DOCE

Irlanda se encuentra en una situación lamentable, casi al borde de una guerra civil. La policía había detenido a un alborotador en Ballinghassig, la gente intentó liberarle, y la policía disparó. Siete hombres y una mujer murieron al instante. Se dice que la policía actuó al margen de la ley y sin avisar a los revoltosos antes de disparar a los hombres.

• NEW YORK HERALD, verano de 1855 •

—Ninepin podría largar todo lo que sabe, si quiere. Nadie más digno de confianza y nadie más en deuda en cuerpo y alma con la señorita Underhill —dijo el chico que tenía delante, mientras con la navaja hurgaba en algo que se le había pegado a la suela de la bota—. Páguenos un trago y yo cantaré como una gallina vieja, estrella de cobre. Quiero decir, señor Wilde —se corrigió, lanzando una mirada de disculpa sin palabras a mi acompañante.

Me sentaba al lado de Mercy en un local de café y pastas de Pearl Street, compartiendo la punta de una mesa mugrienta, con la nariz por encima de un excepcionalmente educado ejemplar de vendedor de periódicos de Nueva York. Este había alcanzado la avanzada edad de doce años, calculé, porque dominaba con soltura el puro que colgaba de su boca sonriente, y su chaleco azul y sus pantalones morados hasta la rodilla le quedaban bien. Tenía la suficiente experiencia vendiendo periódicos para mantener la talla de su ropa al ritmo del crecimiento de su cuerpo, y, además, a los niños de menos de doce no suele gustarles el café. El ron, sí; pero no el café. Al chico que se presentó como Ninepin le gustaba mucho el café. Acabábamos de llegar hacía nada y ya iba por la segunda taza. Ahora me pedía, sin que me sorprendiera, algo más fuerte.

—¿Y si cantas primero? —sugerí.

Ninepin frunció el ceño. Tenía un pelo rubio chillón, como un canario, los músculos, por la necesidad y el pugilismo, más desarrollados de lo que deberían para su edad, y había encontrado unos anteojos para leer como los que usan las damas, dorados. No paraba de quitárselos y limpiaba los cristales con un pañuelo escarlata cada vez que hacía algún comentario especialmente sustancioso.

—No es que no me dejen beber, ¿vale? Estamos en un país libre y todo eso. ¡Today! —llamó al camarero—, un par de brandis, si eres tan amable.

El camarero se acercó de buena gana con los brandis. Ninepin los pagó con un estilo que era, he de reconocerlo, bastante elegante. Le dio uno a Mercy.

—¿Por qué se fue tan deprisa? —preguntó en un tono insinuante—. No sirve de nada, mi bonita señorita, y ahora vuelve con un poli que seguramente quiere empapelarme.

—No tengo intención de detenerte —respondí y traduje a la vez.

El chico no me hizo ni caso.

—Estamos mejor solos, señorita Underhill.

—¿Eso crees? —le preguntó ella con una sonrisa torcida mientras me pasaba la copa y no cogía la del chico, que él ya estaba bebiendo.

—Sin las menores dudas.

—¿Y si te digo que, aunque muy agradecida por tu compañía, no siempre puedo entenderte?

Ninepin se ruborizó. A todas luces no estaba acostumbrado al coqueteo y le entristecía darse cuenta de su propia impotencia. Se le notaba tanto que daba pena mirar. Era como ver caerse a un potrillo mojado. Se quitó el puro de la boca, sumergió la punta en el café y volvió a llevárselo a la boca.

—No sé hablar más que en jerga, ¿verdad? ¿He tenido yo a alguien que me juntara con los que saben usar la pluma? Pues no, no he recibido educación. Sólo en el amor —añadió astutamente.

Menos mal que estaba mirando tristemente al brandy al que parecía haberme invitado un niño de doce años, porque sabía que dos miradas centelleaban bajo el ala de mi sombrero. Una era de franca diversión, que a él no le haría ninguna gracia. Y la otra era demasiado vergonzosa para que yo mismo la admitiera. Así que las dejé pasar.

—Por eso se perdió el último ensayo —dijo Ninepin con tristeza—. No somos pijos forrados.

—Hombres elegantes y acaudalados —dije en voz muy baja.

—¿No podría ser, Ninepin, que me perdiera el último ensayo porque ya te había dado los rollos de tela que os hacían falta y se requerían mis servicios en otra parte? —preguntó Mercy con suavidad—. ¿Me permitirás asistir al siguiente, después de contarnos lo que me has contado esta mañana en el City Hall Park?

Hasta entonces había estado desconcertado, pero en ese momento me forjé una idea más clara. Mercy se pasaba las mañanas paseando por el City Hall Park desde hacía años, con el cesto lleno de mendrugos de pan y vendas para aquellos que se despertaban allí y se encontraban recién pintados de sangre. El City Hall Park se extiende por cuatro hectáreas de campo abierto, de las cuales apenas una está manchada de una hierba baja y paupérrima, y el Registro Civil y el ayuntamiento dominan el centro. Por las noches, lo pueblan tres tipos de moradores, que se mantienen separados. Los maricas como Gentle Jim, el amigo de Val, se reúnen en el extremo sur, junto a una gran fuente estropeada en un estanque, luciendo sus atuendos relamidos y bufandas blancas mientras esperan regalarse unos a otros delicias francesas. Las niñas sin hogar que venden mazorcas calientes suelen refugiarse bajo los árboles. Y los chicos que reparten periódicos tienen sus dominios en las escaleras del ayuntamiento y del Registro Civil, donde las bandas rivales de jovencitos duermen todas las noches de nuestros asombrosamente largos veranos.

—Si lo que quiere es un cuento, un cuento le contaré —dijo el pilluelo sonriendo y desvelando que le faltaba un diente—. Esta mañana, señor Wilde, nos despertaron las alondras, y estábamos a punto de ir a comprar nuestros papeles, cuando la señorita Underhill se presentó con una jarra de zumo de vaca fresco y nos lo repartimos entre los colegas.

Asentí.

—Así que estabais a punto de ir a comprar vuestro fajo matinal de periódicos cuando la señorita Underhill os llevó leche y la compartisteis. ¿Y luego?

La atención de los benditos ojos azules se centró de soslayo en mí por un momento y luego me abandonó mientras se recogía un pequeño mechón de pelo negro detrás de la oreja.

—Bueno, luego la señorita Underhill nos pidió que largáramos si sabíamos si se habían cepillado a algún chaval y si lo habían rajado antes de ensuelarlo.

Me volví hacia ella, sorprendido.

—Usted… ¿usted les ha preguntado si sabían si habían matado a algún niño y lo habían despedazado antes de enterrarlo?

El labio inferior más perfecto del mundo se escondió bajo el labio superior de Mercy por un instante y el gesto me agitó las tripas. Puede que ella no hubiera querido hacer esa pregunta a una pandilla de niños, pensé, pero era muy inteligente. Al fin y al cabo, los vendedores de periódicos eran como un pequeño ejército. Tenían que serlo: eran los emprendedores independientes más jóvenes en una ciudad donde la expresión «ir a degüello» se aplicaba a los empresarios tanto en el sentido figurado como en el literal. Cuando los periódicos sacaban una nueva edición, los chavales se arremolinaban en las oficinas, y compraban tantos ejemplares como creían que podrían vender a la gente, dependiendo de los titulares del día y de su propia habilidad. No tenían jefes, nadie les controlaba, y me apostaría una moneda de veinte dólares de oro a que quienes les vendían los periódicos al por mayor ni siquiera sabían cómo se llamaban. Ellos mismos, entre las diversas pandillas, establecían los precios a los que vendían su mercancía, y se peleaban como urracas por su pedazo del pastel. El más pardillo de aquellos chicos estaba mejor preparado para responder la pregunta de Mercy que una solterona de alta sociedad de cuarenta años.

—Hizo muy bien —le dije con entusiasmo.

Ninepin tosió.

—Así que yo le dije que más le valía andarse con cuidado. La señorita Underhill es una mujer con un par, ya lo sé, una tía que se las sabe todas, pero…

—Sí, es maravillosa. Y ahora, ve al grano de una vez —sugerí.

Mercy me lanzó una mirada agradecida por fin, antes de devolver sus ojos a sus manos cruzadas.

—A Ninepin no le molaba. —Se quitó los anteojos de dama y empezó a limpiar los cristales como un académico nato—. Una doña elegante y guapa como la señorita Underhill largando sobre fiambres de chavales de ese modo. Y menos con el tipo ese de la capucha negra por ahí suelto.

Me quedé boquiabierto, con la mandíbula caída. Mercy, demasiado educada o puede que simplemente en exceso complacida para clavar en mí una mirada triunfal, la posó en la mesa, desde donde rebotó hacia mí contra su voluntad.

—¿Has escuchado rumores sobre un hombre con una capucha negra que merodea por las calles? —repetí pasmado.

Ninepin asintió lúgubremente.

—Siento mucho que pensara que no podía entenderme, señorita Underhill. —Con el rostro iluminado, se bebió el brandy con estilo, como si hubiera estado practicando para esta ocasión. Lo que sin duda había hecho—. ¿Le ha costado pillar algo de lo que he soltado, señor Wilde?

—Te entiendo perfectamente —respondí, sorprendido. Val había hablado flash desde mucho antes que yo supiera que aquello era una jerga, pero yo había pasado tanto tiempo evitando a sus colegas que no me había percatado de mi propio dominio—. Ninepin, es muy importante que nos hables de ese hombre de la capucha.

—¿Por lo de ese niño puta asesinado?

—¿Cómo te enteraste de eso?

—Señor Wilde, no he ido a la escuela, pero no soy idiota. —Lanzó una sonrisa deslumbrante a Mercy—. ¿Cree que vendo papeles sin un colega que me lea los titulares? ¿Se piensa que me pongo en las esquinas a gritar: «Con su permiso, ¡hoy no ha pasado gran cosa! ¡Calles al rojo y política corrupta! ¡Llegan más irlandeses! ¡Sólo dos centavos!»?

Yo sonreía ya antes de que hubiera acabado el chiste. Mercy, por su parte, se reía de tal modo que imaginé que Ninepin no volvería a mirar dos veces a otra mujer en toda su vida. Pobre chaval.

—Sí, queremos saber qué le pasó al niño que se prostituía —admitió ella—, ¿confiarás en nosotros?

—Se lo dejaré todo clarito como el agua. Pero no puedo hacerlo bien sin mis colegas. Ellos saben tanto como yo, a lo mejor más, y largarán en cuanto yo empiece a soltar.

—Gracias por responder por mí ante tus camaradas —dije con toda la seriedad que pude.

Ninepin me guiñó el ojo, y luego pareció ocurrírsele una idea emocionante.

—Espere un momento. A ninguno de nosotros nos gusta meterle trolas, señorita Underhill, y yo le daré al pico, se lo juro. Nada de cuentos, y no tengo poco que cantar, lo que yo le diga, pero si… si sólo accediera a andar por el garito de mi brazo.

Mercy me miró inexpresivamente.

—El caballero querría acompañarla por el teatro a cambio de dar su información —expliqué, aunque la verdad era que yo tampoco había entendido ni jota.

—Tenemos otro ensayo —dijo él con cierta timidez—, antes de que los papeles vespertinos salgan de la imprenta. Si Matchbox la ve de mi brazo no perderá un segundo en chivárselo a Dead-Eye. Y entonces el primo de Dead-Eye, Zeke el Rata, de la pandilla de East River, tendrá que coserse los labios, ¿vale?, cuando le diga que yo la conozco a usted en persona.

Mercy se levantó. Cogió la copa que yo no había tocado y le dio un sorbo, luego apoyó la mano derecha en los pliegues de su cintura y ofreció la izquierda al codo de Ninepin. Si Dios hubiera concedido a un corredor de Bolsa clarividencia suficiente para leer el futuro y una botica llena a perpetuidad, su cara no habría delatado una expresión de mayor alegría. Era inútil intentar reprimir la sonrisa ante la cara del chico.

—Ninepin, lo único que en este momento me importa tanto como saber del hombre de la capucha negra es poner a Zeke el Rata en su sitio —anunció.

—Que me parta un rayo —dijo el jovencito pasmado hasta la adoración.

Y yo les seguí por las escaleras y al salir por la puerta. Agradecido como suelo estarlo con frecuencia de que Mercy no pierda demasiado tiempo mirándome a la cara.

El teatro al que llegamos tras un paseo de seis minutos sólo fue una sorpresa para uno de nosotros. Pero estoy seguro que mi desconcierto compensó con creces la naturalidad de mis acompañantes.

Habíamos estado tan cerca del corazón desalmado del Distrito Sexto donde el mundo está patas arriba, justamente el famoso y conocido como Five Points, que yo había supuesto que nos dirigíamos a ese cruce infecto. Pero nos detuvimos en Orange Street, ante una puerta anodina. Había unos ganchos permanentes clavados en la madera a la espera de que se colgara un rótulo, pero éste debía de estar de vacaciones. Ninepin llamó, con un ritmo peculiar que me recordó vivamente lo que hacía cuando Julius no tenía ostras que abrir y tamborileaba tatuajes de florituras sonoras sobre la superficie de la barra con las palmas, y por un instante me pregunté en qué tipo de persona me había convertido.

Sin embargo, una vez traspasada la puerta…, nos encontramos en un pasillo corto, que llevaba a una cabina de madera en la que apenas cabría un chico no muy alto, que daba a otra puerta. La cabina era de madera usada, de mala calidad. Se notaba que era obra de carpinteros aficionados, con un diseño encantador, eso sí. Tenía una ventanilla, con un trozo de cristal encajado que había estado en el Hudson, porque aún se veían pegados algunos percebes al vidrio verde. No había nadie dentro.

—Es la taquilla —explicó Ninepin, volviendo la mirada hacia mí con una alegría tan intensa que podría hacer volar un tren sobre el Atlántico—. Por aquí. Suban, suban.

Para mi asombro, al cabo de unos segundos me encontraba en la parte de arriba de un teatro en plena actividad. El desnivel del suelo, las sillas (no había dos idénticas y muchas estaban quemadas), las instalaciones para la iluminación (dos, una montada en cada pared, y ennegrecidas por el humo), las candilejas por el suelo (montones de cera con velas nuevas colocadas sobre sus hermanas caídas), los telones esmeraldas y el telón de fondo pintado con un campo de batalla. Luego estaban los chicos. Unos veinte, alineados en formación militar en el escenario. O más bien, en lo que un niño imaginaría que era una formación militar.

—¿Qué le parece? —preguntó Ninepin, dirigiéndose en concreto a mí. Mercy ya había visto su pequeño baluarte, claro.

Pero lo que me vino a la cabeza fue: «Valentine bien podría haber sido vendedor de periódicos. No bombero. Un repartidor». Sólo había que mirarlos. Sabe Dios que ninguno de ellos probaría por primera vez la morfina a los dieciséis.

—Es flash —dije, porque no se me ocurrió nada más apropiado—, es muy flash.

—Eh, que es un ensayo, por Dios, no un maldito baile tradicional —espetó un niño más alto desde cerca de las candilejas—. No seas vulgar, Dead-Eye.

—¿Estás espabilándolos, Fang? —dijo burlándose el ahora importante Ninepin.

Fang era un chico con la cara marcada por la viruela, de unos catorce años, que estaba con los brazos cruzados. El tipo de chico robusto que te perseguía con una porra y sólo se acordaba de disculparse por el mal trago más tarde, cuando tus colegas habían desaparecido y todo estaba tranquilo y los dos podíais comportaros como seres humanos en secreto. Empezó a sonreír burlonamente antes incluso de levantar la mirada, y entonces vio a Ninepin con Mercy.

Después de eso ya no volvimos a tener más problemas con nadie.

Algunos miraban mi estrella de cobre y dibujaban pequeñas arrugas suspicaces en el entrecejo, pero yo ya estaba acostumbrado a esa reacción. Fang se adelantó con una pequeña vara que había estado utilizando como si fuera una batuta, dándose golpéenos en el hombro con los brazos delgados todavía cruzados.

—¿De qué va esto? —gritó—. ¿Quiere ser tan amable de sacar a ese cobre de nuestro teatro?

—¿Te han gustado los telones del proscenio, Fang? —gritó Mercy como respuesta—. A mí me gusta el color. ¿Quién los colgó?

—Fui yo, señorita Underhill —gritó un chico diminuto con el pelo negro como el carbón agitando la mano que sostenía un rifle de madera desde el grupo congregado abajo. Estaba poco desarrollado para su edad, lo supe por la forma de sus manos, su aire desgarbado y lo hundidos que tenía los ojos marrones. Debía de tener catorce, puede que quince años, pero estaba encerrado en los huesos de una criatura de ocho.

—¿Fuiste tú, Matchbox?, ¿y cómo te las apañaste?

—Subí con una cuerda, y Dead-Eye utilizó la escalera y todo eso.

No tardamos en descubrir a Dead-Eye, que estaba ruborizándose como un tomate, y llevaba una canica grande de ojo de gato en la cuenca vacía de un ojo.

—Representarán El escalofriante, horripilante y cruento espectáculo de la Batalla de Agincourt, ni más ni menos, señorita Underhill —explicó Fang, a sabiendas de cuánto había sido superado—. Siempre que nuestro amigo Henry se deje ver en los ensayos. —Clavó una mirada sombría en Ninepin—. Pero a ninguno de nosotros nos caen muy bien los polis desde que han empezado a desfilar por todas partes. ¿Qué es lo que busca éste?

—¿Estás poniendo en duda a mi mejor amigo de la infancia, Fang? —preguntó Mercy, bajando hacia el proscenio—. Había pensado que te gustaría conocer a un estrella de cobre que cree que los niños sirven para algo más que para enviarlos a la Casa de Acogida.

Fang se acercó con aire chulesco hasta el borde del escenario, donde estaban las primeras sillas. Yo bajé para encontrármelo con Mercy. Ninepin, que resplandecía como una luciérnaga, se sentó en una silla y empezó a pulirse los anteojos. Cuando estuvimos frente a frente, vi que Fang tenía una cicatriz que iba desde la nariz hasta el labio superior, como el colmillo de una serpiente. Parecía lista para torcerse y soltar veneno en cualquier momento.

—Nos cae muy bien la señorita Underhill —dijo con frialdad—. No nos caen bien los estrellas de cobre. No tenemos muchos motivos.

—Me llamo Timothy Wilde. Y no me gusta la Casa de Acogida. ¿Le has dado la mano alguna vez a un estrella de cobre, Fang? —pregunté mientras tendía mi mano ofreciéndosela con toda la franqueza de que fui capaz.

Hubo un revuelo de interés entre los chicos, como una ardilla corriendo entre la maleza marchita.

—¿Estás esperando una señal de Dios, Fang? —preguntó Mercy, divertida.

—Aquí estoy, he bajado a Gotham para hablar con Fang —dijo en tono monocorde Ninepin con una voz alta y cursi desde los asientos por encima de nosotros—. Estrecha la mano del estrella de cobre, es un buen tío. Y cómprale más cigarrillos a Ninepin. Anoche perdiste con todas las de la ley, eres un petardo con los dados.

Una carcajada cómplice a mis espaldas. Ninepin era a todas luces el gracioso del grupo. Fang levantó el lado de la boca con la cicatriz de buen humor, y me estrechó la mano con la misma fuerza que un hombre.

—Es usted muy abierto con sus amistades, señor Wilde, veo que no le importa estrechar la mano de un vendedor de periódicos —dijo despacio.

—Todavía no me ha traicionado ninguno.

—¿Nos contaréis todo lo que sepáis acerca de un asunto muy importante, chicos? —preguntó Mercy al escenario en general.

Una silla apareció como por arte de magia detrás de ella, traída por el caballeroso Ninepin.

—La señorita Underhill y su amigo necesitan que larguemos sobre el menda de la capucha negra, colegas —dijo.

Aquello bastó para que cambiara la atmósfera.

Tras algunas quejas, unos cuantos categóricos «no» y de que un par de caras de los más pequeños empalidecieran, me coloqué detrás de la silla de Mercy, con los dedos sobre el respaldo, mientras los chicos mayores y más curtidos se reunían a nuestro alrededor y nos contaban su historia. Menuda historia. La he reproducido en la jerga original, pero fue relatada por una docena de repartidores, con blasfemias y contradicciones a gritos que me obligaron a una cuidadosa revisión. Tuve que recurrir a toda mi capacidad de concentración para captarlo todo. Y algo más aún para poder creer todo lo que me contaron. Que fue lo siguiente.

Había un repartidor de Five Points que se llamaba Jack Be Nimble. O Jackie, cuando iba de juerga con sus amigos. Desde los cinco años, era capaz de vender todos los periódicos, tanto daba cuáles fueran los sucesos del día anterior. Los repartidores de periódicos esperan que ocurran catástrofes con el mismo anhelo que los mercaderes contemplan el océano esperando que sus barcos lleguen a puerto, pero no era el caso de Jack. Él compraba más ejemplares que los demás chicos y los vendía todos, aunque el titular fuera simplemente que se había presentado un proyecto para una ópera en la ciudad, o la muerte de un aristócrata extranjero mientras dormía. Todos le querían. Al cumplir los trece, más o menos, ya era rico, aunque no estaba claro que ésa fuera su edad porque Jack no tenía ni idea de qué día cumplía años, ni de cuántos. Y al día siguiente, mientras se encaminaba a su cafetería favorita a zamparse una porción de torta de crema y un par de vasos de ron, se fijó en algo raro.

—Jack no era ningún paleto —apuntó Fang con énfasis—. Jackie fue siempre tan afilado como un cuchillo.

Jack Be Nimble se fijó en un carruaje más ornamentado de lo habitual que estaba aparcado delante de un burdel. Para empezar, tenía cochero, claro. Pero había otros dos hombres. Dos tipos corpulentos como casas, pero ligeros y ágiles de piernas; y tenían unos ojos astutos y perversos, aunque mantenían los rostros ocultos; Jackie, pese a que todo estaba a oscuras, se imaginó que serían turcos; y le dio la impresión de que aquellos matones sigilosos podían matar a un hombre sin que éste se diera cuenta de que estaba muerto, así de peligrosos parecían desde lejos. Jack era un entusiasta aficionado al boxeo, algo tan frecuente entre los repartidores que es como decir que respiraba, y por eso pensó que los matones estaban esperando a su jefe, Abel «Martillo» Cohen, el Judío de Chatham Street. El único boxeador lo bastante rico para emplear a tres matones en un solo carruaje, el mismo hombre que había ganado un importante combate hacía apenas unas horas.

—¿Ha visto alguna vez al Martillo? —Ninepin se había tumbado boca arriba y se erguía sobre los codos, pasándose el puro de un lado al otro de la boca—. Tiene el gancho más rápido que he jipiado en mi vida, y cuando te tumba, la mitad de las veces te parte la crisma. Lo siento, señorita Underhill —añadió.

Jack y los chicos que estaban con él —«¡Yo estuve!», gritó un coro tan numeroso como poco digno de crédito— se escondieron detrás de unos barriles en la entrada de un callejón, a esperar la salida del famoso púgil. Pero, cuando por fin salió alguien, resultó ser sólo un sirviente del burdel que llevaba un bulto envuelto en los brazos. Dejó el fardo en el suelo del carruaje y volvió dentro.

Obviamente, el fardo contenía el dinero ganado en el combate. Porque esa misma noche el boxeador judío había derrotado a Cuchillo Daniel O’Kirkney, en tan sólo cincuenta y dos asaltos. Una insignia del valor, el salario del héroe. Estaba claro que había que birlarlo.

Fang me miró como si se disculpara.

—Sólo queríamos coger un poco. Como el diezmo de un buen cristiano —añadió servicial, sabedor de que, para evitar la culpa, Dios debía estar en su rincón.

Jack, y seguramente también Fang y Matchbox, porque sus versiones tenían el tono rutinario y monótono de la sinceridad, se aproximaron sigilosamente al carruaje aparcado tras dar la vuelta a la manzana a hurtadillas, y se acercaron desde el lado de la calle. Los chicos más corpulentos se quedaron atrás para no ser vistos. Un chaval de apenas seis años, que era ambicioso incluso para los estándares de los repartidores y al que llamaban Fancy por su insistencia en comprarse calcetines nuevos cuando se le agujereaban los viejos, fue el elegido para espiar. Se acercó de puntillas hasta la puerta del carruaje del lado de la calle y miró dentro de la bolsa.

—Volvió enfermo. —Matchbox sacudió la cabeza, fingiendo un resignado valor en sus ojos extrañamente adultos.

—¿Os dijo por qué? —pregunté.

No; el repentinamente enfermo Fancy se negó a contar qué había visto en la bolsa. Eso no era precisamente una señal de valor, y no pudo sino farfullar y murmurar hasta que Jack Be Nimble se ofreció a mirar por sí mismo. Pensó que seguramente era demasiado dinero para hacerse una idea, o algo muy valioso que se pudiera vender, y en cualquier caso, Jack estaba resuelto a ver el contenido. Se aproximó a la portezuela del carruaje tan silenciosamente como una vaharada de humo. La mano tocaba ya la tela que envolvía el fardo.

En ese mismo momento, el hombre de la capucha negra salió del burdel y echó un vistazo desde el otro lado del carruaje, a punto de subirse.

El hombre de la capucha negra estaba allí delante, bajo una farola, mirando directamente a Jack. La espalda recta, la mirada insondable. Un monstruo impersonal, la tenebrosa negrura de una pesadilla que no puedes recordar mezclada con la solidez sudorosa de una amenaza humana. Todos los niños que había en el teatro, hubieran estado presentes aquella aciaga noche o no, juraban haber visto a aquel hombre en alguna ocasión posterior. Entre las sombras, en callejones y tabernas, sobre todo. En sueños. En sus propios padres, porque dos de ellos insistían en que sus padres no se detendrían ante nada y serían capaces de cometer barbaridades al amparo de las tinieblas de las noches de Nueva York.

—A lo mejor es un piel roja, pero no le vi la cara —gorjeó estremecido un niño que debía de rondar los ocho años.

—Pero desde luego no era el Martillo. Abel Cohen se estaba fumando unos puros con los ricachones en un asador de carne en la parte alta de la ciudad esa noche, todo el mundo lo sabría a la mañana siguiente.

—Pero era un caballero elegante, sin duda —intervino Matchbox—. Forrado de pasta, con una capa negra.

—Tú no le viste —se burló Fang—. Menudo valiente estás hecho. Estabas en el callejón echando un trago, si no le habrías detenido, ¿verdad?

—Sí que le vi, pedazo de cabrón —le espetó Matchbox, sinceramente dolido. Fang se había pasado de la raya delante de un desconocido—. Pero el tipo ya sospechaba, ¿vale?, y miraba directamente a Jack Be, y además era un soplón. ¿Qué otra cosa podía hacer yo?

Se quedaron callados un momento.

—Todos salimos corriendo —reconoció Fang. Su mirada recorrió malintencionada la sala en busca de algún bocazas que se las quisiera dar de héroe, pero no encontró a nadie—. Todos nosotros. Nadie se enfrenta al Diablo en persona en la oscuridad.

—¿Qué le pasó a Jack Be Nimble? —preguntó Mercy, con una voz que parecía raspar algo oxidado.

El hombre de la capucha negra había saludado a Jack, y éste se había quedado quieto y firme, como un auténtico soldado americano. El encapuchado le hizo señas para que se acercara y le indicó la puerta abierta del burdel, con gesto amable. Le dio una moneda. Todos vieron el destello a la luz de la farola. Jack se lo pensó dos veces.

Y luego hizo una señal desenfadada con la mano a la espalda, hacia sus colegas, como despedida. Entonces entró por la puerta que amarilleaba en los bordes con la luz de bienvenida. Cuando pasó dentro, el carruaje se fue. Me contaron que hacía mucho tiempo que Jack había querido ver qué había dentro del local. Desde la calle, parecía un palacio. Pero nadie volvió a verle a él. Se tramaron planes, y se intentaron intrépidas operaciones que a mí nunca se me hubieran ocurrido. Sometieron la casa a una larga vigilancia, siempre que acababan de trabajar, y habían visto entrar y salir a regimientos de hombres, pero sin rastro de Jack.

—Todos pensamos que volvería al amanecer —dijo Ninepin suspirando—. Por entonces yo sólo tenía siete años, pero no éramos…, pensábamos que le pagarían por un polvo, ¿entiende? Nosotros no le abandonamos —añadió con rabia. Asentí—. Pero teníamos que vender los papeles por la mañana, ¿no?, así que a lo mejor no vimos cuando volvió el hombre de la capucha negra y se llevó a Jack Be Nimble.

—¿Qué había en la bolsa? —pregunté.

Fang se encogió de hombros. Matchbox silbó con desdén. Varios de los más jóvenes volvieron sus caras hacia mí, como zarcillos que se rizaran buscando la luz.

—Una niña muerta —dijo uno de ellos como si estuviera en un aula, repitiendo una lección—. Partida por la mitad. En el pecho, como en una cruz. Eso es lo que hace el hombre de la capucha negra.

—¿Dónde está Fancy ahora?, ¿puedo hablar con él? —pregunté entonces.

—Se lo llevó la diarrea, fue rápido —dijo Dead-Eye. Disentería, pensé sin quererlo—. Y también se llevó a John y a Sixes. El año pasado.

—¿Y dónde estabais vosotros, malandrines, cuando visteis el carruaje delante del prostíbulo?, ¿sabéis la dirección?

—Me parece que yo no me sé ninguna dirección —se dio cuenta Matchbox, entre risas.

—Era la casa de Silkie Marsh —dijo Fang—. Pero Jackie nunca se hizo puta. Nunca. Ni lo piense.

La tez de Mercy se desvaneció y se curtió a la vez, como si fuera de porcelana.

—Claro, la casa de Silkie Marsh —dije—. ¿Cuándo trabajáis, cuándo vendéis los periódicos?

Dead-Eye me miró, interesado.

—Yo antes de las nueve ya he acabado los de la mañana. Luego comemos unos panqueques y algo de carne, y cargamos equipajes en los muelles de los transbordadores por unas monedas. Y esperamos a la edición de la tarde.

—¿Y cuándo la habéis vendido?

—Pues nada. Fumamos, damos unas vueltas por ahí…

—¿Reconoceríais el carruaje si lo vierais otra vez? —pregunté.

La repentina pulsación que pareció recorrer a todos, casi como un grito que atravesara el silencio, me dijo que sí.

—No. —La cara picada de viruela de Fang se había empezado a sonrojar por el cuello y las sienes—. No queremos saber nada de eso. ¿Trabajar para un estrella de cobre?

—Nos sobra pasta —añadió Ninepin, contándome lo ricos que eran.

Fang prosiguió, furioso:

—Mire este sitio, los telones nuevos, y, además, su dinero arruinaría nuestra reputación.

—Fang. —Ninepin se lo pensó más despacio—. Jack habría…

—Cierra tu puta bocaza, Ninepin, Jack habría querido que nos quedáramos callados. No queremos tener nada que ver, señor Wilde.

«Bueno, es normal que el chico esté asustado», pensé. Yo habría estado muerto de miedo. Pero a esas alturas había entendido que nadie más en toda la ciudad podría relacionar a aquel fantasma concreto con un carruaje real. Mis únicos testigos eran unos aprendices de matón, ya casi delincuentes. Y más ricos que yo, a juzgar por sus puros. Por si fuera poco, les caía mal casi sin excepción, y, dado que el dinero no les conmovía, sólo tenía una cosa que ofrecerles.

—¿Sabéis qué le vendría que ni pintado a una función como El escalofriante, horripilante y cruento espectáculo de la Batalla de Agincourt? —pregunté—. Aunque ya veo que el montaje está muy bien. Muy flash. Seguramente ya lo tendréis todo previsto.

—¿En qué estaba pensando? —preguntó Matchbox, conmovedoramente curioso.

—Era una tontería. —Me encogí de hombros—. Ya debéis de saber cómo se hace la iluminación, los fuegos artificiales y todo eso. Yo tengo un amigo que trabaja en pirotecnia, ¿me seguís?

Lo que siguió fue un silencio intensamente luminoso. Un silencio cauteloso y cada vez más denso. El pequeño chisporroteo blanco en el extremo de un cartucho de pólvora que se va acercando, jovial y codicioso, esperando el momento justo y cuando alcanzaba el petardo, por fin, chispas verdes, naranjas y doradas explotarían en…

—No tenemos un encargado de la iluminación, Fang, ¡no tenemos! —estalló un coro de voces.

—Yo aprenderé, ¡ya sólo puedo perder un ojo! —propuso Dead-Eye con seriedad y pasión.

Miré al jefe de esta pandilla no muy democrática. En los lúgubres ojos de Fang iba cuajando un odio creciente hacia mi persona no exento de fascinación, y sus hombros adquirían una pose pugilística. Aquello había que resolverlo.

—Me parece que Fang podría aprender y luego enseñaros a los demás —propuse.

Fang se lo pensó un buen rato, dándole vueltas.

—Podría ser un buen acuerdo. Siempre que yo tuviera tiempo. —Y entonces, por increíble que parezca, una sonrisa genuina apareció en su cara—. ¡Iluminación! Sólo pensarlo…, ¡qué dirá Zeke el Rata cuando se entere de que tenemos iluminación!

Se oyó un portazo. El aire que nos rodeaba explotó cuando un niño irrumpió como la sangre de un drogadicto por un pasillo lateral, entre bastidores, así creo que lo llaman en un teatro. Era como una estampida encarnada en un solo niño, con los pulmones arañando el aire para recuperar el aliento.

—¡Os lo estáis perdiendo! —dijo jadeando.

—¿El qué?, ¿una pelea? —preguntó Ninepin, irguiéndose aunque sin levantarse y sonriendo.

—¡Un ahorcamiento! ¡O algo mejor aún! Los irlandeses han pillado a un negro, y se lo van a hacer pasar mal. Rápido, os lo vais a perder —gritó el niño, que retrocedió corriendo por el pasillo.

No me preocupé de que Mercy pudiera ir a mi paso mientras yo seguía al chico, corriendo con toda mi alma. Con un poco de suerte, habría resuelto el problema antes de que ella llegara. Con un poco de suerte, el chaval había exagerado. Con un poco de suerte, todo habría acabado ya.

Pero ¿cuándo había tenido yo un poco de suerte?