DIECISEIS

Se ha verificado que, en las comunidades civilizadas, muere una cuarta parte de los nacidos de la raza humana antes de cumplir un año; más de un tercio antes de cumplir los cinco; y antes de cumplir los veinte, según se cree, deja de existir la mitad de los seres humanos.

THE SANITARY CONDITION OF THE LABORING POPULATION OF NEW YORK, enero de 1845 •

Era como si la conversación se hubiera encallado, y yo prefería que Bird no empezara a contar sus historias habituales, algo que podía resultar peligroso. Así que tomé las riendas.

—¿Conoce a Bird? —le pregunté directamente al doctor Palsgrave—. Ella es…

—De la casa de Madam Marsh —me interrumpió ella adelantando descaradamente la barbilla—. La… doncella del salón.

Es asombroso lo que un simple cambio de atuendo puede transformar a una persona. En cuanto al doctor Palsgrave, parpadeó dos veces con sus atentos ojos ambarinos, luego resopló y se puso en pie otra vez. Irguió la columna e hinchó el pecho, hasta que pareció un hombre con el cuerpo de un gallo enfundado en un chaleco de cuello vuelto. Se inclinó con rigidez para mirar por encima de la nariz a la abiertamente risueña niña de pelo rojo oscuro. Un afecto visible apareció en sus ojos, pero al momento se desvaneció.

—¿Era en el establecimiento de Madam Marsh? —preguntó a la vez que recuperaba la compostura—. Supongo que tú lo sabrás mejor que yo.

—Pero… si hace un momento la había reconocido —comenté desconcertado.

Palsgrave agitó la mano en el aire, y empezó a dar pequeñas vueltas en la exigua sala.

—La traté una vez. No puede esperar que recuerde los nombres; veo demasiadas caras, y crecen muy rápido, si es que llegan a crecer, claro. Debió de ser algo grave, fuera lo que fuese, para que la recuerde.

—Varicela —dijo Bird alegremente—. Nos dio cataplasmas de manteca y cebolla cocida. A mí casi no me picaba.

—¡Ah! Bien, bien —exclamó él igual de complacido—. Eso es estupendo. Así que tú…

—Le ha preguntado qué hace usted aquí —le interrumpí.

—Recibí una carta —explicó, sus patillas canosas parecieron ensancharse, como un gato cuando bufa—. Un texto de lo más perturbador, sobre las recientes…, los rumores sobre muertes de niños. ¿Hay que creer al Herald cuando afirma que se trató de un fraude? Usted y su insolente hermano fueron los primeros que me hablaron de este sórdido asunto, y por eso fui a buscarle inmediatamente a las Tombs, dado que ahora me veo personalmente involucrado. Me gustaría ayudarle. El jefe Matsell me ha mandado aquí.

—En cuanto a esa carta… —dije despacio.

—La tengo, si quiere…

—Le echaremos un vistazo en otro sitio —dije subrayando el «otro».

El doctor Palsgrave se estiró el chaleco, pasándose la palma sobre el muy ceñido torso.

—En ese caso, sígame. Mi consulta está a sólo dos manzanas de aquí.

Salimos del edificio de piedra sin que nos vieran porque Moses Dainty parecía muy ocupado atiborrando de café a los votantes, y nos dirigimos a pie hacia el oeste por Chambers. No me sorprendió mucho que el doctor Palsgrave pasara consulta en la calle más prestigiosa de la ciudad, al menos para el ejercicio de la medicina, y, cuando nos acercábamos a las lindes del City Hall Park, tocando Broadway, me asaltó la extraña sensación de que el tiempo se movía en la dirección equivocada. Era la ruta que hacía en mi ronda, pero a la inversa. Luego pasamos por el cruce, bullicioso, vital y atestado de viandantes, y nos recibieron más casas de piedra, éstas con jardineras primorosamente regadas y cristales que reflejaban como un cuchillo la luz del sol contra nuestros ojos.

Ante su pesada puerta de roble, con una placa de bronce que rezaba «DR. PETER PALSGRAVE, MÉDICO PARA LOS JÓVENES», el médico sacó las llaves. Al hacerlo se fijó en Bird y frunció el ceño.

—Vaya, permítame que le pregunte si ella…

—Preferiría que no preguntara —respondí.

Si Peter Palsgrave ya no tenía un gran concepto de los estrellas de cobre antes, yo, vista su irritada reacción, no me lo estaba congraciando precisamente. Había algo en sus rápidos cambios de ánimo, que pasaban de una inocente bonhomía a un mal humor crispado, que encandilaba a Bird. Cada vez que el médico fruncía los labios como una almeja que se cerraba, la niña estiraba el cuello. Mientras el doctor irrumpía en su vestíbulo cubierto de una tupida alfombra y colgaba su pulcro sombrero de copa en una percha, le di un codazo a Bird en el brazo.

—¿Es amigo tuyo?

Ella asintió mientras seguíamos al remilgado y diminuto médico.

—Siempre hace como que no conoce a nadie. Siempre. Es un encanto, me parece.

—¿Y por qué?

—Le gusta salvar a los niños, ¿no? Es un médico flash, ¿sabe?, y si se acordara de nuestros nombres y nos viera luego… bueno, eso querría decir que hemos vuelto a enfermar, ¿no? Que ha fallado. Así que prefiere olvidar y no reconocernos cuando crecemos, eso antes que acordarse de nosotros y saber que ha perdido ante la tos ferina.

Iba a responderle porque me pareció que, para ser una niña de diez años, se había expresado con demasiada elocuencia; pero la sala a la que nos llevó el doctor, en parte estudio y en parte laboratorio, me heló la lengua. Porque no había visto nada igual en mi vida.

La amplia estancia estaba, en cierto sentido, partida por la mitad. El lado bañado por la luz que penetraba por dos ventanas que daban al jardín era un laboratorio equipado hasta el último detalle. Centelleantes tarros de vidrio azul sellados con cera, hervidores de cobre pulidos hasta darles un matizado acabado de coral, todo tipo de ingeniosos tubos de cristal. Había una pesada estufa de hierro, una inmensa mesa en la que se veían viales, instrumentos de medida y cuadernos abiertos llenos de la enrevesada letra de los médicos. De esas paredes colgaban en impolutos marcos páginas alegremente iluminadas, por las que fluían letras en cursiva señalando propiedades y principios detrás de cráneos, árboles, fuentes y corazones.

Mientras tanto, por el lado sin ventanas se extendían inmensas estanterías, mucho más llenas que la biblioteca de los Underhill, y me dio la impresión de que había una excelente razón para que el erudito doctor y el no menos erudito reverendo trabajaran en tan íntima relación ayudando a los protestantes pobres. Pero esos libros no eran de literatura, ni tampoco textos sagrados. Eran volúmenes de medicina, gigantescos y sobrios en su encuadernación de cuero agrietado, manuales de química con los bordes dorados, docenas de títulos en lenguas extranjeras con lomos pintados con pan de oro, llenos de extraños símbolos. Volúmenes de alquimia. Tenían que serlo, porque acababa de acordarme de lo que Mercy me había contado sobre el otro proyecto vital de Peter Palsgrave, aparte de curar niños enfermos.

—¿Qué tal va el elixir de la vida? —pregunté en un tono amigable.

Se dio la vuelta como una peonza, con sus pulidas y pequeñas botas, sus piernas con delicadas medias y el pecho hinchado bajo su levita azul oscura. La sonrisa de Bird se ensanchó.

—¿Cómo sabe…? Ah, claro. Sí —dijo suspirando—, yo mismo le mandé a ver a Mercy Underhill. Ella debió de mencionarle mi magna obra. En realidad, no se trata del elixir de la vida, sino de un tónico curativo. Un experimento tremendamente abstruso, no el tipo de investigación al alcance de la comprensión de un profano.

—Póngame a prueba —repliqué, molesto.

Peter Palsgrave pareció bastante agobiado, pero me lo contó todo. Y el tema le entusiasmaba tanto que hasta Bird se interesó por la explicación, ladeó la cabeza y se enredó un mechón de su cabello rojizo en un dedo.

La alquimia, me explicó el doctor, era la ciencia de los procesos susceptibles de transformar un elemento en otro. Y los alquimistas, tras haber buscado durante mucho tiempo y no sin grandes esfuerzos los conocimientos requeridos para conseguir cosas imposibles, se dedicaban a ella. Habían destilado líquidos tan puros que eran simplemente un elemento y no muchos, como el alcohol, por ejemplo. Habían creado cristal tan transparente que era totalmente invisible. Pero la depuración y el refinado, nos explicó, no eran sino medios para un fin. Un fin que algunos villanos habían desviado a búsquedas tan perversas como convertir el plomo en oro, lo que destruiría cualquier economía, añadió con voz cansada.

El elixir de la vida, que había sido durante mucho tiempo el Santo Grial de la alquimia, era un objetivo imposible, nos dijo, con un brillo en sus ojos que ni siquiera se atenuaba ante la humildad de su público. El hombre había sido creado para volver algún día al polvo. Pero un tónico capaz de curar cualquier enfermedad de los vivos… ése si era un sueño alcanzable. Los niños, nos explicó apasionadamente, eran muy frágiles. Muy vulnerables a los contagios. Pero si alguien consiguiera descubrir el remedio perfecto combinando los últimos avances de la medicina con las verdades más antiguas de la alquimia y las técnicas más nobles de la química… ahí sí había un premio que ganar, pero no por la riqueza o la fama, sino por la humanidad, nos explicó el extraño hombrecito allí de pie, pulcro y apasionado, con ojos dorados y cuerpo encorsetado. Los niños y los desvalidos ya no estarían sometidos al capricho perverso del miasma. La forma precisa que tendría el tónico, la desconocía, aunque había estado siguiendo los hilos de ciertas conjeturas. Pistas sutiles pero nítidas. Era fascinante.

El doctor Palsgrave casi despedía chispas doradas, palabras que entrechocaban precipitándose por vías férreas, y que frenaban de golpe para que pudiera mantener un mínimo control. Y menudo era el objetivo. Claro que era una completa locura, y sí, también un empeño descabelladamente romántico y en apariencia imposible. Pero menudo objetivo. Coger a un niño gravemente enfermo y devolverle la salud, que todos muriéramos de viejos un día todavía remoto. Inopinadamente, me encantó la idea. Sin la menor esperanza, eso sí, de que pudiera llegar a materializarse algún día, pero ¿quién sabía? Con todos los descubrimientos mágicos que ya se habían producido, ¿qué más habría en el mundo esperando silenciosamente que lo comprendieran?

—De vez en cuando desearía que mi propia situación no fuera tan… precaria —concluyó, agitando la mano hacia su corazón reumático y febril—. Pero, tal vez, si fuera un hombre sano, no me habría tomado mi vocación con tal fervor. Y, por los niños, toda incomodidad no es más que un pequeño precio que pagar. Bien, señor Wilde, dígame —hizo una pausa, alisándose con la palma de la mano el pecho cubierto de seda con aquel extraño gesto que le tranquilizaba—, ¿de verdad la policía ha encontrado, al norte de la ciudad… ha encontrado…?

—Sí —afirmé—. Diecinueve de ellos.

La información pareció causarle un dolor físico; un sentimiento que respeté sinceramente. El doctor Palsgrave agitó un vial que contenía sales brevemente bajo su nariz.

—Despreciable. Monstruoso. Tengo que ver los cuerpos inmediatamente, tal vez pueda servirles de ayuda. No toques eso, niña boba, ¡es venenoso! —le gritó a Bird, que rápidamente dejó en la mesa una botellita de cristal.

En cuanto la poción quedó a salvo, fuera del alcance de la mano de la pequeña, él se relajó. Dedicó a Bird una cálida sonrisa a modo de disculpa, mientras su enfado se evaporaba como si nunca hubiera existido, y en ese momento me di cuenta de por qué le caía tan bien a ella. La brusquedad era sólo un numerito, el bienestar de los pequeños, una obsesión genuina. A mí también me caía bien.

—Por descontado —acepté—. Con la condición del más absoluto secreto. Incluso ante los demás estrellas de cobre. Yo soy el único que investiga el caso. Y, en cuanto a su carta…

—Casi acaba conmigo —murmuró, a la vez que reaparecía el pañuelo azul eléctrico—. Tenga, no quiero volver a verla.

Miré a Bird, que seguía investigando los objetos de química, aunque ahora, obediente, con las manos a la espalda. Entonces me senté y leí el texto más raro que jamás había leído:

Sólo puedo ver eso.

Una vez hubo un hombre que hacía la obra de su Dios y cuando ese hombre entendió cuál debía ser su obra, sintió vergüenza, aunque sabía que era su deber, y se escondió y lloró por tener que convertirse en el Ángel de la Muerte.

Lo veo y no veo más que eso uno y otra vez, amén, sólo el cuerpo muy pequeño y muy destrozado. Desfigurado. Y nada más.

Tan pequeño que es una abominación, ahora la he ahuyentado por un instante pero ahora ahí está, de vuelta otra vez, que Dios me ayude, que Dios nos salve, me arrancaría los ojos si pudiera, paro aún así seguiría viendo el cuerpo pintado en mis cuencas. Y usted, cuando vea a los pequeños con los ojos blancos e inmóviles como huesos, ¿qué puede hacer?, ¿cómo lo sobrellevará? Sólo los veo a ellos. Con sus ojos muertos como el vacío. Como estrellas frías. Escamas heladas por encima.

Soy una quijada rota.

Acabe su trabajo y ponga fin a esto, ellos ya no tienen vista y necesitan que usted lo acabe igual que yo he acabado. Repare lo que ha sido roto. Tengo que romper uno más, y entonces pararé para siempre. No más cerca, no deje que me acerque más.

—No está firmado —dije aclarándome la garganta.

Era una tosca tentativa de hacer una observación inteligente. Pero sentía que los ojos ya no encajaban bien en mi cabeza. Palsgrave intentó burlarse, con toda la razón, pero acabó encogiéndose de hombros. Privado de su tema, se sentía un tanto perdido.

Mirando fijamente el texto, intenté probar algo mejor. Esa mañana había leído la carta en compañía de Val demasiado rápido, y la primera en mi casa de Elizabeth Street con un poco más de calma. Si todavía las tuviera, podría comparar el papel, la letra tal vez, el color de la tinta, porque contenían sentimientos muy similares. Tal como estaban las cosas, tenía un problema, en el sentido físico, para comparar los primeros documentos con esta nueva pieza de locura presentada de manera diferente. La primera podía recuperarla del Herald, si quería, pero en letra de imprenta. Lo que no es de mucha utilidad cuando se trata de estudiar la apariencia. Pero me esforcé cuanto pude en recordarla.

Hice memoria. Las dos primeras cartas estaban llenas de faltas, mal escritas, quizá a propósito. Esta era un texto desquiciado pero bien expresado. Las otras estaban redactadas con una letra grande, clara, en bloques, como la que garabatearía un principiante, escritas por entero en mayúsculas, sin desvelar nada sobre la personalidad o el carácter que había detrás…, tal vez porque su autor no era capaz de ofrecer nada mejor. Pero es posible también que pretendiera disimular su verdadera letra. En cambio, esta última carta estaba redactada con una letra controlada pero atrofiada, a veces apenas legible. Como si al autor le asustaran sus propias palabras. Tal vez las había escrito bajo los efectos del alcohol o de alguna droga, de algo que le permitía distanciarse de aquellas frases cargadas de una maldad ponzoñosa que hacía daño a la vista. Por último, las otras eran sospechosamente animosas, tan melodramáticas que me recordaban a una simple bobada sensacionalista. Más bien, me daban la esperanza de que fueran bobadas, como acabé reconociendo para mis adentros. Por la ciudad, por los irlandeses, por los estrellas de cobre, hasta por el maldito Partido Demócrata de Val. Pero en esta última carta lo que había era terror, no regodeo, y ese terror sonaba genuino.

—Supongo que no reconocerá esta letra… —pregunté.

—Si es casi ilegible, pedazo de idiota, y además, ¿por qué iba a reconocerla?

—Esta persona está evidentemente al tanto de su trabajo.

—¡Todo el mundo sabe de él! —exclamó el extraño hombrecito—. Por eso me envió a mí y no a otro esta… esta perversidad. Soy un médico que trabaja exclusivamente con niños, el único, yo… lo he dejado por escrito —bramó, y la piel alrededor de sus patillas plateadas se enrojeció de pura rabia.

A Bird se le cayó un siniestro cuchillo negro que aún conservaba algún resto de una especie de sustancia herbosa. Rápidamente volvió a cogerse las manos, esta vez por delante, en gesto de penitencia.

—No me haré daño, lo prometo.

—Oh, Dios. Gracias —suspiró el médico agradecido—. Me harías un gran favor.

—¿Irá a las Tombs a examinar los cuerpos? —le pregunté—. Cuando encuentre a Matsell, él se los enseñará personalmente. No tiene que hablar con nadie más.

—Iré ahora mismo.

—¿Puedo quedarme con esto?

—Señor Wilde —dijo en un susurro—, si no vuelvo a ver en lo que me queda de vida ese trozo de depravación, seré un hombre que muera satisfecho. Saque esa carta de mi casa. Y ahora ven, tú, niña. Al trote. Señor Wilde, por sus palabras, entiendo que no va a acompañarme.

—Tengo otra línea de investigación —le expliqué mientras salíamos del edificio—. Si no le molesta, me pasaré por aquí esta noche. A ver qué ha descubierto.

—Si no le queda más remedio, y supongo que no, venga —suspiró—. Entonces, hasta luego.

—Adiós, doctor Palsgrave —dijo Bird.

—¿Qué es lo que quiere? Ah, ya. —Palsgrave resopló afectuosamente, sacó un caramelo envuelto del bolsillo y se lo dio a Bird—. Niños. Unas criaturas inquietantes, a decir verdad. Que tengan un buen día.

—Ese hombre está loco —comenté mientras el caballero de columna recta como una baqueta hacía señas para llamar un coche de alquiler con su estridente pañuelo azul.

—Está para que lo encierren —coincidió Bird mientras desenvolvía el caramelo—. Es genial, ¿verdad, señor Wilde? —Alzó la mirada hacia mí con la expresión ensombrecida—. ¿Es esa carta que tiene de… del hombre de la capucha negra?

—No lo sé —respondí dando la espalda a la calle para ayudar a Bird a subir al coche que acababa de parar—. Pero lo averiguaré aunque sea lo último que haga en mi vida.

Mott Street, cerca de Five Points, al sur de Bayard, produce en cualquiera la impresión de que una infección corre descontrolada por las alcantarillas de la calle. Y en pleno agosto, la fiebre empeora, la pintura se desconcha y la madera cruje como la piel en un pabellón de hospital; el aire caliente y húmedo se estremece ante los ojos. El tono vidrioso y pálido de las ventanas hace que las casas parezcan aturdidas. Y el olor… Cada ventana abierta vomita tripas de gallina y hojas arrancadas de verduras que ya se están pudriendo, arrojadas desde cuencos de cocina, tres pisos más arriba. No creo que Bird hubiera caminado nunca por aquel cenagal, porque se mantenía pegada a mí, con los ojos muy abiertos y cautelosos. Mataba el tiempo mirando a los negros sentados ante las puertas, con sombreros de paja en las manos y jarras entre las rodillas, derrengados por el sudor; a los irlandeses, que apoyaban los codos en los alféizares, fumando ensimismados, sin un trabajo decente. El profundo dolor que se respira en esa calle se desprende de cada uno de sus adoquines y se filtra en tus propios y cansados pies.

Hopstill residía en un ático del número 24 de Mott Street, al menos eso me había dicho Julius. Así que cuando llegamos ante el canceroso edificio de madera, me dirigí a la puerta para subir las escaleras. Una bota me hizo trastabillar en cuanto traspasé el umbral, y bajé la mirada rápidamente. Siguiendo la media hasta las faldas mugrientas, descubrí a una mujer, toda ella gris como el polvo, que estaba pelando patatas con las uñas.

—¿Qué es lo que quiere?

—Edward Hopstill —respondí a la extraña portera—. Tengo entendido que vive en la buhardilla.

—Ya no. —Se sorbió los mocos dejando caer un trozo de piel de patata al suelo—. Se mudó al sótano. Hace un mes.

Tras darle las gracias, pasé por encima del cuenco, con Bird pegada a mí. Hopstill siempre había vivido a salto de mata, incluso antes de que el incendio destrozara nuestros hogares, eso ya lo sabía. Pero… un sótano. Aquel canalla nunca me había caído demasiado bien, aun así ralenticé mis pasos porque no me hacía gracia ver a alguien a quien conocía personalmente rebajado hasta el punto de tener que vivir bajo tierra.

Las escaleras que encontré no tenían puerta arriba, pero se veía una abajo del todo, despojada y siniestra. Bajamos con pasos cautelosos. Llamé a la puerta. Ésta se abrió. Apareció la cara de Hopstill: sus pliegues carnosos mal afeitados, el pelo húmedo y probablemente mohoso, y su tez cetrina con un tono ya ceniciento. El hedor acre a pólvora, una lámpara de aceite encendida y los restos líquidos que corrieran por debajo de las casas de Nueva York vinieron a saludar a nuestras narices.

—¿Qué coño quiere? —gruñó Hopstill con su irritada cadencia inglesa.

¡Bum!

No es que fuera una gran explosión; pero sí lo bastante fuerte como para que yo rodeara a Bird con un brazo protector, para que ella diera un respingo como un gato al que hubieran pisado el rabo, y para que el ceño fruncido de Hopstill se marcara un poco más en su cara.

—Perfecto. Gracias, Wilde. ¿Cómo voy a poder probar si un nuevo tipo de bomba tiene el color apropiado si ni siquiera puedo verla explotar?

Vacilantes, entramos tras él. Era otro laboratorio, pero aquí se trataba más del taller ennegrecido de un artesano que del pulcro patio de recreo de un científico. Las lámparas desprendían un amarillo sulfuroso, iluminando una cama sin hacer, una única rejilla de ventilación con moscas zumbando a su alrededor, dos grandes mesas y una pequeña cocina de hierro. Morteros y manos, pilas de petardos, bengalas, y frascos con tapones de corcho llenos de pólvora por todas partes. Las paredes estaban forradas de tablones que desprendían una extraña pestilencia, y se había formado una especie de cieno donde la madera se encontraba con la tierra compacta del suelo. O bien el orinal estaba sin vaciar o las viviendas de la parte de atrás (ni se me ocurría dudar de su existencia) utilizaban una letrina rota para las aguas residuales. Era la habitación más inhabitable en la que había estado en mi vida. Salvo por el anómalo detalle de que allí sólo vivía una persona y no diez.

—Es por los fuegos artificiales, ¿no? —pregunté.

—¿El qué?

—El que viva solo. Por los fuegos. Tiene que alquilar un piso entero, y esto es lo que puede pagarse.

—¿Y a usted qué le importa, y qué hace esta jovencita siguiéndole, y por qué lleva enganchada una estrella de cobre y qué coño pinta en mi casa?

Le conté todo lo que le hacía falta saber, que era poco menos que nada. Un relato de medio minuto de cómo había acabado trabajando en la fuerza pública. Teníamos prisa, y la ventaja de Hopstill es que puede tratársele sin miramientos.

El pirotécnico se encorvó irritado sobre su trabajo. Yo sabía qué le pasaba: le fastidiaba que le hubieran pillado viviendo en un sótano. Dado que está convencido de que Dios envía la pobreza a los indignos, no le echo la culpa por sentirse avergonzado. Se inclinó sobre una retorta de hierro para comprobar su contenido caliente, luego retrocedió rápidamente hasta un mortero y vertió tinte rojo en polvo mientras extraía pólvora con un sifón y maldecía una y otra vez en nuestra presencia. Y resultaba, precisamente, que yo quería que este hombre enseñara a niños a fabricar fuegos artificiales. Le conté que, a cambio, ellos trabajarían para mí como espías, más o menos. Desde su punto de vista, yo era un redomado gilipollas.

—Si es capaz de convencerme para que lo haga le nombraré candidato a gobernador —me espetó—. Salga de mi taller, no tengo tiempo para andar haciendo favores.

Estaba a punto de hacerle una oferta, pero Bird lanzó inesperadamente un grito de divertida sorpresa. El alegre sonido me tocó una fibra, algo ligero se me agarró a la nuca.

—Esto tiene una manija —dijo la niña—. He visto fuegos artificiales, al otro lado del río, pero nunca había tenido uno en las manos. ¿Sirve para eso?, ¿para sostenerlo mientras dispara?, ¿de qué color es?

El muy arraigado aborrecimiento de Hopstill hacia los niños pareció encogerse una pizca.

—Plateado.

—¿Y cómo consigue que sea de plata?

—Con metal en polvo. Uso el más barato que puedo encontrar.

Siguió un breve silencio. Uno que yo podría haber interrumpido si hubiera querido decir algo. Pero no quería.

—Por enseñar a los vendedores de periódicos a preparar la iluminación para los efectos del escenario, le pagaré lo bastante para que pueda salir de este sótano —le ofrecí por fin.

—Eso es una memez. ¿Cuánto cree que es eso?

—Veinte dólares.

Sus ojos chispearon como petardos pero se apagaron igual de rápido. Así intentaba ocultar la mirada de azufre sin llama propia de la desesperación absoluta. Puse las dos monedas de diez dólares de oro encima de la mesa.

Hopstill parpadeó con una mirada voraz, la boca se fundió en una mueca.

—No había creído que volvería a relacionarme con nadie del antiguo vecindario, y ahora viene a sacarme de este foso de alquitrán. Disculpe el escepticismo de antes. Pero estoy muy cansado, y no me quedan caras conocidas con las que hablar.

—Julius pareció alegrarse bastante de ver a un antiguo vecino, y le agradezco que me dijera dónde paraba.

Hopstill levantó la vista de la bolsa llena de polvo azul brillante que estaba mirando.

—¿Julius? Ah, sí, el tipo de color de Nick’s. Sí, lo vi.

—¿De quién creía que estaba hablando?

—De la señorita Underhill, claro.

Removí un poco mis pensamientos, intentando encontrar alguna salida. Ninguna me pareció sensata.

—¿Por qué?

—Bueno, ella anda por todas partes, ¿no? —murmuró—. En plena noche, cuando todos los cristianos ya están acostados. Tanto da, le enseñaré a los chicos a hacer una sábana de fuego que aterrorizará a todos los que van al teatro barato.

—Se lo agradezco.

La cabeza de Hopstill se apoyó en su mano, vencida por el agotamiento.

—Dios, y yo que pensaba que moriría aquí cuando llegara el invierno y necesitara dinero extra para el combustible —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Me pregunté cuándo habría comido por última vez. Hasta donde alcanzaba mi mirada no había comida en los estantes—. Estaba preparando una gran escena final en Battery Park, con todo el material que me quedaba. Era mejor contemplar esas sublimes explosiones que ir empeñando todo para aguantar miserablemente unas semanas más. Pero por ahora puedo olvidarme de ello. A veces las cosas cambian para bien.

—A veces —convino Bird con seriedad.

«Cuando todos los cristianos ya están acostados», pensé, y la frase me escoció en el cráneo.

—A veces —dije en voz alta.

En ese mismo momento, sin ir más lejos, muchas cosas estaban yendo bien. Yo tenía dinero para gastos del fondo de las elecciones, y podía disponer de mi tiempo a mi gusto, y Hopstill me ayudaría a ganarme la colaboración de los repartidores de periódicos.

Claro que Mercy salía por las noches: la enfermedad y la necesidad no se ciñen a ningún horario.

Un día espléndido.

Le di la dirección del teatro de los vendedores de periódicos en Orange Street y él me prometió que les haría una visita por la tarde. «El truco consiste en seguir adelante —pensé mientras Bird y yo emergíamos de nuevo a la luz del sol—. Si te esfuerzas lo bastante, no importará que no tengas la menor idea de lo que estás haciendo».

Después de dejar a Bird con la señora Boehm (que me aseguró que si vislumbraba siquiera a Silkie Marsh cerraría todas las puertas y se pondría a chillar en su lengua materna pidiendo ayuda a los vecinos alemanes), me dirigí a la improvisada morgue de las Tombs, esperando encontrarme todavía a Palsgrave buscando incansable las pruebas médicas. Pero ni rastro de él. El que sí estaba era George Washington Matsell, con su presencia contundente y solemne en el amplio sótano. Viendo lo que yo veía ahora, alineados sobre unas mesas apresuradamente montadas. Sin decir ni una palabra. En verdad, no había mucho que decir.

—El doctor Palsgrave me ha comentado que la carta que le entregó es obra de un loco —comentó—. Puede ser importante para nosotros.

—No lo sé, espero que lo sea.

—En ese caso, estúdiela. El doctor Palsgrave me ha entregado su informe, dijo que si necesitaba alguna explicación más se pasara por su consulta. Pero no es una lectura médica. Más bien parece algo escrito por un fanático de Poe.

Cogí los papeles, anhelando encontrar en ellos el elusivo detalle que daría sentido a todo aquello. Pero me contuve. Respiré hondo. Porque diecinueve cadáveres, o lo que quedaba de ellos, se extendían ante de mí sobre las mesas de madera. Era una imagen tan alejada de la hermosa visión imaginaria que el doctor Palsgrave había desplegado previamente ante mí que me costaba mirar. Eran muchos —Dios, cuántos, cuántos— y muy pequeños. Y ningún cuerpo, de nadie, debería ser desnudado como ésos: abiertos en canal y expuestos a la mirada de todos. Pensé en mis propios órganos, el corazón, el bazo y los riñones, carentes de ningún valor para nadie más que para mí mismo. Y yo tan sólo deseaba depositar nuestra única prueba contundente del mal bajo la tierra, donde lo que en el pasado había sido tierno y vulnerable pudiera por fin descansar en paz.

—Sorpréndame, señor Wilde —dijo el jefe Matsell al salir del sótano—. Espero sus noticias.

«Qué deshechos parecen —pensé—. Un trozo blanco de piel, un mechón de pelo rojizo, el brillo de un hueso pelado».

Abrí el informe. Supuse que habría sido difícil de escribir. Al menos, después de leer su contenido, era lo que esperaba.

Estos diecinueve cuerpos fueron enterrados en un período que comprende desde hace cinco años a fechas muy recientes, pero resulta imposible confirmar las causas de sus muertes. Los diecinueve muestran pruebas de haber sido sometidos a graves actos de violencia postmórtem; concretamente, el esternón ya no está intacto y la caja torácica ha sido abierta en todos los casos. Sólo puedo aventurar que el bellaco pretendía acceder a los órganos internos. Aparte de la descomposición natural, en dos casos el corazón ha desaparecido; en tres, el hígado; en cuatro, el bazo; en doce, el tronco encefálico; y en dos, la columna vertebral. Si fueron los animales los causantes antes de que se iniciara la descomposición o fue obra del asesino, es difícil de asegurar, pero me resulta imposible atribuirlo a otra circunstancia que no sea la segunda.

Al observar estas cruces deliberadamente grabadas, no puedo evitar preguntarme si la carta publicada por el Herald hace unos días no sería auténtica. La teoría de un irlandés enloquecido por la religión probablemente encaje con la violencia ejercida sobre estos diecinueve difuntos.

DOCTOR PETER PALSGRAVE

«Acabe su trabajo y ponga fin a esto —cité en un murmullo quebrado—. Repare lo que ha sido roto». «Dios bendito, o quienquiera de tu invisible cohorte que esté escuchando en este momento, decidme: ¿qué coño se supone que puedo hacer ahora?».