labios se curva.
—Me estás persiguiendo.
Esboza una sonrisa de oreja a oreja.
—Llevo puesto el vestido y me persigues por la calle.
Fue por un aparcamiento, en realidad, pero da lo mismo. Casi lo tiene.
—Y luego…
La sonrisa se desvanece y frunce el ceño. Después abre la boca y profiere un grito ahogado, levantándose de golpe de la chaise longue, mirándome la entrepierna.
—¿Estoy atada a la cama? Y tú… —Se queda boquiabierta—. ¿Te masturbaste y te corriste encima de mí?
Estoy radiante de puta felicidad, en la cara una gran sonrisa.
—Sí, sí, hice eso.
Solo que fue antes de que escapara con ese vestido puesto. Tampoco es que importe. Lo tiene todo un poco revuelto en la cabeza, pero ahí sigue.
Otro sonido ahogado, solo que esta vez no lo profiere Ava. Miramos los dos a un lado y vemos que la dependienta nos observa horrorizada, antes de darse cuenta de que la hemos visto y salir corriendo como una loca hacia la tienda, las mejillas encendidas. Miro a Ava, la boca dibujando una O, y ella me mira, los ojos brillantes de felicidad. Y nos echamos a reír. Nos reímos con tantas ganas y tan estridentemente que la tienda debe de estar temblando. Ava cae sobre mí, pillándome por sorpresa, y acabamos los dos en el suelo del probador, donde rodamos y nos reímos tontamente como un par de niñatos que no tuvieran una sola preocupación en el puto mundo. A Ava no le horroriza lo que acaba de averiguar. Tan solo le divierte, y está encantada de haber recordado algo. Y yo como loco de alegría.
El sonido de alguien que se aclara la garganta hace que dejemos de reírnos, y al acordarme veo a una señora, mayor que la dependienta, que nos observa con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Soy la dueña del establecimiento. ¿Puedo ayudar en algo?
Lo que quiere decir es que puede ayudar a echarnos de su exquisita boutique.
—Nos los llevamos todos —contesto.
La mirada de desaprobación de su cara se borra en el acto y empieza a desvivirse por atendernos, pero no a levantarnos del suelo.
—Tenemos unos zapatos de tacón preciosos que van estupendamente con el vestido de color crema, señor —comenta mientras coge los vestidos de la percha, saltando por encima de nosotros para llegar hasta ellos.
—Nos los llevamos.
La mujer está encantada.
—Y un bolso a juego que es una maravilla.
—Añádalo también.
—¿Y necesita la señora algún otro accesorio? —pregunta, y le dedica una sonrisa radiante a Ava.
Me levanto del suelo y tiro de mi risueña mujer, sosteniéndola mientras sigue riéndose. La abrazo y la lleno de besos con lengua unos instantes antes de separarme y sonreírle con ternura.
—El único accesorio que necesita mi mujer soy yo.
—Sí, señor.
La dueña desaparece con nuestras compras y Ava se vuelve para acurrucarse en mis brazos, y levanta la cabeza para darme un beso en la mejilla.
—Eres muy romántico cuando quieres.
—Yo siempre soy romántico —replico, y la llevo hasta la caja—. A mi manera.
La joven dependienta aún tiene las mejillas encarnadas, incapaz de mirarnos, la pobre. Cuando lo hace, le guiño un ojo con descaro y ella se descompone en el sitio y me desliza el datáfono mientras me río. Pago y cojo la bolsa una vez que los vestidos están envueltos cuidadosamente en papel de seda.
—Pero no me he probado ninguno —señala Ava, dejando que la guíe a la salida.
—Conozco este cuerpo como la palma de mi mano. —Le doy un pellizco en la cadera y ella pega un respingo y un gritito—. Te quedarán bien, confía en mí.
Al ver la bolsa, se muerde el labio con aire pensativo.
—¿Todos?
Sé adónde quiere llegar: el modelito de encaje que he escogido no es el único que he pagado.
—Solo estoy siendo indulgente porque estoy como unas putas castañuelas de que hayas recordado algo más. Considérate afortunada.
—Pues claro que me considero afortunada.
Se sitúa detrás de mí en un segundo y se me sube a la espalda, su mejilla pegada a la mía.
—Gracias por los vestidos.
—Gracias por dejar que te mime.
Abandonamos la tienda y echo a andar con Ava a cuestas, y el corazón no me cabe en el pecho de alegría. Es posible que a su confuso cerebro le esté costando aceptar algunas cosas, pero ella se está adaptando la mar de bien a nuestra cotidianidad. Más progreso. Más luz en nuestra oscuridad.