XXIV
Mala suerte tuvo el alcalde de Citala para divertirse a sus anchas aquella noche, pues habiendo sido distraído de sus placeres en un principio por Gonzalo, lo fue también a la madrugada por don Pedro en persona, quien le mandó atento recado suplicándole pasase a su casa, donde lo esperaba para tratar asuntos importantes. Era el juez un comerciante de la localidad, de hacienda escasa; y como ya había recibido favores diversos de quien ahora solicitaba sus servicios, esperaba granjearse su mejor voluntad por medio de nuevas atenciones, para obtener de él que le enviase arroz, azúcar y aguardiente en comisión, y le diese su garantía cuando la hubiese menester, para comprar efectos a plazo. Por todas estas razones presentes y futuras, acudió solícito al llamado, saliendo sin vacilación de aquel lugar de delicias, y arrancándose de los brazos de una hermosa morena con quien casualmente bailaba en aquellos dichosos momentos. ¿Pero qué no se hace en favor de los ricos? ¿Qué no se sacrifica a la esperanza de obtener lucro?
Recibió don Pedro al alcalde con la gravedad que le era característica, en la sala de su casa, acompañado por el letrado que había defendido a Roque. Hablaba con éste, a la sazón, del amparo pedido la noche precedente.
—Se me figura —decía don Pedro—, que el pobre Roque está muerto a estas horas.
—Tal vez no —repuso el abogado—, porque don Gonzalo salió de aquí a toda prisa, resuelto a alcanzar a la escolta.
—¿A qué hora?
—Como a las diez de la noche.
—Es extraño que no haya vuelto todavía —observó don Pedro—. ¿Qué habrá pasado?
En esto, con la oportunidad de un suceso preparado, oyóse el trote de un caballo, y a poco entró Gonzalo calado por la lluvia hasta los huesos.
—¿Qué sucede? —preguntó don Pedro con ansiedad.
—Por más que corrí, llegué tarde —contestó el joven dejándose caer desfallecido en un asiento.
—¿De suerte que lo asesinaron?
—Sí, señor; a mi vista lo acribillaron a balazos.
—¡Maldita sea su raza! —exclamó don Pedro—. ¿Y el cadáver?
—Viene cerca; lo traen en una tabla. Primero lo amarraron sobre un caballo; pero el animal se asustaba y lo tiró al suelo dos veces. Al fin, hace tres o cuatro horas, al llegar a un rancho, lo pusieron en la tabla, y lo hicieron conducir sobre los hombros de cuatro hombres de a pie, que vienen muy despacio. Me adelanté por horror al espectáculo.
—Esto no tiene remedio —dijo Ruiz cerrando los puños—. Ahora lo que importa es castigar sin misericordia. Señor alcalde, denuncio como autores de ese crimen al presidente municipal y a mi compadre don Miguel. Cito como testigos a mi abogado, a mi hijo y al secretario de don Santiago Méndez. Presento, además, como instrumento de convicción esta carta de mi compadre dirigida ayer a la autoridad, pocas horas antes del crimen.
—No sé si puedo intervenir en este negocio —repuso el alcalde vacilante, volviéndose al licenciado.
—Sí, señor; como aquí no hay juez, tiene usted que encargarse de las primeras diligencias —contestó éste.
—Usted sabe lo que hace y lo que dice —prosiguió el funcionario—; yo soy un pobre comerciante que no entiende de leyes. ¿Conque usted cree que puedo tomar ingerencia en el asunto?
—No sólo creo que puede, sino que debe.
—En ese caso, usted me hará favor de dirigirme.
—Con mucho gusto; usted escribe y yo dicto.
—Aun tengo que hacer otra acusación a don Miguel Díaz —interrumpió don Pedro—: haber pagado a cuatro mozos del Chopo para que destruyeran la presa del Palmar. Anoche fue volada con dinamita una parte del pretil, causando el desbordamiento del agua sobre los cañaverales, y muy considerables perjuicios en mi propiedad.
El alcalde, azorado, volvióse de nuevo al jurista, interrogándolo con los ojos.
—Digo de este negocio lo mismo que del otro; que puede usted encargarse de las primeras diligencias.
—Como les acabo de manifestar —observó el juez—, estoy dispuesto a todo lo que gusten, si creen ustedes que puedo hacerlo sin faltar a mi deber.
—Sí, puede usted, ya le digo —continuó el licenciado.
—¿Y cómo hacemos con los dos negocios?
—Creo —dijo don Pedro—, que debemos comenzar por el de la presa, porque aquí están los detenidos. Mientras declaran éstos, llegarán los gendarmes y seguiremos con el asesinato.
—Muy bien me parece —dijo el licenciado.
Comenzaba a amanecer en aquellos instantes. A pesar de lo temprano de la hora, mandó el alcalde llamar a su secretario, y poniéndose todos en obra, recibióse la declaración de los albañiles, quienes dijeron en presencia de don Pedro, la verdad de los hechos en que habían tomado parte.
Concluido el interrogatorio, súpose que habían llegado al pueblo los gendarmes con el cadáver de Roque. El alcalde los hizo comparecer en el acto, y los examinó. Recibió asimismo los testimonios de Figueroa y del secretario de Méndez; pero no el de Gonzalo, porque suplicó éste a su padre le permitiera no tomar cartas en el negocio. Don Pedro, sin otorgarlo ni negarlo, pidió y obtuvo que se sentara mandamiento de prisión contra don Miguel, por indicios de asesinato y ataques a la propiedad. En cuanto al presidente municipal, remitióse el asunto a la decisión del Consejo de Gobierno para que declarase al funcionario con lugar a formación de causa.
Aquellos dilatados preliminares concluyeron con la orden de prisión de los gendarmes. A consecuencia de estas medidas, fue grande el azoro que cundió por el pueblo. Figueroa y sus parciales publicaban lo ocurrido, y daban ya por derribado al presidente municipal.
—Ahora —dijo don Pedro— sólo falta proceder a la aprehensión del reo principal.
—Para ello es preciso librar orden a la autoridad —observó el licenciado.
—¡Pues a escribirla! —dijo don Pedro.
En un momento quedó escrita.
—¿Quién la lleva?
—El secretario —repuso el abogado.
—Yo lo acompaño —agregó Ruiz.
—¿Y si no la obedece? —preguntó el alcalde.
—Se dirige un mensaje al Tribunal para que haga respetar a la administración de justicia —repuso con voz solemne el letrado.
Disponíase don Pedro a salir en compañía del secretario; tenía ya el sombrero en la mano y se dirigía a la puerta, cuando oyó la voz de Gonzalo que lo llamaba.
—Padrecito ¿me haces favor de oírme una palabra?
—Ahora mismo, vuelvo en este momento.
—No, antes de que salgas…
—Estoy de prisa.
—Seré breve.
—Vamos, pues; pero te prevengo que no puedo perder mucho tiempo.
—Si me haces el favor, pasaremos a la otra pieza.
Mohíno don Pedro, siguió los pases de su hijo, y entró en el aposento inmediato.
—¡Y bien! —dijo al entrar— ¿qué ocurre?
—Quería decirte —repuso Gonzalo con turbación—, que me he hecho cargo con tristeza de todo lo que pasa, y veo que las cosas han llegado a su último punto de gravedad. Vas a aniquilar a mi tío don Miguel; tienes poder para hundirle en la cárcel; será condenado por sentencia infamante a sufrir una pena severa. Conozco que te sobra razón para todo eso, porque no lo has ofendido, ni has sido el primero en atacarlo, ni lo odias; sino que es él quien te ha hostilizado y perjudicado sin escrúpulo ni conciencia. Han sido para mí estos acontecimientos una revelación dolorosa. Jamás pensé que pudieran realizarse, ni mucho menos que mi tío fuese capaz de llegar a tal extremo de ceguedad. Soy el primero en conceder que merece castigo, y muy duramente; yo también estoy indignado por lo que ha hecho. Pero, padrecito ¿has pensado en mí? ¿Has reflexionado en las consecuencias que va a traer sobre mí ese acto de justicia? No he hecho nada que pueda lastimarte, en nada te he ofendido, y sin embargo, vas a confundirme, vas a pasar sobre mi corazón en la exaltación de tu cólera.
—¿Por qué lo dices? ¿Quién habla de perjudicarte? Ahora vas a ser más dichoso, porque vas a presenciar el triunfo de tu padre.
—Has triunfado ya, y estás reivindicado; no hay quien dude de la justicia de tu causa. Los cuadernillos publicados por el licenciado Muñoz con su alegato y la sentencia del Tribunal, han dejado las cosas en estado tan favorable para ti, que nadie te niega la justicia.
—Pero ¿no has visto cómo mi compadre no quiere que tengamos paz? ¿No ves que ha mandado asesinar a Roque, sólo por ser mi sirviente, y que ha hecho destruir la presa para arruinarme?… Deberías estar tan indignado contra él como yo mismo; más acaso, porque los hijos deben sentir doblemente las ofensas inferidas a sus padres… por ellos y por sus padres.
—Bien sabe Dios que así siento las que recibes.
—En tal caso —repuso don Pedro con enfado—, te aseguro que no entiendo… ¿Qué es lo que pretendes?
—Ya te lo puedes figurar…
—No me lo figuro, ni quiero figurármelo; sino oírlo de tu misma boca… ¡Vamos! ¿qué quieres?
Al escuchar el acento airado de su padre, acobardóse el mancebo y guardó silencio.
—¿No me has oído? —prosiguió Ruiz—. ¿Para qué me has traído aquí?
—Padrecito, para hacerte una humilde súplica.
—Pues hasta luego, porque no estoy para perder el tiempo, y me espera el juez en la otra pieza… Si no hablas en el acto, me marcho… Después me dirás lo que quieras.
—En este momento, no te vayas… Pues bien, te ruego por lo que más quieras, por la memoria de mi santa madre que está en la gloria, por mí, por lo más sagrado, que no acuses a mi tío, que no lo hagas procesar, ni encarcelar, ni condenar.
—¿Por qué? ¿Por qué no? Vamos a ver: ¿Por qué no? —gritó don Pedro, agitando las manos en el colmo de la exaltación.
—Porque abrirás un abismo entre su familia y la nuestra; abismo que ya no podrá llenar nada.
—¡Como si él no lo hubiese abierto ya! ¡Como si las ofensas y males que me ha hecho no contaran para nada! Muy atrasado estás de noticias… ¿Conque no sabes que hay ya un abismo entre su familia y la mía? Es que no te afectan mis cosas… Comienzo a sospechar que te interesas más por él que por mí.
—No vuelvas a decirlo. Bien sabes que te quiero sobre toda ponderación, y que tu causa es mi causa, tu suerte mi suerte; y que, después de Dios, nada hay tan venerable para mí como tú… Pero creo que la situación de mi tío y la tuya son muy diferentes. Él es injusto, tú no; él te atacó sin razón, tú lo venciste; él desciende hasta el crimen, tú alzas la frente libre de toda mancha. Ha sido impotente para dominarte, has sorprendido sus intrigas y te has apoderado de sus armas. Lo has derrotado en todo… eres el fuerte, y puedes ser generoso. Tu reputación y tu nombre están no sólo ilesos, sino que son ahora mucho más respetados que nunca. El único mal que te ha hecho, ha sido el de menoscabar tu fortuna; mas para ti las cuestiones pecuniarias no son las principales. Pero si lo entregas a la justicia, tú sí lo arruinas, tú sí lo aniquilas, tú sí lo matas; porque de ese golpe, de esa deshonra no se levantará nunca.
—Deshonrado está ya por sus propias acciones; no hago más que quitarle la máscara hipócrita con que se cubre. Es un delincuente que entrego a los jueces. El deber de todo hombre honrado es proceder de esta manera. Si no lo hago así ¿qué correctivo tendrá? Nada habrá que lo detenga en el camino del crimen, y no le inspiraré más que desprecio. Me habrá provocado, burlado y humillado, y yo lo habré sufrido todo como una débil mujer.
—No, padre; lo habrás hecho por mí, por compasión, por lástima.
—¡Es insensato lo que pides, no puedo concedértelo!
Diciendo esto don Pedro, se dirigió a la puerta; Gonzalo se le interpuso.
—Anda, padrecito, hazlo por tu vida.
—¡Quita allá, apártate!
—Me vas a hacer desgraciado.
—Primero estás tú que yo ¿no es cierto?
—No podré ya casarme con Ramona…
—¡Qué me importa que te cases!
—¡Padrecito, por Dios!
—Sólo un medio habría de evitarlo: que ventiláramos mi compadre y yo nuestras diferencias con la pistola en la mano. Si lo quieres, lo haré así. Nulificaré lo hecho ante el juez, e iré a buscarlo para abofetearlo en la plaza pública.
Gonzalo se estremeció de horror ante aquella amenaza. Conocía a su padre, y sabía que era capaz de cumplirla. Se le ofuscó la mente no sabiendo qué decir, ni qué partido tomar. Parecióle haberse asomado al corazón de su padre, y visto en él un abismo que antes no había sospechado: el del odio.
—¿Prefieres que lo haga? —preguntó don Pedro con alegría feroz—. Anda, di que sí y verás lo que sucede.
—Padrecito —repuso Gonzalo haciéndose a un lado para que pasase don Pedro—, no insisto. Ya que no quieres oírme, ya que no quieres concederme lo que te pido, que se cumpla tu voluntad. Eres el primero. ¿Qué importa que sea yo desgraciado? ¿Qué importa que me mate la pena? Al cabo la vida es muy breve… No por eso te querré menos; te amaré como siempre, aunque me partas el corazón. Ya no te detengo. Anda, haz lo que te plazca.
Y se echó a llorar como un niño.
En aquel momento se oyó una voz de mujer en la sala.
—Está ocupado en este momento —decía el licenciado—; está hablando reservadamente con su hijo.
—No importa —dijo la voz femenina— soy de casa, soy de la familia.
Y abriéndose la puerta de comunicación, dio paso a doña Paz. Vino en derechura a don Pedro, tendiendo hacia él ambas manos.
—Acabo de saber —le dijo—, que van a poner preso a Miguel, que lo has acusado de asesinato y de haber pagado malhechores para que rompieran tu presa. No se habla de otra cosa en el pueblo. Figueroa lo anda contando a todo el mundo; pero yo no lo puedo creer, porque te conozco. Eres bueno y generoso. ¿No es verdad que la gente no tiene razón para decirlo?
—No hagas aprecio de chismes… —repuso Ruiz con sequedad.
—¿No es verdad que no es cierto?
—Poco ha de vivir quien no sepa la verdad.
—Pero yo quiero que me la digas. Si es cierto que tienes ese proyecto horrible, desiste de él, Pedro; ya que no por consideración a tu antiguo amigo y compadre, por consideración a nosotras.
—Mi compadre no ha tenido consideración para nadie.
—Pero tú si la tendrás, porque nos quieres.
—Se guarece detrás de ustedes buscando impunidad; pero yo sabré alcanzarle a través de todos los obstáculos.
—¿Aun a través de Ramona y de mí? Nosotras no te hemos hecho ningún daño.
Don Pedro, torvo y siniestro, guardó silencio. El indómito carácter que tanto le servía en la lucha, tomábase dureza y obstinación en ciertas ocasiones. Tenía Ruiz los defectos de sus mismas cualidades; era una roca.
—Siento que voy a volverme loca —dijo doña Paz echándose a llorar—; esto es demasiado para mí. Hace mucho tiempo que no tengo sosiego, que no duermo, que no descanso, pensando a toda hora en la enemistad de ustedes. ¡A toda hora con el Jesús en la boca, a toda hora pidiéndoles a Dios y a los santos que no permitan suceda una desgracia; y que proteja a Miguel y que te proteja a ti y que nos proteja a todos, porque siempre he tenido presentimientos funestos!
—Tu marido es el único responsable.
—Y él dice que tú. Los dos han dado en aborrecerse por tonterías que no valen la pena; están escandalizando a Citala. Gastan su dinero, se ponen en espectáculo, y se comprometen de un modo atroz. Ustedes los hombres se dejan cegar por las pasiones, y no piensan en nosotras las mujeres, que no hacemos más que afligirnos. Para ustedes son los desahogos de la ira; a nosotras nos toca temblar, llorar y vivir de rodillas pidiéndole a Dios que les ablande el corazón, y los libre de los riesgos que provocan.
—Lo que dices no reza conmigo; mi compadre es quien me ha buscado la condición y me ha hecho cuantos daños ha podido. ¿Por qué no le hablaste a tiempo, como lo estás haciendo ahora conmigo? Todos quieren que sea yo el prudente.
—Mucho le he suplicado —repuso doña Paz llorando más que nunca—; y bien lo sabe Dios; pero no ha querido oírme. Antes se enfurecía conmigo y con mi hija cuando le hablábamos de esto. ¡Quién sabe qué nos sucede! Éste es castigo de Dios; no puede ser otra cosa.
—Si tu marido no te ha hecho caso ¿cómo pretendes que yo te lo haga? ¿Tengo más obligaciones para ti que tu mismo marido?
—El pobre de Miguel es bueno, pero Dios le ha dado poca inteligencia, y cuando se le cierra la cabeza, no hay medio de sacarlo de sus trece… Tú piensas y puedes comprender mejor en lo que paran las cosas… Además, como has sido tan consecuente conmigo, abrigaba la esperanza de que me hicieras este favor. ¿Tendrás corazón de ver a tu compadre en la cárcel, confundido con los criminales, y a nosotras sufriendo horriblemente, avergonzadas y sin tener valor para levantar los ojos del suelo?
—Pregúntaselo a mi compadre.
—¿No te muerde la conciencia de echar una mancha sobre nuestro nombre y sobre nuestra familia?
—La mancha está echada; consiste en la mala acción, y no en el castigo.
—¡No, Pedro, por el amor de Dios, no lo hagas!
—No me atormentes, Paz, es inútil.
—Mírame ¿quieres que me arrodille?
—¡Ni lo mande Dios! Sólo ante Él debemos arrodillarnos.
—¿Pero me haces este favor?
—¿Para qué quieres que te engañe? Por ti todo, ¡por él nada!
—¡Pues hazlo por mí!
—Nos estamos atormentando sin necesidad…
—¿No lo haces?
—No puedo.
—No te creía tan duro de corazón.
—Ahora acabarás de conocerme.
—¡Válgame Dios de mi vida! —exclamó sollozando la pobre señora.
Transcurrió un rato de silencio embarazoso: doña Paz llorando a mares y gimiendo de una manera desgarradora; él sumido y absorto en pensamiento coléricos. De pronto levantó la cabeza doña Paz, como iluminada por un rayo de súbita esperanza, y dijo:
—Es que no tengo bastante influencia sobre ti… no valgo nada para ti… lo conozco… Soy muy tonta ¡me había figurado otra cosa! Voy a traer a Ramona. A ella sí la quieres, es tu ahijada… casi tu hija… A ver si te mueve el corazón… a ver si consigue lo que no he podido conseguir yo. No te vayas ¿me esperas? Al menos hazme este favor. Espérame unos minutos; no se te seguirá ningún perjuicio por concederme unos minutos. ¿Me esperas?
Don Pedro no contestó; pero doña Paz creyó que la esperaría, y levantándose apresurada, se enjugó los ojos con el pañuelo, echóse el mantón sobre la frente y salió de la casa.
No tardó en volver acompañada de Ramona; pero ya no halló a don Pedro, ni al juez, ni al licenciado, ni a ninguna de las personas que lo acompañaban. No estaba en la casa más que el atribulado Gonzalo, quien no se había movido del lugar donde su padre lo había dejado.
—¿Qué dices, Gonzalo —murmuró doña Paz— de lo que va a hacer tu padre?
—¿Qué dices, Gonzalo? —repitió Ramona convertidos los ojos en fuentes de lágrimas. ¡Quién lo había de creer!
El pobre joven contestó únicamente con sollozos, porque la congoja le había embargado la voz, y porque se sentía tan desventurado y tan impotente como ellas. Y todos juntos se echaron a llorar amargamente.