IX

Cuando Ramona, interrumpiendo el dulce coloquio con Gonzalo, dejó la ventana precipitadamente, vio que entraba don Miguel por la puerta del aposento, que en aquellos instantes se abría.

—Ramona —le dijo éste con voz colérica—, ¿qué estabas haciendo en la reja?

—Papá —le contestó ella—, salí a refrescarme un poco; me estaba sofocando el calor.

—¿Con quién hablabas?

—Con nadie, papá.

—¡Cómo con nadie! Acabo de ver, al pasar por la bocacalle, que había un hombre a la ventana.

—Se te habrá figurado; te aseguro que no había nadie.

—Te desconozco, Ramona. Estoy acostumbrado a que digas siempre la verdad; a que no engañes nunca; y ahora veo que progresas en la mentira. ¡Cuidado con eso! Conque, vamos ¿con quién hablabas?

—¡Pero, papá, si no era nadie!

—Está bien, no me lo digas, no necesito que me lo digas; hablabas con Gonzalo.

—Te aseguro que no.

—Sí, era él, lo conocí desde lejos. Saliéndote de las terminantes prescripciones de tu madre, y después de haberle hecho creer que eras obediente, la has engañado de la manera más indigna. Es fuerza que te conozca la pobre de Paz, para que sepa lo que eres. ¡Ella que te cree un ángel de Dios!

Y acercándose a la puerta, gritó varias veces.

—¡Paz! ¡Paz!

Entre tanto la pobre niña, afligida y avergonzada, se puso a llorar sin consuelo.

—Llora cuanto quieras —gritó Díaz—, tú sola eres causa de tu pena, por desobediente.

Luego se acercó a la ventana, y probablemente columbró a Gonzalo en la oscuridad, porque después de un rato de ver por todas partes, cerró la vidriera, y se entró exclamando:

—¿No decías que no era nadie? Allí está todavía medio oculto en el marco de una puerta, míralo.

Por nada quiso ver para allá la atribulada Ramona.

—¿Todavía me lo niegas? —gritó más exaltado—. Si me lo sigues negando, no podré contenerme: saldré a la calle, iré a reconvenirlo y le diré cuántas son cinco.

—¡Papá, por Dios, te lo suplico, no hagas eso!

—¿Confiesas, pues, que hablabas con Gonzalo?

—Sí, señor.

En esto entró doña Paz.

—¿Qué hay? —dijo asustada al ver llorar a su hija—, ¿pues qué ha sucedido?

—Sucede —contestó Díaz—, que esta palomita, que esta mosquita muerta estaba hablando con el novio por la ventana, como una de tantas muchachas locas del pueblo.

—¡Es posible! —exclamó la mamá con tono de duda—. ¿Quién te lo ha contado?

—Ella misma —repuso don Miguel.

—¿Es cierto, hijita? —preguntó dulcemente doña Paz—. ¿Es cierto lo que dice tu papá?

No pudo contestar Ramona, porque se lo impedían los sollozos. Encontrábase culpable, y sentía remordimiento por haber engañado a su madre.

—Responde, hijita —insistió—, ¿es verdad lo que dice tu papá?

—Perdóname, mamacita —contestó la niña—, yo te lo explicaré.

—¿Qué es lo que explicarás? —interrumpió don Miguel con vehemencia—. ¿Vas a contarle como lograste distraerla para que no echase de ver tu ausencia; de qué medios te valiste para llegar a esta recámara sin llamar la atención; y cómo tuviste la precaución de quedarte a oscuras para poder ocultarte? ¿Es eso lo que vas a decirle? ¡Buena explicación! Paz quedará convencida de que eres disimulada y astuta…

Doña Paz no decía palabra, como consternada por el descubrimiento.

—¡Nunca lo hubiera creído! —exclamó al fin con tono doloroso—. Tenía una confianza ciega en ti, y jamás me figuré que pudieras engañarme.

—Perdóname, mamacita —repitió Ramona, cogiéndole las manos para cubrírselas de besos—, perdóname.

—Sí, perdónala —repuso don Miguel con voz irónica—, para que vuelva a hacer lo mismo mañana. El que hace un cesto hace ciento.

—Papacho —murmuró la joven tímidamente—, no me digas esas cosas porque me haces sufrir mucho.

—¡Pues no faltaba más, sino que quisieras te dijese ternezas y te hiciese mimos por lo que acabas de hacer!

—Es la primera vez que lo hago…

—Sólo de un modo te perdono y quedo contento: que hagas lo que te mande.

Pensó la joven que iba a decirle no volviese a hablar con Gonzalo por la ventana, y le contestó con lealtad:

—Te prometo lo que quieras, con tal que me perdones.

—¿Lo que yo quiera?

—Sí, papacito.

—Ya lo oyes, Paz, me promete hacer lo que yo quiera.

—Sí, ya lo oigo.

—Pues bien —prosiguió don Miguel con tono imperioso—: corta tus relaciones con Gonzalo.

Sintió Ramona como un golpe en el corazón al oír estas palabras. La mano de la misma doña Paz, que oprimía entre las suyas, púsose fría instantáneamente. Calló y respondió sólo con grandes sollozos.

—¿Qué contestas? —continuó don Miguel—. ¿Estás dispuesta a cumplir lo prometido? ¿Sí o no?

No pudo responder la joven, porque le faltaron voz y fuerzas para ello.

—¿Sí o no? —repitió impaciente don Miguel.

El obstinado silencio de la hija, puso el colmo a la exasperación del airado padre.

—Bien veo —dijo—, que me has perdido toda consideración; ni aun siquiera merezco que me respondas.

—Papacito, es que no puedo.

—¿Que no puedes qué?

—Hablar, papacito.

—Nunca falta voz para decir sí o no, mientras no está uno muerto.

—¿Cómo quieres que te conteste? —objetó doña Paz—. Tu pregunta es una de aquellas que no pueden responderse con facilidad.

—Déjala —repuso Díaz—, no la defiendas.

—No la defiendo —continuó doña Paz—, sino que me parece natural que tarde en responderte. Dime, ¿es serio lo que exiges? ¿De veras quieres que rompa con Gonzalo?

—Ya lo creo que lo es, como que tengo alma que salvar.

—Pero ¿no estabas conforme con sus relaciones?

—Lo estaba; pero ya no lo estoy. No me conviene para yerno. No quiero que entre en mi familia. Desde ahora empieza a dar a conocer lo que será más adelante. ¿No ves que nos tiene en nada? Sabe perfectamente que no queremos que Ramona hable por la reja, y la obliga a ello sólo por hacemos rabiar. Créelo, ese mozo procede de mala fe. Lo que quiere es damos dolores de cabeza. ¡Dejara de ser hijo de quien es!

—No digas esas cosas, Miguel, ¿qué tiene que ver con esto mi primo Pedro?

—A mí nadie me quita de la cabeza que tiene que ver mucho. Mi compadre es un zorro endiantrado. Es muy capaz de haberse puesto de acuerdo con su hijo para quebramos los ojos. Le habrá dicho: «Anda hombre, como la muchacha te quiere tanto, puedes hacer de ella lo que te plazca, hazla desobediente, altiva, mala hija: y al fin y al cabo no te cases con ella».

—Eso no tiene ni pies ni cabeza; no es posible haya sucedido como lo dices.

—Parece que no conoces a mi compadre don Pedro y a su hijo. Son uña y carne; lo que dice el uno, piensa el otro. Y son malos como ellos solos, y muy capaces de haber entrado en combinación para burlarse de nosotros y de Ramona.

—No lo creas.

—¡Cómo no lo he de creer, si sé que mi compadre me odia con todo su corazón y que me quemaría con leña verde si pudiera!

—Nunca lo ha demostrado…

—¡Cómo no! ¿Pues no se ha cogido el Monte de los Pericos?

—¿Estás seguro de que es tuyo?

—Segurísimo, y tú también, sino que como eres su prima, finges ignorarlo. Ahora no es posible dudar ya de sus sentimientos. Acaba de quitarse la máscara y se ha declarado mi enemigo.

—¡Cómo así! —exclamó doña Paz acongojada.

—Hoy mismo ha sorprendido a mis mozos, los ha prendido, desarmado, amarrado y mandado a la autoridad para que los castigue. Por fortuna soy mucho más amigo que él del presidente municipal, y éste me los ha puesto en libertad y me los ha entregado. Veremos quién se ríe de quién. Lo que soy yo no me he de dejar ultrajar. Estoy resuelto a todo, hasta a que nos rajemos el alma.

—¡Válgame la Virgen Santísima! —exclamó asustada la buena señora.

—Sí, ya nada puede haber de común entre mi compadre y yo. Y no quiero tener al enemigo en casa ¿estamos? Por eso le exijo a ésta —dirigiéndose a Ramona— que rompa con el malcriado de Gonzalo. Conque, Ramona ¿qué resuelves? Hace media hora que me tienes sin contestación.

—Papacito —balbuceó la joven—, ¿cómo quieres que te diga que sí?

—¿Pues no eres buena hija?

—Hago cuanto puedo por serlo.

—¿No dices que me quieres?

—Dios Nuestro Señor bien lo sabe.

—Pues demuéstramelo. Dame esta prueba de cariño renunciando a Gonzalo, y me dejarás contento. Todo lo olvidaré. Te mandaré a la capital en compañía de Paz para que te pasees cuanto quieras, y te llevaré a Europa…

Al oír esto se echó a llorar Ramona más que nunca, recordando los proyectos fraguados por Gonzalo y por ella para hacer ese viaje.

—Dame esta prueba de que me quieres —insistió Díaz.

—Pídeme otra cosa, cualquiera que sea.

—No, ha de ser esta.

—No puedo, papacito.

—¿Y por qué no?

—Porque lo quiero mucho.

—¿Y a mí no?

—Dios bien sabe que sí.

—Pero el caso es que yo pierdo.

—No, papacito: no pierdes, porque a ti también te quiero con todo mi corazón.

—Acabemos —gritó muy irritado—. ¿Haces o no lo que te digo?

—¿Quieres que me muera?

—¡Aunque te mueras!

—Papacito, no puedo.

—Entonces —exclamó don Miguel golpeando el suelo con el pie—, yo sabré las medidas que tomo para hacerme respetar. Te he rogado mucho como si no fuera tu padre; pero, supuesto que te rebelas contra mí, te reduciré a la obediencia por la fuerza. Haré comprender a mi compadre y a su hijo, que no soy un cuitado sino un hombre que manda en su casa. Te obligaré a hacer, a pesar tuyo, lo que no quieres voluntariamente. ¡Me quitaba el nombre si no lo consiguiera! No quiero que haya nada de común entre esa gente y nosotros. Que su sangre no se mezcle con la mía, porque se aborrecen la una a la otra. Si supiera donde tienen ustedes la de la familia Ruiz, se las sacaba de las venas…

—Por Dios, Miguel —le interrumpió la esposa, con voz suplicante.

—Lo dicho. En mi casa mando, y esta mocosa no me ha de poner en ridículo. Aunque entienda que nos lleve la trampa.

Diciendo esto salió de la pieza con paso colérico. Tan luego como quedaron solas madre e hija, echóse ésta en los brazos de aquélla, y siguió llorando a lágrima viva. Bien pronto sintió caer sobre la frente tibias gotas que le dieron a conocer que su madre también lloraba. La abrazó entonces más estrechamente y lloraron juntas largo rato. Al fin pudo preguntarle la niña:

—¿Qué dices, mamacita?

—Que estoy asombrada de lo que he oído, y se me figura sueño cuanto pasa. Pero ¿por qué me desobedeciste? ¿No me habías prometido no hablar con Gonzalo por la ventana?

—Dispénsame, lo hice obligada por la necesidad. Como papá y mi tío se habían disgustado por la mañana, no era ya posible que entrase Gonzalo a visitamos. Me escribió suplicándome le concediese esta entrevista para comunicarme lo ocurrido, y para que nos pusiéramos de acuerdo sobre lo que debiéramos hacer en adelante. Sólo por eso accedí a su deseo.

—¡Me lo hubieras consultado!

—Hice mal en ocultártelo; pero como eres tan buena, me lo vas a perdonar ¿no es cierto?

Y le cubrió de besos el rostro.

—Bueno, hijita de mi vida —repuso la excelente doña Paz—; pero prométeme no volverlo a hacer.

—Te lo prometo.

—Entonces, no hay que hablar más de eso.

—¡Cuán buena eres!

—Es que te quiero mucho —murmuró la madre, con ternura estrechándola contra el corazón y llenándola de caricias.

—¿Qué será bueno hacer? —le preguntó la hija.

—El caso me parece grave, por ser como es tu padre. Es muy bueno; pero cuando da en una cosa, ni quien se la quite de la cabeza. Ya ves como se conduce conmigo. Me quiere; pero no le gusta que le contradiga, y tiene la idea de que he de hacer lo que me mande, sin chistar, sea lo que fuere. Está muy exaltado. Se conoce que de veras ha aborrecido a Pedro y a Gonzalo. Ha de hacer todo lo posible por desbaratar tu matrimonio. ¡Sabe Dios de qué medios se valga!

—¿Qué remedio, pues?…

—Vamos pidiéndole mucho a la Virgen haga que Pedro y Miguel se reconcilien. Así se acabarán las dificultades y se evitarán muchos trastornos… y tal vez desgracias.

—¡Ay! Siento mucho susto, mamacita —exclamó Ramona.

—Ven, vamos a rogarle que nos proteja.

Y condujo a Ramona ante una imagen de la Asunción, que estaba en la recámara donde dormían ambas, pendiente del muro, entre sus dos lechos. Puestas de rodillas, permanecieron largo tiempo rezando. Nunca había orado la acongojada joven con más fervor que entonces. No apartaba los ojos del cuadro, mientras decía Aves Marías, salves y magníficas. Miraba el dulce rostro de la Madre de Dios nadando en luz de gloria, con los ojos vueltos hacia arriba, llena de unción, puestas las manos sobre el pecho en actitud de adoración y súplica, rodeada de querubines que volaban en torno de ella como mariposas en derredor de la luz, aplastando el dragón con la breve planta, con la luna a los pies y encumbrada por ángeles hermosísimos, que la iban elevando hasta conducirla a lo más alto y dichoso de los cielos. Y le decía fervorosa:

—Ampárame, Virgen purísima. Tú que tienes la misión de pedir por los hombres, defiéndeme en esta congoja. Sabes que Gonzalo es mi ilusión, mi felicidad, todo para mí en este mundo, y que no puedo vivir sin él; que es bueno; que en nuestros amores no hay nada que no sea puro y bendito; que si me resisto a obedecer a mi padre, no es porque no lo respete, sino porque no hallo motivo para hacerme desgraciada. Tú que aplastaste la cabeza de la serpiente, y subistes triunfante al cielo llevada por los ángeles, haz que renazca la concordia entre mi padre y mi tío, porque no está bien que se aborrezcan, ni hay razón para ello; y haz que desaparezcan los obstáculos que pretenden impedir que Gonzalo y yo sigamos queriéndonos y seamos dichosos. ¡Te lo pido por tu divino Hijo, y por los dolores que sufriste cuando lo viste pendiente de la cruz!

A su lado rezaba la madre con igual fervor y con las mismas lágrimas. La proximidad de doña Paz, su ardiente devoción y el inmenso interés que tomaba por las penas de su hija, obraban sobre ésta de rechazo, y redoblaban su emoción religiosa. Cuando acabaron de orar, sintiéronse ambas confortadas, poniendo su esperanza en Dios, como buenas y sencillas que eran.

—Ya verás —dijo la madre al levantarse—, ya verás como todo se arregla. Mientras rezaba, tuve el presentimiento de que así iba a suceder, y he quedado más tranquila.

—Yo también me siento consolada —repuso la hija suspirando—. La Purísima Virgen nos ha de hacer el milagro.

—No lo dudes. ¿Te acuerdas de que, cuando los ladrones asaltaron Citala hace tres años, tu papá subió a la azotea con los mozos a defender la población? Mientras duraba el fuego, tú y yo estuvimos arrodilladas en este mismo lugar pidiendo una cosa que parecía imposible: que huyeran los bandidos, y que no hubiera muertos ni heridos por un lado ni por otro. Y así fue, porque a la media hora, se puso en fuga la gavilla, sin que hubiera desgracia que lamentar, ni por parte de ellos, ni por parte de los defensores del pueblo.

—Bien lo recuerdo —contestó la joven alentada por esta reminiscencia—. ¿Y tú tienes presente aquella otra ocasión, cuando te dió fiebre y te desahuciaron los médicos? Oí la noticia y te la comuniqué llorando. Pero me dijiste que no me afligiera, que no había de suceder sino lo que Dios quisiera; y me mandaste que le rezase a la Virgen. Entonces también me arrodillé aquí, junto a tu cama, y le pedí que te aliviara, que no me dejase huérfana, o que nos llevara a las dos, y ese mismo día hizo crisis la fiebre, y te salvaste. ¿Te acuerdas?

—¡Cómo no lo he de recordar! Fue un milagro patente. Ya verás como también ahora nos concede esta gracia.

Confortadas con estas pláticas y otras igualmente impregnadas de piedad, metiéronse madre e hija en la cama muy entrada la noche. Ramona, rendida por el cansancio, durmióse al fin cerca del alba; pero no fue tranquilo su sueño. Siguió su fantasía el curso de las impresiones recibidas, y no cesó de pensar en Gonzalo, en su tío don Pedro, en su padre, en su madre, en el Monte de los Pericos, que no conocía, en Esteban el mensajero, y en el licenciado Jaramillo, a quien veía reír con su nariz puntiaguda y fisonomía siniestra, como recreándose en su obra.

Levantáronse temprano y encaminándose luego a la parroquia, oyeron la misa que dijo el señor cura en el altar mayor. Después de concluida, fueron a esperarlo a la sacristía. Contóle doña Paz cuanto pasaba. Oyóla el cura con gran interés, y le ofreció hacer cuanto estuviera de su parte por arreglar satisfactoriamente las diferencias que había entre don Pedro y don Miguel.

La buena señora acabó por rogarle se hiciese un triduo para solicitar de Dios aquella gracia, y mandó decir veinte misas por la misma intención.

—Además —dijo doña Paz—, prometo entrar de rodillas en la iglesia, si se nos concede lo que pedimos.

—Y yo —agregó Ramona—, prometo andar tres meses con vestido de jerga.

El señor cura, con semblante grave, tomó en consideración aquellas ofertas, y dijo a la madre y a la hija al despedirlas en la puerta de la sacristía:

—Sobre todo, hagan ustedes mucha oración. El caso es comprometido; pero arriba está Quien todo lo puede.

Los anteriores sucesos fueron referidos por Ramona a Gonzalo de un modo sucinto en una carta que le escribió ese mismo día. Dicha carta concluía así:

¿No es verdad que me permitirás vestirme de jerga cuando nos casemos? Tú también pídele a Dios que nos proteja. No temas que me haga cambiar el enojo de papá; te querré siempre, mientras tenga vida. Dios me perdonará la desobediencia, pues papá no tiene motivo para aborrecerte. Algún día reflexionará y me dará la razón. Entre tanto, queridísimo Gonzalo, recibe el corazón de tu amante

Ramona