XXV
Asomaba el sol por el Oriente. Su disco, menos deslumbrante en el horizonte, dejábase ver rojo y redondo entre nubes rotas y orladas con franjas de oro. Purísimo el cielo y de un azul profundo, era como una mar inversa suspendida en el espacio, donde semejaban bogar una barca luminosa, que era el astro rey del día, y volar unas velas ligeras, que eran las nubes. Estaba empapada la tierra con el agua de los fuertes aguaceros de la noche anterior; oscura por la humedad, y llena de baches y de charcos, que brillaban con la luz, como fragmentos de espejos rotos y dispersos por su ancha superficie. Ostentábase la vegetación por donde quiera lozana y brillante, lavada del polvo que empañaba sus hojas y tiernos brotes, y alegre con su inusitado verdor. Todo parecía renovado y placentero, como si hubiese salido nuestro globo más joven que nunca del seno de la tempestad y de la noche.
Pero don Miguel, que caminaba para Citala en aquellos momentos, no veía nada de todo eso, abstraído en profundas meditaciones. Cuando salía de su absorción, era para enfadarse por el mal estado del camino, donde solían resbalar las patas del caballo, o dar en algunos agujeros llenos de lodo, cuyo contenido arrojaban al rostro del jinete. No estaba tranquilo Díaz ni contento de sí mismo. Habíale sido imposible conciliar el sueño durante la noche; pasóla pensando en sus venganzas y preguntándose con terror si se habrían ya realizado. Estaba arrepentido de su arrebato, y deseaba ardientemente que por cualquier circunstancia no hubiesen sido obedecidas sus órdenes. Alimentaba la secreta esperanza de que a causa del mal tiempo, se hubiera suspendido su ejecución, tanto en el Palmar como en Citala, y llevaba el firme propósito de hablar con don Santiago, tan luego como llegase al pueblo, para rogarle que pusiese en libertad a Roque, o lo mandase a la capital, como quisiese, con tal que no lo matase. No era tan perverso en el fondo, sino más bien aturdido, tenaz y soberbio. Habíase criado en la atmósfera feudal del campo, donde se adquiere el hábito de guardar poco respeto a ciertas garantías individuales, y no era escrupuloso en el uso de su autoridad. Varias veces había castigado a sus mozos por propia mano, lanzándolos de sus tierras, prendiendo fuego a sus chozas, encerrándolos en las trojes y poniéndolos en el cepo; pero, hasta entonces, jamás había atentado contra la vida de ninguno. Llenábase de espanto y remordimiento, al pensar que había puesto el pie en esta pendiente resbaladiza. En vano traía a la memoria el recuerdo de otros hacendados homicidas de gente rústica; por más esfuerzos que hacía, no lograba tranquilizar su conciencia. Gritábale ella que nadie tenía derecho para disponer de la vida de los semejantes, y que todos los que vertían sangre humana, habían de dar a Dios estrecha cuenta de su delito. Hondamente preocupado con estas ideas, sentía impaciencia y miedo por verse en Citala; habría deseado tener alas para entrar sin tardanza en la población, y, a la vez, que se prolongase la senda de un modo indefinido, para no llegar nunca al término del viaje.
Entraba ya por la primera calleja del pueblo, cuando encontró a un hombre a pie, que salía con dirección al campo. Reconociólo con sorpresa cuando estuvo cerca. Era uno de los albañiles enviados al Palmar.
—Amo —le dijo éste acercándosele— qué fortuna habelo incontrado.
—¿Qué pasa? —preguntó don Miguel deteniendo la cabalgadura.
—Cosas muy malas, señor; estamos perdidos.
—¿Por qué?
—Porque nos han discubierto.
—¿Rompieron la presa por fin?
—Sí, señor amo; pero como andaba cerca el almenistrador del Palmar con munchos vaqueros, nos vieron y se pusieron a seguimos. Yo solo me les juí; pero al mestro y a los otros compañeros los agarraron. Como estaba la noche tan escura y llovía tantísimo, me perdí y no pude irme pal Chopo; así es que me vine pa cá, ya muy tarde, antes de la madrugada. Al llegar po aquí, vide un tropel de gente, y reconocí al mestro y a los otros piones. Pasé junto a ellos, y pude hablar con el que venía en la cola, y me dijo que el almenistrador les había dado una güena cintareada y los iba a ajusilar, y que había tenido que desembuchar todo, y que quén sabe que les iría a suceder.
Don Miguel se sobresaltó por extremo al oír tales palabras.
—¿Quién venía con los presos? —preguntó.
—El amo don Pedro en persona, señor amo, y munchos vaqueros. Los traiban en cuerda amarrados de las manos. ¿Qué me aconseja su mercé que haga? ¡Pa allá iba!
—Que te largues lo más aprisa posible, y que no vuelvas al Chopo por mucho tiempo. Toma para el viaje. Ésta es tu gratificación. Y don Miguel le dió cuanto dinero en plata llevaba en el bolsillo. No encontrándose más monedas, sacó de la cartera un billete de Banco y se lo dio también. Todo esto con mano trémula y rostro demudado.
—Amo —dijo el albañil—, y este papel mugroso ¿pa qué es?
—Es dinero, hombre, vale veinte pesos.
—¡Quén lo ha de querer! Es más mejor que me dé morralla.
—No traigo; pero no tengas cuidado, donde quiera que entregues ese papel, lo reciben por su valor.
—¡Conque ansina, señor amo! —exclamó el albañil estupefacto—. ¡Haiga cosa!
Y se quedó viendo el billete con incredulidad, en tanto que don Miguel continuaba la marcha.
Ocurriósele a éste no entrar en Citala, sino rodear la población y echar a correr; pero ¿hacia dónde? ¿Por qué? Tal vez no habría peligro para él. Todos le temían y respetaban en el pueblo; no habría quién se atreviese a molestarle. Sobre todo, tenía que orientarse antes de tomar cualquier resolución.
Había otra circunstancia que no le permitía marcharse desde luego: su incertidumbre sobre la suerte de Roque. ¿Viviría? ¿Habría muerto? No podía tener paz mientras no lo supiese; y, si era tiempo aún, quería dar contraorden para que no lo matasen. La congoja que le ocasionaba la ignorancia en que estaba sobre esto, impulsábalo a entrar en el pueblo para averiguar lo que había pasado. Inspirábale confianza su amistad con Méndez. Don Santiago lo favorecería en cuanto pudiera. Lo que él le aconsejara, eso haría.
Una vez resuelto a obrar así, continuó la marcha pensativo, seguido por Marcos, su fiel criado. Llegaba ya a la puerta de su casa, cuando vio avanzar por el extremo opuesto de la calle y caminando hacia él, un grupo de gente acompañado de gendarmes a caballo. Dióle un vuelco el corazón sin saber por qué, y sintió que un frío glacial le corría por las venas. Como el grupo y él seguían avanzando, se encontraron a poco.
¿Y qué fue lo que vio entonces el espantado Díaz? Sobre una tabla, conducido por cuatro campesinos y atado con toscas cuerdas, un cadáver rígido y amarillo. La ropa miserable que lo cubría, calzones y camisa de gruesa manta, teñida en sangre, principalmente en el pecho, donde la hemorragia coagulada y abundantísima, había tomado tintes más oscuros, casi negros. Sobre la frente, entre la negra e hirsuta cabellera, pegada y endurecida por la sangre, veíanse grandes cuajarones de color rojo, mezclados a partículas blancas de la masa encefálica. El lívido rostro, vuelto al cielo, tenía una expresión de angustia y de sufrimiento que partía el corazón, los ojos entreabiertos y vidriados fascinaban con su mirada mortecina; y la abierta boca, oscura y llena de tierra, parecía exhalar no escuchados ayes y quejas.
Rodeaban el cadáver los gendarmes, y lo seguía muchedumbre curiosa. En medio del grupo venía una mujer llorando y dando alaridos de dolor. Traía una criatura de pecho, sujeta con el rebozo a la cintura y cargándola con el brazo siniestro, en tanto que con la mano derecha conducía a otro niño como de cuatro años, descalzo y harapiento.
—¡Roque! ¡Mi Roque! ¡Mi marido! —gritaba la mísera—. ¡Me han matado a mi marido! ¡Me lo han matado! ¡Hijos! ¡Hijitos! ¡Pobrecitos! ¡Están huérfanos! ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Al pasar junto a don Miguel, violo y díjole sollozando:
—Señor don Miguel ¿ya lo ve? ¡Me han matado a mi marido! ¡Es ése que va ay, en esa tabla! ¿Qué hago, señor don Miguel? ¿Qué hago? ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Más lívido que el difunto se puso Díaz al ver la escena y al oír aquellos lamentos, no supo de sí, ni veía ni oía nada: había caído en un abismo de terror, a donde no llegaban los ecos del mundo que lo rodeaba. El caballo, por hábito, condújolo al zaguán de su casa. No tuvo Díaz conciencia de haberse apeado allí, ni de lo que hizo, ni a dónde fue, ni cuánto tiempo pasó absorto, hasta que le pareció que despertaba y se vio sentado en el sofá de la sala, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Punzábanle las sienes, y tenía en los oídos el acento de la viuda:
—Señor don Miguel ¿ya lo ve? ¡Me han matado a mi marido! ¡Es ése que va ay en esa tabla! ¿Qué hago, señor don Miguel? ¿Qué hago?
¿Qué había de hacer? Llorar, sufrir, pedir limosna, llevar a sus hijos de puerta en puerta para recoger mendrugos de pan. Ése era el porvenir que la esperaba. ¡En qué precipicio había caído él, Díaz! ¡Qué era lo que había hecho! ¡Quién le hubiera dicho que había de acabar por convertirse en asesino! Porque él tenía la culpa de aquella desgracia; él, sólo él. Verdad era que don Santiago lo había instigado a decretarla, y era el responsable directo del crimen; pero en las manos de él, Díaz, hubiera estado el evitarla y era él quien había firmado la sentencia… ¿Cómo remediar el mal? ¿Cómo volver atrás? Si hubiera podido deshacer lo hecho y tomar a la vida a aquel infeliz ¡con cuánto placer lo hubiera realizado! ¡Aun a costa de cualquier sacrificio! Maldita para siempre la necia cuestión que había emprendido contra su compadre don Pedro. ¿Qué necesidad había de entrar en tan atroces reyertas, sólo por disputarle un miserable pedazo de tierra? La verdad era que había obrado mal en todo; su conciencia se lo gritaba ahora, aunque tarde. Había sido necesario sufrir la horrible conmoción de aquel espectáculo, para arrojar la venda de los ojos y ver las cosas con claridad. ¡Hasta dónde lo habían conducido sus malas pasiones! Que don Pedro tenía más tierras que él… ¿qué importaba? Que había construido una fábrica de azúcar magnífica… ¡mejor que mejor! Que se hacía rico y poderoso, y que todos lo elogiaban y rendían homenaje… ¡a las mil maravillas! ¡Lo hubiera dejado disfrutar en paz aquellos beneficios, y se hubiera consagrado a atender sus negocios, sin preocuparse por los ajenos!… Pero ahora ¡qué remedio! ¿Qué iba a suceder? ¿Cuál sería el desenlace de aquella situación tan horrible?…
Desde luego, érale preciso tomar bajo su protección a la viuda de Roque y a los huérfanos. Les daría una casita en el pueblo para que vivieran, y una mesada para que se mantuviesen. A los niños les compraría vestidos nuevos, los pondría en la escuela y les daría juguetes para que se divirtieran… pero ¿cómo les indemnizaría la pérdida de su padre? Esto no era posible… Tenía también que destruir otra injusticia: la que había cometido con Pánfilo Vargas. ¡Le daba vergüenza recordar su conducta con ese sirviente!
Devanábase los sesos pensando estas cosas, y no se acordaba de sí mismo. Tenía el corazón lacerado, que poco le importaba su propia suerte; no se preocupaba en lo más mínimo por lo que le pudiera acaecer. Lo capital era subsanar los males que había hecho, del modo más eficaz y rápido que fuese posible. ¡Pronto!… ¡A remediar la desgracia de aquella familia desamparada, para alivio de su conciencia y para que Dios lo perdonase!… ¡A mandar decir misas, muchas misas por el alma del pobre Roque, que sabe Dios si estaría en pecado cuando lo sorprendió la muerte!
Sumido se encontraba en estas reflexiones, cuando oyó pasos en la estancia, notó que unas sombras se interponían entre él y la luz, y sintió que dos personas se sentaban en el sofá, a un lado y otro del sitio que él ocupaba. A poco escuchó la voz de su esposa, que le decía cariñosamente:
—Hijo, aquí estamos, míranos; Ramona y yo.
Abrió los ojos don Miguel, y se halló en medio de las dos mujeres. Mucho tiempo hacía que, preocupado por sus rencores, no sentía el amor de la familia; apenas hablaba con ella, y se mostraba duro y violento en el hogar. Ahora que había cambiado el estado en su alma, sentía renacer la ternura conyugal y paterna en el fondo del corazón; de modo que tendió una mano a su esposa y otra a su hija, sin decir palabra. Ellas, que lo querían tanto, que estaban sedientas de efusiones cariñosas, y que lo miraban sufrir en aquellos momentos, cogiéronlas entre las suyas, estrecháronlas contra el pecho, y las cubrieron de besos.
—Hijo —repitió doña Paz con dulzura— ¿qué piensas hacer?
—¡Hacer! —dijo Díaz sorprendido— ¡para qué!
—Para salvarte —repuso su esposa.
—No comprendo…
—Tengo que decírtelo para que tomes el partido que quieras. Dentro de poco vendrá la autoridad a prenderte.
—¡A mí! —dijo Díaz sobresaltado.
—Si, a ti.
—¿Por qué?
—El pueblo se vuelve lenguas hablando de ti y de don Santiago Méndez. Sobre todo, Figueroa, el rábula, anda vociferando que está dada orden de prisión en tu contra por el alcalde.
—Pero ¿de qué me acusan?
—De cosas horribles; estoy segura de que son calumniosas. Ese mismo tinterillo las ha de haber inventado. Dicen que anoche fue destruida la presa del Palmar por comisionados tuyos, y que la hacienda de Pedro está ahogada, toda ahogada. Pero ya no lo creo. ¿No es verdad que no es cierto?
Bajó la cabeza don Miguel y no contestó.
Doña Paz fijó en su rostro una mirada angustiosa.
—Agregan —prosiguió— otra cosa todavía más horrible… Que por intrigas tuyas mandó asesinar el presidente municipal a un caporal de mi primo. Esto sí que no puede ser cierto… Tú no eres tan malo.
Díaz lanzó un suspiro, y quedó absorto, con la vista fija en la alfombra, como si estuviese contemplando alguna cosa fascinadora y horrible. Madre e hija se miraron con asombro doloroso; ambas tuvieron el presentimiento de que aquellos cargos no eran infundados. Observaban que don Miguel no tenía fuerzas para negar los hechos, ni aun para protestar contra la calumnia; y que, sobre todo, la expresión de su rostro lo delataba.
—Como quiera que sea —dijo doña Paz llevándose el pañuelo a los ojos—, lo urgente es que te salves. ¿Qué haces aquí sin moverte, cuando dentro de pocos momentos van a llegar los alguaciles?
—Tienes razón —repuso don Miguel sacudiendo la cabeza—, es preciso huir.
Luego se puso en pie y dijo con acento extraviado:
—Mi caballo ¿dónde está mi caballo?
—Acabo de verlo en el corredor; anda, no tardes.
Dio don Miguel unos pasos, y luego volvió atrás.
—Pero ¿a dónde voy? —dijo.
—A la capital —repuso doña Paz precipitadamente—, o al campo, o a otra hacienda, o a la sierra; a donde quiera, con tal que no te prendan.
—¿Y cuándo nos volveremos a ver?
Espero en Dios que pronto; pero ¡vete, por vida tuya!
Entonces se dirigió Díaz maquinalmente al corredor, se acercó al caballo que ensillado lo aguardaba, cogió la rienda y montó. Su esposa y su hija lo siguieron ansiosas. Marcos venía detrás montado también.
Llegaban ya al zaguán, cuando se oyeron pasos precipitados junto a la puerta.
Luego sonó el aldabón. Doña Paz y Ramona se sobresaltaron; don Miguel se tomó lívido. Sólo Marcos conservó su entereza; sabía de lo que se trataba, porque no se hablaba de otra cosa en Citala. Echó mano al rifle que llevaba pendiente de la funda de cuero, por detrás de la silla, y se puso al lado de Díaz.
—Amo, no nos demos —le dijo— ¿quere que nos defiéndamos? Aquí me tiene pa servile. ¡Saque su cuete!
El aldabón volvió a sonar repetidas veces y como con prisa.
—No —repuso don Miguel con amargura y echando pie a tierra— pasó ya ese tiempo. Mete el rifle en la funda y abre la puerta.
—¿Luego nos damos? —preguntó Marcos asombrado.
—Sí, no queda más remedio.
El fiel servidor obedeció, aunque de mala gana. Apeóse a su vez, ató las bestias a un pilar con mano febril, y fue a hacer lo que se le mandaba.
Abrióse la puerta y entraron don Pedro, Gonzalo y varias otras personas. Al verlas púsose doña Paz delante de su marido, para cubrirlo con su cuerpo, y Ramona se abrazó a él fuertemente para disputarlo a sus enemigos. Don Pedro avanzó imperturbable, hizo a un lado a doña Paz con la diestra, y llegando hasta don Miguel tendióle entrambos brazos, diciéndole:
—¡Compadre, un abrazo de paz!
Díaz se quedó estupefacto, sin comprender lo que oía.
—¡Vamos —repitió don Pedro— un abrazo, compadre! Todas han sido puras locuras; no volvamos a hablar de ellas. Quiero que sigamos siendo amigos.
Y sin esperar la respuesta, enlazólo con ellos, juntamente con Ramona, que no se le había separado.
—Estos hombres —prosiguió Ruiz—, son los albañiles de su hacienda, que vienen a ver qué se le ofrece, porque ya se vuelven al Chopo. Mándeles lo que quiera…
Como callase don Miguel:
—Váyanse, señores, cuando quieran —les dijo—. ¡Vayan con Dios, están libres!
Los albañiles parecían alelados y dudosos; pero como les fue repetida la orden, se apresuraron a marcharse llenos de regocijada sorpresa.
—Aquí tiene usted este papelito —volvió a decir don Pedro mostrando a Díaz la carta dirigida a Méndez para que matase a Roque, y estos expedientes, donde se lo había mandado aprehender.
Don Miguel se estremeció al reconocer las mal aconsejadas líneas escritas de su mano, y al mirar el cuaderno de instrucción criminal, cubierto con el sello del juzgado, que llevaba escrito en el forro con letras gordas:
Criminal.—Contra Miguel Díaz por ataque a la propiedad y por homicidio calificado… —y comprendió que había estado perdido.
—¡Pero esto no vale nada… para nada lo quiero! continuó Ruiz, y con propia mano redujo los papeles a menudos fragmentos.
Don Miguel no sabía de sí. Sintió un nudo en la garganta y un gran impulso en el pecho. Por un movimiento espontáneo, más rápido que su pensamiento, arrojóse sollozando en brazos de don Pedro. Y estrechólo largamente contra el corazón, murmurando bajito:
—¡Perdón!
Aquella palabra acabó de iluminar el espíritu y el rostro de don Pedro. Había procedido hasta entonces como enemigo generoso, habíase dolido de su hijo, a quien amaba más que a su vida, y de Ramona, a quien miraba con indecible ternura, y de doña Paz, por quien sentía veneración; pero todo lo había hecho contra su voluntad y sosteniendo una lucha formidable consigo mismo. Pero al oír que su compadre daba salida por fin a aquella palabra humilde y suplicante, sintió que se desvanecía su odio, y que no quedaba en su corazón más que dulce afecto y cordial benevolencia; porque esa palabra tan breve, significaba el reconocimiento de los pasados errores, la confesión de las injusticias cometidas, y el arrepentimiento por los males causados. No necesitaba más para que desapareciese de su alma toda nube que pudiese empañar su ingénita nobleza, y, comprendiendo que su compadre era más débil que perverso, tuvo para él ya no rencor, sino piedad; ya no ira, sino misericordia.
Y levantándolo en alto con brazo robusto, lo tuvo buen espacio estrechamente enlazado.
—¿De suerte que no hay ya temor de nada? —preguntó doña Paz radiante de dicha.
—De nada, absolutamente de nada —contestó riendo don Pedro—. Todo está arreglado con el alcalde y con Figueroa… Pero lo que es a Méndez no le arriendo las ganancias. Vamos a tener el gusto de ser mandados por Figueroa dentro de pocos días. Eso nada nos importa. Dejemos a los políticos que se hagan pedazos. ¿Qué nos va, ni que nos viene con la política?
—Compadre —dijo don Miguel, con mansedumbre—, necesito pagarle los perjuicios.
—¡Quién habla de perjuicios!
—No, lo que es eso, sí, es indispensable.
—Bueno, ya lo arreglaremos después.
—Ahora, Pedro —dijo doña Paz riendo—, sólo nos falta que nos reconciliemos tú y yo.
—Y usted y yo, tío —agregó Ramona con donaire infantil.
—Vámonos reconciliando, pues —contestó don Pedro con rostro placentero. Y abriendo los brazos, estrechó en uno a la madre, y en otro a la hija.
—¡Que Dios te bendiga! —díjole doña Paz.
—¡Y a mí me perdone! —pensó don Miguel, levantando los ojos al cielo.