SIETE
Los Informes Anuales del inspector sanitario de la ciudad muestran que casi la mitad de las muertes por tisis se producen entre los habitantes de origen extranjero, y que más de una tercera parte de la cifra total de muertes es de extranjeros. Esta inmensa desproporción sólo puede explicarse con la hipótesis de que se dan algunas causas extraordinarias de defunción entre los extranjeros que vienen a residir entre nosotros.
• THE SANITARY CONDITION OF THE LABORING POPULATION OF NEW YORK, enero de 1845 •
Las máscaras rojas son para los bandidos de las funciones teatrales del Bowery y posiblemente para los comediantes italianos. Al canalla de mi hermano, claro, no le importaba. Pero la simple idea resultaba irritantemente razonable. Así que me compré una tira gris oscura de algodón y me la até ladeada alrededor de la cabeza, sobre la fina venda aceitada de manera que el ojo quedaba al descubierto. Luego me encaminé a la iglesia de Pine Street.
Mientras me apresuraba por Pine, dejando atrás los bufetes de abogados y los escaparates llenos de modernos quinqués y flores de invernadero que tantas veces había visto, me pregunté por qué no iba corriendo a preguntarle a Bird por el chico con la cruz abierta en el pecho. Al pensarlo, se me ocurrieron dos motivos. Primero: Bird había dicho «Ellos harán pedazos a mi amigo», y no me veía con ánimos de contarle que había tenido razón. Eso, en el supuesto de que el cuenco de sangre de pollo hubiera sido otra invención, claro. Y, más importante aún, pensé, no hacía falta que nadie, fuera de mi casa, supiera nada de Bird todavía, ¿verdad que no? De la pequeña mentirosa de cara dulce que había estado empapada en sangre y que tal vez hubiera visto demasiado. Ayudaría a Bird, y luego la dejaría marchar.
No había estado al sur del City Park Hall desde que un pedazo inmenso de la ciudad había quedado reducido a cenizas. A medida que me acercaba, más lentos eran mis pasos. El humo se me metía en la nariz, aunque no había humo; las brasas latían en los montones de basura. Contundentes martillos resonaban como un eco del pulso de la ciudad. Los edificios —los todavía intactos, cubiertos de ropa y de anuncios políticos y médicos— estaban más chamuscados que nunca. Las estructuras improvisadas, las que habían sido de madera, habían desaparecido por completo. Y allí dentro estaba el origen de los martillazos: irlandeses, centenares de irlandeses, sudaban sus camisas con clavos entre los dientes bajo la atenta mirada de un par de americanos, que bebían de petacas y se burlaban.
—Me he pasado la vida entera serrando madera, lo aprendí de mi padre, ¿y tú llamas a eso trabajo bien hecho? —gritaba un hombre de barba rojiza cuando me acerqué a William Street—. Ni un negrata trabajaría por tan poco, ni tampoco lo haría tan mal.
El irlandés apretó los dientes y, en un acto de sensatez, guardó silencio, prefiriendo mantener su empleo antes que enzarzarse en una bronca callejera. Pero sus ánimos se iban encendiendo cada vez más mientras el otro seguía profiriendo insultos tras cambiar de tema y acordarse de su madre; cuando pasé por delante del emigrante, la mirada apagada y de impotencia en sus ojos me resultó muy familiar. Había visto esa misma mirada en andrajosos judíos con raídos sombreros, en negros a los que echaban literalmente a patadas de las tiendas, en granjeros cuáqueros objeto de escarnio, en artesanos indios con la lluvia cayendo por sus trenzas negras mientras se sentaban estoicos ante una mesa de molduras y huesos tallados. Por estos lares siempre hay alguien al que humillar, al que obligar a mirar de ese modo. Yo he mirado así. Y no es agradable.
Cuando entré en la calle de Mercy, vi la devastación. Y luego ya no hubo nada más que mirar. Al menos, no para un hombre que se había criado allí, que había conocido Nueva York antes de que el fuego la arrasara. Me encontré contemplando un curioso hervidero de bulliciosa invención humana. Docenas de ideas mal concebidas habían conseguido transformarse no se sabe cómo en edificios. Piedras recién talladas entre los escombros, negros pasando agua a hombres que estaban a punto de morir de un golpe de calor, raíces ennegrecidas de árboles con las ramas quemadas bajo las que florecían jardineras traídas de Brooklyn o Harlem.
Y porque Nueva York es el único lugar del mundo donde suceden cosas así, el simple hecho de mirarlo hizo que me sintiera parte de aquello. Había esperado que al ver el desastre la cara se me incendiara de nuevo. Pero no, lo que hice fue mirar y pensé: «Sí. Seguimos adelante. Puede que en otra dirección, puede que incluso en una equivocada. Pero, sea cual sea el Dios en el que creas, seguimos adelante».
La iglesia de Pine Street es una humilde construcción de ladrillo rojo vivo que se levanta en la esquina de Pine y Hanover, con la rectoría del párroco al lado. Cuando abrí la gruesa puerta de la capilla, atisbé unos movimientos vagos al fondo, y oí susurros. Un hormigueo me recorrió los omoplatos al pensar que podría tratarse de Mercy, pero incluso con aquella poca luz, sabía que no lo era. Había un par de mujeres cerca del pulpito, seleccionando ropa donada que desbordaba con sus colores chillones un gran saco de lona extendido sobre una sencilla mesa de roble.
—Esta puede ir al montón de las aprovechables, ¿verdad, Martha? —preguntaba la más joven de las dos cuando me aproximé. Una viuda, descubrí cuando estuve lo bastante cerca para verle el anillo, porque las mujeres casadas que visten ropa tejida en casa tienen tareas más importantes que hacer a las cuatro de la tarde que seleccionar restos de ropa. Su pelo era rubio y crespo y la nariz, aplastada como una flor seca, pero su voz sonó amable—: Sí, me parece que está bastante bien.
—Demasiado bien, diría yo —comentó la mujer mayor aspirando después de echar un vistazo al nanquín de sencillo rosa—. Una mujer pobre parecería por encima de sus posibilidades con ese vestido. Tienes que entender esa idea, Amy. Ponlo en el montón para empeñar. ¿Puedo ayudarle, señor?
—Soy Timothy Wilde, miembro de los estrellas de cobre —expliqué señalando la maldita insignia.
Una expresión compuesta a partes iguales de curiosidad y de visible desagrado cruzó sus rasgos.
—Tengo que encontrar a la señorita Underhill cuanto antes —suspiré pasando por alto la mirada.
—¡Oh! La querida señorita Underhill…, ¿ha sucedido algo? —chilló la joven Amy.
—No, a la señorita Underhill, no. ¿Saben dónde está?
Martha se tiró de la barbilla de su cara cetrina hasta darle la forma de un limón mohoso.
—Está con su padre, en la casa del párroco. Si yo fuera usted, no los interrumpiría.
—¿Por qué no? —pregunté cuando ya casi me había dado la vuelta.
Tras reprimir una mirada complacida bajo una espesa mancha de gazmoñería, me informó:
—Los dos levantaban la voz cuando entraron, y ella debería hacer caso a su padre. La señorita Underhill ha estado ayudando a familias irlandesas pobres, en contra del sentido común. Acabará en la tierra, al lado de su madre, si sigue relacionándose con extranjeros borrachos como ésos, ¿de dónde se cree que viene el cólera? Y entonces ¿qué será del reverendo, el pobre?
—Quedará a salvo, en manos de Dios —respondí bruscamente, inclinando el sombrero—. Su Dios, claro, así que no tienen por qué preocuparse.
Dejé un par de bocas abiertas a mis espaldas.
Salí por la puerta lateral de la iglesia, seguí el pequeño sendero entre manzanos hasta el seto de hojas oscuras que bordea la rectoría, y me paré en seco al ver a Mercy y a su padre detrás del ventanal de su salón. Y sí, estaban discutiendo, sin duda. Los dientes de Mercy incordiaban la uña de su pulgar; la postura de su padre era rígida. Nunca, en toda mi vida, había pretendido espiarlos, pero algo en los ojos de Mercy hizo que me quedara paralizado al lado del seto; en cualquier caso, verla de nuevo había ocasionado efectos muy molestos en mi ritmo cardíaco.
«Pero si ni siquiera son cristianos, Mercy», vi cómo decía él, haciendo un movimiento tajante con la mano.
«Los misioneros atienden a los pobres en África, y aquellas tribus tienen más dioses de los que pueden contar. No hay ninguna diferencia», replicó ella mirándole con los ojos muy abiertos.
«Los indígenas son simplemente unos analfabetos, almas inocentes».
«Y los irlandeses son simplemente pobres. Yo no puedo…».
El reverendo se alejó unos metros, airado, con pasos rápidos e irritados, y no pude ver su respuesta. Pero, fuera cual fuese, hizo que Mercy se sonrojara como un amanecer y cerrara con fuerza los ojos ante la ventana. El discurso de su padre se alargó unos diez segundos. Cuando acabó, Thomas Underhill volvió a entrar en mi campo de visión con una expresión angustiada, y atrajo la cabeza oscura de Mercy hacia su pecho. Ella cedió de buena gana, le cogió el brazo y lo último que vi antes de dar la espalda a la escena demasiado íntima para seguir mirando fue que el reverendo volvía a hablar, con la barbilla apoyada levemente en la cabeza de su hija.
«Me aterra —decía—. No pondría en peligro tu salud ni por mil almas perdidas».
La culpa tendría que haberme corroído, por presenciar a hurtadillas una escena como ésa, si no hubiera sabido de qué estaban discutiendo. Las personas de la alta sociedad que se dedican a la beneficencia limitan su labor a ofrecer tés en los que se dan charlas, con generosos pedazos de pastel de lengua, veladas con limonada en las que charlan sentidamente sobre cómo librar a la tierra del vicio. Pero Mercy no es una chica de sociedad. Sinceramente, no se ajusta a ningún tipo de chica que yo pueda reconocer pese a mi continuo examen, y después de todo procede de una familia abolicionista. Entre quienes se dedican a la beneficencia, sólo los abolicionistas están dispuestos a ensuciarse las manos y acudir a la llamada a cualquier hora del día. Así que, a diferencia de su padre, no le doy muchas vueltas al detalle de que la igualmente apasionada madre de Mercy muriera al entrar en una habitación llena de enfermos. No arrastro por la fuerza a Mercy de vuelta a la luz y al aire libre cuando la veo hacerlo. Espero fuera, porque sé que ella no volvería a dirigirme la palabra.
Esos eran mis oscuros pensamientos mientras doblaba la esquina de la casa. Cuando llegué a la puerta delantera, se abrió de golpe y Mercy se dio la vuelta para cerrarla.
Me quedé petrificado sin motivo. Mercy me imitó cuando llegó al sendero, mientras el cesto que llevaba al brazo oscilaba marcando los segundos. Al reconocerme, vi que su cara pasaba de pálida a exangüe. Un diminuto mechón se le había enganchado al borde del labio inferior, y conozco a muchos a los que les hubiera gustado ayudarla a apartarlo. Pero eso habría borrado su expresión, ocultase lo que ocultase.
—Me dirigía a casa de los Brown, aunque no tengo harina suficiente ni de lejos —dijo Mercy de un tirón, y sin que viniera a cuento de nada, para variar—. Señor Wilde, tengo que hacer una visita muy urgente. ¿Ha venido a ver a papá?
Negué con la cabeza, todavía sin encontrarme la lengua.
—Entonces, si es tan amable, acompáñeme a Mulberry Street y luego…, por favor, hábleme. Me temo que no estoy de humor para mucha cháchara en este momento. ¿Viene?
Era como si me hubiera preguntado si me interesaba lo más mínimo disfrutar de unas vacaciones tras una temporada en el infierno. Así que asentí. Le cogí el brazo con la mano una vez más mientras nos apresurábamos por la calle y, tras la esperable ráfaga de callada alegría, todo me pareció más cercano, más nítido, como visto a través de una lente que se curvaba con suavidad. Por un instante, casi se me había olvidado a qué había ido. No, no era el momento, así que «hoy —pensé— es mejor que todos los días que vendrán, porque hoy estamos viendo lo mismo».
Cerca, Mulberry Street era un hervidero. Los productos del campo, ennegrecidos, se deshacían en sus cajas delante de las tiendas de licor, los edificios se desmayaban unos contra otros bajo el calor. Atestada de gente, y casi ninguno de los presentes estaba allí por gusto. El número setenta y seis era un edificio de madera, levantado con cerillas y el doble de inflamable que ellas, en mi modesta opinión. Entramos y, sin detenernos, subimos a la segunda planta. Mercy fue hasta el final del pasillo y llamó a la puerta de la derecha. Cuando le respondió un murmullo grave, empujó la puerta y me hizo un gesto con la cabeza para que aguardara fuera.
Veía tres cuartas partes de una habitación desnuda, que despedía un olor dulzón a enfermedad y percibí una atmósfera cargada, viscosa, de humanidad. Debía de ser la duodécima vez que tenía que contenerme para no sacar a Mercy por la fuerza de la habitación de un enfermo extraño. Conocía muy bien el tipo de angustia que atormentaba al reverendo esa mañana. Porque todas las veces te sientes desgarrado e impotente.
Había tres niños sentados sobre las tablas del suelo. El más pequeño debía de tener unos dos años, aunque es posible que estuviera malnutrido porque iba desnudo y se chupaba cuatro dedos. Otras dos niñas, vestidas con combinaciones de algodón a rayas, de ocho y diez años a tenor de su aspecto, cosían dobladillos de pañuelos. De la cama llegaba una voz aflautada. Americana, me dio la impresión, aunque era posible que hubiera tenido abuelos holandeses. Mercy dejó la bolsita de harina en una tetera, pues no había ni mesa ni aparador a la vista.
—Las mujeres del grupo de abstinencia estuvieron aquí otra vez. Tengo que limpiar el suelo y lavar la ropa de cama antes de que traigan las patatas, pero no tengo vinagre. Ni ceniza, ni trementina.
La mujer que hablaba, con el pelo rubio pegado a la frente y enrojecida por la fiebre, no parecía en condiciones de mantenerse en pie ni, mucho menos, de fregar suelos. Mercy sacó una botella azul y un frasquito de cristal de su cesta.
—Aquí tienes trementina, y he traído una onza de azogue para los chinches. Si los compartes con Lacey Huey, ¿te ayudará a limpiar?
—Sí —suspiró la enferma aliviada—. Yo le hice la colada el mes pasado cuando tuvo un ataque de gota. Gracias, señorita Underhill.
—Si tuviera patatas, te las dejaría, es una pena. —Mercy esbozó una mueca de amargura que tiró de las comisuras de sus labios hacia abajo.
Hablaron un poco más, acerca de la fiebre de la mujer y también sobre sus hijos, y de qué era exactamente lo que le habían pedido las damas del grupo de abstinencia que hiciera en la desvencijada habitación para que ellas consideraran que sus moradores eran dignos de merecer cualquier alimento. La enfermedad, según convienen los clérigos y los científicos, está causada por una vida inapropiada. Alimentos grasientos, aire enrarecido, tierra putrefacta, higiene descuidada, licor, drogas, vicio y sexo. A los enfermos, por tanto, no se les tenía por seres angelicales, y los virtuosos que se dedicaban a las obras de caridad no debían relacionarse directamente con ellos. Mercy y otras radicales se saltaban a la torera esas creencias, y, a pesar del aterrador peligro que corre, yo la entiendo. No sé qué es lo que causa las enfermedades. A decir verdad, nadie lo sabe. Pero de niño he estado enfermo más de una vez, y Valentine, al que no puede acusársele de poseer muchas virtudes, tiene la constitución de un caballo de tiro. Y no será porque se lave mucho.
—Gracias por venir —me dijo Mercy tras despedirse cálidamente de los niños y cerrar la puerta—. Bajaremos por esta escalera, la otra está podrida en tres sitios.
La luz del sol me deslumbró cuando salimos a la calle. Recordé con un sobresalto lo estúpida que era mi misión, y me dispuse a advertirle que tenía que pedirle algo terrible. Pero Mercy habló primero, mientras yo encaminaba los pasos hacia la catedral de San Patricio.
—Mi padre ha tenido una pesadilla espantosa —dijo—. Cuando he bajado esta mañana me lo he encontrado sentado en el salón, con una pluma, papel y un libro. No estaba leyendo, ni escribiendo ni tomando notas, sólo sentado, antes de atender a sus deberes. Apenas podía hablarme. Hizo que me preocupara por su propia recuperación, señor Wilde. ¿Se encuentra bien?
Tardé un par de segundos, pero me di cuenta de que no se refería al incendio. Estaba hablando de Aidan Rafferty.
—Fue un día difícil —reconocí.
—Confieso que quien más pena me da es mi padre —dijo ocultando la mirada—. Supongo que el niño estará en el cielo, y puede que usted también lo crea. O tal vez en la fría tierra. Sólo mi padre imagina que está en el infierno. ¿Quién le da más pena, señor Wilde?
«La madre —pensé—. Sentada en las Tombs con el entendimiento nublado y con la única compañía de las ratas para desahogarse».
—No lo sé, señorita Underhill.
Mercy no se sorprende muy a menudo, por eso observé esta segunda reacción como el coleccionista que era. Al oír su nombre, sus labios se abrieron y luego se mordió levemente el inferior.
—¿Es que no lo ha pensado?
—Procuro no hacerlo.
—¿Por qué ha venido a buscarme, señor Wilde? Consideraba que éramos viejos amigos, y usted desapareció sin decir palabra, tras la gran catástrofe. ¿Se imagina que somos unos desalmados, que no nos preguntábamos qué habría sido de usted? —añadió desplazando los ojos hacia un lado.
—Si he sido causa de inquietud para usted o su padre, por favor, perdóneme.
—¿Es que no entiende que no le pega nada?
—Llevo una estrella de cobre y vivo en el Distrito Sexto. ¿Me pega eso más?
Las cejas negras de Mercy se separaron. Al intentar mirarla del mismo modo, me desorienté por un instante. Cuando reanudamos la marcha, ella había encontrado algún motivo inexplicable para sonreír. La sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios, más audible en su respiración que visible en su rostro.
—Lamento sus recientes desgracias —dijo en voz baja—. Todas. Sólo me enteré de ellas ayer, por mi padre, claro, y me hubiera gustado enterarme antes.
—Gracias —dije, sintiéndome un desagradecido—. ¿Qué tal va el libro?
—Bastante bien. —Sonó casi divertida—. Pero, por el tono en que habla, me cuesta creer que esté aquí sin un motivo. ¿Va a decirme de qué se trata?
—Sí —respondí con reticencia—. El doctor Peter Palsgrave creyó que usted tal vez podría ayudar a la policía a identificar a un niño fallecido. Si no quiere…
—¿Peter Palsgrave?, ¿el amigo de mi padre, el médico que está trabajando en un elixir de la vida?
—¿Ah, sí? Creía que sólo atendía a niños.
—Y lo hace, por eso lo conocemos papá y yo. Y sí, también trabaja en lo otro. El doctor Palsgrave lleva mucho tiempo detrás de la fórmula de un brebaje capaz de curar cualquier enfermedad. Él jura que es ciencia, pero a mí me parece todo muy poco práctico. ¿Debe uno concentrarse con ahínco en una panacea mágica mientras tanta gente muere por carecer de remedios tan sencillos como un poco de carne fresca? Pero, por qué pensó en mí… oh, ya entiendo. —Mercy suspiró, y se subió el cesto por el esbelto brazo—. ¿El niño es americano?
—Si se refiere a si sus padres nacieron aquí o tienen el acento o el dinero para parecerlo, pues no lo sé. Pero, por su aspecto, se diría que el chico es irlandés.
Mercy me dedicó una breve sonrisa, como un beso fugaz en la mejilla, curvando una de las comisuras de los labios hacia mí.
—En ese caso, le ayudaré, por supuesto.
—¿Por qué importa tanto para usted que sea irlandés?
—Porque —respondió, y la aguja había vuelto a dar sus finas puntadas—, si lo es, a nadie más en esta ciudad se le ocurriría ayudarle.
Ver el cuerpo —a esas alturas limpio y amortajado, esperaba yo cuando llegamos a unos metros de San Patricio en la esquina de Prince y Mulberry— resultó más difícil de lo que habíamos imaginado. En primer lugar, estaba la cuestión de mi reticencia a acercarme a la tosca pared de piedra de la entrada lateral con cinco ventanas con Mercy del brazo, sabedor de que estaba a punto de enseñarle un cadáver. Pero los matones que había delante suponían un mayor contratiempo si cabe.
—¡Haremos añicos el palacio de Satán!
Un gigantón de más de uno ochenta con tupidas patillas negras, que seguramente todavía no habría cumplido los veinticinco, encabezaba un pequeño grupo de trabajadores con cara de pocos amigos. Las arrugas se le marcaban mucho más de lo que deberían. Hombres con trabajos decentes, que acababan de matar cerdos o martillear clavos, y se habían ataviado con sus mejores chaquetas para arrojar un cesto de mimbre lleno de piedras del río a los irlandeses. Con sus ceñidas levitas negras y sus pulidos broches me recordaban a Val. Pero Val quería votos irlandeses, mientras que aquellos nativistas lo que querían eran muertes. Se trataba de hombres que llevaban vidas muy duras, como se veía en sus gélidos parpadeos y en la facilidad con la que sus manos se cerraban en puños.
—Ya me encargo —le dije a Mercy, haciéndole un gesto en la esquina para que esperara.
—Vosotros, negratas con la piel del revés, no tenéis lo que hay que tener para enfrentarse a un solo auténtico americano libre. Salid y pelead, cobardes. Os ahogaremos como a un saco de cachorros —gritó el gigantón, que era todo dientes, además de una pelambrera esmeradamente peinada.
—Hoy no —sugerí.
Todas las miradas se volvieron hacia mí como las de unas alimañas hacia un cadáver.
—¿Y tú, pequeño barrendero de perreras, eres…? —se burló el inmenso tipo con un acento que sólo podía ser de Nueva York.
—No soy un lacayo —dije, traduciendo lo de «barrendero de perreras»—, soy un estrella de cobre.
Tenía que subrayar mis palabras con algún gesto así que le di un golpecito con la uña a la insignia, como había visto hacer tantas veces a Val con simples botones. Por primera vez sentí algo ajeno a la rabia o la irritación por aquella estrella.
—Encontrad unos cachorros que se dejen ahogar y dejad la iglesia en paz.
—Oh, un estrella de cobre —se burló el tosco gigantón—. Llevo semanas con ganas de darle una paliza a un estrella de cobre. Pero éste se las da de chulito, ¿habéis visto? Parece saber flash.
—Se está echando un farol —dijo pronunciando mal un borracho cuya cara parecía haber sido confundida con masa de pan y remodelada—. Es uno solo. Y no nos entiende.
—Por vuestra santa Biblia que os entiendo. Y me basto y me sobro yo solo —repliqué—. Largaos de aquí u os llevaré a las Tombs.
Como había previsto, el desgarbado monumento al que todos miraban se adelantó. Retorcía las manos dobladas con naturalidad.
—Me llamo Bill Poole —dijo como si le hablara al suelo, despidiendo un aliento picante y hediondo—. Soy un republicano americano y libre que no puede tolerar un ejército permanente. No te va a reconocer ni la cerda de tu madre cuando haya acabado contigo, estrella de cobre.
Yo no sabía si era de verdad capaz de destriparme como a un cerdo. Pero sí sabía que estaba borracho y no controlaba sus movimientos. Así que cuando se abalanzó sobre mí, como hacen los hombres más altos que se sienten demasiado confiados, me adelanté evitando por poco su puño y lo derribé clavándole un codazo en la cuenca del ojo. Bill Poole se derrumbó como un saco que hubiera dejado caer de mi hombro.
—La práctica marca la diferencia —aconsejé ingenuamente a sus seguidores, que se arremolinaban a su alrededor para levantarlo. Volví a tocar la estrella, tremendamente complacido con ella ahora—. Largaos de aquí antes de que lleguen más como yo.
«A lo mejor sirve de algo haber tenido que pelearte cientos de veces con tu hermano mayor —pensé—, me ayuda a pelear sucio y con malas artes, aunque por buenas razones». Mientras tanto, los matones se llevaban arrastrando a su jefe así como sus piedras. Me reajusté la tela encima de la cara mientras un escalofrío de esperanza me recorría la columna. Al fin y al cabo, Mercy estaba detrás de mí. Mercy estaba…
No, detrás de mí no estaba. La puerta, preciosamente curvada por arriba, estaba abierta.
La esperanza, según he descubierto, es un triste incordio, un caballo con una pata rota.
En el interior de la catedral, doce enormes columnas sostenían, como las raíces de unas montañas, el remoto techo, cada una de ellas orlada en la cumbre con cuatro globos de luz mortecina. Pese a ese resplandor, la iluminación era tenue, y el aire estaba cargado de incienso y ritual. Mercy estaba escuchando atentamente a un cura, al que reconocí de mi visita a Mulberry Street cuando buscaba alojamiento, hacía sólo unas semanas. Debió de llamarme la atención, porque le recordaba pese a que no habíamos intercambiado ni palabras ni dinero. Para empezar, no estaba calvo; tenía una cabeza esférica y lampiña, como si allí nunca hubiera crecido el pelo. Sin embargo, los rasgos bajo esa esfera eran marcados, optimistas e inteligentes. Sus ojos se deslizaron hacia mí con curiosidad.
—El señor Wilde, supongo. —El prelado me tendió la mano firme del hombre que se sabía dueño de aquellos muros—. Me dijeron que me haría una visita. El obispo Hughes está en Baltimore en este momento, para reunirse con el arzobispo, y yo ejerzo de administrador. Además, vivo al lado de la catedral y superviso las instalaciones. Soy el padre Connor Sheehy, para servirle.
—Gracias. Quizá le gustará saber que los matones del Bowery se han marchado de la puerta.
—Claro, se van todas las tardes sobre esta hora, antes de que los trabajadores católicos de los turnos de día acaben de acarrear estiércol y vuelvan con ganas de bronca. —Sonrió—. No les prestamos atención, ni la señorita Underhill ni yo. Pero me da la impresión de que usted les ha humillado, y me alegro…, me alegro por los estrellas de cobre. No, yo me dedico a la caridad en Five Points con la señorita Underhill aquí presente, y… su hermano, el capitán Wilde, parece haberme enviado algo muy serio. Querrá ver al chico. Está en una de las cámaras laterales. Acompáñeme.
Los ornamentos que decoraban la sala eran tan distintos de los de la comisaría que me costó convencerme de que se trataba del mismo cadáver. Lo veía mejor bajo la luz que entraba a raudales por la ventana que se abría en las alturas, y lo rodeaban unas imágenes de santos, igual de petrificadas que el difunto, haciéndole apropiada compañía. Lo habían envuelto en una bata blanca, y estaba de cara al techo de piedra caliza, con una tela cubriéndolo hasta el pecho. Era imposible confundirlo con un niño dormido, no cuando has visto la muerte antes. Los muertos adquieren un peso peculiar. Como si se pegaran a la tierra, de una forma que los seres vivos no lo están.
Mercy dejó el cesto en el suelo y se acercó.
—Sí, tengo la impresión de haberlo visto antes, pero no puedo ubicarlo —dijo—. Supongo que usted no le conoce, padre.
—No. Ojalá pudiera decir otra cosa, viendo lo que le han hecho.
—¿Y qué le han hecho? —preguntó Mercy, rápida como un rayo.
Le clavé una mirada al padre Sheehy que habría fundido los bloques de hielo que transportan a diario por el Hudson.
—¿De verdad quiere saberlo, señorita Underhill? —pregunté, deseando oír una única palabra: «No».
—¿No quiere contármelo usted, señor Wilde?
—Rajaron el torso del chico, lo cortaron en forma de cruz —explicó el padre Sheehy, con una mirada de comprensiva disculpa, demasiado cómplice para mi gusto, en mi dirección. No le hice caso.
—¿Con qué propósito iba alguien a hacer algo tan espantoso?
Mi memoria volvió aturdida al doctor Palsgrave y a su inefable lista de tres posibilidades: «Conjuros satánicos, búsqueda de tesoros, fuente de comida».
—Estamos investigándolo —dije con franqueza—. Hasta ahora todas las sugerencias han sido absurdas, desde la obsesión religiosa a lo que se quiera.
Enseñándonos el dorso de su esbelta mano mientras se pasaba los dedos por el cuello, una afectada Mercy murmuró:
—Pero no murió por eso, ¿no es así?
—No, no —le prometí. Una idea todavía no formada del todo empezó a repicar en el fondo de mi cabeza—. Murió de neumonía o de una enfermedad más difícil de identificar. Señorita Underhill, el año pasado, ¿se relacionó con familias pobres que hubieran pasado la varicela? —pregunté de golpe, chasqueando los dedos.
Bajé la cabeza, me acerqué al cuerpo y retiré la bata que cubría al niño poco más de un par de centímetros, hasta el hombro. Las marcas, casi desvaídas, estaban esparcidas por toda la piel, menos visibles que sus pecas, pero aun así todavía claras.
Mercy frunció un lado de la boca.
—El año pasado fue bastante tranquilo, no hubo muchos casos de varicela. Él pudo pasarla sin que yo lo viera, claro, pero sí que estuve un par de semanas utilizando papel de envolver empapado en melaza, con el que luego cubría a los niños para reducir la inflamación de la piel. Había una hilera de casas afectada, en la calle Ocho entre el Ferrocarril de Harlem y el cementerio. Pero eran americanos pobres. Y también un tramo en Orange Street, todos terriblemente enfermos, pero eran galeses. Oh —dijo con un sobresalto—, y unas pocas casas de Greene Street, donde…
Al bajar de nuevo la mirada al cuerpo, la sangre de Mercy empezó a abandonar su hermoso rostro.
—Es de un burdel —dije en voz baja, poniéndole la mano en el codo. En aquel momento estaba razonablemente convencido de que hice el gesto por ella, no por mí. Espero que fuera así—. Es un niño de los que prostituyen, ¿no?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Mercy con los labios flácidos dibujando una mueca de sobresalto.
Se apartó un paso de mí, y guardó silencio, como si yo supiera cosas que no debería saber, como si hubiera visitado esos lugares y conociera las distracciones carnales que en ellos se ofrecen.
—No, Dios, no, nunca he estado en un antro así —afirmé—. Se trata de pistas concretas. ¿De dónde es el chico?
Al cabo de un momento, ella reaccionó.
—Lo conocí el año pasado en un infame burdel de Greene Street, uno cuya dueña es una tal Madam Marsh. Silkie Marsh. ¿Cómo lo adivinó?
—No lo adiviné. Cuento con una fuente bien informada, ya se lo explicaré. ¿Cuál es la dirección? Tengo que interrogar a Madam Marsh.
El padre Sheehy, con los brazos tranquilamente cruzados uno sobre el otro y mostrando un aire de sosegada fortaleza, se aclaró la garganta.
—No le será fácil interrogar a Silkie Marsh. Puedo decirle que San Patricio ha intentado insuflar el temor a la más santa Trinidad en esa mujer ya antes, sin ningún resultado. Los huérfanos irlandeses acaban en su antro de vez en cuando, y, mire, es muy difícil sacarlos de allí. Ella tiene contactos.
—¿Qué clase de contactos?
—Políticos. —Alzó las cejas en mi dirección, educadamente pero con incredulidad—. ¿Es que hay de otra clase?
Mercy acarició el pelo del niño con las puntas de los dedos.
—No es raro que no le reconociera. Le había visto hace un año —dijo para sí, con la voz tensa—. Es…, ha crecido mucho.
—Tenga cuidado cuando visite ese burdel, ¿quiere? —me advirtió el padre Sheehy, ladeando intencionadamente su lisa cabeza.
—¿Debo tener miedo de una madame que está metida en la política? —me mofé.
—Ni una pizca. Sólo lo menciono porque no sé si es usted consciente de lo mucho que molestará a su hermano, el capitán Valentine Wilde, enterarse de que está incordiando a uno de los principales contribuyentes demócratas con los que cuenta.
—Una contribuyente del partido —repetí. La palabra se me enganchó como un anzuelo que se me hubiera clavado en la garganta.
—Oh, y una muy generosa —añadió asintiendo el padre Sheehy, exhibiendo una sombría sonrisa—. Una benefactora. Incluso diría que una amiga muy personal.
Dicho lo cual, el sacerdote volvió a sus menesteres. Me dejó con la chica más exquisita jamás nacida, un niño brutalmente asesinado, un rubor de irritación que me hacía sentir bobo e inútil porque conocía bien, demasiado bien, a mi hermano, y una única idea en la cabeza. Y ya no era ir a hablar con Madam Marsh, ni de lejos.
La pobre Bird Daly, pensé, iba a contarme la verdad de una vez por todas, o tendría que aguantar un número muy alto de consecuencias desagradables en sus inocentes manos.