VEINTIUNO
¿Cuánta gente de Estados Unidos es consciente del hecho de que el Papa cree que las Cruzadas todavía siguen en marcha y emite bulas cada dos años invitando a que se alisten en ellas soldados?
• AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •
Cuando me detuve en la esquina de William y Pine, la oscuridad extendía sus gruesos faldones alrededor de Nueva York. La respiración se me había tranquilizado con el paso de los minutos, lo cual era una bendición, aunque ahora que podía respirar no veía un pijo. Las farolas de estos barrios se dan por perdidas cuando el cristal se rompe. Me apeé, pagué al cochero. Mi mundo parecía haberse silenciado. El carruaje debería haber hecho mucho más ruido cuando se alejó.
Nada habría pasado como acabó pasando si Mercy Underhill no hubiera salido por la puerta delantera de su casa al cabo de sólo unos segundos, dejando el pequeño edificio de ladrillos que se alzaba bajo los árboles junto a la iglesia de Pine Street. O nada habría pasado como pasó si ella me hubiera visto allí de pie bajo una farola rota. Un hombre sin luz.
Pero yo la vi a ella y ella no me vio a mí, y algo en mi cabeza encajó en su ranura justa, como en una linotipia. Aunque no se trataba de una conclusión, lo que viene a demostrar lo cabeza hueca que soy en realidad. No, se trataba de una pregunta.
«¿Adónde va?».
Así que la seguí.
Se dirigió con paso rápido hacia las primeras manzanas al oeste, a lo largo de Pine, con una ligera capucha estival de color gris claro sobre el cabello. Cuando quiero, soy capaz de no hacer el menor ruido, así que ella no me oyó. Caminaba lo bastante cerca para defenderla si se cruzaba con algún enemigo. Lo bastante lejos como para apartarme si se encontraba a un amigo.
Mercy paró un coche de alquiler al llegar a Broadway. Yo hice lo mismo y apremié al cochero a que lo siguiera discretamente mientras la luna se abría paso entre la cubierta de nubes. A esas alturas, no hacía falta que los vendedores de periódicos me hubieran contado que la última atrocidad estaba ya en las ediciones vespertinas, lo leía con claridad en el modo de andar de los transeúntes. Por cada vecino que paseaba bien vestido, con sus galas de raso, pulcro, arreglado y abotonado, por delante de los escaparates, había dos que cuchicheaban entre sí con labios apretados y rostros tensos como lonas resecas. Dandis, gente de buen tono, corredores de Bolsa como los que yo solía escuchar en el bar, distraídos por un momento de sus ropas y su dinero. Sabía qué palabras estaban pronunciando sin tener que molestarme en leerles los labios.
«Irlandeses».
«Católicos».
«Atrocidad».
«Salvaje».
«Fastidio».
«Peligro».
Cuando Mercy se bajó del coche en Greene Street, a la vista del burdel de Silkie Marsh, y yo pagaba a mi cochero a media manzana de distancia, tuve claro que se dirigía a aquel local. Ellas se conocían, había un centenar de razones para que la visitara. Pero no, ella se detuvo bajo un toldo a rayas delante de una tetería y esperó. Con la capucha bajada, mirando de un lado a otro, a ambas esquinas de la calle.
Un par de minutos después, se le acercó un hombre. Yo no le conocía. Apuesto, con un chaleco con más flores bordadas que el de Valentine y la levita, muy ceñida en el pecho, de un brillante azul oscuro. Me desagradó en cuanto lo vi. La luna se reflejaba trémula en la curva de su sombrero de marta. No oí a Mercy cuando se le acercó, pero le vi la cara en el resplandor de tela de araña, y no debería haberla visto.
«He tenido tanto miedo —dijo ella—. Tanto miedo que duele. Deprisa, deprisa, o estoy perdida para siempre. ¿Qué es lo que quieres?».
La respuesta de él la desconozco, pues no le veía la cara. Avanzaron por la calle bañada por la luna, separados apenas por unos centímetros.
Les seguí. Tras llamar a la campanilla, entraron en la casa de Silkie Marsh. Las luces resplandecieron a través de todos los cristales. Veía los fragmentos de espejos, velas y alfombras que tentaban a los hombres allí dentro, el brillo seductor de la madera noble y el cristal. Durante unos diez minutos, tal vez más, me limité a esperar. Si seguía a Mercy y entraba en el burdel de Silkie Marsh…, pero eso era precisamente lo que estaba haciendo: seguir a Mercy, no había vueltas que darle. Al final, sencillamente obligué a mis pies a moverse. Que Mercy saliera por la noche era raro pero, con un poco de buena voluntad, podía tener una explicación. Un niño con escarlatina, un pobre caído de un caballo, una comadrona que necesitaba un par de manos que la ayudaran. Sin embargo, que se reuniera con un desconocido horas después de que la vieran en el carruaje del hombre de la capucha negra… yo no podía negar el peligro.
O, al menos, eso me decía.
Cuando por fin crucé la calle, no me molesté en llamar. La puerta principal estaba abierta y entré de golpe. Mis ojos se toparon con el vestíbulo vacío, que resplandecía con colores intensos. Lo dejé atrás rápidamente, pasando por delante de óleos y helechos, e irrumpí en el salón.
En los espejos venecianos que llegaban hasta el suelo, me recibieron nueve como yo, todos con el aspecto de haber sobrevivido por los pelos a un encuentro involuntario en Cow Bay. Y también estaban allí nueve como Silkie Marsh, sentada en su sofá de terciopelo amatista, remendando una media, ni más ni menos. Alzó la vista, me vio y se sobresaltó fugazmente. Por un instante me pareció muy joven, delicada como un pétalo; la dulzura de su cara resplandecía limpiamente sobre la severidad del raso negro tan de moda estos días. Silkie Marsh se pone intencionadamente esa ropa, porque no le queda bien y le da el aire de una niña que se ha probado el vestido de baile de su hermana mayor. El raso negro, por raro que parezca, invita a uno a pensar que no es peligrosa.
—Señor Timothy Wilde —dijo—. Parece a punto de desmayarse. ¿Puedo ofrecerle una copa?
Rechacé el ofrecimiento, pero ella no me hizo caso. Dejó sobre el sofá la media y la aguja y se acercó al aparador que había junto al piano, sirvió un par de whiskis largos, le dio un sorbo al suyo y me acercó el otro.
Sintiendo que, después de todo, lo necesitaba, me lo bebí y le devolví la copa.
—Gracias. ¿Dónde está Mercy Underhill?
—No sé si ése es asunto suyo, señor Wilde —dijo con dulzura—. Es más, estoy segura de que no lo es.
—Sé que está aquí, y tengo que hablar con ella. Dígame adónde ha ido.
—Preferiría no decírselo. Es un asunto muy desagradable. Por favor, no me obligue, señor Wilde, usted no es violento en estos casos. Todavía tendría peor opinión de mí de la que ya tiene si se lo dijera.
—Eso no debería preocuparla demasiado.
—No me gusta revelar secretos, soy una mujer de palabra, señor Wilde. Pero si insiste, ella está al final del salón, al otro lado de la puerta que hay junto al jarrón chino. Sé que mi compañía nunca le resultará agradable, pero más vale que no hable con ella en este momento. No, por favor, por caridad[21].
Tardé menos de cinco segundos en cruzar el pasillo, creo. El jarrón chino reposaba sobre un pedestal iluminado por una bonita lámpara con pantalla, sujeta a la pared empapelada por encima, cuyo resplandor ambarino dibujaba un círculo.
Empujé la puerta y entré.
Las luces de la pequeña habitación eran tenues, ocultaban más que iluminaban. Pero hubo un ruido de sorpresa y un ajetreo rápido y frenético. Vi figuras en la cama, una de ellas desnuda de cintura para arriba, la cara torcida para mirarme con ojos muy abiertos y desenfocados. Y el hombre también estaba allí, encima de ella pero medio cubierto por la colcha, mirando hacia atrás, totalmente desnudo. Su mano cubría la curva pálida del pecho de Mercy y el meñique le reseguía la costilla.
—Esta habitación está ocupada —dijo arrastrando las palabras—. Sería tan amable de…
Lo levanté con brusquedad, quitándoselo a ella de encima, lo que hizo que se callara.
—El daño que le hayas hecho, te lo haré por triplicado —juré mientras con una mano le amorataba el antebrazo y con la otra casi le arrancaba el pelo.
—No me está haciendo daño, idiota —dijo Mercy jadeando. Se había incorporado en la cama y tiraba de la colcha para cubrirse del todo—, ¿acaso le parece que me está haciendo daño?
Le solté, y el dandy se tambaleó.
—Señor Wilde —empezó Mercy. Había cerrado los ojos y respiraba rápido por la nariz—, tiene que…
—Oh, a la mierda, esto se ha terminado —jadeó el desconocido rebuscando torpe e impotente por la habitación su ropa elegante—. ¿Por quién me has tomado? Soy un hombre sensato, no podría de ninguna manera, no después de… Y… ¿y le conoces?
Mercy abrió la boca, pero nada salió de ella. Aferraba con el puño la colcha, retorciéndola implacable. Mi espalda chocó con la pared, y me dejé caer para sentarme en los tablones desnudos. Miré como el corredor de Bolsa —no, con toda probabilidad se trataba de un importador-exportador porque, aunque su acento era neoyorquino, sus zapatos, el reloj y la seda de su chaleco eran extranjeros— recobraba lo que quedaba de su dignidad.
—Bueno, tanto si le conoces como si no, lamento serte de tan poca ayuda en la transacción propuesta, pues, yo no, oh, maldita sea, que te vaya bien, Mercy. Conseguirás el dinero de una forma u otra. En cuanto a mí… otra vez será, tal vez.
Dicho lo cual, salió por la puerta y la cerró a sus espaldas. Me estremecí. Me levanté, me di la vuelta para encarar la ventana, de espaldas a Mercy.
—No sé si se da cuenta de lo que acaba de hacer —me llegó su voz desde atrás—, pero, por el amor de Dios, ¿quiere explicarme por qué lo ha hecho?
—Iba a pagarle —susurré—. Y pagó a Silkie Marsh por la habitación amueblada.
Oí el crujido de la tela cuando se levantó de las sábanas.
—¿Desde cuándo? —intenté—. Dígame, por favor. ¿Desde cuándo lleva haciendo esto?
Una risita lúgubre me llegó desde la cama. Acabó en un jadeo, como si se estuviera ahogando, y un gélido escalofrío me recorrió las entrañas.
—¿Desde cuándo, pregunta? ¿Desde cuando voy con hombres o desde cuándo me han pagado por ello?
No pude responderle. Pero ella siguió.
—Desde hace unos cinco años, en el primer caso, desde los diecisiete. Y desde hace cinco minutos, en el segundo. Desde que me vi arruinada.
—Arruinada —repetí embotado.
—No creo que cuando leía Luces y sombras en las calles de Nueva York sospechara jamás que conocía al autor.
No tenía intención de darme la vuelta pero, en mi conmoción, no pude evitarlo. Ni que decir tiene, me dejó sin aliento. La piel como la nieve recién caída sobre un río helado, los ojos azules, claros y resplandecientes, mientras recogía su vestido. Cada curva sutilmente bella; el pelo negro rayando lo imposible que le acariciaba la ondulación del pecho antes de caer más allá de sus caderas, con el centro de gravedad maravillosamente ladeado. Aparté la mirada, odiándome intensamente a mí mismo, obligándome a oír de nuevo lo que acababa de decirme.
—Luces y sombras —repetí, imaginándome la revista de la señora Boehm y su rubor avergonzado. Eran relatos picantes de escándalos sociales, mordaces tragedias de Wall Street, de los apuros de los emigrantes y la rabia ahogada de los pobres. Uno contaba la historia de un indio al que se acusó equivocadamente de robar gallinas y al que habían apedreado por las calles; otro, la vida de un adicto a la morfina que vendía su abrigo de invierno por una dosis. Eran explícitamente sexuales, sentimentales, melodramas de primera, y yo me los leía todos—. Autor anónimo.
—Un seudónimo aburrido, la verdad —respondió Mercy con el más apagado y algodonoso de los murmullos.
Me pasé una mano por los ojos, me llené los pulmones de aire y luego los vacié. No me sorprendía que ella hubiera escrito esos relatos. Seguramente había presenciado historias como ésas de primera mano, en un momento u otro.
Lo que me sorprendía era que yo no hubiera sido capaz de adivinarlo.
—Pero… espere, ¿arruinada? —tartamudeé al recuperar una fracción de mi cerebro.
—Ahora estoy perdida —afirmó—. Ya es inútil. Pero, Dios, estuvo cerca. Ayer por la mañana tenía casi seiscientos dólares ahorrados, antes de que papá los encontrara y montara un… —El recuerdo hizo que se callara de golpe, por un instante al menos—. Tuvimos una escenita. Ahora ya no encontraré otro sitio donde esconder mis ahorros ni podré escribir ni una frase más en esa casa sin supervisión, y mi…, bueno, en realidad, la opinión de mi padre no cuenta para nada.
—Y por eso su reacción fue… ¿fue venderse? —grité, asqueado.
—No me quedaba otra opción —respondió Mercy sin entusiasmo mientras la fricción de su vestido de algodón al rozarse sus pliegues retumbaba en mis oídos—. Tengo que irme de aquí, no puedo quedarme en Nueva York, tengo que marcharme, no sabe cómo son las cosas en casa, y… ¿por qué lo hizo, Timothy?
Me di la vuelta una vez más. Mercy se había acabado de poner, más o menos, el vestido verde, aunque estaba tan torcido como siempre. Sus ojos, cuando los busqué, eran la imagen de la desesperación. Estanques azules en los que podría ahogarse un hombre.
—Quería irme a Londres —dijo—. Vivir allí. Vivir mi vida. Ya podría el estado entero de Nueva York formar una barrera para impedírmelo y aun así yo…; en Londres todo es distinto, ¿es que no lo entiende? No hay ni rastro de este vergonzoso odio puritano. En Londres hay reformistas, y bohemios, y filósofos, gente como mi madre, y…, aquí intento salvar niños y me dicen que los niños pobres no importan. Aquí intento vivir mi vida, incluso mis relaciones amorosas, a mi manera, pero no quiera Dios que camine de la esquina de una calle a otra con cualquier hombre que no sea usted, Timothy Wilde. Aquí tengo una mesa, y papel, y tinta; y papá desde que era pequeña me besa y me dice que se enorgullece de que quiera escribir, y alaba mis poesías sobre la naturaleza, los himnos y los misterios. Y luego acabo montones de relatos y veintitrés capítulos de una novela, y ayer él la encuentra encima de mi mesa. Fui una estúpida, estaba distraída, tenía la cabeza en los niños, en su investigación, menuda estúpida. Nunca, jamás, la dejo a su alcance, pero ayer allí estaba, a la vista, cuando subió a decirme que había freído un par de huevos y unas lonchas de bacón para los dos. Y ahora ya puedo ir nadando a Londres. Sería mejor que morir aquí.
Mordiéndome literalmente la lengua, me dije: «Espera. No hables. Espera. Escucha».
No me costaba creer que hubiera mantenido Luces y sombras en secreto; ninguna dama que yo conociera podría admitir que lo leía sin ruborizarse. Menos excusable, pero aun así comprensible, era que su padre pudiera sentirse consternado al descubrir que Mercy escribía textos tan… tan profanos. Pero me dejó de piedra enterarme de que Londres cantaba su nombre desde la otra orilla del océano con tal fuerza, que la llamaba con más apremio del que yo jamás había intuido.
Aunque no era ésa la mayor conmoción que había sufrido esa noche, no, ni de lejos.
—¿Su padre le montó una escena y eso la arruinó? —pregunté por fin—. Montó una escena y usted…
—Mis ahorros han desaparecido —me respondió con sequedad—. Desaparecido. Él los cogió. Adiós. Y en cuanto a mi novela, la llamó basura y acabó sus días en su chimenea.
Me quedé boquiabierto como un idiota mientras probaba diversas cosas que hacer con las manos: dejarlas inmóviles colgando, apoyarlas en la cadera, llevármelas a los labios. Ninguna parecía salirme particularmente bien.
—No —dije en voz baja, porque costaba imaginarse la situación: Thomas Underhill causando el menor daño a su hija. El reverendo no puede soportar ver a Mercy ni con un arañazo en la rodilla. Una vez, su madre ya fallecida, se cortó el pulgar de la mano izquierda pelando patatas, sólo una vez, y desde entonces él había asumido siempre la absurda tarea—. No, no ha podido. Eso es horrible. Él la ama.
—Claro que me ama —dijo medio ahogada—. Y sí, sí que pudo. La quemó, cada página, todas mis palabras, mi…
Mercy se calló, se llevó los dedos a la garganta y apretó con fuerza para calmarse mientras la voz se le sofocaba.
—Sé que nada de esto es culpa de usted —prosiguió cuando por fin pudo—, pero he perdido todo mi dinero y Robert iba a pagarme…
Triste es confesarlo, pero perdí el hilo de la conversación en ese momento.
Había escuchado cada palabra desconsolada que había dicho hasta ese instante; sin embargo, es difícil asegurar que las hubiera asimilado muy bien. Cerré los ojos con fuerza. «He estado equivocándome desde el principio —me dije mientras el asco formaba un nudo gigantesco en el fondo de mi estómago—; la he tomado por un premio, no por una persona». Me habría amputado una mano por ella, si era eso lo que había que pagar, y ella no se había molestado en decirme que en realidad su precio era…
—¿Quién es? —Aún no puedo ni siquiera imaginar por qué hice esa pregunta.
—Un comerciante que ofrece mucha ayuda financiera a las sociedades reformistas. Somos amigos desde hace siglos, y sé que siempre le he gustado. Antes no me interesaba, pero es amable, y yo no sabía qué hacer.
—Por eso la conoce Silkie Marsh —advertí en ese momento—. No tiene nada que ver con las obras de caridad, ¿verdad que no? Cuando empezó, ¿alguien como ella le hizo daño, le hicieron…?
—No tengo que responder nada de eso.
—Responda, maldita sea.
—La primera vez lo hice por placer, aunque yo creía que era amor. Fue bonito a su modo, pero no duró, así que no debía de ser amor, ¿verdad que no? Después… Siempre fue una elección personal, me gustaban, Timothy; me gustaba sentirme deseable, me gustaba sentirme querida por algo más que como fuente de eméticos y nabos —me siseó—. Así que busqué que me presentaran a Silkie, y cada vez que necesito un espacio privado que compartir con un amigo, ese amigo alquila una de sus habitaciones. Ella recibe de buena gana unos ingresos extra. Y yo la odio, pero es tan práctica en estas cuestiones que sabía que nunca me delataría a papá; y eso es todo, ya lo tiene, el cuento entero, ella me permite utilizar de vez en cuando uno de sus dormitorios y yo voy y vengo cuando me place. No es como si me vieran entrar en un hotel con caballeros solteros, ¿no?, o como ir a sus alojamientos. Aquí todos pensarían que estaba haciendo una visita de caridad. Y ésta ha sido la primera vez que… —Su mandíbula se tensó de repente, la ira se filtró a través del dolor—. Deje de mirarme así, es espantoso. Yo soy lo único que tengo. Un hombre ni siquiera puede entenderlo, no tengo nada más que vender, Timothy.
—No me llame así.
—¿Por qué no? Es su nombre. ¿Podría haber vendido mi libro a Harper Brothers después de que quedara reducido a cenizas?, ¿debería haber dejado las obras de caridad que amo, debería haber renunciado a atender a los niños y ponerme a coser camisas de hombre? Hago lo que puedo, con mi vida, y nunca será suficiente. ¿Debería haberme casado con un viejo bobo con una generosa cuenta corriente y vivir como una puta cada segundo hasta que se muriese? No podría soportarlo. Hacerlo una vez, por una suma espléndida y con un amigo, parecía… más fácil.
«Bien mirado, casi todo el mundo es una puta por estos lares, de una forma o de otra», pensé desquiciado. Todo es una cuestión de grados. Las mujeres que deambulan por los callejones de Corlears Hook en busca de unos chelines no suelen hacerlo por gusto, pero ellas no son las únicas que venden retales de sí mismas. Hay chicas simpáticas que se prostituyen cuando necesitan un par de botas nuevas; madres que se escupen en las manos sólo cuando sus pequeños están enfermos y el médico es un hombre fácil y comprensivo; amantes mantenidas que sobreviven los oscuros, oscurísimos inviernos de todos los años acogiendo a hombres bajo sus faldas. Hay miles de jovencitas debutantes que se casan con banqueros a los que ni aman ni tienen intención de amar. Chicas que lo han hecho una vez por diversión y putas callejeras de piel fina que lo han hecho millares de veces. Chicas guapas que alquilaban habitaciones cuando sentían el apremio, como había hecho Mercy. Una práctica bastante frecuente. Demasiado, diría. Nunca se me había pasado por la cabeza culparlas por eso, por necesitar el dinero más que la dignidad. Y no, no era una bonita imagen de las mujeres, lo supe en cuanto lo pensé, porque muchas chicas ni siquiera podían permitirse esa elección. Me estaba poniendo repulsivamente cínico. Despiadado, seguramente. Pero en ese momento no sabía qué me daba más asco: el hecho de que pagaran a Mercy por hacerlo o que le diera placer alguien en esta tierra que no fuera yo.
Mientras tanto, debería haber notado lo alterada que estaba, cómo sus dedos se aferraban crispados a sus faldas para mantenerse inmóviles. Lo mucho que le costaba respirar. Ver cómo quemaban tu novela en tu presencia, impotente para evitarlo, debía de ser como ver a alguien amputándote un dedo. Después de la humillación que Mercy acababa de sufrir, yo debería haber tratado a la mujer más caritativa que conocía de mil formas más comprensivas aquella noche infernal.
El que no lo hiciera todavía me pone enfermo, cuando me permito pensar en ello.
—¿Cómo ha podido? —pregunté aturdido—. Y aquí precisamente, aquí, donde desaparecen niños en carruajes negros…
—No, eso no es así —dijo Mercy con la voz quebrada—. No había estado aquí desde… desde que empezó todo. Su investigación. No piense eso de mí, se lo ruego. Jamás había vislumbrado el menor indicio de problemas antes, ni por asomo, se lo juro por mi vida, sólo utilizaba una habitación de vez en cuando, y además apenas mantengo contacto con estos niños salvo cuando enferman, pasan meses sin que los vea. Más de un año en el caso de Liam. Pero cuando papá encontró ayer mis ahorros, me entró el pánico, y tenía que hacer un último esfuerzo para marcharme. Estaba desesperada. No quería venir aquí, ni verla de nuevo, preguntarme qué sabría. Ha sido espantoso, Tim. Por favor, créame. No tenía otra opción.
—Siempre hay otra opción. ¿Cómo ha podido hacerme esto?
—Pero si no tiene nada que ver con usted, ya se lo he dicho, es…
—¡Tiene todo que ver conmigo! —grité cogiéndola con fuerza por el brazo, con más fuerza de la que pretendía—. No es tonta, no tiene un pelo de tonta, me ha visto durante años yendo detrás de usted, ha visto cómo la miro, está claro para el puto mundo entero; ahora no puede mirarme a la cara y decirme que no lo sabía. ¿Cómo se atreve a decir que no tiene nada que ver conmigo? Es lo más cruel que he oído en mi vida. Todo lo que tiene que ver con usted tiene que ver conmigo, y usted lo sabe desde hace años. ¿Es tonta o simplemente una mentirosa?, ¿cómo puede fingir que no sabía que llegué a tener cuatrocientos dólares en plata y que en lo único que pensaba era en casarme con usted? Habría ido a Londres. Habría hecho cualquier cosa.
La solté y el rostro perfectamente imperfecto de Mercy se ablandó. Cedió un poco, como si se hubiera acordado de quién era yo y no sólo pensara en lo que acababa de hacerle.
—Sí que imaginaba que a lo mejor estaba pensando en el matrimonio. —Se volvió hacia el tocador y empezó a arreglarse el pelo—. Y se me ocurren cosas peores que casarme con mi mejor amigo. Pero ¿me preguntó alguna vez?
—No después de… míreme. ¿Cómo podía? No tenía qué ofrecerle.
—¿Cómo puede hablar así de usted?
—No tenía nada. Todavía no tengo nada. Sólo un hermano loco y veinte pequeños cadáveres.
Y entonces mi corazón casi dejó de latir.
Se debió, así lo creí, al hecho de pronunciar los dos detalles consecutivamente. Como si hubiera tomado una fotografía, la hubiera hecho trizas y luego la hubiera recompuesto.
«Val. Valentine».
Se me fue la cabeza.
El hecho de que las dos cartas rencorosas de la Mano del Dios de Gotham hubieran sido redactadas por un estrella de cobre nativista fanático siempre había sido una opción probable. Más que probable. Pero la tercera. La que a la vez era turbadora y obra de un perturbado…
La escrita bajo los efectos de… de algo.
¿De la morfina, quizás?, ¿mezclada con lo que hubiera a mano?, ¿vapores de lejía, hachís, láudano?
Sentí náuseas.
«Pero no puede ser —insistí desesperadamente, mientras la sangre retrocedía por sus vasos y el cerebro me daba vueltas—. Que esté intentando matarte no significa…, quiere matarte por el maldito partido, y los cadáveres de los niños es lo que menos les conviene. Fue él quien te llevó a ver al pequeño Liam para empezar. Y Bird. Bird se fía de él, Bird…».
Ella le conocía de la época en que él frecuentaba la casa de Silkie Marsh y la habían arrastrado a la Casa de Acogida a las pocas horas de que volviera a verlo.
¿Era capaz de interrogar a Madam Marsh, conmigo delante, mientras los dos fingían para que no me enterara de nada?, ¿no había comprendido nada aquel día y mi propio hermano era para mí la página más en blanco de toda la historia?
Las manos me temblaban tanto que tuve que juntar las palmas. Volví a repasar mentalmente la lista, la de los turbios pasatiempos de Val.
«Narcóticos, alcohol, sobornos, violencia, prostitución, juego, robo, estafa, extorsión, sodomía».
«Asesinato ritual de niños».
—No puede ser —dije en voz alta—. No. No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó Mercy que seguía arreglándose el pelo.
—Mi hermano. Ha estado agobiándome para que deje esta investigación, pero no puede ser porque tema que me lleve a…
—¿A qué?
—A él.
Mercy se mordió el labio, lanzándome una mirada de pena desde debajo de las pestañas.
—Val nunca le haría daño a unos niños. Eso, al menos, lo sabe sobre su hermano, ¿no?
La miré fijamente.
«Madre de Dios».
No sé si no pude respirar durante los cinco segundos siguientes o si respirar dejó de parecerme un entretenimiento práctico.
La gente me cuenta cosas que no quiere. Soy un confesonario andante en el cuerpo de un policía con estrella, de mandíbulas marcadas, extremidades fibrosas, corta estatura y ojos verdes, un pelo de un rubio sucio y una cara incompleta; pero, dado el poco bien que me han hecho tantas confesiones a lo largo de mi vida, bien podría ser un ataúd andante.
—Acaba de llamarle Val. La primera vez fue con él, ¿no?
El silencio que había esperado escuchar cayó entre nosotros.
El silencio que significa sí.
—Siempre estábamos metidos allí, en su casa —añadí como un idiota, sólo para hacer trizas el grito que resonaba en mi interior—. Cuando creyó que estaba enamorada…, se refería a Val.
Mercy no me respondió. Había acabado de arreglarse el pelo, salvo el mechón de la parte de atrás, el de la izquierda, que nunca se avenía a quedarse quieto.
—¿Por qué está tan en contra de Valentine? —murmuró—. ¿Tanto como para creerle capaz de asesinar a niños?
—Acaba de intentar matarme a mí.
Frunciendo el ceño, Mercy se puso la capa gris. Era el suyo un ceño amable, si es que tal cosa es posible.
—Su hermano no lo hizo. Alguien está jugando con usted. ¿Quién fue el que lo intentó?
—Scales y Moses Dainty. La pareja de perros falderos de Val.
Mercy se rio.
—Querrá decir los perros falderos de Silkie Marsh, aunque ella les paga lo bastante para que callen.
Por supuesto, había estado equivocado del todo. Silkie Marsh había visto el camisón y quería recuperar a Bird. Silkie Marsh pretendía que yo dejara de preguntar por qué los niños que prostituía acababan en cubos de basura, y Val me había advertido de que ella intentaría quitarme de en medio. Que en una ocasión, por rencor, había intentado matarlo a él.
—¿Cree que ahora importa? —pregunté con una voz tan fina como una cuchilla afilada—, ¿saber que lo quería a él y no a mí?
Esta vez, cuando no me respondió, sus labios se separaron. Lo intentó, bendito sea ese tierno espíritu suyo, sin importarle que su vida acabara de saltar por los aires. Lo intentó. Pero a Mercy no se le ocurrió ni una maldita palabra que decir.
—Me pregunto si cree que es mejor así —añadí—, ¿es mejor que yo intente matarle en lugar de que lo haga él?
Se quedó sin aliento.
—Tim —probó—. No debe…
—Cuando iba en un carruaje esta tarde, el que la dejó delante de la puerta en Pine Street… Ese carruaje era del hombre de la capucha negra. Estaba con él.
El color le inflamó la cara y luego se desvaneció tan rápido como un trozo de papel barato al quemarse. Lo más raro de aquella expresión era que yo ya la había visto antes. Como una bomba que estallara en el interior de uno mismo, todo se removía, todo ardía y todo saltaba por los aires y, al final, el polvo se asentaba. La última vez la había visto en el rostro de Bird, cuando la rescaté del carruaje que la llevaba a la Casa de Acogida.
—No iba en el carruaje —dijo jadeando Mercy—. No, no iba.
—La vieron los vendedores de periódicos. Dígame quién es.
—No —gritó negando violentamente con la cabeza—. No, no, no. Se equivoca. Ellos se equivocaron, tiene que haber dos carruajes. ¡Eso es! Hay dos, con el mismo aspecto.
—¿De verdad quiere ocultármelo?, ¿proteger a un loco asesino de niños?, ¿por qué, señorita Underhill?
Mercy puso dos manos blancas y trémulas sobre mi chaleco.
—No me llame así, suena horrible cuando sale de su boca. Es imposible, tiene que creerme, los chicos se equivocaron, lo sé. El dueño de ese carruaje no cree en Dios, y le importa un comino la política. Se lo aseguro, es imposible.
—¿Va a decirme su nombre o no? Voy a hacérselo pagar, lo sabe, de una forma u otra. Aunque tenga que matarlo yo mismo.
—No; decírselo ahora sólo empeoraría las cosas, le llevaría a cometer un terrible error —susurró mientras yo apartaba con gentileza sus dedos de mi sencillo chaleco negro.
—Déjeme que le haga daño…, usted sabe que se lo merece. Y yo me lo merezco también, por el amor de Dios.
—Me está asustando, Tim. No me mire así. No puedo decirle nada cuando mira así.
Pensé en un par de formas de obligarla a que me lo dijera, pero ninguna era factible. Mercy es el tipo de mujer que pasa por delante de unos enloquecidos matones irlandeses para liberar a un hombre negro al que apenas conoce, así que tendría que despedazarla en cachitos y aún si eso fuera ni remotamente posible para mí, me vería dolorosamente distraído. Era a otro al que tenía que matar.
—A lo mejor tiene razón —murmuré—. Sí, tiene razón, creo. Al menos sé lo de Valentine, y no debería habérmelo contado. La habría avisado antes, si lo hubiera sabido —añadí mientras me dirigía a la puerta—. Nadie debe contarme nada, nunca. Siento lo de su libro, sinceramente.
—No se vaya así, por favor… ¡Timothy!
Le dejé allí, con su capucha de color negro y el pelo levantado, extendiendo una mano hacia mí. Tenía un hermano al que crujir, y no iba a perder tiempo buscándolo. Al pasar por el salón de entrada, Silkie Marsh me salió al paso, con una expresión de preocupación culpable.
—¿Se encuentra bien, señor Wilde? Temía, no sé, que no tuviera muy clara la relación… exacta que mantenemos la señorita Underhill y yo.
—Usted dijo las palabras justas para que abriera esa puerta —le recordé entre dientes.
—Pero eso no es así. Por favor, no pase, fue lo que dije.
«No, por favor, por caridad».
Había sido su nombre, no una súplica. Lo que acababa de descubrir, triste y lamentable, el enterarme de todo, fue exclusivamente culpa mía.
A esas alturas, Silkie Marsh sonreía. La misma sonrisa que había visto en la cara de una mujer más fea mientras le contaba a una amiga en una cafetería que su primo tenía un cáncer incurable.
—Esa fresca y pequeña hipócrita —dijo en un tono cantarín—. Usted la ama, ¿me equivoco acaso? Sí, está claro, aunque me cueste entender por qué. No puede ni imaginarse cómo me miraba, una y otra vez, cuando atendía a los niños que yo alimentaba y vestía, y en mi propia casa. No le deseo mal a nadie, señor Wilde, pero tal vez un poco de sufrimiento haría que esa furcia fuera un poco más comprensiva, más humana, ahora que sabe lo que sentimos todas las demás cuando nos abrimos de piernas.
Había visto una expresión similar una vez, pero no en un ser humano. Estaba en los ojos de un perro amarillo que había enloquecido de rabia segundos antes de que un inspector de bocas de riego compasivo le partiera la cabeza.
—Le diré una cosa sobre la caridad —dije mientras me dirigía a zancadas hacia la puerta—. No voy a detenerla por mandar a ese par de idiotas a que me mataran. Eso sería ridículo. Pero ése es el último favor que le haré jamás, por caridad. Y la necesitará, acuérdese de mis palabras.
Cuando salí de nuevo a la calle, tuve una sensación de náuseas, de dentro afuera. Me incliné hacia delante, apoyé las palmas de las manos en las rodillas y respiré como si acabaran de sacarme medio ahogado de un torrente. Nunca se me ha dado bien sentirme perdido. Cuando he caído tan bajo, no sé qué hacer conmigo mismo, si borrar mi lamentable vida con un litro de whisky o ponerme a dar puñetazos a una pared hasta romperme la mano. Las dos posibilidades son distracciones intensas, las he probado ambas, pero no permanentes.
Sin embargo, sí que se me da muy bien cabrearme. Y cuando se trata de enfurecerse soy un auténtico profesional.
Y dado que no podía hacer daño a Mercy, y ella no me daba el nombre del tipo de la capucha negra, y dado que le había hecho una promesa a Bird que me impedía sumergirme de momento en el Hudson del olvido, me pareció que matar a mi hermano era la única buena idea que me quedaba.