DIECISIETE
La situación social de Irlanda es en el momento actual inquietante, dolorosa, lamentable. La indigencia física empuja a la gente al delito. Las discusiones sobre las tierras dan pie a los asesinatos.
• NEW YORK HERALD, 1845 •
La única opción que me quedaba era volver al trabajo. Es más, decidí que la única salida posible era el trabajo duro, frenético.
Y resultó que tenía razón. Con una salvedad: no se trataba de mi trabajo.
Durante tres días estuve esperando noticias de los chicos que se ganaban la vida vendiéndolas. Sospechaba que estaban aprendiendo a confeccionar luces para el teatro, pero también a hacerse el tonto cuando se trataba de carruajes siniestros. Examiné la única carta que no se había quemado. Evité la morgue y entonces, el día antes de que los cuerpos volvieran a ser enterrados en secreto, volví al sótano con el señor Piest y revisé a fondo cada hueso y cada folículo de cabello, sin conseguir nada más que unas persistentes náuseas y una sensación viscosa en la punta de los dedos de la que, pensaba, no me liberaría hasta que me los lavara con lejía. Hice una visita a los policías de guardia al norte de la ciudad, que estaban muy susceptibles, hartos de pasarse dieciséis horas seguidas al día en el bosque. Llovieron sobre mí una buena sarta de insultos bastante desagradables por tomarme la molestia de acercarme.
Al cabo de esos tres días, la mañana del 30 de agosto, estaba tan desesperado que hice sentar a Bird y le pedí que me dibujara al hombre de la capucha negra.
—Aquí tiene, señor Wilde —dijo cuando acabó, con los dedos cubiertos de carboncillo.
Era el dibujo de un hombre que vestía una capa larga y una capucha negra que le cubría la cabeza. Se lo agradecí de todos modos.
Mientras tanto, como era perfectamente lógico, se me había contagiado la paranoia de mi hermano. Seguía devorando el Herald todas las mañanas, como siempre, pero ahora el simple hecho de coger la familiar publicación me provocaba que una sensación de malestar me recorriera el pecho. «No digas nada de niños —rogaba en silencio—. Dame tiempo».
Así que leía las noticias sobre los trabajos frenéticos que se desarrollaban en el centro de la ciudad, los horarios de los barcos y los rumores sobre disturbios en la remota Texas, temeroso de desplazar la mirada por si fuera a toparme con mi propio nombre: «Se ha descubierto que Timothy Wilde, estrella de cobre número 107, ha estado investigando la matanza de niños irlandeses y ha fracasado en todos los sentidos».
No dejaba de pensar que tarde o temprano aparecería esa noticia. Que era sólo cuestión de tiempo.
Luego, el sábado por la mañana, sintiéndome a la vez un inútil y agotado, y sin saber qué hacer conmigo mismo, volví a las Tombs. En el patio, me encontré al señor Connell, que conducía a un hombre delgado, elegantemente vestido con una chaqueta de terciopelo verde, y con las muñecas presas a la espalda. Mi colega parecía taciturno. Le saludé con la cabeza y él me respondió ladeando la suya.
—Eh, señor —me gritó el detenido—, por favor, ayúdeme, me están deteniendo en contra mi voluntad.
—Claro, precisamente de eso se trata —replicó Connell.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Este… individuo me abordó en plena calle —gimoteó el cautivo—, ¡hasta dónde hemos llegado en esta ciudad cuando un caballero se ve de repente esposado por un salvaje descolorido! Se ha tratado a mi persona con violencia. Recurro a usted, caballero, para que solucione esto de inmediato.
—¿Cuál es la acusación? —pregunté inexpresivamente.
—Pasar certificados de acciones falsos —respondió Connell.
—Llévelo al final del bloque de celdas del este —sugerí—. Tengo entendido que hay una nueva camada de ratas. Se llevará bien con ellas.
—¡Aparta de mí tus sucias pezuñas! —chilló el falsificador cuando el señor Connell se lo llevaba. Y, dirigiéndose a mí, añadió—: ¿Es qué no lee los periódicos?, ¿es que no sabe el tipo de depravaciones de que son capaces estos irlandeses?, ¿sus perversiones asesinas?, ¿va a dejarme en sus manos?
—No sé qué ha estado haciendo estos últimos días, señor Wilde —dijo mi colega al separarnos—, pero ¿no podría darse un poco de prisa?
Era una pregunta tan clara que ni siquiera tuve el ánimo de responderla.
Me dirigí al salón común de los estrellas de cobre, en las profundidades de las Tombs. Al llegar, empecé a leer una defensa de la expulsión de todos los papistas, y luego cambié a un manifiesto irlandés a favor de los derechos de los católicos. Una investigación inútil que cabía atribuir a mi absoluta desesperación. Raspaba astillas del fondo de un barril vacío. Luego irrumpió en la sala el señor Piest, haciendo un ruido ensordecedor con sus pesadas botas. Exhibía la mirada de un maníaco, subiendo y bajando su mandíbula sin barbilla, al tiempo que me señalaba con un gesto imponente.
—¡Lo he hecho, señor Wilde! Lo he encontrado. Se ha descubierto. Por fin —declaró—, he encontrado algo.
Dejó caer ese algo sobre la mesa. Era una funda de protección sexual masculina. Y de buena calidad, de las largas que utilizaban las esposas que estaban hartas de abortar o las putas a las que maldita la gracia que les hacía que se les cayeran las narices a causa de una enfermedad venérea. Estaba confeccionado con tripa de oveja o de cabra delicadamente cosida, que formaba una larga capucha reutilizable. No estaba nuevo. Para empezar, se había desgastado hasta el punto de que se había abierto una grieta, aunque tampoco es que estuviera muy limpio. Lo miré con escepticismo.
—¿Dónde?
—Siguiendo su reciente exhortación para que lleváramos a cabo un trabajo duro y constante, amplié el alcance de mis investigaciones, señor Wilde. Usted me ha influido mucho. Antes había estado buscando en un radio de sólo treinta metros desde la fosa común, pero encontré la respuesta a cincuenta metros, en un apartado y pequeño valle.
—Dios. Yo pensaba que usted todavía estaba cumpliendo con sus rondas.
—Y lo hago —confesó con ojos soñolientos el noble y viejo lunático—. Por órdenes de Matsell. Pero me tomo dos horas libres todas las mañanas, para aprovechar la mejor luz del día.
Entonces me fijé en que el pelo plateado del señor Piest se mantenía prácticamente de punta y que sus manos envejecidas temblaban vagamente, y empecé a decir unas palabras de comprensión y felicitación. Pero me interrumpí al momento.
—¿No me estará diciendo —pregunté intentando contener un escozor que me estaba desgarrando la garganta— que antes de haber sido asesinados, o hasta es posible que después, él…?
—¡No! —El señor Piest alzó un solo dedo—. Si ése fuera el caso, habría encontrado muchos más, de hasta hace cinco años, ¿no? Pero lo cierto es que sólo encontré cuatro, tirados cuando se empezaban a agrietar, y ninguno me parece que tenga más de un año.
Sacó los demás del bolsillo abultado de su chaqueta y los colocó junto a su flácido hermano sobre la superficie de la mesa. Me entraron unas ganas incontenibles de saltar y estrujarle la mano al sentimental viejo cabrón. Pero, una vez más, no lo hice.
—Es usted un genio encontrando cosas, señor Piest —dije con calidez. Entonces me recorrió un leve escalofrío de arriba abajo y me adelanté en el asiento—. Usted piensa que quienesquiera que usaran éstos van allí con frecuencia. Con mucha frecuencia. Usted cree que tal vez hayan oído o visto algo. Por allí hay caseríos, granjas dispersas más allá del entramado urbano…
—Y es evidente que éstos están cosidos en casa, no son comprados, ¿quién compraría…
—… fundas de una botica y se arriesgaría a que lo pillaran mientras copula al aire libre…
—… en los bosques, para mantener el pecado en secreto? Estos son de la esposa de un granjero cornudo, o de una doncella campesina con hambre y un desarrollado sentido de la cautela. Una mujer que viva lo bastante cerca para ir andando, como ya habrá imaginado, señor Wilde.
Me recosté en la silla, con una sonrisa de bobo en la cara. Me descubrí el sombrero con un aspaviento y le hice una reverencia sin levantarme. El señor Piest me devolvió la reverencia, doblándose ridícula y exageradamente.
Luego se inclinó, recogió la pila de fundas de tripa y volvió a guardárselas en el bolsillo.
—Encontraré al dueño, señor Wilde. Haré pesquisas. Mis preguntas serán un modelo de discreción y conseguiremos la respuesta. ¿Cree que debo hablar con el jefe?
Se escabulló a toda prisa, silbando una vieja melodía holandesa. El tipo más raro que he conocido en mi vida. Y que valía su peso en florines recién acuñados.
Volví a casa esa noche sintiéndome menos pesado que antes, con la sensación de que la buena suerte me aligeraba las botas. Más contento de lo que me había sentido desde hacía días, con ganas de una pinta o un par de cervecitas, y para acabar un par de copas de whisky, y luego a la cama, con la esperanza de deshacer los nudos que me entumecían los hombros. En Elizabeth Street, la luz de la fachada de la tienda estaba encendida cuando entré.
Vi a la señora Boehm en el mostrador, mirando fijamente los pantalones de nanquín que Bird había usado. Parecía derrotada. Todos sus rasgos estaban flácidos, como los de un retrato al que hubieran tocado antes de que la pintura se secara. Su amplia boca esbozaba una mueca suelta, y el conjunto que formaban sus manos y la pieza de ropa infantil se apoyaba cansinamente sobre la madera.
—Hizo mal —dijo con una voz seca y filamentosa como una mazorca, ingrávida y vacía.
—¿El qué?, ¿qué ha pasado?
—No debería haberla enviado a la casa. No a esa casa, jamás. Y menos tan pronto. Me había enfadado, pero estaba cambiando de opinión, señor Wilde. Tendría que habérmelo dicho.
Al oírla, tiró de mí una fuerza de la gravedad que cambiaba sin parar de dirección y, simultáneamente, tuve una sensación vertiginosa, de pánico.
Ella no sólo había dicho «casa». Dijo «la casa». La Casa de Acogida.
—¿Dónde está Bird? —pregunté—. No la he mandado a ningún sitio. ¿Dónde está?
Unos asustados ojos azules se alzaron buscando los míos.
—Vino un carruaje. Dos hombres, uno muy moreno y oscuro. Otro más pálido y pequeño, con vello en los labios. Se la llevaron. Yo se lo habría impedido, pero tenían documentos, firmados por usted, señor Wilde, y…
—¿Vio mi nombre de pila?
—No. Sólo Wilde. Se fueron hace cinco minutos.
Salí corriendo por la puerta.
Cada cara con la que me cruzaba en Elizabeth Street parecía sonreírme burlonamente, cada cerdo indolente parecía tener la esperanza de que me diera cuenta de hasta qué punto podía fastidiar un trabajo que no tenía ni idea de cómo hacer. Dos hombres: uno muy moreno y alto, y otro más bajo, con vello en los labios.
Scales, cuyo nombre de pila seguramente ya habría caído en el olvido, y Moses Dainty… hombres de Val.
Mis pies golpeaban el suelo con ferocidad mientras corría como una bala hacia el caballo más próximo. Estaba atado delante de una verdulería y no era mío; no tenía ningún argumento para reclamar su propiedad, pero desaté las cintas de cuero del poste, me subí de un salto a la silla y le clavé los talones en los costados, sin prestar atención al más que razonable sobresalto del animal.
«Vives en la acera de enfrente. Ya resolverás el delito del robo del caballo mañana».
Iba pensando en cómo maldecir el nombre del cabronazo entrometido y perverso de mi hermano cuando por poco no mato a un par de transeúntes bohemios que volvían a sus casas de la cervecería. Pero a esas alturas maldecir parecía ya superfluo.
La Casa de Acogida estaba ubicada en el punto donde se cruzan la Quinta Avenida, la calle Veinticuatro y Broadway, una institución de beneficencia que se mantenía bien lejos de las miradas de la gente respetable. En el campo, al este de donde se habían hallado los cadáveres, aunque recientemente se habían empezado a construir mansiones inverosímiles cerca. No perdí ni un segundo en sopesar la posibilidad de que el supuesto destino no fuera más que un engaño. Era una temeraria tirada de dados, y sí, hizo que la respiración se me entrecortara en el pecho, y sí, hizo agobiar al pobre caballo castaño castrado, y sí, era una suposición que no se basaba en las pruebas ni en la confianza.
Pero no tenía otra posibilidad. Podía volar hacia la Casa de Acogida o bien galopar hacia la India o a la República de Texas. Aferré con fuerza las riendas, giré bruscamente, dejé atrás Elizabeth Street para entrar en las imponentes luces de Bleecker, a sólo una manzana de Broadway, y atraje por igual las miradas de caballeros con sombreros de marta y de toscos trabajadores escoceses mientras los dejaba atrás a la carrera.
Mis pensamientos eran bastante lúgubres durante el trayecto, a lo largo del cual, mi extraña figura con un cuarto del rostro enmascarado cabalgando a galope tendido en una sofocante noche estival se ganó los improperios de putas, turistas y dignatarios. Mis pensamientos discurrían por estos derroteros:
«Valentine te está avisando: lo único que le importa son los negocios. Es un ser despreciable. Aunque pareció que la niña le caía bien. Valentine es un barril de pólvora con una mecha que acaba justo entre los dedos del Partido Demócrata, y Bird Daly es testigo de un escándalo, y por tanto, un posible problema».
Y también:
«Bird cree que has sido tú. Ella piensa que echarla de casa es idea tuya».
Mientras galopaba, mis ojos se movían incesantes en busca de un carruaje cerrado. Y ya sabía qué aspecto tendría. Un aspecto lo bastante oficial para engañar a la señora Boehm, que no era ninguna boba. Y tampoco lo era mi hermano, que Dios le acogiera en su seno después de que lo matara por lo que acababa de hacer. El carruaje debería de tener cortinas y estar bien pintado, y preferiblemente llevar un sello de alguna organización de beneficencia en la puerta.
Pero no vi nada parecido. Así que corrí como un grito al viento por Broadway, esquivando los omnibuses, los carros pesados, los coches de alquiler y las carretillas. Sin muchas dificultades, a decir verdad, porque yo era un hombre solo a caballo, y no tenía tiempo de asustarme del riesgo de un accidente. Al pasar ante el desvío hacia Washington Square, me asaltó por un instante una imagen fija con el recuerdo de Mercy, sentada en el parque, hablando de Londres, tras haberse metido con los ojos abiertos de par en par entre una pequeña turba para liberar a un hombre negro. El recuerdo se perdió revoloteando rápidamente y fue reemplazado por pensamientos más lúgubres. Por las cosas que les pasan a los niños cuando acaban en la Casa de Acogida.
Bird cosería a destajo hasta que se quedara ciega a los veinticinco. Bird sería enviada a las inhóspitas praderas, que sólo invitan a que te rajes tu propio cuello, para convertirse en la esposa de un granjero de la frontera fracasado. Bird moriría de neumonía en las Tombs por robar la cartera a un rico en cuanto creyera que podía hacerlo sin que la pillaran.
Bird volvería a su antigua profesión.
Azucé aún más a la pobre bestia, y mis pulmones resoplaban tan rápido como sus cascos, mientras mi cuerpo entero se había convertido en una especie de oda a la velocidad.
Mientras me precipitaba por el arrogante Broadway, oyendo a mi paso chillidos desdeñosos envueltos en capas de raso, dejando atrás mansiones con lámparas de araña que se atisbaban a lo lejos como si fueran basura arrastrada por la marea, la velocidad me producía un escalofrío incontrolable que rivalizaba con la creciente desesperación fruto de mi impotencia. Todavía no los había visto. Y tendría que haberlos visto ya, no me cabía duda. Si es que estaban por allí para dejarse ver.
¿Adónde se la habían llevado?
Estaba planteándome dar la vuelta, espolear como un loco al inocente animal en otra dirección. En cualquier dirección. En la correcta.
Pero entonces dejé de pensar.
Casi había llegado a la Casa de Acogida. Había bordeado Union Place en la calle Diecisiete, con su hierba marchita visible a la luz de la luna, pero cuyo flamante paisaje recién creado destilaba una irritante esperanza. Me faltaba muy poco para llegar. Y si hubieran sido listos, si hubieran pensado que yo podría presentarme en mi casa en cualquier momento y echar por tierra su plan, ¿qué habrían hecho?
«Han dado toda la vuelta a Washington Square y luego han atajado hasta la Quinta Avenida, tomando una ruta que no es la habitual pero que también les lleva aquí directamente. Porque si querían evitar mi persecución, seguramente habrán creído que yo les buscaría por Broadway».
O eso pensaba mientras llegaba a las puertas de la impresionante Casa de Acogida. Frené al castrado, y esperé. Escuché mientras mi respiración quebraba áspera el silencio iluminado por la luna.
Detenido allí, con la angustiosa esperanza de haber llegado antes que ellos.
Es un arsenal federal abandonado. Me refiero a la Casa de Acogida. Negra como un pozo, entre las tierras de cultivo que van desapareciendo a su alrededor, más negra que los árboles, más negra de lo que sería un arsenal de verdad. Como ya he mencionado, se supone que los estrellas de cobre tienen que enviar aquí a los niños vagabundos. Pero yo nunca he cumplido esa orden. Y nunca lo haría. Pueden sancionarme cuanto les guste. Pueden encarcelarme en las Tombs por insubordinación, amenazarme con cualquier castigo, condenarme a trabajos forzados, ponerme grilletes, azotarme con el látigo tras atarme a un tonel, encerrarme aislado en una sala del tamaño de un armario sin luz durante días. Porque yo he crecido, he llegado a adulto y es probable que sobreviviera a tales maltratos.
Algunos de los niños de la Casa de Acogida no habían sobrevivido.
El caballo se estremeció, el sudor le corría oscuro como la sangre por el cuello mientras esperaba. Le froté las crines, percibí la inquietud del animal que montaba y le agradecí que de momento no hubiera decidido que yo le suponía más problemas encima que debajo. Los grillos me cantaban desde el vacío, y los susurrantes aleteos maliciosos de luciérnagas mortecinas zumbaban en mis orejas. El muro bajo en cuyas sombras me refugié tenía más de medio metro de grosor. Una fortaleza de piedra, de altura sobrada para desanimar a la mayoría de los potenciales fugitivos.
Pero no a Valentine, claro. Ni por asomo.
Lo irónico era que cuando lo habían encerrado ahí, nuestros padres estaban vivitos y coleando. Pero se trataba de una institución erigida para mantener a los jóvenes indolentes lejos de las calles, y luego reformarlos mediante una dosis contundente de «disciplina física y moral». Y contaba con la plena aprobación de los ancianos de la ciudad y de todos los padres cuyos hijos no solían robar licor de las tiendas y bebérselo en el Battery.
Por tanto, no con la de Henry y Sarah Wilde.
Mis padres tardaron cuatro días en averiguar adónde habían llevado a Val. Otros ocho en conseguir audiencia con un juez. Como yo era un renacuajo de seis años, sólo recuerdo lo silenciosa que se había quedado nuestra casa. Cómo, de repente, resonaban los espacios vacíos. Las ausencias de mi hermano a los doce años eran sonadas, pero no precisamente previsibles. Y cada vez que se desvanecía, yo siempre daba por supuesto que volvería. Su regreso formaba parte del orden natural de las cosas. Pero aquella vez todo fue distinto: la forma en que mi madre era incapaz de dar una puntada a derechas, la manera en que un tragón como mi padre era incapaz de acabarse la cena. Cuando por fin pudieron hablar con el magistrado, el funcionario comentó que Val había sido pillado rompiendo unas ventanas. Pidió que le llevaran más documentación sobre su nacimiento. Y los echó.
Val volvió a casa dos días después, cuando mis padres estaban casi fuera de sí y no habían dejado de hablar entre susurros desde hacía cuarenta horas. Le habían trasquilado brutalmente la melena leonada y vestía un uniforme raído. Con una sonrisa traviesa pidió un trozo de carne y una cerveza. Mi padre era el que estaba más cerca de él y fue el primero en abrazarle, así que también fue el primero en darse cuenta de que la camisa de Val se había secado completamente pegándosele en los cortes ensangrentados que le cruzaban la espalda.
Aunque Val exagerara descaradamente sobre cómo fabricaban clavos de latón, o sobre las campanas del infierno emplazándolos a ir de un sitio a otro en medio de un silencio sepulcral, o sobre los mortificantes baños forzosos o sobre la comida podrida, nunca me importó. Vi con mis propios ojos la camisa de mi hermano. Henry Wilde no era un hombre que se dejara ir, pero cuando mi madre empezó a limpiar la tela que se había pegado a la piel de Val, le oí con toda claridad dando puñetazos en la pared del granero. Aunque yo sólo tenía seis años, sentí un impulso similar que no podía expresar con palabras así que rompí a patadas una caja de madera contrachapada.
La sola idea de que Valentine enviara a Bird a ese mismo lugar me producía horror y pasmo a partes iguales. Era tan descabellado como si hubiera salido de una pesadilla. Había tenido la misma sensación una vez que había soñado con un monstruo que tenía dientes en las puntas de los dedos y la boca infestada de uñas.
Oí unos cascos que se acercaban.
Venían rápido, a buen ritmo. Sin llamar la atención. Pero sin perder tampoco un segundo.
Una brisa a mi espalda recorrió trémula el muro de la prisión, como un eco del piafar amortiguado del caballo robado. Yo estaba enterrado entre las altas sombras de piedra, y el cochero del carruaje era seguramente el único que podría haberme visto. Pero mi propia visión del vehículo que repiqueteaba al acercarse era muy clara. Se trataba de un carruaje de cuatro ruedas tirado por dos caballos, con cortinas en las ventanillas y, tal como esperaba, atisbé una especie de sello pintado en la puerta. A esas alturas ya tenía un plan.
Clavando los tacones en las costillas del animal, irrumpí en medio de la carretera.
—¡Alto! —grité agitando los brazos.
El par de caballos negros me obedeció en un abrir y cerrar de ojos, antes de que lo hiciera el cochero, pues me había plantado delante de ellos. El carruaje tendría que haber llevado luces por la noche. Vi las sombras de sus farolas que se proyectaban frías y sin encender desde sus cuatro esquinas; muy elocuente.
—¿Quién anda ahí? —gritó el cochero.
—Policía —agité mi solapa ante él—. Tengo que hablar con sus pasajeros.
No le di tiempo a responder. Avisé a mi castrado con un chasqueo de la lengua y me acerqué al trote a un lado del vehículo. Si el caballo se fiaba de mí porque era obediente por naturaleza o porque me prefería a su dueño, nunca lo sabré. Extendí la mano y abrí la puerta de golpe, con los pies a la altura de los peldaños metálicos.
Moses Dainty estaba en el lado izquierdo, el bigote se le retorcía en un gesto de confusión impaciente. Scales estaba a la derecha, respirando por la boca, que es lo que hace cuando los planes se tambalean o la cosa se pone fea. Al lado de Scales, sentada, envarada, furiosa, sollozante y en perfecto estado, estaba Bird Daly. Ella frunció el ceño al verme, pero al instante dejó de hacerlo.
Bird sabe pillar una mentira, y a quién la dice.
—Dádmela —dije con brusquedad—. Sea lo que sea lo que os haya dicho, Madam Marsh la quiere de vuelta.
Los matones me escrutaron amenazadoramente y luego se miraron entre ellos. Mientras tanto, un brillo de rabia centelleó en la cara de la niña antes de que adoptara la expresión fija de la víctima de un naufragio. La mirada vacía de una persona medio ahogada que se aferra a una balsa, aguardando sin rumbo a que algo pase.
—No serás tan bobo como para engañar a un hombre del partido, Tim —argumentó Moses—, visto que…
—Sea lo que sea lo que os haya dicho mi hermano, he venido para comunicaros que ha cambiado de plan. Madam Marsh en persona me ha enviado. No querréis que ella vaya a quejarse al partido por un error manifiesto, sobre todo si he llegado a tiempo para avisaros, ¿verdad que no? Esta está reservada. Pasadme a la niña y no hablemos más.
—¿Madam Marsh? Pero, a ver… —empezó estúpidamente Scales—. ¿Es que ella…?
—Sí. En persona. Hace sólo una hora. He venido galopando hasta aquí, ¿es que no lo ves? Muy bien. Si queréis que Silkie Marsh piense que sois un par de ladrones que le levantáis sus propiedades, a mí tanto me da. Pero no me gustaría ver lo que pasa cuando se os eche encima. Claro que, sin duda, el partido pagará los funerales.
—Esto iba a ser muy sencillo —intervino Moses—, no creo que debamos…
—Entregadme a la niña —le interrumpí— o echarán a mi hermano de los estrellas de cobre. Miradme. Tengo que pensar también en mi propio cuello, si es que lleváis esta cagada hasta el final, como al parecer estáis dispuestos a hacer. ¿Es que no me visteis esta mañana vigilándola en la reunión del partido?
Puede que tardara unos diez segundos, pero fue la combinación correcta de palabras. Scales, que tenía los brazos más largos, dio medio paso sobre el estribo, levantó a Bird por las axilas y la dejó delante de mí, sentada de lado en la silla de manera que su vestido no me estorbara al montar.
No esperé a darle las gracias. En cuanto pude agarrar a Bird por el torso, ya estaba cabalgando como un rayo de vuelta a la ciudad, en plena noche, a lomos de un caballo robado. Cuando llegamos al sur de Union Park, a salvo ya de los perplejos secuaces, le di un leve codazo, frenando el paso del caballo.
—¿Estás bien?
—¿Adónde vamos? —preguntó una vocecita.
—A casa. A ver a la señora Boehm. Y luego a buscar un escondite mejor.
Bird se acurrucó con más fuerza contra mí antes de que yo volviera a volar y el viento se llevara los últimos flecos de sus palabras.
—Nunca me creí que fuera usted el que me echó, señor Wilde —mintió—. Nunca.
Había oído a Bird contar un montón de mentiras. Por precaución, como defensa, para confundir, por simpatía. Pero era fácil digerir esas mentiras, porque Bird Daly necesitaba mentiras como otras criaturas necesitan conchas. Así que me había recostado y las había visto caer como las cuentas de un collar roto. No había nada que hacerle. Pero no estaba dispuesto a digerir su última invención. Ni por un segundo. Como ya he dicho, soy un hombre adulto.
—Bird, no mientas, por lo que más quieras —dije mientras espoleaba al caballo para que reemprendiera la marcha—, nunca más.
—Muy bien —susurró ella tras pensárselo un poco—. Entonces diré que me alegro de que no fuera usted.
Las luces de las ventanas de la panadería de Elizabeth Street temblaban alerta. Cuando frené al sufrido caballo, desmonté y estiré los brazos para bajar a Bird, me la robaron a los seis segundos. Esta vez fue la señora Boehm, que había salido corriendo por la puerta con su amplia boca agrietada en una sonrisa que no hacía juego con la visible humedad de sus ojos.
—¿Estás bien? —preguntó con brusquedad la señora Boehm, que parecía muy irritada con Bird por haberse dejado secuestrar.
—Me parece que sí —acertó a responder Bird—, ¿han sobrado pastelitos de semillas de amapola hoy?
Llevé el caballo a la tienda de comestibles. Miré alrededor. Todo tranquilo y silencioso ante el puesto de coles manchadas que olían a azufre, y dentro, en el mostrador de tablas, todo rezumaba normalidad. Até el caballo y le di un cubo de agua que había llenado en la bomba del Croton de la esquina. Lo cepillé un poco con un trapo de nuestro patio lateral y le di más agua fresca. El animal se estremeció satisfecho. La triste aventura no me había llevado más de una hora. Así, tras haber ganado otro punto para los estrellas de cobre, volví dentro.
—¿Dónde está? —le pregunté a la señora Boehm, me quité el sombrero y me recosté en una silla junto a la mesa.
—Arriba, con una torta y un poco de leche. —La señora Boehm había estado limpiando los hornos, pero se volvió para mirarme, con su cara sencilla y amigable torcida hacia un lado—. Dejé que se la llevaran. Fue culpa mía, yo…
—Ni por asomo fue culpa suya. Pero tendremos que procurar que no vuelva a suceder.
Asintió. Con una larga y grave exhalación se sentó delante de mí.
—Señora Boehm, lamento lo de su marido y su hijo.
No quería apenarla, pero era algo que necesitaba decir. Tal vez fuera egoísta por mi parte. Pese a todo, tenía que hacerlo. El nombre de la panadería repintado para dejar clara su propiedad no justificaba la entrada continua de clientes mucho más viejos que la pintura. Su forma de tratar a Bird, sin sombra de preocupaciones más adultas en su rostro mientras la niña hablaba. Ella la escuchaba de verdad. Conocimientos de cataplasmas, reservas de silenciosa paciencia, y un par de pantalones de nanquín guardados en un baúl.
—Gracias —dijo en voz baja. Y añadió—: Eso era una pregunta, ¿me equivoco?
—No, si le molesta. Sólo un hecho.
—Hace dos años llevaron ganado por Broadway. Muy deprisa, y los animales se asustaron. Se descontrolaron. —Vaciló, con el pulgar restregó una viscosa manchita de mantequilla sobre la madera—. A veces me pregunto si podría haber oído antes el peligro. La estampida, los cascos. Pero todo pasó demasiado rápido para Franz, y Audie iba subido a sus hombros.
—Lo siento —repetí.
La señora Boehm se encogió de hombros de un modo que significaba que yo no pintaba nada en aquello, pero no que ella no siguiera sufriendo con el recuerdo.
—Tengo una tienda y una casa. Cuando pasó, una vecina me dijo que había tenido suerte de conservar tanto y que ésa era la voluntad de Dios. Qué estúpida —concluyó—. Que Dios cree algo tan joven y perfecto y luego lo aplaste. ¿Para qué tomarse la molestia? Los estúpidos creen que Dios piensa como ellos. Puede que Dios no esté ahí, pero lo que no creo es que sea estúpido.
Una llamada a la puerta resonó a nuestras espaldas. Un leve rat-tat-tat.
Con cautela, abrí la puerta. Había habido algo raro en el repiqueteo de la llamada, aparte de que fuera suave, y me di cuenta de qué era cuando bajé la mirada. Los nudillos eran muy pequeños, y el punto al que habían llamado a los tablones estaba un metro por debajo de donde sería esperable.
—Neill —dije—, ¿qué ha pasado?
Neill estaba jadeando, sus pequeños hombros huesudos subían y bajaban rítmicamente. Llevaba ropa de beneficencia de buena calidad: camisa de algodón, un chaleco de tweed deshilachado y calzones de pana que no llegaban a cubrir sus brillantes rodillas medio peladas.
—El padre Sheehy le necesita en San Patricio. Él no ha podido venir. Me ha mandado a mí. Está vigilándolo, él, lo mejor que puede, pero le necesita, vamos, tengo que llevarlo allí a toda prisa. Por favor.
—¿Hay alguien herido? —pregunté tras agarrar el sombrero y advertir a la señora Boehm que no abriera la puerta a nadie más que a mí mismo.
—No sabría decirle —dijo Neill jadeando en cuanto empezamos a correr—. Pero alguien ha sido asesinado, y asesinado con saña, eso es tan cierto como que hay un irlandés loco merodeando por las calles.