XVIII
Llegó por fin el día del baile, tan esperado y suspirado por la juventud de Citala. Como ascua de oro lució en tal ocasión la casa de don Miguel, convertida en lugar de delicias nunca vistas en el pueblo. Fue trocado el patio en fantástico jardín lleno de farolillos venecianos que, suspensos de las ramas de los arbustos, semejaban flores de luz, abiertas en vegetación maravillosa. Dos corredores sirvieron de salones de baile, llenos de bujías y de espejos, de guirnaldas y de flores; y en los otros dos, trocados en salas de ambigú, fueron apercibidas mesas cargadas de exquisitos manjares traídos de la ciudad. Ostentaban orgullosamente aquellas mesas, hermosísimos centros Christofle de artística forma y argénteos reflejos; enormes jarrones de porcelana cargados de flores, y elevadísimas torres y fuentes de vistosos colores, obra meritísima de la confitería francesa. La música, venida también de la capital, fue colocada en un tablado, en un ángulo externo del patio. Era la más famosa y celebrada del Estado. Sus acentos arrobadores trastornaron el sentido de los citalenses, porque nunca habían resonado otros tan blandos como ellos en el recinto de la asombrada población.
Déjase entender que habían sido invitadas para concurrir al lucidísimo sarao, además de los vecinos más conspicuos del pueblo, muchas familias elegantes de la ciudad, de las cuales no pocas aceptaron la invitación y se trasladaron al pueblo con su lujo deslumbrador. Había en la reunión vestidos sencillos y hermosos, elegantes y cursis, como es de estilo en casos semejantes; pero el efecto general era magnífico. El pueblo de Citala gozaba fama de ser rico semillero de hembras robustas y hermosas; y a fe que demostró en aquella coyuntura, merecerla de justicia, pues donde quiera se miraban ojos luminosos como estrellas, mejillas sonrosadas bocas purpurinas y gargantas mórbidas y ebúrneas, dignas de diosas. ¿Qué importa que algunas de aquellas niñas graciosísimas estuviesen ataviadas con pobreza o con mal gusto, si sus encantos naturales se sobreponían a todo cuanto hubiera podido empañar sus fulgores, como las estrellas cintilan a través de las brumas del cielo?
Chole, mal contenta con su pobreza, había obligado a su débil padre a hacer un disparate y a comprarle ricas telas para su vestido de baile. Pero como recibía la Moda Elegante y se las daba de persona hábil y de gusto exquisito, ella misma se había confeccionado el traje, echando a perder el costoso género, por la extravagancia del corte y la pésima elección de los adornos. La de los colores, sobre todo, había dado margen a la murmuración de sus amigas y enemigas, quienes aseguraban no se había sabido a punto fijo en Citala lo que significaba la palabra cursi, sino hasta aquella noche en que había aparecido Chole ataviada de tan increíble manera. ¡Si no hubiera existido de antemano aquella palabra, hubiera sido preciso inventarla! A pesar de todo, como era tan garbosa la joven y tenía ojos tan habladores, risa tan franca y cuerpo tan donairoso, llevábase la atención del sexo masculino, poco entendido en achaques de modas femeninas, e inteligentísimo apreciador de las gracias del bello sexo. Así fue que, con despecho de muchas elegantes pur sang, arremolinábanse los galanes en torno de aquella andaluza irresistible, en solicitud de piezas, de conversación o de sonrisas.
Ramona, por el contrario, apareció vestida con sencillez extrema, pero sobria y de buen gusto. Era blanco su traje, cual correspondía a su juventud y a su inocencia; sin profusión de adornos, y con mangas un tanto largas, unidas a los niveos guantes que calzaban sus pequeñas manos y brazos aristocráticos. La delicadeza de su talle contrastaba artísticamente con la moderada robustez de su busto, lleno de donaire natural, de juventud y de vida. Llevaba cogido el pelo en un nudo alto, al estilo de las antiguas griegas, atravesado graciosamente por áurea flecha que le sustentaba. Entre el tesoro de sus cabellos de ébano, lucía una gardenia blanca, colocada con arte soberano, como estrella radiosa sobre la cabeza de un ángel. Su frente inmaculada, por la que nunca había cruzado un pensamiento malo, apareció medio velada por ricillos ondulantes que le prestaban mayor gracia y encanto. Los ojos grandes, dormidos, de pupilas inmensas, de extremidades rasgadas en forma de almendra, daban casi miedo cuando miraban; tanto por su irresistible belleza, que hacía palpitar el corazón, como por el fondo de candor virginal y de bondad infinita que atesoraban. La nariz delgada, fina y correcta, daba a su perfil, coronado por la alzada cabellera, corte clásico; hacía pensar en las vírgenes de Atenas esculpidas por el cincel de Fidias en los marmóreos frontones del Partenón. Sus mejillas brillantes con los colores de la salud y de la vida, tenían la deliciosa curvatura de la adolescencia, y mostraban cerca de la boca tembladores y fugaces hoyuelos, que arrobaban la vista. En su boca fresca, pequeña y color de grana, vagaba dulce sonrisa, que dejaba entrever la doble hilera de sus dientes nacarados, semejantes a finas perlas de la India. Cuando aquellos labios, que parecían pétalos de rosa, daban salida a la palabra, su voz embelesaba el oído y hacía caer a la mente en sabrosísimos arrobos.
No llevaba joyas valiosas, ni las había menester, porque el conjunto de su hermosura era una obra maestra de la naturaleza. No hubo quien no conviniese en que era la reina del baile. Y como Ramona parecía ignorarlo y se mostraba modesta y humilde por extremo, no tenían reparo ni aun las jóvenes más envidiosas en confesar sus hechizos. Al que eleva la frente con insolencia queriendo sobreponerse a los demás, se le niega todo mérito, aunque lo tenga, ya que no por envidia, por dignidad instintiva; porque hiere quien exige homenaje forzado, con altivez de monarca. Mas al que, dotado de excelencias reales, no pretende imponerse, ni reclama culto y reverencia, sino antes bien parece desconfiar de sí mismo, hay gran placer en tributarle consideración, y en aplaudirle en voz alta por su superioridad y su valía.
Consagráronse en cuerpo y alma doña Paz y Ramona a hacer los honores de la casa, atendiendo a todos los invitados hablándoles y cruzando sin cesar ambos salones de baile. Mas, so pretexto de atenciones imprescindibles, excusóse la joven de bailar todas las veces que se vió solicitada para ello, que fueron incontables, pues los jóvenes de Citala o de sus inmediaciones, y los cortesanos venidos de la ciudad, la cercaban a porfía. Pero negábase ella con exquisita finura y cortesía, sin lastimar a nadie, y no tenía más que hacer, que andar recibiendo solicitudes y despachándolas desfavorablemente con encantadora dulzura.
No quiso Luis Medina aventurarse a pedirle una pieza, en vista de la mala suerte que iban corriendo las otras peticiones, y limitábase a verla y a suspirar, y a seguirla por los corredores, como si fuese su sombra. Don Agapito, su padre, que observaba aquellas maniobras, púsose a su lado y le dijo:
—¿Qué haces, hombre, que no te acercas a Ramona? Pareces un colegial.
—Ya ve usted como no tiene quietud. Anda constantemente de un lugar para otro; apenas he podido saludarla.
—Tienes poco discurso. ¿Por qué no la invitas a bailar?
—No he querido exponerme a que me desaire. Ha rehusado cuantas invitaciones se le han hecho.
—¿Con que esas tenemos, eh?
—Sí, señor: mire usted. En este momento se le aproxima aquel caballero con el propio objeto. ¿Oye usted cómo le dice que no le es posible complacerle, porque no se lo permiten sus deberes de hospitalidad?
—Ya lo oigo; pero verás como no se resiste a acompañarte a ti. Espera un momento. Luego vuelvo.
Alejóse don Agapito al decir esto, dejando perplejo a Luis, que no sabía cómo explicar su retirada. Momentos después apareció don Miguel en escena, y llamó a Ramona aparte. Tardó la joven un rato en volver a los corredores; pero al cabo tornó a presentarse en compañía de don Miguel, aunque con muestras de visible agitación en el semblante. He aquí lo que había pasado.
Cuando don Agapito se separó de su hijo, fuése a buscar a don Miguel. Hallólo cosido al costado del licenciado Camposorio, ofreciéndole copas, brindando a su salud y diciéndole una porción de ternezas. Estaba un poco iluminado a aquellas horas por la profusión de las libaciones, y no cesaba de hablar de sus derechos reconocidos al Monte de los Pericos, y de la insigne mala fe con que le había desposeído de ellos su compadre don Pedro durante tantos y tantos años.
—Usted dispense, señor don Miguel —díjole Medina—, una palabrita…
—Las que usted guste, señor don Agapito; pero antes hágame el favor de tomar esta copa a la salud del señor licenciado Camposorio.
—A la salud de usted, señor don Miguel —repuso el español haciéndose el sordo y apurándola.
—Gracias, señor don Agapito.
Cuando se hubieron apartado del grupo, continuó Medina:
—Vengo a suplicarle sea padrino de mi hijo para que Ramona le acompañe a bailar.
—Con mucho gusto, ahora mismo…
—Pero antes debo manifestarle una cosa. La niña se rehusa a bailar con cuantos se le acercan. Dice que está muy ocupada en hacer los honores de la casa, y que no puede dejar sobre su mamá todo el peso de los deberes de cortesía.
—Pues que los deje. ¿Qué le interesan a ella? La vieja a hacer cortesías; la muchacha a saltar al compás de la música. Tal es el orden de la naturaleza… Verá usted como en este momento lo arreglo…
—Le suplico que, antes de llevar a Luis, hable usted con ella; no vaya a ser que mi hijo sufra un bochorno.
—Por ningún motivo; ¡se podría ver!… Está bien; voy, pues, a hablar con Ramona, y vuelvo enseguida.
Y en efecto, sacó aparte a su hija, y le dijo:
—Estás haciendo groserías con todo el mundo. ¿Por qué no bailas?
—Porque no tengo tiempo; debo atender a muchas cosas. Mamá no puede hacerlo todo.
—Pretextos, pretextos…
—No, papá, pregúntale a mamá si no es verdad; cuento con su permiso.
—Es que están de acuerdo ella y tú, como siempre.
—Te aseguro que no.
—Bueno; sea de ello lo que fuere, lo que importa es que no vayas a desairar a Luis ahora que te invite.
Ramona se puso pálida.
—¡Pero si ya ves que no puedo! —murmuró.
—¿Por qué no puedes?
—Porque estoy muy ocupada…
—Pues haz a un lado las ocupaciones.
—Sería una falta…
—Eso déjamelo a mí, corre por mi cuenta. Lo que se diga de la familia, se dirá de mí principalmente.
—Te ruego por lo que más quieras, me permitas no bailar. ¿Qué dirán las demás personas a cuyas invitaciones he contestado negativamente? Se darían por ofendidas.
—Pues baila con todos; me encargo de decirle al mundo entero, que ya estás dispuesta a bailar.
—Por Dios, papacito, concédeme esta gracia… y comenzó a llorar la pobre joven.
—No me lo vuelvas a decir; haz de hacer lo que te mando. No creas que dejo de comprender lo que significa esto. Es seguro que le has prometido al novio que no has de bailar con nadie… Él te lo habrá exigido, y quieres darle gusto. Pues no, señor; eres mi hija y tienes que hacer lo que yo te ordene. Mientras estés bajo mi patria potestad, habrás de obedecerme, quieras o no quieras. ¿Lloras pensando en que se va a enojar Gonzalo? Pues tanto mejor… eso es lo que yo quiero; que rabie, que se muera del disgusto, que te deje libre de sus exigencias el mozalbete.
No podía contestar Ramona, porque se lo estorbaban los sollozos. No olvidaba ni por un momento que estaba la casa llena de concurrencia, y tenía que contenerse para no ser oída; pero, al mismo tiempo, era tan grande su aflicción, que no podía sobreponerse a la necesidad de derramar lágrimas. Era ciertamente irrisorio el contraste que ofrecía aquella escena violenta y dolorida, con la alegría que por todas partes reinaba, con el brillo jubiloso de las luces, con el estrépito regocijado de la fiesta, y con el ruido de las voces y del baile que llegaba hasta la apartada estancia. No menos irónico era el contraste que presentaban las galas y atavíos de la joven, destinados al bullicio de la fiesta, con su actitud consternada, con el llanto que rodaba por sus mejillas y con los sollozos entrecortados que se le escapaban de los contraídos labios.
Pero nada de esto movía a piedad al airado padre, quien veía más que con indiferencia, con desbordada cólera, aquellas manifestaciones de sufrimiento.
—Por compasión —gimió Ramona—, no me obligues a eso.
—Eso es lo que has de hacer, eso, eso…
—No puedo; permíteme que me quede oculta en la pieza más distante de la casa.
—Eso quisieras; pero conmigo no juegas. Haz de hacer lo que te mando, o nos van a oír los sordos. ¿Qué dices? ¿Me obedeces?
El diapasón de la voz de don Miguel iba elevándose gradualmente, hasta llegar casi al nivel del grito. El buen señor estaba harto trastornado por los brindis y por sus rencores para observar la más pequeña compostura. Comprendiólo así la joven, y sintió que el rubor le invadía el rostro.
—Vamos —prosiguió Díaz con violencia—; ponte en pie luego y sígueme, si no quieres que te lleve a empujones… aunque se rían de nosotros los convidados… aunque se caiga el mundo… he de llevarte.
Tuvo el instinto Ramona de conocer que era capaz su padre, en aquel estado, de hacer lo que le decía, y de sacarla a los corredores por medio de la violencia. Por su edad, por su sexo y por su educación sentía un miedo horrible al escándalo… No había que vacilar; era preciso hacer lo que de tal modo y con tan gran apremio se le ordenaba.
—¡Vamos! —repitió don Miguel asiendo con mano de hierro el puño enguantado de Ramona y sacudiéndola con furia—. ¡En el momento! ¡Vamos!
Hizo la niña un gesto de dolor, y elevando a don Miguel los ojos llenos de lágrimas y con la boca contraída por los sollozos, como niño apesarado, contestó con voz mansa y dulcísima:
—Haré lo que me dices. ¿Me permites que me serene un momento antes de salir? No quiero que me vean llorar.
Era tan tierno y dolorido su acento, que sintió el padre, por más perturbado que estuviese, lo penetraba hasta el fondo del corazón, arrancándole un movimiento de lástima y ternura.
—Sí, hijita —contestó cariñosamente, mudados de súbito su continente y su voz como por encanto—; espera cuanto sea necesario. Sabes que hablándome de esa manera y obedeciéndome, haces de mí lo que quieres.
Y tomando la llorosa cabecita entre las manos, la cubrió de besos afectuosos. La dulce niña correspondió a aquellas manifestaciones de amor, con puras y blandas caricias, pues, aunque se sentía atormentada por el mismo ser que le había dado la vida, no tenía para él en su corazón más que cariño, veneración… y ruego dulce y humilde.
Cuando volvieron padre e hija a presentarse en el baile, había pasado la tormenta. Ramona aparecía resignada, aunque con un poco de irritación en los ojos, y don Miguel venía convertido en padre amorosísimo. Juntos fueron a buscar a don Agapito.
—Aquí tiene usted a Ramona, señor don Agapito, —dijo don Miguel—. Le he indicado lo que usted me dijo hace poco, y me ha contestado que está dispuesta a bailar con Luis.
—Mil gracias, señorita —repuso don Agapito con exquisita cortesía—; grande honra recibe mi hijo con esta distinción. Y todos tres se dirigieron en busca del feliz mancebo, quien ofreció el brazo a la hermosa niña, y se perdió con ella entre la muchedumbre de las alegres parejas.
Bailaron los jóvenes pasando raudos por ambos corredores. Hacían un par soberbio. Hermosos, ricos, buenos; en todo armonizaban; parecían haber sido creados por la naturaleza para acompañarse en la peregrinación de la vida. No hubiese sido menester tanto para que la concurrencia fijase la atención en ellos de un modo preferente; habría bastado la circunstancia de haber sido por aquellos días uno y otro el tema obligado de las conversaciones de todos, por el ruidoso rompimiento sobrevenido entre Ruiz y Díaz, y por las mil peripecias que de él se habían originado. Reunidos todos estos motivos, produjeron hondo efecto en el concurso, que no tenía ojos más que para ver a los jóvenes pasar y deslizarse por la lona sembrada de polvo de oro, en ágiles y graciosos giros, como héroes de una leyenda encandora. No cupo ya para nadie la menor duda: Luis y Ramona eran i promessi sposi, opinión confirmada por el hecho de no haber querido bailar la joven con ningún otro galán más que con Luis.
Entre tanto, cuando cansados de bailar, continuaban él y ella cogidos del brazo, discurriendo por los salones, era por todo extremo difícil su conversación. Luis no podía articular palabra por exceso de emoción; ella, porque estaba displicente y contrariada. Obedecía a su padre como una máquina. Bailaba porque ponía en acción los músculos; pero su voluntad había permanecido ausente y rebelde. Y aunque Luis no fuese la causa inmediata de sus penas, sentía hacia él una sorda irritación por ser al menos su causa remota. Así es que cuando, vencida al fin la timidez amorosa, le dijo el joven:
—Esta noche es la más feliz de mi vida.
—No sé por qué —le contestó con sequedad.
Luis necesitaba ser alentado de algún modo. Aquella respuesta áspera desconcertólo de tal suerte, que necesitó arrebatar a Ramona dos veces entre sus brazos en el torbellino del vals, y descansar otras tantas, para recobrar el ánimo perdido. Pasó todo ese tiempo sin que una palabra se cruzara entre ellos. Al fin logró reponerse.
—Ramona —le dijo—, estoy cierto de que usted sabe cuál es el secreto que voy a confiarle; es imposible que no lo haya adivinado. Se lo he dado a conocer por cuantos medios he podido… Pero tengo que decírselo, y se lo voy a decir… —Vaciló un momento y luego continuó con voz trémula—. Mi confesión se refiere a los sentimientos que usted me inspira. Admiración, respeto, cariño, no sé cuántas dulces cosas… Cuando la veo, me entra una especie de angustia, que parece que me va a faltar el aliento, que se me va a saltar el corazón; pero es una angustia dulcísima, superior al más grande placer de la tierra. Siento deseo de llorar y de reír, de hablar y de callar, de pedirle que me mire con sus grandes y hermosos ojos, y de caer de rodillas a sus pies.
No podía hablar; la emoción lo sofocaba. Había sinceridad en sus palabras; vaciaba por la boca el apasionado contenido de su alma. Dábalo a conocer en todo: en la expresión del rostro, en el tono de la voz, en la vehemencia de las frases. Comprendiólo Ramona, y no pudo menos de sentirse conmovida por la piedad; pero su corazón no respondió con un solo latido a aquel afecto hondo y respetuoso.
—Desde que era muy niño me he sentido atraído hacia usted por fuerza misteriosa; su imagen me ha seguido por donde quiera —continuó diciendo el joven—. Mi corazón ha latido siempre por usted y nomás por usted. Bien sabe Dios que la ilusión más hermosa que he acariciado, ha sido la de ser amado por usted, la de hacerla mi compañera, mi esposa, mi reina. Para conseguir esta dicha inmensa, me parecerían pequeños todos los sacrificios; porque es para mí la más grande, la soñada, la única.
Hubo una pausa que empleó Luis en orientar las ideas, trastornadas un tanto.
—Cuando he creído que mi sueño no podía realizarse, me he sentido muy desgraciado. ¿De qué me servirían la juventud, la fortuna, todo lo que tengo y me rodea, cuanto en mí envidian los demás, si usted me abandonara para siempre? He vacilado mucho antes de dar este paso, porque, sinceramente, no me considero digno de usted. ¿Quién soy yo para aspirar a su cariño…? Pero necesito revelarle mis sentimientos, porque en ellos están cifradas mi vida, mi felicidad y mi esperanza. Ramona, yo la amo a usted… Si mi amor encuentra en el corazón de usted un eco simpático, seré el mortal más venturoso, y pasaré la vida de rodillas dando gracias a Dios por tanta felicidad. ¡Dios le inspire cariño para mi! En este trance lo arriesgo todo; no sé qué sería de mí si usted no me quisiera. Me consideraría como un náufrago; estaría perdido para siempre.
Era tan ardiente y apasionada aquella súplica, que la joven se conmovió a su pesar. Para sofocar la voz de la simpatía lastimera que se alzaba en su pecho, recordó que quien así hablaba, se titulaba amigo de Gonzalo; y al recordarlo, sintió que la piedad naciente era sustituida en su alma por el enojo y la indignación. Así fue que brotó de sus labios este duro reproche:
—¡Y se llama usted amigo de Gonzalo!
Un rayo que hubiese caído a los pies de Luis, no le hubiera producido efecto más aterrador.
—Gonzalo —balbuceó—, es mi amigo en efecto…
—Pues no se conoce —insistió Ramona con ironía—. Si fuera cierto, no hubiera usted hablado como acaba de hacerlo.
—¿Luego está usted todavía en correspondencia con él?
—Usted bien lo sabe.
—No —repuso el mísero joven, tan exangüe como un cadáver—; le doy a usted mi palabra de caballero que lo ignoraba. Mi padre me dijo días ha, sabía por el de usted que esas relaciones estaban rotas; sólo por eso me he atrevido a revelar a usted mis sentimientos… Sufriré que usted no me quiera, pues tal es mi suerte; pero no puedo resignarme a que usted me juzgue desleal. Quiero que usted me estime, aun cuando no me ame.
Vio Ramona en el rostro de Luis retratada la sinceridad más ingenua, y deploró haber sido tan cruel y dura con él. Y no pudo menos de apreciar en lo mucho que valían los nobles rasgos de aquel corazón caballeroso; así es que oyó condolida el relato que le hizo el joven de los sucesos anteriores, dándose cuenta perfecta de lo que estaba pasando. Comprendió que se hallaba envuelta en una intriga de su propio padre. Comenzaba don Miguel a realizar la amenaza que le había hecho de destruir su dicha, haciéndola reñir con Gonzalo. Quizá la negra urdimbre hubiera dado los tristes resultados que Díaz buscaba, a haber sido menos estimables y buenos ambos jóvenes; pero no cabía en su ánimo la perfidia, y si no podían entenderse para amarse, comprendíanse a maravilla para estimarse mutuamente.
No tuvo empacho Ramona, en justa retribución a la franqueza con que Luis le había relatado la verdad de ocurrido, en contarle las penas que había sufrido con motivo del enojo de su padre. Díjole cómo éste se había empeñado en contrariar sus amores; cómo le había ordenado que les pusiese término; como ella lo había resistido por el grande amor que profesaba a Gonzalo; y, finalmente, cómo don Miguel, deseoso de orillar los acontecimientos al desenlace que se proponía, la había obligado a bailar.
Tan inocente y casta confidencia dio por resultado que, penetrado Luis de la situación de la joven, compartiese sinceramente sus penas.
—Comprendo lo que debe usted padecer —díjole—, porque para apreciar ajenos dolores, no hay como haberlos sufrido propios. Como soy desgraciado, porque no tengo esperanza de que usted me quiera, me duelo de usted y de que se le imponga el sacrificio de abandonar a quien ama. Ya que no me es posible aspirar a su amor, quiero manifestarle, por cuantos medios estén a mi alcance, el interés que despierta su suerte en mi corazón, para que nunca me recuerde con aversión ni con amargura…
—Eso no —repuso la joven con viveza—, eso no, Luis; siempre lo recordaré a usted con sumo afecto, como amigo leal y bondadoso.
—Para obtener esa dicha —prosiguió Luis—, aspiro a merecerla. Me obligo a ayudar a usted en cuanto pueda, para destruir los planes que tienden a destruir su felicidad. No sé cómo ni cuándo; pero sí le aseguro que, en cuanto de mí dependa, esos planes no se llevarán a cabo.
—Gracias —murmuró Ramona casi enternecida—, es usted muy bueno; que Dios lo haga dichoso.
Suspiró el joven con melancolía y limpió a hurtadillas con los dedos enguantados una lágrima rebelde, que asomaba a sus ojos. Y dijo con acento apagado:
—Eso ya no es posible…
Mientras esto pasaba, no se oía por los salones más conversación que la referente a los amores de Luis y de Ramona.
—Se conoce que se quieren.
—¡Cómo se miran!
—Se casan este mes.
—¡Quién pudiera decir otro tanto!
Tales eran las exclamaciones que resonaban por donde quiera, a la vista de aquella pareja. ¡Tan lejos así suelen estar entre sí la realidad y las apariencias en este pícaro mundo!
Cuando Luis condujo a la joven al lado de doña Paz, despidióse de ella dándole las gracias.
—Estoy asombrada de verte bailar —dijo doña Paz a su hija—. ¿No habías protestado no hacerlo en toda la noche?
—Mamá, ya te contaré despacio lo que ha pasado. Por ahora sólo te digo que fui obligada por papá…
—Eso ya es otra cosa —repuso la buena señora, adivinando lo que podía haber sucedido.
—¿Y hubo algo de particular en tu conversación con Luis?
—Sí, mamá, te lo contaré también.
—¿Y qué dices de él, hija?
—Que es muy simpático y muy bueno, y que desearía tener una hermana que lo hiciera dichoso; porque pocos hay que merezcan serlo tanto como él.
Y Ramona siguió con mirada agradecida al joven que se alejaba y perdía entre los grupos de bailadores.
Camposorio no había cesado de bailar durante toda la noche. Iba en grande tenue, con chaleco blanco, dejando ver nítida pechera de la camisa con botones de brillantes, luciendo frac de corte irreprochable, chinela de charol, clac bajo el brazo y guantes de color claro. A pesar de sus treinta y cinco años y de la mala vida que se había dado, conservaba un aspecto sano y juvenil. No había quien ignorase que le era dedicada la fiesta, y por lo tocante a él, la gozaba cuanto le era dable bailando, bebiendo, charlando y diciendo requiebros y ternezas a todas las jóvenes a quienes se aproximaba. De ese número fue Chole, quien quedó encantada de la gracia y apostura de aquel funcionario, en nada semejante a los otros jueces viejos, desaseados y feos que había conocido. Y el garbo de la joven, su carácter alegre y su conversación llena de esprit llenáronle también el ojo a Camposorio, como suele decirse.
—Parece usted una parisiense —decíale celebrándole sus frases—; es usted encantadora.
La incauta joven sentíase elevar al séptimo cielo oyéndose decir tales cosas. Así es que, tan bien pensaron uno de otro, y se sintieron tan contentos con su mutua compañía, que de allí en más, no se separó de ella don Enrique, y la joven dio de mano a los otros galanes, para dedicarse exclusivamente a recibir los homenajes de aquel caballero tan buen mozo, tan elegante y tan alegre.
Doña Paz y su hija notaron aquella unión inseparable; y se acercó a Chole la buena señora y le dijo con disimulo:
—No conviene que bailes tanto con ese señor.
Pero ella no se dio por entendida, porque estaba fuera de sí, deslumbrada, enloquecida. ¡Qué diferencia entre Camposorio y los demás galanes del pueblo! Eran unas figuras ridículas, comparados con este caballero tan culto y simpático. Pensaba en el maestro de escuela y le daba vergüenza; pensaba en Esteban y le daba risa. ¡Qué atrevimiento el de poner en ella los ojos, cuando había sido criada para figurar en altas esferas sociales, y al lado de un hombre hermoso, bien vestido, brillante…; no como ellos, feos, cursis, deslucidos! No hay palabras con qué pintar su infinita satisfacción cuando se sentía llevada en brazos por aquel parisiense, al vértigo del baile, en medio de luces que giraban y de espejos que lanzaban reflejos deslumbradores. Ninguna citalense más que ella, había llamado la atención de aquel guapo mozo; desde que se le aproximó no volvió ya a separársele. ¡Qué triunfo tan espléndido!
Condújola Camposorio a la mesa, llegada la hora de la cena, y sentóse a su lado, obsequióle, sirvióle ricos manjares y escancióle del mejor vino; y ¡cuántas copas la hizo apurar con palabras irresistibles y modales finísimos! Bien veía ella que aquellos vinos exquisitos y aromáticos, el jerez oloroso, la champaña opalina, el padre Kerman dulce como el almíbar… todas esas ambrosías le montaban a la cabeza juntamente con la música, con el estrépito, con la inmensa alegría que resonaba por todas partes; pero ¡qué importaba! Era preciso prolongar aquellos felices instantes, y acrecentar más, mucho más la intensidad del goce… Y riendo, charlando y desplegando el tesoro de sus gracias, entregábase confiada a la corriente del placer, que la arrebataba en sus ondas, en tanto que Camposorio abrumaba los aires con su risa ruidosa, con sus anécdotas zumbonas y con sus encantadores traits d’esprit. Estaba radiante; era un astro en su apogeo.
De repente oyóse el repiqueteo de un vaso herido ex profeso para llamar la atención; y al mismo tiempo apareció don Miguel en pie, a un extremo de la mesa, con una copa de champaña en la mano.
—¡Silencio! ¡Silencio! —dijeron varias voces—. ¡Va a hablar don Miguel!
Calló la música y cesó el rumor de las conversaciones en torno de la mesa. El dueño de la casa elevó entonces la voz insegura.
—Señores —dijo— soy hombre rudo, y no sé hablar con elegancia; pero tomo la palabra, porque debo de hacerlo, y sobre todo… porque estoy muy contento, muy contento… Ustedes dispensen… Ya saben que he ganado un juicio, y que el señor licenciado Camposorio fue quien lo ganó, quiero decir quien me lo ganó… Ya saben que este baile está dedicado al señor licenciado, porque tiene mucho talento… y que el talento del señor licenciado es el que me ha hecho ganar el baile… quiero decir el negocio… Ustedes comprenden… yo no sé hablar… En fin, señores, háganme favor de ayudarme a tomar esta copita a la salud del señor licenciado, que es el santo de la fiesta.
Los circunstantes, muy alegres ya por lo opíparo de la cena, aplaudieron a rabiar, y fueron a abrazar a don Miguel y a Camposorio; a aquel por su elocuencia ciceroniana, y a éste por su talento. El funcionario estaba radiante de felicidad, de vino y de orgullo.
—Permítanme ustedes, señores —dijo en lengua semigálica y poniéndose en pie— portar un toast a la salud del dueño de la casa que ha querido bien distinguirme de una manera tan amable. El cielo me es testigo que yo no olvidaré jamás esta hermosa fiesta que me ha estado dedicada. No merezco ser tan alabado, porque no he hecho que cumplir mi deber… El triunfo de don Miguel es debido a la justicia, porque como dice Chateaubriand, «ninguna causa triunfó a la larga, si no es fundada en razón ni justicia»… ¡Bebo, pues, a la justicia, a don Miguel y a todos los presentes!
Aquello fue un vértigo. Una explosión de ruidosas palmadas siguió al grandilocuente brindis; apuráronse y volviéronse a llenar las copas; hubo nuevos abrazos, apretones de manos, plácemes y otras mil demostraciones regocijadas de aprobación, que llevaron la alegría a su más alto punto. Y entrando la confusión y el desorden báquicos en la alegre reunión todo se volvió carcajadas, conversaciones en voz alta, brindis, interpelaciones, promesas de amistad, declaraciones de simpatía, revelaciones de pequeños resentimientos, reconciliaciones, hurras y bravos, que se mezclaban en el aire al sonar de los platos, al retintín de las copas, y al estallido de los tapones del champaña.
Terminada la cena, volvieron al baile las parejas, y prosiguió la fiesta mucho más ruidosa, animada y embelesadora que nunca. Las niñas tímidas habían perdido la cortedad y adquirido desembarazo; las animosas y desenfadadas reían y charlaban franca y rasgadamente; los papás se olvidaban de cuidar a las hijas; los galanes mostrábanse verbosos, entusiastas, llenos de pasión y de brío. La casa toda parecía un manicomio, conforme había entrado en movimiento, desorden y alharaca. No había rincón que no se viese invadido por los concurrentes. Habían éstos acabado por hacerse de confianza, y entraban y salían por todas partes, ya para hablar a solas, ya para dedicarse brindis privados, ora para descansar del bullicio, o bien para dormir la mona, en los sillones, sofás y confidentes.
A merced de aquel barullo y de aquella gresca secundada por los músicos, a quienes se había confortado con comida y bebida suficientes para que pudiesen soportar la desvelada, buscaron su acomodo y le hallaron a todo su placer los circunstantes, colocándose cada cual junto a quien quiso, sin que hubiese quién lo llevara a mal, ni quién lo entorpeciese. Enamorados que se miraban de lejos y no podían hablarse nunca, por la vigilancia de la familia, no se apartaban un punto, bailaban cuanto querían y se sentaban en sillas contiguas. Reinaba sobre la muchedumbre aquel humor fácil y abierto que todo lo ve alegre y sencillo, que no reflexiona ni medita, y deja ir las cosas a medida del placer, con el único e íntimo deseo de que no se turbe la fiesta.
El pobre vejete padre de Chole, vestido con chaqueta y pantalones raídos y de antigua moda, miraba la zambra desde lejos, detrás de los pilares de los corredores y buscando la sombra. También él estaba un poco achispado, pues, a la hora en que los músicos habían descendido del tablado para invadir las mesas del ambigú, habíase atrevido a sentarse confundido con ellos, y aun a apurar los restos de las copas que los convidados habían dejado sin concluir. Con esto, y con algunas botellas de cerveza alemana con que fue obsequiado por la servidumbre, logró pescar una monita bastante alegre, que lo hacía ver deslumbrantes las bujías, y todo muy hermoso, como si en un instante hubiese sido trasformado en cuento de las Mil y una noches el mundo que lo rodeaba. Miraba a su hija en brazos del perillán Camposorio, y se reía a solas desde su escondite, lleno de satisfacción, pensando que aquel gran personaje la había distinguido entre todas con honoríficas atenciones.
Y no perdió tiempo el funcionario. Lisonjeó a Chole, hízole mil cumplidos, la deslumbró con el relato de sus grandezas, la embelesó con sus anécdotas y donaires, y acabó por cortejarla lisa y llanamente, declarándole su amor volcánico, que no le cabía en el pecho, y que clamaba a voz herida un poco de correspondencia para no ocasionarle la muerte. No estaba la joven en situación de reflexionar y saber a punto fijo lo que hacía; la fiesta, el vino, la admiración y el orgullo la tenían fuera de sí; de modo que no pudo resistir aquel ataque tan hábil como vigoroso. Olvidó la cartilla amorosa, que manda a las mujeres manifestarse incrédulas, primeramente, de la pasión que se les declara, en seguida, pedir un plazo para contestar al interrogatorio sentimental; y luego sujetar a pruebas de agua, sol y sereno, verdaderas ordalías, al galán, antes de corresponderle. Así fue que, sin preámbulo ni meditación, sin dudas ni reticencias, contestó a don Enrique con un sí patente, rápido, febril, como quien cree que la ocasión es calva, y precisa asirla por el único cabello que tiene, para no dejarla escapar.
Concluyó el sarao cuando comenzaba a clarear la mañana. La campana de la iglesia llamaba ya a misa, y acudían al templo las personas devotas cuando se disolvió la reunión, a modo de grotesco aquelarre destruido por los rayos del sol. Y se fueron los bailadores a sus casas a reponerse del desvelo, del cansancio, de la indigestión de la cena y de la irritación de los vinos.
Sólo doña Paz y Ramona habían conservado su equilibrio y compostura naturales, durante aquellas horas de delirio. Apenas desfloraron las copas con los labios y bien pronto se alejaron del ambigú, sorteando con habilidad todos los compromisos que se les presentaron, para no incurrir en ningún exceso, ni romper el sosiego de la mente. Cuando Camposorio, con la vista turbia, tarda la lengua, sombrero a media cabeza y sobretodo metido en un solo brazo, gritó: ¡la dégringolade!, estaban ellas en su puesto, despidiendo amablemente a los invitados.
Acercóse Chole a ellas, seguida por el padre, que se mantenía a distancia respetuosa. Y llegóse a doña Paz y le dio un beso ruidoso; pasó luego a Ramona y estrechándola fuertemente entre los brazos, plantóle dos en las mejillas, y le dijo con efusión:
—¡Adiós, Monchita!
Aprovechó Ramona aquellos momentos para decirle al oído, sin que la oyese Camposorio:
—¡Es casado el juez!
Estremecióse Chole al oírla, demudósele el semblante y quiso decir algo; pero no se atrevió, por tener encima los ojos de tantas personas. Así que limitóse a clavar en Ramona los suyos con mirada atónita y a murmurar por lo bajo:
—¡Si no hay nada!…
Pero la mísera se alejó llevando clavado en el pecho el dardo de la desconfianza. Dio el brazo a Camposorio, que se empeñó en acompañarla a su casa, sin hacer aprecio del padre, que caminaba en pos de ellos solo y con paso tardo; pero mantúvose en el camino obstinadamente callada, hasta que al llegar a la puerta dijo al galán:
—Dentro de un momento salgo a la ventana; espérame.
Llenóse de júbilo el funcionario al oír aquella frase. No quería cosa mejor que continuar la conquista y adelantar en ella cuanto fuese posible. Estaba rendida la fortaleza; podía decir lo que César: Vini, vidi, vici. ¡Oh, con cuánta fruición esperó acercarse a la reja y prodigar a moza tan garrida el tesoro de ternezas que le bullía en los impacientes labios!
No tardó en dejarse oír el ruido que hacían las puertas al abrirse. Y Camposorio, que estaba pegado a la reja, como fiera que salta sobre su presa, y sin más preámbulo, cogió la mano de la joven y cubrióla de caricias.
—¡Cómo te adoro, Chole! —dijo con acento trastornado.
—Un momento —repuso ella retirándola—; necesito que hablemos seriamente.
—¡Seriamente! —exclamó don Enrique riendo—. ¡Allons donc!
—Sí, seriamente.
—Las cosas serias son muy enfadosas.
—No te rías… no es cosa risible.
—Voyons, ma bella, a la salida del baile…
—Es el momento de tratar este asunto… O te pones serio, o me retiro… escoge.
—Prefiero ponerme serio, horriblemente serio. Mírame ¿no te parezco bastante serio?
—Quiero que me contestes una cosa… pero con verdad… sinceramente… como caballero y como cristiano.
—Mon Dieu!… Me haces miedo parole d’honneur.
—¿Me contestas, sí o no?
—No te dejaré sin respuesta…
—Me acaban de asegurar que eres casado…
Camposorio se turbó, vaciló y guardó silencio durante unos momentos.
—Vamos, responde: ¿es verdad que eres casado?… ¿Es cierto?
Logró el juez al fin dominar la sorpresa, y soltó una carcajada estridente.
—Malheureusement oui —dijo—; pero ¿qué tenemos con eso? Podemos seguirnos amando quand méme.
En aquel momento la luz naranjada de la aurora hirió su rostro, sorprendiendo en él un gesto de embriaguez, sensualidad y desvergüenza tan atroz y repugnante, que Chole sintió enrojecérsele el rostro; así que, sin decir una palabra, ni articular una queja, dejó la ventana de improvisto, y cerró las puertas de golpe y con estrépito. Quedó el tenorio perplejo por un rato, sin saber qué partido tomar, pues no había entrado en sus cálculos un desenlace tan extraño a aquella tan hermosa aventura; miró por algún tiempo fijamente la cerrada ventana con ojos de idiota, y al fin alejóse de aquel sitio, encogiendo los hombros, haciendo equis y murmurando entre dientes los versos de Molière:
La téte d’une femme est comme une girouette
Au haut d’une maison, qui tourne au premier vent.