XVI
Como la cita judicial para el reconocimiento de linderos entre el Palmar y el Chopo, fijaba las nueve de la mañana del siguiente día, fue preciso que don Pedro, el licenciado Muñoz, Gonzalo, don Simón Oceguera, Esteban, Smith y los demás sirvientes que los acompañaban estuviesen en pie antes de la salida del sol. Ruiz desempeñó el ministerio de despertarlos a todos, pues estuvo despabilado desde la media noche, por no haberlo dejado dormir su temperamento nervioso y la inminencia de acto tan solemne y trascendental.
Al señor licenciado Muñoz fue reservada la mejor mula; la más alta y hermosa, la de paso más blando y ligero. El respetable letrado cubrió la cabeza con un sombrero de jipi-japa de finísimo tejido y de anchas alas, envolvió al cuello gran pañuelo blanco de suave lino, resguardó los ojos con antiparras azules para evitar el aire, el polvo y el reflejo del sol, y se puso a la cabeza de la comitiva, como valiente general al frente de un ejército.
Comenzaba a clarear la mañana cuando el grupo se puso en marcha. Tomó por una calle sinuosa y descendente; cruzó el arroyo pedregoso que lame los cimientos de las últimas casas, lugar balneario de quejumbrosos cerdos, que acuden a su mermada corriente para refrescar el grueso e irritado vientre y para lavar los ásperos pelos cubiertos de cieno. En seguida comenzaron a caminar por la falda de la loma, siguiendo una vereda de ascenso tan suave que casi no se echaba de ver.
El Oriente mostrábase cárdeno y brillante. Largas nubes azuladas llenaban el horizonte de rayas paralelas orladas de luz, que dividían el cielo medio iluminado, en alternadas franjas brillantes y oscuras. La claridad cambiante del confín iba creciendo en intensidad y en extensión a cada instante, como hoguera atizada con inmenso combustible, al otro lado de los cerros. Los objetos medio velados por el crepúsculo, íbanse esclareciendo poco a poco; un fresco céfiro acariciaba con sus alas el rostro; y los pajaritos madrugadores, llenos de júbilo, hacían por todas partes deliciosa y alegre algarabía.
Tornóse más pronunciada la pendiente poco a poco, a medida que avanzaba la comitiva. Fuése impregnando gradualmente la atmósfera de aromas agrestes; vertía en el aire la salvia su suave esencia; el cacahuite de anchas hojas fatigaba el olfato con su olor penetrante. Por todas partes, al pie de los vallados de piedra, a la orilla de los fosos, crecía el tepopote de hojas finísimas y tupidas. Las varas de San Francisco, de color morado, erguíanse aquí y allá sobre la hierba; la barbudilla extendía su ramaje profuso costeando la vereda; las hiedras desplegaban sus vistosas y delicadas corolas, como finas copas alzadas al cielo para recibir el rocío; las niveas flores de San Juan ostentábanse en artísticos ramos formados por la mano de la naturaleza; y por todas partes, bordando el verde tapiz con vistosísimas labores, lucían las estrellitas blancas su belleza casta y purísima. Más arriba comenzaron los robles de anchas y duras hojas a destacarse sobre el terreno, primero como centinelas avanzados, luego como tiradores dispersos, y al fin como ejército apiñado y numeroso. Vinieron después los encinos de finas hojas a mezclarse con ellos; el madroño nudoso de rojos peciolos, apareció en zona más elevada; el lustroso ciruelo, que se viste sólo en la estación de las lluvias, extendió por la ladera su verde copa cargada de tiernos frutos; el fino palosanto, de pulida forma y hojitas pequeñísimas, alternó sobriamente con los otros árboles, como aristócrata entre villanos; y ya en lo más encumbrado de la montaña, levantaron los pinos sus copas verdes de follaje erizado, saturando el ambiente de bienhechora esencia, que ensanchaba el pecho y lo llenaba de infinito bienestar.
Al fin, después de varias horas de marcha, llegaron los jinetes al punto de la cita; esto es, al Arroyo de los Pinos, lindero entre el Palmar y el Chopo, a la orilla del Monte de los Pericos.
No era más este monte, que una caprichosa protuberancia de la sierra; una especie de giba elevada en el lomo gigantesco de la larga montaña de cumbre casi horizontal, que cerraba el confín, vista desde el valle, a modo de muralla. En realidad, mucho distaba aquel cerro de estar aislado, según la ilusión óptica de los que lo miraban desde abajo, así como de ser el más elevado de la serranía. Detrás de él, elevábanse otros más altos, y a la espalda de ellos, mirábase asomar la cabeza de otros y otros más elevados, que se sucedían a lo lejos, como en propagación infinita, por la extensión de la cordillera y por la inmensidad del cielo.
Era graciosa la forma de aquel monte casi esférico. Visto a distancia, como estaba tan poblado de árboles, tenía cierta apariencia de cabeza de negro cubierta de pelo crespo y oscuro. Como don Pedro había prohibido por muchos años cortar leña en aquel sitio, y aun ahora que comenzaba a explotarlo, hacíalo de modo que no se destruyese el bosque —con el propósito de conservarlo siempre hermoso y tupido— presentaba un aspecto delicioso por la profusión de los árboles, y por esa majestad peculiar a los sitios agrestes, donde la vegetación de hierbas y de plantas, hace lugar a otra más grande, severa y rumorosa.
Habían alcanzado gran desarrollo las frondas; estrechábanse y confundíanse en varios puntos, como si no hubiese en el cielo bastante espacio para que pudieran extenderse a sus anchas. El sol cayendo sobre su tupido follaje, no podía penetrarlo, como si fuese la compacta techumbre de un vasto templo, y sólo a trechos lograba deslizarse hasta el suelo por pequeños intersticios, dibujando cintas y franjas de oro sobre el tapiz agreste. Aquellos enormes y verdes penachos sacudidos por el viento, constante en las alturas, formaban un rumor grave y confuso, que infundía recogimiento y respeto en el ánimo. Sobre la superficie del monte extendíase sonora alfombra de hojas secas que, desprendidas de las ramas y holladas por los caballos, gemían querellosas al sentirse resquebrajadas. Estribaba principalmente la singularidad del sitio en ser abrigadero perenne de innumerables pericos, circunstancia que le había valido el pintoresco nombre que llevaba. La proximidad de la Barranca Honda, fecunda cuna de esos ruidosos volátiles, daba origen a la aglomeración de ellos en lugar tan repuesto y ameno. Apenas traspasado el lindero del monte, y antes de llegar a él, percibíase el gárrulo coro de aquellas aves, que volaban de rama en rama poblando el aire de sus voces estridentes. Oíaseles y veíaseles revolar por todas partes. Subían en bandadas de la Barranca a posarse en las frondas, o bajaban en gran número a ella, haciendo estrépito atronador con el movimiento de sus pesadas alas. Parecían conversar entre sí constantemente lanzando gritos ásperos y destemplados; y, según el acomodo, encanto y absoluto sosiego con que se habían posesionado de aquella cima, no parecía sino que la naturaleza se la había otorgado en propiedad irrevocable.
La ranchería formada por orden de don Pedro junto al arroyo, no había ahuyentado a estos pájaros, porque el amo había prohibido que se les cazase, y nadie se había atrevido a inquietarlos. Tan grande era el encanto que producía aquella naturaleza fresca y exuberante, que los jinetes, al llegar a ese punto final de la expedición, exclamaron que aquel sitio era delicioso, y que ni aun imaginado pudiera ser más bello.
Apeáronse en la ranchería para tomar el desayuno. Mozos de a pie, mandados con provisiones, habían llevado chocolate, café, leche y pan en grandes cestos. La equitación durante tan larga y penosa marcha, unida a la madrugada y al aire puro y vivificante de la montaña, habían despertado el apetito de los que formaban el grupo. Nadie quiso entrar en las chozas; prefirieron tomar la colación tendidos por el suelo, a la sombra del tupido follaje. El licenciado Muñoz fue el único que declaró no poder adoptar aquella postura bucólica, por tener torpes las piernas y duras las articulaciones; asi es que se le proveyó de una mesita apercibida para tal objeto, y de una silla de tule para que pudiese sentarse. Colocada de modo tan superior enmedio del paisaje, disonaba la figura del abogado; porque mientras todo en Muñoz era artificio y estudio, en su tomo, arriba y abajo, por donde quiera, reinaban incontrastables y francas las leyes de la naturaleza. Esto no impidió que don Gregorio tomase una buena taza de espumoso chocolate, hecho en una hoguera improvisada con ramas secas, dos grandes vasos de leche y una canasta de pan.
—¡Caramba! —dijo—, si pudiera llevar esta vida un par de meses, me pondría muy bien.
—Dirá usted mejor, señor licenciado —contestó don Pedro—. No conozco persona más bien conservada que usted. Está usted fuerte y derecho, y tiene toda la dentadura…
—De veras —repuso don Gregerio satisfecho—, y todavía no me salen las canas.
Gonzalo y Oceguera se dirigieron una mirada de inteligencia, y estuvieron a punto de reirse. Era público y notorio que el señor Muñoz se teñía el pelo y la barba, que en realidad, tenían ya el color de la nieve. Y no era difícil, por cierto, averiguar la verdad del hecho, pues saltaba a la vista que tan grave persona se entregaba en cuerpo y alma al uso del cosmético y de las negras tinturas. A las veces, cuando por motivo de sus constantes ocupaciones no podía teñirse con la frecuencia debida, descubríase la raíz de plata de su polaca y cabellera, lo que era contra natura, porque las canas se forman precisamente del modo opuesto, comenzando, como los volcanes, por la nieve de la punta. Y no era esto lo peor, sino que, recientemente hecha la operación de la pintura, solía mostrar rastros de ella el señor licenciado en el cuello, en las orejas y en el entrecejo, dándole aspecto de hombre desaseado; y en las uñas y puntas de los dedos, que tenían la disculpa de haberse manchado con la tinta de la pluma de escribir. Al cabo de algunos días de realizada la manipulación, iban tomando pelo y barba todos los matices del espectro solar. Por lo pronto, cuando el nitrato de plata acababa de requemar las blancas hebras, aparecían éstas tan negras como la noche. Lentamente iba rebajando la cerrazón del color, y barba y pelo se tornaban sucesivamente pardos, café, oscuros, rojos, violáceos, y aun en ciertas ocasiones, verdes y amarillos. Con asombro mirábase algunas veces al estirado jurisconsulto, a más de ceñido por luenga levita abotonada hasta el cuello, coronado por imponente sombrero de copa y con bastón de borlas y puño de oro en la mano, ostentando una cabellera tornasolada, que cambiaba de matiz según la posición del espectador, cual si fuese de concha nácar; y sentíase una grande hilaridad distribuida en el sistema nervioso, ante aquel espectáculo. Porque no hay nada más divertido en este mundo, que el contraste de lo solemne con lo ridículo.
Por fortuna vino a evitar la explosión de una carcajada general, la noticia dada por uno de los vaqueros en los siguientes términos:
—Ay viene el fuez, señor amo.
—¿Dónde? —preguntó Ruiz levantándose.
—Lo vide del otro lado del arroyo: viene muncha gente con él.
—Llega en punto de las nueve —dijo don Gregorio consultando el gran cronómetro suizo, que llevaba metido en una bolsita de gamuza.
Ladraron los perros de los jacales, dando indicio de que se acercaba la cabalgata; hubo movimiento inusitado en la ranchería; salieron las mujeres a las puertas de las chozas; y los mozos, un poco emocionados por la proximidad del enemigo, permanecieron apartados, dirigiendo los ojos al punto por donde tenía éste que presentarse. Al fin apareció Jaramillo guiando la expedición. Venía radiante de júbilo, hecho un ranchero; con pesado sombrero afelpado, de gruesas toquillas y complicados adornos, y armas de pecho peludísimas y nuevas. Montaba un caballo matalón, al que levantaba las riendas para que tomase aspecto de bucéfalo. Había en su rostro limpio y anguloso, una sonrisa que podía ser benévola o burlona.
Se dirigió, antes de todo, al licenciado Muñoz, a quien saludó con fingido respeto; luego les dio la mano a don Pedro, a Gonzalo y a Oceguera, como si no fuese el deus ex machina del enredo, risueño y con mucho aplomo. Tras él venía el juez en buen caballo y silla inglesa, con polainas, sombrero de corcho, guantes, acicates y latiguillo. Blanco y sonrosado, de barba corrida y recortada en punta al extremo del rostro, luciendo limpia y cuidada dentadura, tenía en verdad don Enrique Camposorio un aspecto cultísimo; parecía un parisiense salido de los bulevares para dar un paseo por país conquistado.
—Bon jour —dijo dirigiéndose a don Gregorio y levantando el sombrero dos o tres pulgadas sobre la cabeza. Acostumbraba mezclar palabras francesas en la conversación a cada paso, y tenía a gala cometer el mayor número posible de galicismos. Luego saludó a los demás circunstantes.
Don Miguel apareció a la postre, sobre los lomos de alto y poderoso alazán, hecho un brazo de mar por el lujo de la silla, freno, espuelas, traje y sombrero; con la gran barba partida en dos mitades, a la Maximiliano, dejando flotar sobre un hombro y otro las puntas rizadas y sedosas. Contentóse con tocarse el sombrero, saludando a los presentes, desde a distancia.
Venía también en el grupo don Santiago Méndez, sólo por respirar el aire del campo, según decía, y deseoso de ver si intervenía en la diferencia de Ruiz y Díaz en obsequio de la paz. A fuer de político, llegó hecho unas mieles, manifestando al licenciado Muñoz la más alta consideración, abrazando a don Pedro, y chanceándose con Gonzalo y Oceguera.
Era formidable el cortejo de mozos armados que acompañaban a don Miguel; semejaba una partida de revolucionarios, más que muchedumbre de sirvientes pacíficos. Llegaron haciendo gran ruido, y detuviéronse a corta distancia, mirando a los de la ranchería con ojos de perdonavidas. Éstos, a su vez, les lanzaban miradas hostiles.
Aun no concluían las salutaciones cuando aparecieron don Agapito Medina y su hijo Luis. Habían sido invitados por don Miguel, y acudían a presenciar el gran acontecimiento que tenía conmovidos y como en suspenso a los hacendados de los alrededores.
Luis se aproximó a Gonzalo para estrecharle la mano.
—No creas —le dijo—, que mi padre y yo venimos como partidarios de don Miguel; no traemos más objeto que ver el Monte y pasar el día en compañía de ustedes.
—Lo comprendo —repuso el joven—, pues a ustedes no les interesa esta cuestión ni poco ni mucho.
—De manera que no vayas a llevar a mal verme en el grupo de los enemigos.
—No tengas cuidado; además de que aquí no hay enemigos, porque a mi mismo tío no lo veo como a tal. Si en mi mano estuviera, acabaría luego la diferencia.
Y siguieron conversando ambos jóvenes en la mejor armonía.
En esto oyóse la voz de Jaramillo:
—Está bien, señores, basta de besamanos; a lo que venimos, venimos. Vamos al lindero del Palmar —y espoleó su pesada cabalgadura hacia el centro del Monte.
—Aquí está el lindero —dijo don Pedro extendiendo la mano sobre el arroyo.
—No, señor —replicó don Miguel con violencia—, éste no es, está al otro lado del Monte.
—La línea es ésta —insistió Ruiz—. Va por el Arroyo de los Pinos, que es ése que ven ustedes allí abajo; el que acaban de pasar. El Arroyo nace al pie del picacho del cerro Colorado y termina en la Barranca Honda, por donde corre el río Covianes.
—La misma tonada de siempre —vociferó don Miguel aproximando el caballo y manoteando—; es el pretexto que alega para apoderarse de este terreno.
—Poco a poco, compadre, yo no me apodero de cosa alguna; usted es quien trata de arrebatarme mi propiedad.
—En eso me ofende.
—Usted es el que me ofende a mí…
Ambos compadres tenían la sangre subida al rostro y se miraban con ojos flamígeros. Los circunstantes los oían altercar, con la aprensión de que el desagrado pasase a cosas mayores, en tanto que Camposorio sonreía encantado con la disputa. En su interior burlábase de aquellos rancheros salvajes, que eran capaces de sacarse las entrañas por un palmo de tierra.
—¡Orden, señores, orden! —dijo sin dejar de sonreír.
—El señor me provoca —objetó Díaz.
—No hago más que responder a sus groserías —repuso Ruiz.
—Como quiera que sea, conviene que no hablen ustedes sino cuando se les pregunte algo —ordenó el juez con voz soberana—. Para eso traen sus abogados. Déjenles la palabra a los señores Muñoz y Jaramillo.
—Negocio arreglado —dijo don Pedro—; lo único que sostengo es que ésta es la línea divisoria. Aquí el señor don Gregorio me hará el favor de ocuparse de la cuestión de leyes.
—Conque —prosiguió Jaramillo—, nada tenemos que hacer aquí, vamos a la línea.
—Ésta es —dijo Muñoz, señalando al arroyo—; ésta es la línea.
—No —insistió el primero—, la línea está más adelante. En marcha, señores, estamos perdiendo el tiempo. Y estimulando el caballo con las espuelas, adelantó algunos pasos. El grupo de don Miguel se puso en movimiento.
—Espere usted, señor juez —dijo Muñoz.
—Luego conversaremos, señor licenciado; ahora vamos al lindero —repuso Camposorio.
—¿No ha oído usted hemos dicho que éste es?
—No sé si será.
—Los testigos que le presentamos en la ciudad, lo declaran.
—Pero la parte contraria ha presentado otros testigos que dicen cosa diversa.
—¿De manera que usted decide que no es ésta la línea?
—No decide nada —saltó Jaramillo viendo al juez en apuros—, sino que no puede detener la diligencia. Nosotros la hemos pedido y tiene que llevarse a efecto.
—Sí señor; pero sin atropellar a nadie.
—A nadie se atropella, señor licenciado —repuso Jaramillo con tono zumbón—. El Código prescribe terminantemente que no deje de practicarse el deslinde, a pesar de las observaciones de las partes. Usted lo sabe mejor que yo.
—La información testimonial que hemos rendido, debiera evitar esta invasión de propiedad ajena, porque es muy clara y proviene de testigos numerosos, idóneos y conocedores de los hechos.
—Y yo le digo, señor —repuso el juez impaciente—, que don Miguel ha presentado también testigos, que declaran ser el lindero entre ambas fincas, el Arroyo de los Laureles, que baja… ¿de dónde? —preguntó volviéndose a Jaramillo.
—De las Cuchillas —repuso éste señalando un punto hacia adelante.
—Muy bien —dijo Ruiz con tono burlón—, eso me coje también el Robledal, que está más abajo. Siguiendo así las cosas, resultará que hasta la casa de la hacienda queda fuera del lindero.
—¡Quién sabe si hasta eso no sea suyo! —exclamó don Miguel soltando una bronca y antipática carcajada.
—Orden, señores —repitió el juez—. No tienen ustedes para qué tomar parte en la discusión, estando aquí sus apoderados. Si vuelven a emprender un nuevo altercado, tendré que hacerme respetar.
—No tenga cuidado —dijo don Miguel—, ya no diré nada, aunque me queme.
Don Pedro se contentó con lanzar una mirada furiosa a su compadre.
—Con permiso de usted, señor Muñoz, pasamos adelante —agregó Camposorio—; puede usted venir para continuar haciendo sus observaciones.
—No —dijo don Gregorio—; el juzgado no puede pasar adelante. El Monte es propiedad de don Pedro Ruiz, como lo demuestra la escritura que presentó. Léala usted, señor juez. —Y se la dio a Camposorio.
Leyóla el funcionario de mala gana, y, aunque vio que era terminante, y demostraba plenamente la tesis sostenida por Muñoz, dijo, cuando hubo concluido, volviéndose a éste:
—¡Y bien! ¿qué tenemos con eso?
—Que no puede usted pasar adelante, porque el Código se lo prohibe. Cuando en el acto de la diligencia alguno de los interesados presenta un instrumento público que demuestra ser quien lo exhibe dueño del terreno, se interrumpirá la diligencia, dice el artículo…
—A ver la ley.
—Aquí la tiene usted, éste es el artículo…
Camposorio vacilaba, pues el punto era clarísimo, y terminante el texto que se le ponía ante los ojos. Viendo su perplejidad, acercósele Jaramillo y hablóle por lo bajo, mientras fingía buscar nuevos textos en el libro.
—¿Qué resuelve usted? —preguntó don Gregorio exasperado y con voz estentórea.
—El caso es difícil; necesito meditarlo. No se puede resolver de un momento a otro.
—Nada; está previsto por la ley. ¿La obedece usted o no?
—No creo que deba hacerlo…
—¿No cree usted que deba obedecerla?
—Para no lastimar los intereses de nadie —concluyó el juez después de un rato de meditación—, haré lo siguiente: tomaré en consideración lo que usted me dice, y haré que se practique el deslinde en este punto…
—Perfectamente.
—Pero una vez concluido, pasaremos a la otra línea, y practicaremos el que indica el señor licenciado Jaramillo.
—Y yo protestaré contra semejante medida —exclamó Muñoz—, porque será no sólo ilegal, sino atentatoria.
—Poco a poco, señor licenciado —objetó Camposorio irónicamente—; no hay que descompasarse ni que perder los estribos.
Pero no hubo remedio; quedó resuelto que así había de hacerse, y fueron inútiles las discusiones de don Gregorio acerca del respeto debido a la propiedad, a la ley y a los instrumentos públicos. Todo estuvo muy bien dicho, y los circunstantes no pudieron menos de aplaudir la ciencia y la elocuencia del letrado; pero como no hay peor sordo que el que no quiere oír, y como Camposorio había ido a cumplir el capricho de don Miguel, manifestóse inflexible, y, con el imperio que le daba su posición, sostuvo el acuerdo.
Apeáronse los jinetes mientras se practicaba el primer deslinde y recibiéronse las declaraciones de los testigos de identidad, que dejaron perfectamente establecido cuáles eran el Arroyo de los Pinos, el Picacho del cerro Colorado y la Barranca Honda. Los peritos, a pesar de que no había línea alguna que trazar, supuesto que estaba constituida y marcada por un lindero natural tan notorio e imborrable como aquel arroyo, por indicación de Jaramillo, que procuraba hacer el cuento largo, armaron los teodolitos, niveláronlos y apuntaron el anteojo hacia el picacho del cerro Colorado. Era digno, en verdad, de ser visto y admirado aquel hermoso apéndice. A distancia parecía de medianas dimensiones; ya que en aquel sitio y aun a la simple vista, destacábase imponente en la altura. Observado con el anteojo, revelábase tan grande y gigantesco, como nunca lo hubieran sospechado los habitantes del valle, a quienes se les figuraba simple roca, elevada y desnuda sobre la cima. En realidad, era una montaña sobre otra: Peleón sobre Osa. Predilecto de las nubes, mirábase frecuentemente envuelto en ellas, como en manto real de armiño; otras veces las atravesaba triunfante, y destacándose sobre la blanca línea horizontal, parecía ofrenda presentada a los cielos en inmensa salvilla de plata. En aquellos instantes proyectábase enhiesto en el espacio, sin bruma ni nube que le velase, y se manifestaba tan grande, imponente y abrupto, que inspiraba tanto deleite como pasmo. Los circunstantes acudieron por tumo a poner la pupila en el anteojo para gozar el encanto de tan espléndido cuadro.
Entretanto que trabajaban los peritos, echóse la comitiva a descansar sobre el verde tapiz, a la sombra movible de la arboleda, enmedio de una atmósfera saturada de emanaciones bucólicas y de gritos de loros y rumores del céfiro. Los caballos atados a los árboles, y libres del incómodo freno, inclinaban gozosos la cabeza pastando la hierba apetitosa, y sacudían la crin y la cola en señal de regocijo. Los jinetes, con las piernas cruzadas hacia delante al estilo turco, sentían más o menos la belleza del paisaje; y ninguno la vio con indiferencia, ni aun el mismo parisiense Camposorio. A poco aparecieron las botellas de coñac, que pasaron de mano en mano; y la gran diligencia judicial, que amenazó ser tan fastidiosa, convirtióse en ruidoso y alegre festejo. Entabláronse animadas conversaciones, refiriéndose anécdotas, historias e historietas, y entonáronse algunas cancioncillas por los rancheros que tenían buena voz, con alborotado acompañamiento de pericos. Sólo don Pedro mantúvose apartado del grupo, grave y taciturno. Los licenciados se reunieron para hablar de cosas del oficio, olvidando por un momento que eran suizos destinados a defender causas diversas. Y así se pasó el rato en grata conversación y compañía.
Cerca de las doce, don Miguel, el juez y su comitiva despidiéronse para ir a comer al Chopo, quedando comprometidos a volver a aquel sitio a las tres de la tarde para continuar la diligencia. Don Pedro y su gente comieron en el Monte sobre el césped, excepto don Gregorio Muñoz, quien siguió disfrutando el privilegio de la silla y de la mesa. No por servirse los manjares en el humilde suelo, ni por hacer de comedor la cumbre de una montaña, fueron aquellos escasos, corrientes o de mala calidad; era hombre don Pedro que sabía hacer las cosas, y las había dispuesto tan bien y con tanta largueza, que, con sorpresa general, abundó en la comida lo mejor y más exquisito, no obstante parecer aquel sitio predestinado para la abstinencia del anacoreta. Mozos de a pie, que recordaban a los antiguos tamemes u hombres acémilas del tiempo de la conquista, habían subido por aquellos desfiladeros, cargados de grandes cestos donde vinieron los manjares, la loza, la cristalería, los manteles y las botellas. Así fue que, tendido el blanco lino sobre las hojas secas, y repartidos los platos y cubiertos, fue servido a la concurrencia un banquete en toda forma, al cual nada hizo falta, ni la sopa humeante, ni el asado suculento, ni las verduras, ni los postres, ni la tacita de café aromático; todo alternado con la indispensable copa de jerez al principio, el vino tinto en el medio y la champaña y el coñac para concluir. Los ecos del Monte de los Pericos resonaron azorados al oír el estampido de los tapones de la Viuda Clicquot Ponsardin, que parecía como fuego de fusiles abierto sobre aquellas vírgenes soledades.
Fue general la alegría, sin que nadie empero achispase. Sólo don Simón Oceguera y el licenciado Muñoz manifestáronse un tanto más entusiastas y comunicativos que de ordinario.
—Lo que soy yo —dijo Oceguera—, respondo con la cabeza de que don Miguel no gana la cuestión. Si acaso la ganara en lo judicial por enredos de su licenciado, ni yo ni los demás sirvientes del amo don Pedro habíamos de permitir el despojo. Lo impediríamos a lo hombre.
—¡A mi me encanta Oceguera! —exclamó Muñoz con rostro placentero.
—Favor que me hace su mercé.
—No, amigo, es justicia que usted se merece.
—Lo que importa es que no se deje ganar su mercé por ese licenciado Jaramillo, que tiene cara de bellaco; sería una vergüenza…
—Se hará cuanto se pueda, amigo —repuso don Gregorio apurando una copa.
—Con permiso de su mercé, voy a echar un brindis. ¿Me dispensa el atrevimiento?
—Hombre, haga lo que guste.
—Pos brindo porque a don Miguel se le quite lo testarudo y lo envidioso; porque este Monte no pertenezca nunca al Chopo, mas que nos atirantemos todos los habitantes del Palmar; porque el amo don Pedro gane todas las cuestiones que tiene con su compadre; y porque al licenciado Jaramillo se lo lleven los demonios.
—Amén —dijo el licenciado batiendo palmas.
—Ahora le toca a usté, señor licenciado —dijo don Simón.
—Sí, señor —apoyó Gonzalo—; si usted nos hace ese favor.
—¡El señor licenciado! ¡El señor licenciado! —gritaron Estebanito, Oceguera, y un coro de voces.
—Está bien, señores, con mucho gusto.
Don Gregorio sacó la caja de rapé, le dio los golpecitos de ordenanza con el índice de la mano derecha, la abrió y les ofreció un polvo a los circunstantes, sin duda con el propósito de ganar tiempo. Tomó por anticipo dos buenos sorbos de champaña, y en seguida se puso en pie, con la misma solemnidad con que lo hubiera hecho en un banquete oficial, o en la Cámara de Diputados de la Unión.
—Grandísima y nobilísima es —dijo—, la profesión del abogado, señores. Defender la justicia, sacar la espada en favor del débil, sostener el imperio de la ley, batallar en favor del orden y de la paz sociales… ¿qué puede haber más digno y glorioso en la labor humana? Por mí sé decir que me consagro al desempeño de la abogacía con inmenso orgullo, no como el mercenario que trabaja en favor de cualquier causa por ganarse el pan del sustento, sino como el sacerdote que ejerce su ministerio con devoción, recogimiento y respeto… —¡Bien! ¡Bien! —exclamó Oceguera—. Pero nunca abrazo la defensa de ninguna causa con mayor entusiasmo, que cuando se trata de la de un amigo queridísimo, como es para mí don Pedro Ruiz, mi viejo cliente. Para defender sus intereses, me parece pequeño todo esfuerzo… —Eso, eso —murmuró Oceguera—. Señores, nos encontramos en el Monte de los Pericos, que es el terreno disputado por don Miguel Díaz con mala fe marcadísima. En este sitio bellísimo declaro con toda la energía de que soy capaz: primero, que el pleito seguido por don Miguel es injustísimo, y segundo, que pondré de mi parte lo poco que soy. —¡Es usted mucho! —gritó Oceguera— lo poco que valgo… —¡Vale usted mucho! —observó el mismo— para impedir que se realice el despojo meditado por ese compadre inicuo, por ese colindante invasor y agresivo. Ustedes son testigos de mi juramento; lo digo en presencia de esta hermosa naturaleza, que ostenta sus galas en derredor nuestro, en presencia de esos árboles gigantescos que nos dan sombra, en presencia…
—De esos verdes pericos —concluyó Estebanito creyendo decir un chiste de buen gusto. Don Gregorio se volvió a él con ojos centelleantes. La concurrencia estuvo a punto de desternillarse de risa; pero dominó, aunque a duras penas, la hilaridad, y, después que Gonzalo hubo impuesto silencio con indignación al tenedor de libros, continuó sin desconcertarse y casi a gritos el gran orador:
—¡En presencia de esos pericos alborotados, que parecen escandalizarse de las pretensiones del invasor, y que no cesan en su lengua particular, de protestar contra su inaudito descaro, desde que lo vieran, no ha mucho, profanar con su osada planta esta tierra consagrada por el trabajo y defendida por el derecho!
Una tempestad de aplausos siguió a esas palabras grandilocuentes, a esa salida habilísima, a ese triunfo alcanzado por la elocuencia sobre el escollo de la ridiculez; aquella ridiculez creada por la necedad de un pobrete mal aconsejado, a quien probablemente habían trastornado un tanto el seso los humos de la champaña. Uno por uno fueron llegando los circunstantes a abrazar al insigne orador, quien recibió con grata efusión las manifestaciones de admiración y de entusiasmo que se le tributaron. Esteban llegó al último.
—Señor licenciado, quiero que me haga el favor de dispensarme.
—Amigo, usted ha querido jugarme una mala pasada.
—¡Dios me libre!, señor licenciado, no supe lo que dije…
—Puede usted creerle, señor don Gregorio —saltó don Pedro—; este pobre muchacho es inofensivo.
Echóle Muñoz una mirada escudriñadora examinándole de alto a bajo, y hallólo tan enclenque, encogido y bueno para nada, que se convenció de la verdad de lo que se le decía; así es que, soltando una carcajada, enlazó con sus brazos atléticos el talle desmedrado del tenedor de libros, diciéndole:
—¡Eh! hombre a estas alturas —e hizo signo con la mano, como de tomar una copa— todo es broma, y todos estamos de broma. Además, a la vista de los loros ¿a quién no se le antoja hablar como ellos, sin saber lo que se dice?
—¡Je! ¡je! mil gracias —repuso Estebanito medio penetrado de la intención de don Gregorio, y riendo con dificultad—, mil gracias.
En esto llegó la hora de continuar el trabajo, y recogiéronse los manteles y utensilios del servicio, y se apercibieron los caballeros para continuar la expedición. No tardaron en llegar el juez, don Miguel y demás personas que los acompañaban.
—Una palabra —dijo don Gregorio antes de que los grupos reunidos emprendieran la marcha—; a nombre de mi poderdante don Pedro Ruiz, protesto de la manera más solemne contra la invasión de su propiedad y contra el menosprecio del Código, y protesto asimismo hacer uso de todos los recursos legales para obtener una reparación plena.
—Con todo y eso —repuso el juez desdeñosamente— adelante, señores, no hay que perder tiempo. ¡Je en m’en fiche pas mal!
—Está bien —repuso don Gregorio—; pero quiero que mi protesta conste en el acta.
No hubo remedio. Don Gregorio era tenaz como pocos, y obligó al secretario a apearse del caballo y a escribir la protesta bajo su dictado. Con ella concluyó el acta de la mañana, que aun no se cerraba, y fue suscrita por el juez, las partes, sus abogados, los peritos y el secretario.
Concluido el incidente, púsose en marcha el pelotón, y como a las cuatro de la tarde llegó al Arroyo de los Laureles, después de haber cruzado el hermoso bosque de añosos robles que se agrupa al pie del Monte de los Pericos, hacia el interior del Palmar. Allí se detuvo la comitiva, y sacó don Miguel de las cantinas una escritura muy vieja, que entregó a Jaramillo.
—Éste es —dijo Jaramillo—, el legítimo lindero del Chopo con el Palmar. Así lo dice el título primordial de la hacienda: «Por el Norte —continuó leyendo— linda con un sitio llamado Palmar, y llega la línea hasta el arroyo que baja de un cerro Colorado, a la orilla de un monte tupido…». Ése es el monte señor juez —prosiguió tendiendo la mano hacia el próximo cerro— éste el arroyo, y el bosque tupido, el robledal que acabamos de pasar.
—El título del señor Díaz —objetó el licenciado Muñoz—, coincide perfectamente con el de mi poderdante. El arroyo de que en él se habla, es el de los Pinos; el cerro Colorado es el que vimos allá —todavía conserva su nombre—; y el monte tupido es el de los Pericos.
—No, señor juez, éste es el lindero, y éste el monte que aquí se menciona —objetó Jaramillo.
—¿Pero no ve usted, compañero, que ese no es el cerro Colorado, sino el de las Cuchillas?
—Así se le llama en el título.
—Pero ¡si nada tiene de colorado!
—Los antiguos eran unos bárbaros —repuso Jaramillo con desplante—; no entendían de colores ni de nada. Eran capaces de llamar negro a lo blanco.
—Eso no pasa de ser un chiste, compañero. Además, usted acaba de leer que la línea divisoria con el Palmar llega hasta la orilla de un monte tupido. Llega, compañero, llega, no pasa; por consiguiente, el bosque de que se trata es el de los Pericos, porque el Arroyo de los Pinos está precisamente al comenzar ese monte.
—Este arroyo está también en la orilla de un bosque, ¿n’est ce pas? —objetó Camposorio.
—Sí, señor; pero no al llegar al bosque, sino al concluir.
—Eso no se expresa en la escritura —insistió Díaz.
—Es precisamente lo que se expresa.
—En fin —dijo el juez enfadado— veamos qué es lo que dicen los identificantes, y nos quitamos de historias.
Procedióse al examen de dichos testigos, y, aunque estaban preparados y aconsejados los de don Miguel, fueron desmentidos y derrotados por los de don Pedro. No, el cerro de las Cuchillas era uno, y el Colorado era otro; que lo preguntaran a quien quisieran, hasta los ciegos lo sabían. El cerro Colorado era el que estaba al otro lado del Monte de los Pericos, y solamente los frasteros, los que no conocían aquellos terrenos, podían decir otra cosa. Pero Camposorio fue inflexible. Su plan, dijo, era que se trazasen dos líneas divisorias y se practicasen dos deslindes, para aprobar después el que le pareciese más ajustado a los títulos. Había oído ya las razones de ambas partes y las declaraciones de los testigos de identidad, conocía el terreno, se había penetrado de la cuestión y podría resolver con acierto.
Tomaron, pues, los peritos a armar sus instrumentos y a nivelarlos, y toda la tarde se pasó en aquellas ocupaciones.
Entretanto Camposorio y Jaramillo no dejaban de menudear los tragos de coñac. Eran los mozos los cantineros que llevaban el repuesto de botellas; las destapaban y las ofrecían a los concurrentes, y, siguiendo el ejemplo de los amos, se habían achispado también, de suerte que tan candentes se hallaban los ánimos, que cualquier disputa habría bastado para producir una terrible y general conflagración.
Jaramillo, a pesar de su aturdimiento, lo comprendía, y como era hombre de poco ánimo, propúsose observar la mayor compostura posible, y desplegar su talento conciliador en aquellas circunstancias. Así que acercóse a los más importantes de los presentes y les habló con afabilidad, teniendo para cada cual una broma, una lisonja o un trago de coñac, según el caso.
—Vamos, don Pedro —dijo aproximándose a Ruiz— ¿por qué está usted tan retraído? Véngase por acá para que charlemos.
—No me gusta charlar —repuso Ruiz secamente.
—Hombre, no sea usted rencoroso; ya ve: los abogados vivimos de los pleitos.
—Sí, ya sé que vive usted de los pleitos.
—No sea malo, don Pedro —repuso Jaramillo riendo con bajeza. ¿No quiere echarse un trago de coñac?
—Nunca bebo.
No fue posible mover aquella roca; de suerte que tuvo que retirarse Jaramillo, aunque lleno de rencor por el desaire. No pudiendo vengarse directamente de Ruiz, cuyo aspecto severo y varonil le infundía temor, acercóse a Gonzalo y le llamó aparte. El joven, más abierto y espontáneo que su padre, y rebosando buena intención y afecto para todos, recibiólo con afabilidad.
—¿Un trago, don Gonzalo? Aquí donde no lo mira su papá.
—Está bien, señor licenciado, mil gracias —y apuró el joven un poco del contenido de la botella.
—Ya considero cómo estará de apenado por lo que pasa.
—Sí, señor, estoy muy afligido… entre la espada y la pared, como suele decirse.
—Por un lado su papá; por otro Ramoncita.
Gonzalo hizo con la cabeza señal de asentimiento.
—Tiene usted razón —prosiguió Jaramillo—. El caso es grave; Dios sabe qué resultado podrá tener este pleito para usted y para ella.
—Espero en Dios que ningunos malos, señor licenciado.
—Ojalá así sea. Pero, mire usted —dijo Jaramillo bajando la voz y como en tono confidencial—, es preciso que ande usted con mucho cuidado, porque su señor suegro tiene el propósito de impedir a toda costa que usted se case con su hija.
—Sí, ya lo sé; pero ella me quiere.
—Las mujeres son muy variables.
—Ramona es juiciosa y sincera.
—Sin embargo, no tenga usted mucha confianza. Obsérvela y esté prevenido para todo.
—Gracias por el consejo; tengo fe absoluta en su cariño.
—Bueno… De todas maneras, estimo conveniente ponerle a usted en autos. Aunque sea yo el apoderado de don Miguel, no los quiero mal a ustedes, ni a usted ni a su padre… a pesar de que él no me quiere. ¿Qué tiene que ver el ejercicio de la profesión con la estimación de las personas?…
—Y más a usted, que no me ha hecho nada…
—Mil gracias.
—Pues bien, sólo por esto se lo digo, aunque se enoje el señor Díaz… Ahora que comimos en el Chopo, observé algo que no me gustó… por usted, entre Ramoncita y Luis Medina.
Gonzalo sintió una angustia súbita, y se puso densamente pálido.
—Juntos estuvieron en la mesa, hablándose con mucho agrado y llenándose de consideraciones.
—Ramona es muy fina y bien educada…
—No; pero aquello fue demasiado. A todo el mundo le llamó la atención. Y como don Miguel no cesa de decir que Luis es quien le gusta para yerno, ella no puede ignorar que su conducta respecto de él debe ser muy precavida.
—La gente es maligna, señor licenciado; pero, ya le digo, tengo plena confianza.
—Vale más así —concluyó Jaramillo riendo—; pero le repito, es menester que vigile mucho, porque el joven Medina anda muy interesado, y a ella no le parece mal… En fin, usted sabe lo que hace. Para concluir, le suplico guarde reserva acerca de lo que le acabo de decir, porque si no, pensaría don Miguel que lo traicionaba.
—Pierda usted cuidado, a nadie le diré nada —repuso Gonzalo procurando, aunque en vano, dominar la emoción.
Jaramillo al despedirse del joven quedó satisfecho, pensando que lo había hecho pasar un mal rato.
—Ya tiene sarna que rascar por varios días —dijo para sí con fruición.
Gonzalo, entretanto, se entregaba a amarguísimas reflexiones, pues si bien descansaba plenamente en la rectitud del corazón de Ramona, no podía menos de alarmarse al oír amonestaciones como aquella; que, a fuer de enamorado, era profundamente celoso. Irritábale pensar que Ramona hubiese estado sentada a la mesa junto a Luis, que le hubiese dirigido la palabra, y que le hubiese sonreído, pues se le figuraba que aquellas cortesías le pertenecían a él solo, y que le habían sido sustraídas y robadas de una manera cruel y perversa. En su pronunciado egoísmo, hubiera querido que Ramona no tuviese ojos sino para él, ni voz sino para él; ser en torno suyo, la atmósfera que la envolviese y la luz que penetrase por sus pupilas, incendiándolas y cegándolas para que no viesen más que a él. Colérico y huraño, esquivó la compañía de Luis el resto de la tarde, y alejóse de su lado cuanto pudo, y como éste lo seguía a donde quiera que iba, al fin resolvió marcharse de aquel sitio, porque le era insoportable la vista de tan amable y cumplido joven.
Al pedir a don Pedro la venia para retirarse, determinaron éste y el licenciado Muñoz que todos debían marcharse, por no ser necesaria ya su presencia. Así que luego se despidieron del juez y de su comitiva, y se pusieron en camino para el Palmar.
Don Pedro iba mudo y sombrío. El licenciado Muñoz se mostraba indignado y ponía el grito en el cielo, afeando la crasa ignorancia, ridícula tontería y escandalosa mala intención de Jaramillo.
—Pero no hay cuidado —dijo—. Bien se guardará el juez de sancionar con su fallo semejante desatino. No se atreverá, don Pedro, no se atreverá.
La caravana tenía un aspecto melancólico. Los buenos rancheros creían que todo se había perdido, por el hecho de haber pasado el juez hasta el Arroyo de los Laureles y de haberse quedado don Miguel y los suyos haciendo lo que les había dado la gana en terrenos del Palmar. Asi es que la marcha fue lenta, triste y silenciosa, como la de un ejército derrotado.
Gonzalo era el más cabizbajo de todos. Tal era su aspecto de cansancio y amargura, que lo notó su padre.
—¿Qué tienes hijo? —preguntóle con cariño acercando a él su mulita—. No te aflijas por lo que pasa… no vale la pena.
—Padrecito, me aflijo por eso y por otra cosa que me dijo el licenciado Jaramillo.
—¿Qué te dijo ese bellaco?
—Me dijo que Ramona recibe bien a Luis Medina; que hoy comieron él y ella sentados a la mesa en sillas contiguas, y que estuvieron hechos los dos un terrón de amores.
—¿Eso te dijo?
—Sí, eso, y que mi tío don Miguel le dice a todo el mundo que no ha de permitir me case con su hija, y que Luis es quien le agrada para yerno.
—A lo último nada objeto, porque mi compadre está loco. Pero ¿qué comparación hay entre Luis y tú? Eres más buen mozo, más inteligente, más bueno; en todo le superas.
—Lo crees así porque me quieres; pero la verdad es que él vale más que yo. Por eso estoy receloso.
—Ese licenciado Jaramillo es un malvado. No creas nada de lo que te diga.
—¿De modo que opinas no debo preocuparme?
—Te lo digo con toda sinceridad. Creo que no debes hacer aprecio de los chismes de ese tunante, y que Monchita no es capaz de engañarte.
Algo aliviado de sus penas sintióse Gonzalo con las palabras de su padre; sin embargo, no pudo dominar la tristeza durante todo el camino.
Comenzaba a oscurecer cuando llegó el grupo a la hacienda. Los campesinos habían regresado ya de los potreros; la ranchería estaba quieta y silenciosa. La lívida luz del sol poniente que hería al soslayo las paredes de adobe y los techos de zacate, teñía las casas de la cuadrilla con una tinta amarillenta parecida a la que proyectan los blandones mortuorios.
De las chozas agrupadas en torno de la casa principal, elevábase a esa hora, que era del Angelus, el orfeón ternísimo del alabado, entonado por los campesinos llenos de fe y de gratitud al Dios Omnipotente, al terminar el trabajo del día. Ese canto sencillo impregnado de amor, de ruego, y de esperanza, subía al cielo en medio de la callada naturaleza, como un eco imperfecto, pero hondo y sentido, del éxtasis del universo en aquellos instantes melancólicos.