X

Tomó por lo serio el cura de Citala la desavenencia de Ruiz y Díaz, pues comprendió que podía dar lugar a graves complicaciones y trastornos sociales, y arrastrar al pueblo a una lucha estéril, que enervaría sus fuerzas y produciría sabe Dios cuántas desgracias. Ambos personajes eran ricos e influyentes, tenían muchos amigos y parciales, y, una vez declarada la guerra entre ellos, era de temer, no tanto lo malo que hicieran directamente, cuanto lo que llevasen a cabo los afiliados de uno u otro bando, ya por afecto real a sus jefes, ya por espíritu de ruin adulación y bajeza. Por otra parte, condolíase de la situación en que habían caído Ramona y Gonzalo, a quienes profesaba íntimo afecto, así por haberles administrado el agua del bautismo, recién nacidos, como por haberles visto crecer llenos de raras cualidades de inteligencia y de corazón.

El señor doctor don Atanasio Sánchez, cura propio de Citala, era un anciano de más de setenta años, grueso, corpulento y de una salud a toda prueba. Indígena de raza pura, casi no tenía barba en el rostro, por lo menos en las mejillas, que eran lisas como una patena. Solamente en el labio superior y en el extremo inferior del rostro, mostraba algunas menguadas islillas de pelos negros, gruesos y lacios que, cuando crecían, parecían brochas o pinceles de crin áspera. No tenía canas ni le faltaban dientes; veía sin necesidad de anteojos, y andaba a pie y a caballo sin fatiga durante horas y más horas.

De inteligencia poco más que mediana e instrucción puramente religiosa, distinguíase por la infinita caridad de su corazón. Su preocupación única era cumplir su ministerio y administrar los sacramentos. Pertenecía al Oratorio organizado en cerrada falange por el modesto y admirable San Felipe Neri para servir a los fieles a toda hora. No tenía momento reservado para sí, ni en el día ni en la noche; todos eran para sus feligreses. Visitaba a los enfermos, particularmente a los pobres, y socorría sus necesidades en la medida de su posibilidad; doctrinaba a los niños dentro de la iglesia, como los primeros misioneros de Anáhuac, con solicitud y cariño paternales; decía misa diariamente con gran reverencia, sin que la costumbre de celebrar el santo sacrificio hubiese entibiado su fervor; predicaba los domingos sermones doctrinales, procurando hacer perceptibles las máximas y bellezas del Evangelio, e iluminar las conciencias; y todo el tiempo sobrante consagrábalo a confesar, ya fuese en la iglesia a los sanos, ya a los enfermos en las casas del pueblo, o en las haciendas y ranchos de la parroquia. A cualquiera hora del día o de la noche estaba listo para volar a la cabecera del moribundo; levantándose para esto de la mesa, interrumpiendo las conversaciones más gratas y saltando sin vacilar de la cama, a la media noche. Cuando le daban caballo, montaba cualquier animal, aun cuando fuese brioso o trotón. Cuando no lo había, se lanzaba a pie por los campos y andaba leguas con el bordón en la mano y cubierta la cabeza con sombrero de palma, sin pizca de remilgos ni de mal humor.

Por de contado que, a pesar de todo, tenía enemigos. El bando de Figueroa, furiosamente demagogo, no dejaba de hostilizarle. Llamábanle sus malquerientes cura regordete y bien alimentado; y hablaban de la abundancia de los manjares que se servían en su mesa, y de lo bien repleto de sus bolsillos. De vez en cuando mandaban remitidos a la capital poniendo el grito en el cielo por la violación de las leyes de Reforma, que le atribuían; las cuales consistían en hacer sonar la campanilla delante del Viático, y en olvidarse a las veces de recoger la sotana al salir a la calle. ¡Clamaban los figueroístas que aquello era atroz, porque tendía a mantener el fanatismo en el pueblo y la oscuridad en las conciencias! Alguna vez el tinterillo, siendo presidente municipal, le impuso multas por tales desacatos, y aun se refería de una en que lo hizo llevar al Ayuntamiento, custodiado por gendarmes en calidad de detenido. Aparte de esas persecuciones y malevolencias, era el doctor Sánchez, en Citala, objeto del cariño y del respeto de todo el vecindario. El mismo Figueroa solía hacer algunas declaraciones muy honrosas en su favor.

—¡Qué lástima que sea cura! —decía—. ¡Qué buen ciudadano hubiera sido, si no se hubiera puesto las faldas!

La gente aristocrática, por su parte, habíale cogido bajo su protección. Las damas ricas del municipio regalábanle manteles, palios, trajes para santos, flores de trapo y otras mil cosas para ornamento y gala del templo. Pero no por eso había querido el pacífico cura, tomar parte en las odiosas luchas de los partidos, aunque los propietarios habían procurado valerse de su influjo para triunfar en las elecciones.

—No entiendo de eso —decía—. A mí déjenme aparte; no sirvo sino para rezar y decir misa.

Tenía criterio propio. Parecíale combate de liliputienses aquel batallar de mendistas y figueroístas, en que tomaba tanto interés no sólo la gente menuda y dejada de la mano de Dios, sino hasta la de más alta posición, como los señores comerciantes de la plaza y los hacendados de los alrededores. Así es que, al observar el retraimiento que guardaba a este respecto don Pedro Ruiz, le había calificado de hombre cuerdo y sensato, estimándole por esto de una manera especial. Y no era que Ruiz diera grandes muestras de religiosidad, pues manifestábase harto indolente para las cosas del culto; sino que le admiraba el párroco por su valer moral y la independencia de su carácter.

—Este don Pedro me gusta —murmuraba entre dientes—, porque no se anda con dianas y es muy formalote.

De Méndez tenía, por el contrario, opinión muy poco ventajosa.

Bien se comprendía, en su concepto, que Figueroa anduviese metido en los enredos de la política, como que vivía de ella y de ellos; pero no le cabía en el juicio que don Santiago, hombre acomodado y de viso, tomase parte en aquella gresca endemoniada, sólo por vanidad y amor propio.

Conocidos estos datos, tiénese ya indicio de lo que era el buen sacerdote; por lo que debe parecer natural haya quedado preocupadísimo por las revelaciones que le hizo doña Paz. Tan pronto como acabó de desayunarse, en lugar de volver a la iglesia, como de costumbre, mandó pedir carruaje prestado a un amigo de confianza, y sin decir palabra, dirigióse al Palmar. Quiso ir en coche y no a caballo, porque su misión era de embajador, y los embajadores son gente de muchas campanillas.

Estaba don Pedro apostado en su observatorio habitual, cuando vio aparecer el vehículo por el recodo del camino. Quedó perplejo cavilando quién podría venir de Citala, cuando a poco llegó el señor Sánchez.

—¿Qué anda haciendo por acá el señor cura? —preguntóle con tono afectuoso—. ¿Qué milagro es este?

—Cosas mías, don Pedro, ya sabe usted que soy estrafalario.

—No me parece un disparate venir a verme.

—No digo eso, sino que no hago las cosas con método.

—Como quiera que sea, mucho celebro que se haya usted acordado de mí. —Y Ruiz le condujo al despacho, donde ambos tomaron asiento.

—¿Y Gonzalo? —interrogó el párroco.

—Acaba de salir a ver los cañaverales, en compañía de don Simón.

—¿Siempre tan buen hijo?

—Sí, lo mismo que siempre, bendito sea Dios.

—Señor don Pedro, vengo a hablarle a usted de un negocio.

—Está muy bien, señor cura, tiene usted la palabra.

—Es suyo, ¿me permite que me mezcle en sus cosas?

—Cuando usted guste; le doy licencia.

—Me refiero a sus disgustos con don Miguel. Acabo de saberlos esta mañana, y me han causado positiva pena. Luego me dije: «Es menester hacer lo posible para reconciliar a esos dos caballeros tan estimables», y sin medir mis fuerzas, ni a atender a nada más que a mi buena intención, me vine para acá.

—Señor cara, yo no estoy irritado con mi compadre, ni lo quiero mal; él es quien me hostiliza.

—Lo mismo ha de decir don Miguel —objetó el cura.

—Aun cuando lo diga; lo dirá porque quiera. Yo lo digo y lo pruebo. Para que pueda usted juzgar con conocimiento de causa, voy a referirle todo, tal como ha pasado.

Y don Pedro contó, en efecto, al atento párroco, toda la historia de la desavenencia, desde la primera reclamación del Monte formulada por Díaz, hasta las escaramuzas de los días anteriores.

—Y a fin de que no le falte a usted ningún dato —continuó—, para formar idea del asunto, voy a enseñarle mis papeles. Son dos o tres documentos muy sencillos, que puede usted leer en quince minutos. —Diciendo esto don Pedro, abrió la alacena en que guardaba sus documentos por orden alfabético, y tomó sin vacilar un legajo pequeño. Sacó los papeles de la faja que los sujetaba, y fuélos mostrando uno por uno al sacerdote, al paso que le iba haciendo algunas observaciones.

—Mire usted, señor cura —le decía—, aquí habla la vendedora de que me cede el Monte de los Pericos. Fíjese usted en la fecha del documento: es ya antigua. Por lo que hace a los linderos, están perfectamente definidos. Vamos viendo los que dan del lado del Chopo. «Por el Norte, dicen, linda con la hacienda del Chopo, siendo la línea divisoria el Arroyo de los Pinos, que nace al pie del picacho del Cerro Colorado, y termina en la Barranca Honda, por donde corre el río de Covianes». ¿Está usted, señor? ¿Qué puede haber más claro que esto? Como usted ve, la vendedora fue Gertrudis López, a quien llamamos ña Gertrudis o tía Tula. Mire usted aquí otra vez el Monte de los Pericos con sus mismos linderos. El padre de tía Tula compró el terreno a un indio de Citala: mire usted el documento…

—No es necesario leer más —dijo el párroco devolviendo los títulos a Ruiz—, con esto basta…

—¿No es verdad que tengo razón en defender la propiedad del Monte?

El párroco cavilaba para convenir en ello, temeroso de dar alas al resentimiento de don Pedro.

—Vamos, señor cura, diga usted la verdad, aun cuando sea en mi contra.

—Así parece —repuso el señor Sánchez procurando atenuar con esta frase dudosa, el efecto de su asentimiento—; pero sería necesario ver también los del señor Díaz.

—Eso no sería posible, porque no tiene documentos en qué fundarse.

—Bueno, señor don Pedro. Supongamos que usted es el dueño legítimo del Monte, que don Miguel no tiene papeles que amparen sus pretensiones, y todo lo que usted guste; no se trata de eso. No he venido con el objeto de fallar el negocio, ni tengo tamaños para ello; sino con el exclusivo de mediar en favor de la paz. Esta mañana fueron a verme la esposa y la hija de don Miguel, muy afligidas por estas cosas, y me contaron que anoche hubo una escena tremenda en su casa, porque el señor Díaz sorprendió a Ramona hablando con Gonzalo por la ventana, y la riñó duramente, acabando por ordenarle que rompiese con él, pues no quería ya que hubiese nada de común entre las dos familias.

—¡Con que eso ha dicho!

—Sí, señor don Pedro; las señoras me lo contaron hechas un mar de lágrimas. Ramoncita dice, que estas penas pueden matarla… Ya ve usted cómo son las jóvenes, y más cuando están enamoradas. Doña Paz apoya a su hija, y llora sin descanso. Me mandaron decir unas misas porque todo se arreglase.

—¡No hubiera creído que mi compadre llevase las cosas hasta allá! —murmuró colérico don Pedro.

—Pues sí, señor, ha prometido que las ha de llevar. Acabó por amenazar a Ramoncita con hacerla quebrar con Gonzalo de cualquier modo.

—Pero ¡qué culpa tienen los pobres muchachos de lo que hacemos los viejos! Que me despedace a mí; pero a ellos ¿por qué?

—No razona: está ciego.

—Peor para él: pierde la lucha el que pierde la cabeza; es regla que no falla. Si lleva las cosas al extremo, me obligará a seguirle a ese terreno, y ya sabrá quién soy; todavía no me conoce.

—Eso es precisamente lo que trato de evitar.

—La cosa es muy sencilla; que mi compadre se deje de extravagancias. Yo no me meto con él. Allá se las avenga como pueda, con sus terrenos. Pero que no me moleste, porque no soy ningún cuitado.

—No se exalte, señor don Pedro; en tal caso, resultaría que mi visita, en lugar de servir para la paz, serviría para encender más los ánimos.

—Es que me parece muy mal que mi compadre quiera hacer entrar a nuestros hijos en estos enredos. Es muy mal hecho.

—Ya se ve que sí; por eso debe usted seguir el camino opuesto.

—Bien sabe Dios que, si pudiera, lo haría a costa de cualquier sacrificio, pues Gonzalo es toda mi ilusión en la vida, y Monchita, como mi hija. Se necesita mucha crueldad para mortificarlos, y para hacer llorar a mi prima Paz, que es un ángel.

—En manos de usted está poner término a la dificultad.

—¿Qué se le ocurre a usted que deba hacer, señor cura? Dígamelo, y si es posible, lo haré.

—Pues bien, señor don Pedro, que prescinda usted del Monte; al cabo es un terreno corto y de poco valor. No le hace a usted falta.

Quedó pensativo Ruiz por poco tiempo. Al fin repuso:

—Estoy pronto a venderlo a mi compadre por el precio que tasen peritos, o por el que me costó… o por el que quiera.

—En ese caso no hay cuestión —dijo el señor Sánchez satisfecho.

—No lo crea, señor cura, ¡si lo que quiere mi compadre es salirse con la suya! Dice que le he usurpado el terreno, y me exige que lo confiese.

—Eso no es posible.

—Va usted a verlo.

—¿Me autoriza para que le proponga lo que usted me acaba de decir?

—Ya se ve que sí; queda usted facultado para ello. Pero si mi compadre sale con la sandez de que reconozca sus derechos ¡eso nunca!

—Por supuesto —repuso el párroco—; eso no podría ser. Pero no crea usted, la cosa no es para tanto.

—Ojalá, señor; me alegraría mucho de ello.

—No hay que perder el tiempo. Me voy señor don Pedro. Si el negocio se arregla, le mandaré a usted unas letras para que vaya luego a Citala a terminar el convenio.

—¿Y si no lo arregla?

—Lo sabrá por el hecho de no recibir mensaje mío en todo el día; pero creo que sí se arreglará, porque las proposiciones son buenas.

—Ojalá, señor.

—Dios lo quiera. Conque hasta luego, señor don Pedro —dijo el párroco, que había ido caminando hacia la salida, en compañía de Ruiz, y que en aquel momento llegaba al coche—. Hasta la vista.

Recogió por delante la larga capa de paño para no pisarla al sentar el pie en el estribo, y subió al carruaje.

—Hasta la vista, señor cura —contestó don Pedro.

El vehículo se alejó por el camino del Chopo.

Iba contentísimo el señor Sánchez, pensando que había puesto una pica en Flandes. Estaba persuadido de que toda la razón militaba en favor de don Pedro, y comprendía que era generosidad suya ceder el Monte en las condiciones propuestas. No podía hacer, ni se le podía exigir hiciese más. Estaba cierto de que don Miguel, apenas conociese el noble proceder de su compadre, no querría darse por vencido en ese combate de nobleza, y prescindiría también de sus exigencias, allanándose a un acomodamiento equitativo. Le conocía bien; era tontito y un poco testarudo; pero en el fondo bueno y capaz de excelentes partidas. Regocijado con estas esperanzas, y recreándose anticipadamente con la elevada satisfacción de poner término a la diferencia, llegó al Chopo como al medio día, lleno de ánimo y de muy buen humor. En aquellos momentos volvía del campo don Miguel en compañía de su mozo de estribo.

—¡Tanto bueno por aquí, señor cura! —díjole, apeándose en el portón.

—Sí, señor don Miguel, tanto bueno; vengo a ocupar su atención por algunos momentos.

—Pase señor, vamos a la sala.

La casa del Chopo era al estilo de la del Palmar; pero sin asomo de lujo. Tenía poco más o menos la misma planta, a saber: portal extenso, patio con cuatro corredores y aposentos en torno, huerta y corral. Todas las casas de las haciendas se parecen como una gota de agua a otra.

En la sala observábase la intervención de las manos de doña Paz y de Ramona. Los muebles estaban cubiertos con blancas mallas de tejidos de gancho; en la mesa consola había floreros con grandes ramos de fina y esponjada cola de zorra; por las paredes mirábanse fotografías encerradas en marcos de terciopelo bordados de colores, o adornados con flores pintadas al óleo.

—¿Alguna limosna, señor cura? —preguntó don Miguel, sentándose en un sillón y haciendo ocupar el sofá al señor Sánchez.

—No señor, otra cosa.

—¿De qué se trata?

—Se lo diré sin rodeos. Se trata de que usted y el señor don Pedro se reconcilien.

Puso don Miguel cara de vinagre al oír estas palabras.

—Déjese de eso, señor —repuso—; eso no vale la pena.

—¡Cómo no ha de valer la pena, señor don Miguel! Me tiene muy afligido saber que ustedes, que han sido tan buenos amigos, estén ahora peleados.

—La culpa es de mi compadre.

—Acabo de hablar con él; tiene buena disposición para reconciliarse.

—Eso no significa nada. No me hace falta que esté contento. Lo que me interesa es que no se apropie mis terrenos.

—Precisamente eso le iba a decir a usted. No puedo fallar quién tenga razón de los dos. Lo mejor es que no se hable palabra de derechos.

—No; eso es imposible, porque la cuestión es precisamente de derechos.

—Lo que usted desea es agregar al Chopo el Monte de los Pericos, ¿no es cierto?

—Sí señor, porque así debe ser.

—Pues bien, don Pedro está conforme.

—¿Conforme? —preguntó don Miguel amostazado.

—Sí señor, conviene en dejarle a usted ese terreno.

—¿En qué términos?

—Como usted guste. Se lo dará a usted por su precio actual, según avalúo o por el precio de costo.

—¡Sólo eso faltaba! —exclamó Díaz como la púrpura.

—O por menos, señor don Miguel —apresuró a decir el párroco, creyendo que el precio le parecía excesivo.

—¡Es imposible! —rugió don Miguel—. Mi compadre se burla de mí. ¡Venderme lo mío! ¡Regalarme lo mío! Bien digo: lo que quiere es buscarme la condición para que acabemos mal; y puede ser que se salga con la suya.

—Pero ¿por qué señor don Miguel? —preguntó el cura consternado—; si es precisamente lo contrario, si le deja el terreno…

—Lo que tiene, es ser un buen hipócrita, y ha querido parecer generoso a los ojos de usted. En realidad, la propuesta que me hace, es un insulto. Por tal la tomo. Siento mucho que se haya valido de conducto tan respetable.

—No señor, eso no; me consta que no ha tenido tal intención. Pues, ¿qué es lo que reclama usted? ¿No es el terreno?

—Ya se lo dije hace un rato. No es el terreno sino el derecho. Le volteo la oferta al revés. Dígale que me ponga una carta diciéndome. «Compadre, reconozco que el Monte de los Pericos, pertenece al Chopo», y se lo dejo, se lo doy. Lo que defiendo es mi dignidad de hombre, porque no sufro que nadie me atropelle. Como mi compadre se cree pico largo y de talento, se figura que puede jugar conmigo, porque me considera muy bestia. No soy tanto como lo supone. Ya lo veremos.

—Pero, señor don Miguel, ¿cómo quiere usted que escriba esa carta? Eso no se le puede exigir.

—Pues que no la escriba, peor para él. Yo no le ruego con la paz. Seguiremos peleando, y veremos quién pierde.

—Piense usted en la familia. Estas cuestiones la harán sufrir mucho.

—Pues que sufra; demasiado he sufrido yo por ella. ¡Voy a quedar en evidencia porque no lloren las mujeres!

—¿Y Ramona, señor don Miguel?

—¿Qué tiene Ramona?

—Que, como usted sabe, quiere a Gonzalo.

—Ya le dije anoche que es preciso terminar esa muchachada. Es un disparate. Jamás he de consentir en que se case con él. Primero pasan sobre mi cuerpo. Si me desobedece, ya veré lo que hago para darme a respetar.

—Señor don Miguel, por todos los santos del cielo —murmuró el párroco con voz suplicante.

—Déjeme, déjeme, señor cura.

—Si de algo pueden servir mis ruegos…

—Vamos doblando la hoja; hablemos de otra cosa.

—Si no he venido más que a esto… dispénseme, no quiero salir desairado.

—Mire, señor don Atanasio —dijo Díaz con sequedad—, ocúpese de sus cosas de iglesia…

El pobre cura sintió el golpe en toda su fuerza. Lo que le decía don Miguel era ni más ni menos: no tome usted cartas en lo que no le importa. Agolpósele al rostro la sangre, y sintió que se sofocaba. Se lo tenía merecido por andar tomando a pechos negocios ajenos; pero Dios le era testigo de que no lo había hecho por espíritu de fisga o intrusión.

—Tiene usted razón, señor don Miguel —dijo con humildad—; tiene usted razón, pero dispénseme: lo hice con intención buena.

—Lo comprendo —repuso Díaz desarmado al ver su actitud—, lo comprendo; sólo que hay cosas que no tienen remedio.

—Así es que me vuelvo a Citala.

—No, señor, ahora se queda a comer conmigo.

—No puedo, tengo necesidad de ir a la iglesia; dejé muchos quehaceres pendientes.

—Lo que soy yo, no lo dejo ir.

—Ya será otra ocasión, señor don Miguel.

Don Miguel insistió deseoso de dulcificar el efecto de sus palabras descorteses; pero no se dejó ablandar el señor Sánchez, en parte obligado por el deber y en parte instigado por su justo resentimiento. Hubiera dado prueba de poca delicadeza si, después del bochorno sufrido, se hubiese quedado a recibir la hospitalidad del dueño de la casa. No lo hacía por soberbia, sino por decoro.

—¡Qué hemos de hacer! —concluyó Díaz después de un reñido diálogo—. Puesto que no quiere usted aceptar ¡qué hemos de hacer!

—Otra vez, señor don Miguel, recibiré la honra; por hoy me retiro. Mil gracias por la fineza.

Diciendo esto se levantó, se despidió de Díaz, y, metiéndose en el coche, emprendió su camino lleno de tristeza.