TRECE
Resulta una peculiar anomalía del carácter irlandés, el que, aunque son gentes que pecan de generosas, y compartirán con un desconocido o un pobre su último mendrugo o su última patata, odian a muerte a todos aquellos cuyo comportamiento lleve a privarles de una miga o de unas judías. ¡Extraña contradicción!
• NEW YORK HERALD, 1845 •
Corrimos hacia el sur, alejándonos de Five Points, donde los negros y los irlandeses son demasiado pobres para que les moleste vivir juntos, y volamos hacia los límites de la inmensa zona que se había quemado. El aire resonaba extrañamente silencioso en mis oídos. Las pocas personas que vi se acuclillaban con rostros sobrios sobre sus pequeños puestos de zapatos y sus carros de manzanas de un verde chillón, ensimismados en sus asuntos. Debería haber habido irlandeses discutiendo acaloradamente con los vendedores ambulantes, judíos anunciando a gritos delantales, algún indio saldando pieles, no sé, alguien más aparte de los cerdos adormilados de siempre. Cuando, más rápido que ellos, les saqué media manzana a los chicos, hasta mis botas resonaban demasiado alto sobre los adoquines. Dejé atrás un edificio medio derruido, enlucido con hollín viscoso en Nassau Street, luego otro, y aún otro más, y entonces empecé a percibir una tensión palpable, como la de un dedo en el gatillo de una pistola, que me dejó sin aliento, y supe que casi había llegado.
Habría adivinado de qué iba la pelea sin verla, porque todas son iguales. Son como hongos, que brotan rápido entre la turba de nuestra ciudad. «Es por Dios. Es por dinero. Es por trabajo. Es por desamparo. Y sea por lo que sea, acaba siendo por nada». Pero seré el primero en reconocer que me quedé lívido cuando por fin llegué a mi destino, porque me habían informado mal.
No iban a colgar a ningún negro.
—¿Ves lo que pasa, ves el precio que tienes que pagar por tu avaricia? —le gritaba un irlandés deplorablemente borracho a un acobardado y pequeño blanco autóctono que llevaba un frac y calzones amarillos—. La vida de un negro no vale mucho, te lo aseguro, pero si estás atento y te fijas bien, por Dios bendito que la de éste habrá servido para un fin más importante de lo que su pellejo habría imaginado.
El que hablaba era un gigante, de pelo negro, con la cara profundamente surcada de arrugas, bronceada de moreno oscuro por nuestro implacable agosto. La camisa suelta le colgaba harapienta y sucia de sus inmensos hombros y no llevaba chaleco, sólo unos pantalones de nanquín grises que más de una vez se habían pasado toda la noche al aire libre. Con sólo verle ya supe bastantes cosas de él: sólo tenía dinero para el whisky que ya se había bebido esa mañana. Ni un centavo más. Los ojos adquieren una mirada especial cuando eso sucede, los blancos se endurecen como huesos. La mueca que dibujaba su boca me decía que le había pasado algo a la vez espantoso y tremendamente injusto. Sus manos enormes estaban destrozadas lo que, combinado con su tez, me dijo que se había pagado su última copa trabajando en la construcción o bien acarreando piedra al distrito incendiado.
Una de esas manos sostenía una antorcha a pleno sol de mediados de verano.
Tenía dos amigos merodeando por las cercanías, como él, borrachos como cubas, que repartían su atención entre sudar y mantenerse en pie. Por el momento, no suponían ninguna amenaza. Y justo detrás de ellos, atado a una solitaria viga de un edificio inacabado al borde de la calle, estaba mi amigo de color Julius Carpenter, empleado de la Nick’s Oyster Cellar cuando todavía estaba en pie. Habían esparcido un buen montón de leña de pino alrededor de sus pies. Me paré en seco, jadeando, justo delante del cabrón que había preparado el escenario. No le recriminé a Julius que no tuviera el detalle de saludarme porque le habían metido un nabo sucio en la boca; habían agujereado el nabo para pasar una cuerda que lo sujetara a su cara. Julius estaba demasiado bien atado para que pudiera hacer nada con sus extremidades. De manera que sus ojos canalizaban toda su fuerza inútil desde sus manos y sus labios estirados hasta casi reventar: un par de pupilas que me carcomían el pecho.
Dudo que hubiera disculpado el uso de la viga y la antorcha en ningún caso. Después de todo, no soy un tipo que acostumbre a perdonar. Nunca lo he sido. Pero por el gusto Julius es capaz de diferenciar entre veinte tipos de ostras que le pongan delante, incluso sin sus conchas, y el nabo embadurnado de estiércol tenía un agujero para una cuerda. Aquello estaba planeado. Era intencionado. Era una forma particular de hacer daño, y eso mutiló mi misericordia con un garrote emplomado.
—¿Qué coño cree que está haciendo? —troné.
El volumen de la voz es crucial. Si la turba perdía el hilo de la conversación, podía costarme caro. Pero esto no era una auténtica turba, sólo un público de irlandeses pobres y de autóctonos curtidos contemplando un entretenido espectáculo sangriento. El mismo tipo de gente que va a ver a terriers solitarios peleando con hordas de ratas rabiosas. Ni un negro a la vista, por descontado, no me hizo falta ni mirar. Estaban escondiendo a sus hijos en armarios y enterrando su dinero debajo de las fosas de sus letrinas. Las precauciones habituales.
—Aclarando unos asuntos —dijo burlón el canalla—, ¡con ese cobarde de ahí!
Señaló al hombre de negocios de pantalones amarillos, largas patillas y barba plateada cayéndole sobre el cuello por debajo de la barbilla lisa, que permanecía retorciéndose las manos a una prudente distancia de veinte metros. No soporto a los hombres débiles. Tal vez sea otra de las consecuencias de haberme criado con mi hermano, una consecuencia más llevadera que la mayoría, todo sea dicho, pero el caso es que ese tipo de alfeñiques me irritan. Como si nuestra pragmática ciudad quisiera que yo los echara a patadas.
—Considérese detenido con los cargos de alteración del orden público y agresión con lesiones —comuniqué a mi verdadero rival—, y va a pasar un tiempo en las Tombs, pero si desata a ese hombre ahora mismo, supongo que no añadiré a la agresión el intento de homicidio.
El día que me había incorporado a la policía, me había aprendido de memoria la lista de cargos que eran de hecho punibles frente a los que sólo lo eran teóricamente, pensando que podría serme de utilidad. Y así había sido, cuatro veces.
—¿Y quién es el guapo que va a detenerme?
—Yo, gordo ignorante. —Meneé la solapa izquierda de mi levita en la que llevaba la estrella de cobre enganchada.
—Oh, un estrella de cobre —espetó—. He oído hablar mucho de vosotros. Dais tanto miedo como una puerca coja. No me intimidas, desgraciado.
—No tengo intención de intimidarle, sólo de encarcelarle.
La mala bestia no pareció reaccionar. Parecía estar pensando, o algo parecido, sumido en una profunda negrura.
—¿Es eso una estrella de cobre de verdad? —preguntó un espectador nervioso a mis espaldas—. Caramba, todavía no había visto ninguna.
—Me las imaginaba más grandes —comentó otro. No estaba de humor para responder a los comentarios, así que los pasé por alto.
—No me dijeron que los estrellas de cobre fueran defensores de los negros —se burló despectivo el borracho irlandés—. Pero eso hace que destrozarlos resulte más divertido.
Daba la impresión de que la conversación civilizada había llegado a una pared infranqueable de un callejón sin salida. Pero cuando me adelanté para desatar a Julius, tan furioso ya que casi veía cenizas, me topé con una antorcha que se agitaba insidiosa ante mi cara.
Retrocedí. Retrocedí un poco más.
Echándome hacia atrás esquivé un golpe que me habría prendido el torso.
Unos jadeos resoplaron en el aire que me rodeaba, un grito apagado, como el de una puta sollozando. «Contrólate, maldito cagón —pensé mientras el corazón se me salía del pecho—. La única forma que tiene de enterarse de que odias el fuego es que tú se lo digas».
Por tanto, dejé de retroceder y de hacer fintas y di dos pasos adelante. Por encima del hombro, le grité al lloriqueante caballero americano de los irritantes pantalones amarillos:
—Dígame, ¿de qué iba el asunto pendiente que tenía este perro callejero con usted?
—Yo… —Las manos que se retorcían se apretaron con fuerza—. Yo despedí a mis albañiles. ¡Tengo todo el derecho! El edificio es mío. Bueno, el edificio que está por construir. Soy el dueño del solar, ¿entiende?, y no podía permitírmelo, yo…
—Lo que no podías permitirte eran los centavos que nos pagabas de más de lo que les pagas al grupo de esclavos que fuiste a contratar después —berreó el irlandés—. ¡Y mi mujer está preñada!
—Les pago lo mismo, se lo aseguro, eso no era lo que… no puede esperarse que…
—Voy a dejar esto muy claro —anuncié en voz alta—. Creo entender que ustedes tres y otros colegas suyos con la suficiente sesera para no estar aquí, fueron despedidos y un grupo de trabajadores negros ocuparon sus puestos. Lo lamento. Pero por cada segundo que pase sin que desate a ese hombre, añadiré otra acusación a su cuenta cuando lo lleve ante el juez.
—Si ni siquiera eres capaz de acercarte a mí, comadreja charlatana, y esperas que…
—Agresión con intento de homicidio —le interrumpí.
La multitud calló.
—Voy a quemarte vivo, enano…
—Reyerta callejera —añadí.
—Que te den —se mofó—. Tened la antorcha, colegas, encended el…
—Locura —espeté—. Asesinato. Insulto a mujeres en la calle porque estoy seguro de que ninguna de ellas quiere ver este espectáculo. Peligro para vidas ajenas. Embriaguez con alteración del orden. Siga, siga.
—Basta, basta ya —ordenó una voz atragantada a mis espaldas.
Yo sabía quién era, habría reconocido esa voz desde el fondo del Hudson. Pero tenía un ojo en la antorcha y el otro en la multitud y el trío de matones, así que, antes de que pudiera hacer nada, tenía la voz pegada a mi codo. A lo mejor no soy tan útil como me gustaría creer.
—Señorita Underhill, aléjese de aquí —dije.
No me hizo caso. Mercy pasó a mi lado.
El trío de matones estaba demasiado aturdido por el licor y la tensión que implicaba bordear el filo desesperado de su mundo para siquiera abrir la boca. Tan pasmados se quedaron que sólo podían mirar. Todo el mundo guardó un silencio sepulcral, como en un cementerio, cuando aquella mujer, no demasiado espectacular, sólo una chica con los ojos separados y grácil cual brisa fresca procedente del océano, se adelantó y empezó a desatar a mi antiguo colega.
De repente, la situación se había puesto fea, muy fea.
—Sacad a esa señoritinga de aquí —gruñó el villano que lo había empezado todo.
Uno de sus dos amigos era el tipo de borracho que creía que había venido al mundo para apartar a una mujer de constitución débil de una pila de leña y un trabajador negro. Agarró a Mercy, alejándola de Julius. Cuando lo vi, me lancé hacia delante, y faltó poco para que me indigestara con un bocado de fuego.
Pero a esas alturas ya no me importaba. Por fin pude eludir al tipo más corpulento, por fin me había metido en el medio del lío, y por fin estaba a un metro del canalla que magullaba los brazos de Mercy, que se resistía con fuerza, así que asenté con firmeza los pies, listo para desangrar a las malas bestias antes de que nos destrozaran. Así es como se hacen las cosas por aquí. El que le había puesto las manos encima a Mercy recibiría un puñetazo en la garganta y, cuando los otros acabaran conmigo, al menos moriría como es debido.
Afirmé los pies en el suelo. Entonces, recurriendo al truco más viejo de las peleas callejeras, grité con todas mis fuerzas.
El grito sobresaltó lo bastante al matón que agarraba a Mercy para que aflojara la presa de uno de sus brazos, justo antes de que mi puño alcanzara el punto donde su cuello se unía a su clavícula.
Se derrumbó, con la tráquea medio aplastada, y acto seguido cogí a Mercy por la cintura sin darle tiempo a que cayera con él. Los otros dos se apartaron de mí, tambaleándose borrachos, probablemente pensando que estaba loco. Eso estaba bien. Me daba cierto margen mientras se lo pensaban; el cabecilla agitaba la antorcha por delante de sí como si yo fuera a abalanzarme sobre él. Temblaba, aturdido por el whisky, pero eso no lo convertía en posible merecedor de mi piedad. Cuando Mercy recuperó el equilibrio, corrió hacia la improvisada pira funeraria. Saqué mi navaja.
—Deje, ya me encargo —siseé arrodillándome—. Aléjese.
—Ni hablar —respondió ella mientras desgarraba las cuerdas de cáñamo que ataban a Julius.
—Entonces, por el amor de Dios sáquele eso de la boca.
Como no sabía cuánto tiempo llevaba atado, agarré la camisa de mi amigo por detrás mientras le soltaba de las cuerdas. Pero Julius mantuvo bastante bien el equilibrio, aunque las manos le temblaban ligeramente por debajo de las muñecas ensangrentadas. Acabó de desatarse del todo sin ayuda y se apartó casi cayéndose de la leña apilada. Se inclinó y por fin pudo arrancarse de la boca el asqueroso nabo cuya cuerda Mercy ya había aflojado. Tuvo un par de arcadas, estremeciéndose. Mientras tanto, yo tenía un ojo en Mercy y otro en los borrachos que se iban recuperando poco a poco y murmuraban entre ellos con miradas envenenadas.
—¿Estás bien? —pregunté echando un vistazo por encima del hombro.
Julius tosió, se llevó las manos a las rodillas de los pantalones.
—Me alegro de verte —acertó a decir—. Creía que te habías ido de la ciudad.
—Me mudé al Distrito Sexto.
—Vaya, es la mayor tontería que he oído en mi vida. ¿Qué tenía de malo el Primero?
—Estrella de cobre —me salió como un sonsonete perverso. Una cancioncilla de la que ya empezaba a hartarme.
El irlandés que blandía la antorcha no sólo había recuperado el valor, sino también a un nuevo grupo de aliados. Otros tres hombres, deduje que trabajadores de su grupo, se habían sumado a la pareja. Dos llevaban navajas y atisbé el destello de un puño americano en la mano del tercero. Todo indicaba que Nueva York estaba a punto de presenciar cómo despedazaban a uno de sus nuevos estrellas de cobre. Un bonito espectáculo.
—¡Alto! —atronó una voz desconocida y profunda.
Podría haberme reído de aquel sonido. Pero, bien mirado, eso, reírse de cosas que no tienen la menor gracia, es la especialidad de Val. Y, además, mientras volvía la cabeza, me sentí un completo idiota por haberme olvidado de que yo no era el único de los nuestros en la ciudad.
El señor Piest estaba en todo su esplendor crustáceo a la cabeza de un grupo de estrellas de cobre —unos veinticinco, más de la mitad de los del Distrito Sexto—, todos provistos de porras con las que tamborileaban amenazadoramente en la parte de arriba de sus botas. Los agentes americanos parecían encantados con la situación; al menos, más que los policías irlandeses, que intencionadamente evitaban mirarse entre sí. Pero, de todos modos, exhibían una expresión pétrea, resuelta y se mantenían en perfecta formación, ofreciendo una imagen de determinación profesional. Pelirrojos, morenos, rubios y castaños juntos en prietas filas, con las pequeñas estrellas que ya empezaban a deslustrarse sujetas a sus chaquetas.
El irlandés borracho vociferó algo en su idioma. El grito hizo aparecer un matiz rojizo en los rostros de los policías que yo conocía de las Tombs. La cara ancha e inteligente del señor Connell se quedó petrificada, y el comentario abrió una trampilla de inquietud en la del señor Kildare. Me pregunté por qué, sabedor de que ambos eran policías honestos y de buen carácter, gente con la que había intercambiado historias sobre piernas doloridas tras dieciséis horas de ronda, sobre los silbidos que teníamos que soportar por las calles.
Y entonces los matones borrachos arremetieron con rabia contra los estrellas de cobre. Como una familia de cuervos que se abalanzara contra el cristal de una ventana.
Varios policías gritaron al romper la formación. Oí avisos, gritos de ánimo, uno de furibundo regocijo, «Que os den, hijos de perra»; pero el resultado nunca estuvo en cuestión. Porras por los aires, cuerpos retorcidos como en los números de los acróbatas de los Gardens, un chillido de uno de los borrachos cuando un estrella de cobre especialmente eficaz le partió la pierna.
Y al poco sólo quedó en pie el cabecilla, blandiendo la antorcha ante sus enemigos como si fuera una espada.
El señor Connell, un irlandés de pelo púrpura que me caía muy bien y que había compartido un par de veces mi periódico ya leído en las Tombs, se situó detrás de él sin más y le derribó con un certero porrazo que le propinó en plena nuca soltando el codo. Una vez en el suelo, algunas botas americanas le buscaron las costillas. Siguieron más gritos, una carcajada siniestra que me recordó las de Val. Me pregunté si tendríamos que hacer cosas como ésa: patear a tipos caídos; pero el señor Connell se adelantó con una mueca sobria en la cara y resolvió el problema, apartando a empujones de su cautivo a un par de bravucones americanos entusiasmados en exceso en su labor.
Yo procuraba recuperar el aliento. Todo se fue tranquilizando poco a poco. Los vendedores de periódicos se reunían a mi alrededor y la suspicacia había desaparecido de sus caras cansadas. La había sustituido un leve asombro.
—Eso —dijo Ninepin en voz baja, con los anteojos en una mano y el trapito con el que los pulía en la otra— ha sido poesía. Ha sido como ver al diablo en acción. «Locura. Asesinato. Insultar a mujeres en…».
—¿Dónde está la señorita Underhill? —pregunté en tono apremiante.
—Se ha ido, necesitaba un poco de tranquilidad —dijo Fang—. ¡Y qué me decís de la señorita Underhill! ¡Dios, menudos nervios de acero! Tendría que ser una reina, ya os lo digo. La reina de Gotham.
—Oye, ¿puedes esperar un momento? —le pregunté a Julius—. Necesito tu declaración, pero antes tengo que hablar con los otros policías. ¿Estás bien?
Asintió, aunque tenía toda la pinta de haber preferido ser mucho menos visible. Corrí hacia el grupo de estrellas de cobre, que estaban poniendo con torpeza unos brazaletes de hierro en sus aturdidos cautivos. El animal que lo había empezado todo dormía el sueño de los malvados. Y parecía bastante más perjudicado que antes.
—Fue muy oportuno —dije.
—Yo diría que para usted lo fue por partida doble, señor Wilde —exclamó el señor Piest estrechándome la mano—. Yo soy un poco más cauteloso. Se debe a los muchos años de vigilante. La próxima vez que vea congregarse una turba, ¡procure formar la suya propia, señor! Así es como se hacen las cosas en Nueva York.
—Me temo que sí. ¡Señor Kildare! —llamé al agente que hacía la ronda en la zona contigua a la mía.
—Señor Wilde —me saludó con su voz áspera, con un acento irlandés cerrado y denso como el musgo.
—¿Qué le dijo aquel matón? Antes de cargar contra los estrellas de cobre.
—Eso no importa ya, ¿no?
—A usted sí pareció importarle.
El señor Connell pasó rozándome, arrastrando al más pequeño de los secuaces borrachos hacia un carro. Es un hombre tranquilo y franco, que se lo piensa bien antes de dar una respuesta.
—Conchabados con los terratenientes, señor Wilde. Se refería a nosotros, los estrellas de cobre irlandeses. Mercenarios de los señores. No sabría traducírselo con precisión. Siervos, tal vez —añadió por encima del hombro—, aunque para un americano quizá sea más fácil entenderlo si digo «esclavo».
Entonces me acordé del otro canalla al que había que responsabilizar de todo lo sucedido. Me di la vuelta y al poco divisé al propietario del solar con la barba plateada hasta el cuello y los deplorables calzones chillones que miraba desconsolado cómo se llevaban a sus antiguos empleados; parecía hundido mientras el polvo se asentaba a su alrededor.
—Tiene mucho de lo que responder, aunque no se le acusará de nada —gruñí—. ¿Qué creía que iba a pasar si echaba a un grupo de irlandeses para contratar a otro de negros?
—Si los americanos de verdad trabajaran por el salario que yo puedo pagar no habría ningún problema, señor —gimoteó—. Y ya no podía admitir a un grupo de irlandeses, no, porque soy cristiano, señor, ¡ni siquiera contrataría a un ciudadano de Manhattan!
—Pero, si ya los había contratado…
La pregunta se interrumpió cuando el señor Piest me estiró del codo y me apartó unos metros del inútil propietario y de los complacidos estrellas de cobre. Se escabulló hasta detrás de una farola que apenas nos ocultaba y sacó un trozo de periódico doblado del bolsillo interior de su deshilachada chaqueta.
—Sin duda ha estado muy ocupado en las calles desde muy temprano por la mañana y no ha tenido ni un segundo para la política, pero las cosas han… cambiado —me informó en un tono grave, mientras sus cejas preocupadas se retorcían como pinzas de langosta—. Matsell le quiere, y ya, en su oficina de las Tombs.
Se alejó a toda prisa, y yo abrí el recorte del Herald. No me hizo falta leer mucho para entender qué había pasado, y me di un puñetazo en la frente maldiciéndome por haber echado un vistazo sólo a los titulares de esa mañana. Era una carta al director: «Por eso oculté a los niños muertos al norte de la ziudad marcados con la señal de la cruz porque no eran dignos de otro trato y sé que he sido nombrado…».
—Mierda —juré en voz baja, haciendo una bola con el papel.
Alguien tenía más de un corresponsal.
El irritante tipo de pantalones amarillos se estremeció cuando la carreta de la policía se alejó traqueteando con su equipaje de matones magullados.
—No soy el único patrón temeroso de Dios que lo hace, señor. Tres de mis colegas con propiedades al oeste también han sustituido a sus trabajadores, y mi hermana del Village no tardó un segundo en informarme de que había despedido a su doncella. Y bien que hizo.
—No le sigo, señor —dije con frialdad.
—¿Quién sabe qué perversidades se ocultaban en esa chica? No sé cómo, pero deberíamos reunir a todos esos papistas y enviarlos de vuelta allá de donde vienen. Si Dios quiere que se mueran de hambre allí, ¿quiénes somos nosotros para interferir en los designios de la justicia divina? Desde luego, a un hombre blanco le requerirá el doble de esfuerzo sacarle un día de trabajo honesto a un negro, pero al menos ellos temen al demonio…, y, en cambio, no hay ninguna bajeza en la que no caigan estos irlandeses, como demuestra la carta. Me asombra, señor, descubrir tanta crueldad en quienes también parecen seres humanos.
—Al menos en eso coincidimos —gruñí mientras él se alejaba.
Julius se me acercó por la izquierda, un leve olor a hojas de té, trenzado en su pelo tieso le precedía. Un extraño bulto deformaba el bolsillo de su derecha. Me miró unos segundos y luego se frotó la nariz con sus ágiles dedos.
—Estoy en deuda contigo.
—La verdad es que no. Me pagan casi diez dólares a la semana.
—Así que ahora eres un estrella de cobre.
—Asombroso, ¿verdad? —reconocí con más ironía que otra cosa.
Negó con la cabeza.
—Para mí no tanto.
—Y tú te has hecho carpintero. Aunque probablemente siempre lo hayas sido sin saberlo. ¿De ahí le viene el nombre a tu padre?, ¿o a tu abuelo?
—A mi padre —dijo Julius sonriendo—. Cassius Carpenter. ¿Entiendes ahora por qué no me sorprende tu nueva profesión? No puedes pasar ni diez minutos sin darle vueltas a todo. —Se aclaró la garganta—. Te ayudaré en lo que quieras, y en cualquier momento, pero no puedo ir a declarar. No me haría ningún bien. Ni a nadie que yo conozca. Pídeme otra cosa, por las molestias. Por favor.
Me tragué un acerico con todos sus alfileres y asentí. Julius podría presentar todos los cargos que quisiera, e incluso ganar el juicio, pero yo ya tenía al cabrón pillado con varias acusaciones de agresión a policías. Y para mi amigo, una declaración no valía las noches estivales en vilo que se pasaría preguntándose cuánto faltaba para que le quemaran la casa.
—Déjame que me aclare un poco —dije despacio—. Una carta escrita por un irlandés loco empeñado en hacerse con la ciudad, que supuestamente asesina niños para conseguirlo, ha salido en las primeras ediciones. Pongamos… a las cinco de esta mañana.
Julius asintió dándose unos golpecitos en la barbilla.
—Ese gusano atrofiado de ahí la leyó, echó a sus trabajadores y, tal como han estado yendo las cosas en el barrio incendiado, no le costó sustituirlos con negros a las pocas horas, sin perder más que una parte de la jornada de trabajo. Algunos de los antiguos obreros se emborracharon como cubas y no se les ocurrió otra cosa que ir por ahí armando jaleo. Y tú fuiste al que pillaron cuando tu gente se escapó. ¿Voy bien?
—Lo clavas.
—Julius, hay algo que puedes hacer por mí. ¿Sabes adónde ha ido la gente del viejo vecindario?
—He visto a unos cuantos, de vez en cuando. Siempre nos paramos a hablar. ¿A quién buscas?
—A Hopstill. Necesito a alguien que sepa iluminar.
—¿Y quién no? —preguntó Julius esbozando una sonrisita filosófica.
Me dio la nueva dirección de Hopstill, en una zona miserable del Distrito Sexto, no lejos de mi propia casa. Se lo agradecí, en buena lógica, porque me había ayudado. Él me dio las gracias de nuevo, lo que no era tan lógico, porque yo sólo me había limitado a cumplir con mi deber. Julius ya me había dado la mano y se alejaba cuando le pregunté distraídamente qué era lo que tiraba de las costuras de su bolsillo derecho.
—El nabo —me respondió.
—¿Por qué? —le pregunté pasmado.
—Porque sigo aquí —respondió—. Tengo un ladrillo, una cinta de cuero y también una piedra de un tirachinas, todo en una estantería. Pero, mírame. Aquí sigo.
Me mordí el interior del labio mientras se alejaba. Pensaba en hombres inútiles, y en hombres que sirven para algo. Pero me requerían en otro sitio. Antes de ver a Matsell, sabía que tenía que encontrar a Mercy, y sabía adónde iba cuando necesitaba tranquilidad. Así que bajé el ala de mi sombrero y abandoné el escenario que se iba apagando mientras el dueño del edificio se apresuraba a apartar la leña de pino de su precioso solar. Lo que demostraba bien a las claras, al menos en mi opinión, cuáles eran las limitaciones de aquel hombre en concreto y para qué servía.
Tras llegar a Washington Square por el este y pedirle al cochero del carruaje de alquiler que me esperara porque habría una carrera más de vuelta a las Tombs, el silencio del lugar me sorprendió, como un rayo de luz del sol que penetra por una ventana. Los carruajes trotaban despacio, sin duda. Y las hojas marchitas crujían bajo las pisadas. Pero había una carencia de otros muchos sonidos. La gente apenas habla en Washington Square. Los que la frecuentaban vivían en las imponentes casas de fachadas arboladas que la rodeaban o salían de la Iglesia Reformada Holandesa de tono rubí o eran —al menos desde su fundación, hacía catorce años— estudiantes de la Universidad de Nueva York, que leían concentrados como si la vida les fuera en ello. Había algo, en el triángulo que formaban la iglesia, la universidad y los árboles, que acentuaba la tranquilidad de aquel lugar, incluso en una tarde de luz ambarina. Y no tardé en divisar a Mercy, sentada en un banco con las manos sobre el regazo.
Verla sin que ella me vea me produce una sensación embriagadora, pero no de vértigo. Más bien es como si estuviera achispado, como un borrachín que mira cosas diminutas demasiado de cerca, con toda la atención fijada en algo absolutamente trivial, boquiabierto ante una paja en medio de un pajar inmenso y sin ninguna gana de mirar a otra parte. Cuando estoy borracho puedo hablar durante horas de los entresijos del viaje en transbordador, recordando la sensación fría e intensa del agua del río en mi cara; y cuando Mercy no sabe que estoy mirando, puedo pasarme diez minutos contemplando su oreja más cercana. Pero no tenía tiempo que perder. Así que me concedí tan sólo cinco segundos para mirar el único zarcillo negro de la izquierda de su nuca que nunca, en ninguna circunstancia, permite que lo sujeten con el resto del pelo. Cinco segundos bastarían, dada la emergencia.
—¿Me permite?
Ella alzó la mirada, y vi unos ojos atribulados. Pero a Mercy no le sorprendió verme ahí. Me daba cuenta de que raramente se sorprendía de mi presencia. Asintió, devolvió su atención a las hojas esparcidas por el suelo y cruzó los dedos.
—Poco provechoso puede decirse de lo que ha pasado —le dije—. Y yo sé que usted ha visto tanto como yo en esta ciudad. A lo mejor cosas peores. Pero fue un acto de valentía, pese a que yo no lo habría permitido de haber podido.
No era eso precisamente lo que ella esperaba oír de mí. El hoyuelo de su barbilla se inclinó ligeramente hacia el suelo.
—Quería ver si estaba bien —expliqué—. Eso es todo. Y no voy a regañarla, sería ofensivo. Y Julius le daría las gracias, si estuviera aquí.
Así que no dijimos nada. Un estudiante pasó por delante de nosotros, ajeno a los crueles sucesos que habían acaecido un poco más al sur. El sombrero muy ancho, el paso apresurado y las medias ceñidas. Tenía prisa en ir a alguna parte, y parecía que no iba a llegar a tiempo. Al parecer, estaba viviendo un bonito drama, aunque en miniatura, pensé. Una encantadora desgracia. Inmediata, irreversible y que no tardaría en caer en el olvido. Nos hacen falta más problemas como ése. Problemas como una cena demasiado caliente o tener que meterse en la cama por un resfriado pillado en mal momento. Qué hubiera dado yo por afrontar incontables y llevaderos problemas como ésos con la chica que estaba sentada a mi lado. No necesitaba mucho más. Después de todo, si tuviera fondos suficientes para alimentarla con lo que ella quisiera y vestirla como le apeteciera, yo podía subsistir con un poco de cerveza y unos cuantos comentarios ingeniosos y elusivos.
Pero no tenía como propiedad más que la insignia con la estrella con una punta doblada. Y tenía que ir a las Tombs. Ni siquiera disponía de tiempo para esperar a que ella se dignara a hablarme.
—Eso era lo que estaba pensando —dije por fin—. Me gustaría saber, antes de irme, qué está pensando usted.
—¿Se refiere a antes de que llegara? —respondió ella en voz baja—, ¿o a ahora?
—Cuando prefiera.
Su sonrisa se estremecía levemente, una taza de porcelana que dejaba entrever la más diminuta de las grietas.
—¿Alguna vez piensa en Londres, señor Wilde?
Al oír la palabra «Londres», supe que echaba de menos a su madre. Del mismo modo que su madre había echado de menos el propio Londres, supongo. Thomas Underhill conoció a su futura esposa cuando formó parte de una delegación abolicionista que le había llevado a Inglaterra. Creo que les pasaron cosas terribles allí. Lo bastante espantosas para que se fueran para siempre. Y debieron de sentirse como unos fracasados al tener que emigrar de regreso a Estados Unidos. Al menos, Olivia Underhill vivió para ver la abolición de la esclavitud en todo el Imperio británico desde esta orilla del océano, cuando yo tenía quince años y todos los periódicos lo proclamaban en primera plana. Nueva York es un estado libre, claro, pero sabe Dios si llegaremos a ver algún día la emancipación en América.
—¿Se refiere a Londres concretamente, o a si pienso en… algún sitio lejos de aquí?
Mercy se rio, pero sin emitir ningún sonido.
—Yo pienso en Londres, ¿sabe? Pienso en escribir mi libro en el estudio de una buhardilla con una ventana de cristales de colores, no en el rincón de mi dormitorio cada vez que puedo escamotear media hora. Y pienso en llenar una página tras otra, y en cómo después todas las cosas que he sentido estarán más claras para mí. Igual que los sentimientos de… oh, de don Quijote, quizá, me resultan fáciles de entender. ¿Se imagina ser don Quijote, soñando sueños tan desaforados como los suyos, pero sin tener un libro de Cervantes delante que le aclare las cosas? Uno se ahogaría en esos sentimientos. Sólo son soportables porque están puestos por escrito. Y por eso me gustaría irme a Londres, en cuanto pueda. Porque a veces, esta tarde por ejemplo, me gustaría tener un… un mapa más preciso de lo que siento, conocer bien sus límites.
—Sería espléndido —convine—. Creía que ya había terminado veinte capítulos.
—Ahora ya veintidós, aunque es muy difícil escribir aquí, sin disponer de mucha privacidad. Pero ¿ha entendido lo que he dicho?, ¿son los libros acaso cartografía, señor Wilde?
—¿Leerlos o escribirlos?
—¿Importa?
—No lo sé.
—¿Cree que estoy un poco loca?
—No, siempre he sabido que sentía eso. Lo que no sabía es que el estudio de los mapas la llevaría a Londres.
Mercy cerró los ojos. Nunca la había visto así, cansada, valiente y alterada, y eso me fastidió. Porque yo no tenía la menor idea y había dado por supuesto que conocía todas las versiones de Mercy.
—Estuve hablando con su padre —dije despacio—, sobre sus visitas a católicos.
Sus ojos se abrieron de nuevo mientras reprimía un grito en la garganta.
—No, no, no le conté nada. Y no pretendía sobresaltarla, pero ¿le parece correcto que él no sepa que usted atiende a enfermos?, ¿es justo?
Mercy se llevó los nudillos a los labios y negó con la cabeza en gesto de frustración.
—No es ni remotamente justo. No lo es para nadie, ni para mí, ni para papá, ni para los irlandeses que necesitan ayuda. Pero si él supiera dónde voy, le haría muy infeliz, y con toda la razón. Tiene miedo de que me pase algo. Le agradezco que no se lo contara. No se lo contará, ¿verdad?
—No. Y que conste, creo que usted hace lo correcto —respondí—. Me fastidia verla en esos lugares, pero no creo que sea culpa de los irlandeses el tener que vivir en esos pequeños infiernos. Y tampoco creo que Dios los haya enviado allí.
Mercy me miró fijamente por un instante, los ojos azules brillaron de una manera extraña, como si quisieran penetrarme hasta la nuca. Luego se levantó.
—Tengo que volver a la parroquia. Lo que usted hizo también fue muy valiente, ya lo sabe, algo maravilloso. Pero es usted un hombre muy curioso, señor Wilde.
El comentario me dejó de piedra.
—Creía que a estas alturas ya me conocía bien.
—Oh, por supuesto. Pero las cosas que usted no hace son absolutamente inesperadas, debería darse cuenta. —Se mordió el labio inferior mientras pensaba—. Ahora no me ha regañado. Y tampoco me ha dicho que me vaya corriendo a casa. Ni que deje de pasar el tiempo con los vendedores de periódicos, ni que me olvide de visitar habitaciones de enfermos —añadió con una sonrisa dubitativa que parecía una mueca—. Usted no hace muchas cosas.
—¿Ésa es la lista completa? —pregunté, todavía un poco aturdido.
—Bueno, tampoco me ha llamado señorita Underhill, como había empezado a hacer inesperadamente desde el incendio. Pero tal vez esté a punto de hacerlo, ¿no?
Washington Square me pareció de repente muy grande. Un océano de césped y árboles sin ningún límite que lo marcara y que le mostrara a un hombre dónde estaba. Un lado del ancho escote de barco de Mercy se había bajado, de modo que quedaba al descubierto un trozo mayor de su hombro de ese lado que del otro. Pero no había que retocarlo, así estaba bien, ésa era la embriagadora falta de equilibro que la definía. La forma en que su pelo nunca se queda donde ella quiere, en que sus mechones se agitan al aire como cuerdas de un cometa.
—Tenga cuidado al volver a casa —dije—. Ahora voy a las Tombs, pero me pasaré a verla pronto. Tengo que llevarle un iluminador a Fang.
Mercy esperó un momento. Pero yo no añadí nada. Sólo un débil canto de pájaro señalaba el paso de los segundos. Así que ella me saludó educadamente con la cabeza y se alejó hacia el sur, dejando a su paso una estela de amarillo vivo entre las hojas marchitas que también amarilleaban.
La gente me cuenta cosas. Todo tipo de cosas. Sobre sus finanzas, sus esperanzas que brillan como antorchas en la oscuridad, sus ínfimas rabias, sus pecados, cuando éstos les agobian y quieren librarse de ellos. Pero jamás, en toda mi vida, esas historias me habían hecho sentir más ligero, no me habían alzado en una brisa. Tal vez nunca entendería a Mercy, nunca comprendería por qué hablaba tan oblicuamente ni adivinaría qué estaba pensando. Pese a todo, yo sólo deseaba pasarme décadas intentándolo.
«Yo pienso en Londres, ¿sabe?».
Y yo también podía, me pareció. Y eso haría.