1: Equilibrio de poderes

1

Equilibrio de poderes

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 70.º año de Basth la Llena de Gracia

(-1650, según el cálculo imperial)

El viento que soplaba cada vez con más fuerza desde la costa agitaba el techo de seda amarilla del salón del Renacimiento como si fuera una enorme vela, y las vigas de cedro pulido crujían del mismo modo que lo habría hecho una gran embarcación en el mar. Neferata pensó con amargura que la comparación parecía especialmente acertada dada la legión de carpinteros de barcos a los que habían reclutado a toda prisa para construirlo.

Los preparativos para el gran Consejo de Reyes se habían prolongado durante tres meses, a partir del mismo día en el que la funesta noticia había llegado de Ka-Sabar. A la vez que por el laberinto de calles de la población corría el rumor de que la Ciudad del Bronce había caído por fin y la larga guerra contra el Usurpador había acabado definitivamente, el rey Lamashizzar ya estaba echando mano del erario público, esperando la llegada de los demás reyes. Cientos de encargos surgieron del palacio y descendieron como bandadas de aves marinas sobre los asombrados mercaderes y agentes comerciales de la ciudad: centenares de tinajas de vino selecto; miles de toneles de cerveza; ingeniosos obsequios de oro, plata y bronce; toneladas de fardos de seda, y una fortuna en especias de primera calidad e incienso poco común.

Y eso fue sólo el principio. Veloces embarcaciones comerciales surcaron los caprichosos mares que separaban Lahmia de las ciudades comerciales del Imperio Oriental para traer los manjares más selectos y exóticos que las Tierras de la Seda podían elaborar, mientras los astilleros eran despojados de todos los obreros capacitados para construir una enorme ciudad de tiendas en la Llanura Dorada. A medida que la primavera daba paso al verano, parecía que todo hombre, mujer y niño sano trabajaba febrilmente para completar el grandioso diseño del rey.

Cuando por fin llegaron los líderes rebeldes, en el último mes del verano, Lamashizzar en persona los recibió al borde de la Llanura Dorada, a la cabeza de un cortejo de cortesanos, artistas, músicos y sirvientes lujosamente ataviados. Después de que los colmaran de pequeños obsequios —desde anillos y brazaletes hasta espadas de primera calidad y magníficos carros de guerra—, los soberanos fueron conducidos a través de la gran y fértil llanura hasta la extensa ciudad de tiendas de seda reservada a sus sirvientes. Las suaves brisas que acariciaban la llanura convertían la ciudad de tiendas en un ondeante estandarte de alegre color: verde mar por Zandri, dorado por Numas, azul por Lybaras y rojo brillante por Rasetra.

Los acompañamientos reales invadieron los campamentos con deleite. Estaban agotados y se permitieron unas horas para descansar y refrescarse antes de que los festejos comenzaran en serio. Luego, al caer la tarde, Lamashizzar y su cortejo convocaron a los invitados reales haciendo sonar trompetas doradas y los condujeron en procesión triunfal por las calles de la ciudad.

La gente de Lahmia conmemoró el fin de la guerra durante siete días extáticos y, desde los salones del palacio hasta las humildes calles cercanas a los astilleros, se trató a los regios invitados del rey como salvadores. No les faltó nada, salvo quizá unas cuantas horas de descanso aquí y allá entre festejos y suficiente espacio en el equipaje para llevarse a casa los lujosos obsequios de Lamashizzar.

Al final de la semana, cuando los invitados del rey ya estaban completamente agotados y bastante abrumados por la riqueza y la generosidad lahmianas, Lamashizzar convocó al Consejo de Reyes para decidir el futuro de Nehekhara.

Los carpinteros y constructores de barcos de la ciudad habían levantado el gran salón del Renacimiento en el espacio que ocupaban los espléndidos jardines reales del palacio. De hecho, la estructura de madera abarcaba los jardines propiamente dichos, de manera que creaba la ilusión de que la sala del Consejo estaba rodeada por una jungla domesticada. Pájaros cantores de brillantes colores, muchos importados a un alto precio de las Tierras de la Seda, llenaban el lugar de música, mientras fuentes que no quedaban a la vista borboteaban plácidamente. Los sirvientes iban y venían por sendas ocultas para llevar refrigerios a los invitados, que se sentaban alrededor de una enorme mesa circular de caoba situada en un claro al otro extremo del jardín. El efecto que sobre los soberanos del desierto tenía tanta vida efervescente y aprovechada resultaba completamente apabullante.

Neferata comprendía que todo el espectáculo, de principio a fin, se había calculado con el mismo cuidado que una campaña militar. Se había orquestado para tentar, seducir e intimidar a los soberanos del este y el oeste, y para entorpecer cualquier alianza que se pudiera haber forjado contra los intereses de Lahmia. También suponía un gasto mayúsculo y ruinoso. El erario de la ciudad estaba prácticamente vacío. Todas las riquezas que su padre, Lamasheptra, había amasado tan cuidadosamente durante los aciagos años del reinado de Nagash habían desaparecido. Habían despilfarrado sus últimas reservas en una única y derrochadora tirada de dados. No quedaba suficiente oro en las arcas para cubrir ni siquiera una cuarta parte del pago del próximo año al Imperio Oriental. Si las negociaciones de Lamashizzar no daban fruto, la Ciudad del Alba se enfrentaba a un desastre seguro.

Mientras el rey jugaba con el futuro de la ciudad, Neferata sólo podía observar los acontecimientos desde una amplia terraza que se extendía a lo largo de la parte posterior del gran salón y que daba a la gran mesa del Consejo. Sus doncellas estaban arrellanadas en almohadones de seda y comían dátiles confitados mientras contaban chismes entre murmullos sobre los escándalos de los festejos de la semana anterior. Una delicada niebla de incienso formaba volutas justo encima de sus cabezas: mirra aderezada con loto negro para mitigar el aburrimiento. Un grupo de servidoras permanecían arrodilladas al borde de la sala, atentas a todas las necesidades de la reina. Se había colocado apresuradamente al lado de la reina una mesa baja, con hojas de papel y un pincel, mientras ella estudiaba a los soberanos de visita desde detrás de una pantalla de madera pulida.

Por muy precario que pudiera ser el futuro de Lahmia, a juzgar por el aspecto de sus invitados, para Neferata era evidente que el estado de las otras grandes ciudades era mucho peor. Durante su reinado antinatural, Nagash el Usurpador había fundado el Imperio nehekharano, si bien no en nombre, sí sometiendo a las otras grandes ciudades a través del poder que ejercía sobre Neferem, la reina rehén de Khemri.

Durante siglos, todas las ciudades se habían visto obligadas a rendirle homenaje al Usurpador en forma de oro y esclavos, lo que las había llevado al borde de la ruina. Cuando los sacerdotes de Khemri —a instancias de sus superiores en el Consejo Hierático de Mahrak— al fin trataron de derrocar a Nagash y poner término a su reinado blasfemo, el Usurpador respondió con una terrible maldición que acabó con la vida de dos tercios del clero de Nehekhara en el lapso de un solo día.

Fue ese hecho infame en concreto el que provocó que por fin los reyes sacerdotes se sublevaran, pero el Usurpador se defendió con magia oscura y espantosas atrocidades que asolaron la Tierra Bendita y masacraron a miles de personas. No obstante, incluso aunque el ejército del Usurpador fue finalmente derrotado, casi una docena de sus lugartenientes inmortales escaparon a la destrucción y continuaron atormentando la región durante décadas.

En lugar de celebrar el triunfo que habían logrado con tanto esfuerzo en Mahrak, los reyes sacerdotes se vieron ante una larga y extenuante campaña de terror y desgaste mientras daban caza a todos y cada uno de los secuaces del Usurpador. Puesto que nunca se había encontrado el cuerpo de Nagash, en el fondo se temía que uno de ellos aún poseyera el cadáver del Usurpador y que pudiera devolverle la vida al temible nigromante cuando se le presentara la oportunidad. Habían tardado noventa años en concluir la tarea y habían matado al último de los inmortales de Nagash tras un largo sitio en Ka-Sabar, la Ciudad del Bronce.

Los largos años de guerra habían dejado una marca indeleble en todos los soberanos de Nehekhara. Estaban demacrados debido al estrés y las privaciones que todas las comodidades del mundo no podrían borrar nunca. Pocos llevaban joyas o adornos dorados en sus túnicas de Estado y los magníficos tejidos de sus atuendos ceremoniales parecían gastados y raídos. Incluso ahora, en medio del lujo verdoso del gran salón, sus expresiones reflejaban angustia y preocupación, como si esperasen que hubiera nuevos horrores ocultándose en cada sombra.

Neferata recordó con claridad aquella noche en los sótanos, décadas atrás, cuando Lamashizzar y su conciliábulo acababan de regresar de la guerra. Y ellos apenas habían librado más que un puñado de batallas, mientras que esos hombres y mujeres no habían conocido otra cosa en toda su vida.

Sin embargo, la reina sabía que, por muy atribulados y quebrantados que pudieran sentirse esos soberanos, no se los debía subestimar. Cuando las puertas que conducían al gran salón se abrieron, los invitados de Lamashizzar atravesaron los jardines en fila, en solemne procesión, con los reyes sacerdotes de Rasetra y Lybaras y la joven reina de Numas abriendo la marcha. Cada uno de los tres soberanos llevaba una caja de sándalo en las manos, y cuando llegaron a la gran mesa del Consejo, dejaron las cajas delante del sonriente rey lahmiano y extrajeron el contenido.

Las cabezas cortadas de Raamket, el Señor Rojo, y Atan-Heru, la Gran Bestia, habían sido tratadas con nitro y los aceites sagrados del culto funerario, y conservaban el mismo aspecto que en el momento de su muerte. Tenían manchas de quemaduras en la pálida piel debido al roce del sol, y los labios echados hacia atrás mostraban gruñidos feroces, casi bestiales: los dientes habían sido afilados hasta dejarlos puntiagudos y estaban manchados de marrón por sangre humana. La tercera cabeza, en comparación con las otras dos, era redonda y rolliza como la de un cochinillo, con unos ojillos redondos y brillantes ocultos tras una gruesa franja de kohl.

Memnet, el antiguo gran hierofante de Ka-Sabar, que había asesinado a su rey y había servido a Nagash a cambio de la vida eterna, había gemido como un bebé cuando lo habían llevado a rastras ante el verdugo. En el rostro con papada de Memnet aún seguía grabada una expresión de cobarde terror.

Las cabezas todavía permanecían en el centro de la mesa, con las espantosas expresiones vueltas hacia Lamashizzar. El mensaje —al menos para Neferata— estaba claro: «Nosotros hemos cumplido nuestra parte, mientras tú te quedabas sentado en tu ciudad junto al mar. Ahora nos ayudarás a reconstruir, o podría haber otra cabeza más sobre esta mesa antes de que acabe el día». En ese momento, resultaba difícil decir si el despliegue de riqueza de Lamashizzar había conseguido debilitar a sus invitados o sólo reforzar su determinación.

La reina se mordió el labio con irritación. «Deberíamos estar decidiendo esto en el campo de batalla —pensó—. Siempre podemos conseguir más soldados. El oro es mucho más difícil de obtener».

* * *

Era media tarde. El Consejo llevaba reunido casi cinco horas, y durante ese tiempo, Lamashizzar se interesó por las necesidades de cada uno de sus invitados y ofreció ayuda en forma de préstamos monetarios y pactos comerciales. Se acordaron abrumadoras sumas de oro, mientras los escribas redactaban apresuradamente las propuestas que determinarían la circulación de bienes de un lado a otro de Nehekhara durante generaciones venideras.

El comercio con el Imperio Oriental rejuvenecería la economía de la Tierra Bendita y abriría una nueva y amplia esfera de mercados para los bienes nehekharanos…, y todo pasaría a través de la Ciudad del Alba. Se les había brindado la oportunidad de hablar a todos los soberanos y se había hecho una breve pausa en la mesa mientras cada uno de los miembros del Consejo evaluaba su posición. Del este llegó el lejano estruendo de los truenos mientras un aguacero de final de verano se dirigía hacia la costa.

Neferata oyó moverse los almohadones detrás de ella y después un conocido andar felino mientras su joven prima Khalida se sentaba a su lado.

—¡Por todos los dioses, ¿por fin se ha acabado?! —preguntó la muchacha, dejándose caer de manera teatral sobre el regazo de la reina—. Llevamos una eternidad atrapadas aquí. Quería salir a cabalgar antes de que lloviera.

Neferata no pudo evitar soltar una risita. A Khalida no le interesaban en absoluto el chismorreo de la corte ni los asuntos de Estado. A los quince años era alta y juguetona; estaba tan llena de inquieta energía que ni siquiera el vasto Palacio de las Mujeres era lo bastante grande como para contenerla. Se parecía mucho a su padre, lord Wakhashem, un noble adinerado y un aliado del rey Lamasheptra, que había conseguido un matrimonio estratégico con Semunet, la tía de Neferata. Ambos habían muerto cuando Khalida era muy joven y, conforme a la tradición, esta había quedado al cuidado de la familia real hasta que se le pudiera encontrar un marido. Le apasionaban los caballos y el tiro con arco —incluso el manejo de la espada—, y no le interesaban los aspectos más refinados del comportamiento propio de la corte. Todo ello consternaba a Lamashizzar, que no creía que nunca llegara a encontrar a un noble que aceptara casarse con Khalida; pero Neferata, en el fondo, estaba orgullosa de ella.

La reina bajó la mano y acarició el cabello oscuro de la joven. Lo llevaba recogido en docenas de trenzas apretadas y aceitadas, como las amazonas numasis de las leyendas.

—El trabajo de verdad apenas ha empezado, pequeño halcón —dijo Neferata cariñosamente—. Hasta ahora, el Consejo simplemente ha discutido temas de impuestos y comercio. Asuntos triviales, en términos generales.

Khalida levantó la mirada hacia la reina. La diosa Asaph no la había bendecido con la belleza radiante que poseían Neferata y la mayor parte del linaje real lahmiano. Aunque era muy atractiva, de un modo fiero y anguloso: poseía una nariz afilada, una barbilla pequeña y cuadrada, y unos ojos oscuros y penetrantes. La joven frunció el entrecejo.

—¿Triviales comparados con qué?

La reina sonrió.

—Comparados con el poder, por supuesto. Las decisiones que se tomen aquí determinarán el equilibrio de poderes en Nehekhara en siglos venideros. Cada uno de los soberanos sentados ahí abajo tiene su propia idea de cómo se debe alcanzar ese equilibrio.

Khalida cogió el extremo de una de sus trenzas entre los dedos y la hizo girar con aire pensativo.

—En ese caso, ¿quién decide cuál es la mejor idea?

—De momento, nosotros.

«Y más vale que Lamashizzar aproveche esta oportunidad al máximo». Neferata agarró a Khalida por los hombros y la hizo levantarse con suavidad.

—Presta atención a algo más aparte de los caballos un momento e intentaré explicártelo.

Khalida soltó un fuerte suspiro.

—Si eso hace que el tiempo transcurra más de prisa.

La reina asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Empieza con Khemri —dijo—. Desde la época de Settra el Magnífico, la Ciudad Viviente ha sido el centro del poder en Nehekhara. Incluso después de que el Imperio de Settra cayera, la Ciudad Viviente y su culto funerario ejercían una enorme influencia política y económica de un extremo a otro de la Tierra Bendita. Sus intereses se garantizaban por delante de los demás, y eso se traducía en poder, comodidad y seguridad. En segundo lugar, estaba Mahrak, la Ciudad de los Dioses, y luego, Ka-Sabar, Numas, Lybaras, Zandri, Lahmia y Quatar.

—¿Numas era más poderosa que Lybaras? —preguntó Khalida—. Son agricultores en su mayoría. ¡Lybaras tenía dirigibles!

—Los numasis le suministraban grano a la mayor parte de Nehekhara —repuso la reina con paciencia—. No te puedes comer un dirigible, pequeño halcón.

—Supongo que no —contestó la muchacha—. Pero ¿y nosotros? ¿Por qué estábamos tan abajo en la lista?

Neferata suspiró.

—Porque estábamos muy lejos de Khemri, para empezar. Zandri estaba más cerca y era algo más rica debido al comercio de esclavos. Y a diferencia de otras ciudades, preferíamos mantener las distancias.

—Pero Nagash cambió todo eso.

—Así es. Ahora Khemri no es más que un montón de ruinas, al igual que Mahrak, y la mayoría de las otras ciudades sufrieron enormemente por culpa del Usurpador. Pero desde que la guerra ha terminado, todo está cambiando con rapidez.

Fue entonces cuando la voz del rey Lamashizzar se alzó sobre los murmullos apagados de la sala.

—Rey sacerdote Khepra, mi querido amigo, ¿deseáis dirigiros al Consejo?

Una pesada silla de madera crujió cuando Khepra, rey sacerdote de Lybaras, se puso en pie despacio. El hijo del difunto rey Hekhmenukep se parecía mucho a su insigne padre: era alto y delgado, con hombros estrechos y un rostro abatido y de mandíbula cuadrada. Sin embargo, a diferencia de su padre, Khepra tenía los brazos y los hombros muy musculosos, y sus manos y su rostro mostraban las cicatrices de docenas de campos de batalla.

Al igual que los reyes de Lybaras que le precedieron, Khepra llevaba una magnífica cadena de oro alrededor del cuello, de la que colgaban una cantidad asombrosa de lentes de cristal envueltas con alambre de oro, plata o cobre. Se trataba de una reliquia de un tiempo más próspero y pacífico, cuando los sacerdotes ingenieros de Lybaras construían maravillosos inventos para mayor gloria de Tahoth, dios patrón de los eruditos.

El rey saludó con la cabeza a Lamashizzar.

—Gran rey, en nombre de vuestros estimados invitados, deseo daros las gracias por esta magnífica demostración de generosidad. También me alegra ver que todos nos hayamos reunido hoy para garantizar la prosperidad duradera de nuestras grandes ciudades y la región de Nehekhara en su totalidad. Es un comienzo prometedor, pero todavía hay temas muy serios que requieren nuestra atención.

Neferata entrecerró los osos.

—Ahora empieza, pequeño halcón. Observa los rostros de los soberanos sentados alrededor de la mesa. ¿Cómo están reaccionando a las palabras del rey lybarano?

La joven frunció el entrecejo, pero hizo lo que se le indicó.

—Pues… parecen curiosos, supongo. Muestran un interés cortés. —Hizo una pausa, inclinando la cabeza ligeramente hacia un lado—. Menos el rey de Rasetra.

—¿De verdad? —preguntó la reina, con una ligera sonrisa.

—Ni siquiera mira a Khepra. Hace como si sorbiera su vino, pero en realidad está observando a los demás.

Neferata asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Ahora sabes quién está haciendo la pregunta de verdad. El rey Khepra habla a instancias de Rasetra, mientras el rey Shepret puede dedicar toda su atención a evaluar las reacciones de sus rivales.

Rasetra y Lybaras habían sido estrechas aliadas durante la guerra y las más castigadas por los enfrentamientos de principio a fin. Buscara lo que buscase Rasetra, era casi seguro que el rey Shepret podía contar con el apoyo de Khepra en el Consejo. Neferata había tratado de advertirle a Lamashizzar que encontrara un modo de abrir una brecha entre los dos reyes. Si no lo hacía, uno de los otros reyes no dudaría en intentarlo.

La reina se volvió hacia la mesa situada a su lado y cogió el pincel. Escribió rápidamente usando las pictografias de bordes afilados de la jerga comercial del Imperio Oriental: «¡Divide a Rasetra y Lybaras, o te superarán tácticamente!».

Hizo una pausa, dándose golpecitos con el extremo del pincel contra el labio inferior mientras se le ocurría algo. «El hijo del rey Khepra necesita una esposa. ¿Tal vez Khalida?».

Cogió un pellizco de arena de grano fino de una cajita situada junto al tintero, la esparció sobre las pictografias para ayudar a fijar la tinta y luego le tendió la página a una servidora para que se la llevara al rey.

—Aunque hemos puesto en funcionamiento planes para asegurar la estabilidad de nuestros propios hogares, aún hay tres ciudades yermas y carentes de liderazgo —dijo el rey de Lybaras—. No podemos quedarnos de brazos cruzados y ver cómo acaban en ruinas.

—Palabras generosas de parte de un hombre que ha pasado los últimos cuatro años devastando una de esas mismas ciudades en cuestión —contestó Lamashizzar afablemente.

Los otros soberanos se rieron de la suave pulla, pero el rey Khepra se puso a la defensiva de inmediato. Balbuceó un instante, incapaz de encontrar una respuesta adecuada.

—La ciudad de Ka-Sabar es la menor de nuestras preocupaciones en este momento —apuntó el rey Shepret con voz monótona.

Era un hombre delgado y musculoso, con los hombros anchos de su difunto padre, pero mientras que el legendario Rakh-amn-hotep era corpulento y belicoso, Shepret poseía los rasgos aquilinos de un aristócrata del interior.

Aunque tenía poco más de cien años —por tanto, bien entrado en la madurez—, su abundante cabello negro sólo mostraba unos cuantos mechones canosos y sus ojos verdes eran igual de intensos y nítidos que esmeraldas talladas.

—La Ciudad Viviente lleva casi un siglo en ruinas. —Dejó su copa de vino sobre la mesa y posó su penetrante mirada en Lamashizzar—. Ahora que la guerra ha terminado, debemos reclamar la ciudad y reinstaurar el orden legítimo de las cosas.

Se oyeron murmullos nerviosos alrededor de la mesa del Consejo. Khalida esbozó una sonrisa burlona.

—Lamashizzar ha obligado a Shepret a exponer su propio caso —dijo con orgullo. Miró a Neferata de reojo—. Eso es lo que ha ocurrido, ¿no?

Neferata suspiró.

—Con Lamashizzar a veces es difícil de decir, pero puede ser que sí.

—Pero ¿por qué le interesa al rey Shepret restaurar la Ciudad Viviente? ¿No tiene suficientes preocupaciones con los hombres lagarto?

La reina le dirigió una mirada inquisitiva a su joven prima. Por lo visto, Khalida no estaba tan ajena a los asuntos de Estado como parecía. Rasetra era la más pequeña de las grandes ciudades, pero debido a su proximidad a las mortíferas selvas meridionales y sus tribus de hombres lagarto, su ejército era inigualable. No obstante, la guerra había desangrado a Rasetra y ahora la ciudad luchaba por sobrevivir frente a los ataques cada vez más numerosos de las partidas de guerra de los lagartos.

Neferata meditó la pregunta detenidamente.

—No es del todo inesperado —contestó—. Originariamente, Khemri colonizó Rasetra, hace sólo unos cuantos siglos. Cuando el rey Shepret habla de poner otro rey en el trono de Khemri, se refiera a uno de sus hijos. Están directamente emparentados con la antigua familia real y su derecho es incuestionable. Esto le proporcionaría a Rasetra un poderoso aliado en la cara occidental de las Cumbres Quebradizas y le permitiría ejercer su influencia por toda Nehekhara.

En la mesa del Consejo, Lamashizzar carraspeó, y los murmullos se acallaron.

—Ese es un objetivo muy noble, mi querido amigo —dijo el rey—, pero también de enormes proporciones. Ahora Khemri está vacía. Los chacales y los fantasmas errantes son los únicos que merodean por las calles de la ciudad.

El rey Shepret asintió con la cabeza. Siendo joven, iba con el ejército de su padre cuando llegaron a Khemri, sólo unos meses después de la batalla en Mahrak. Había visto las calles abarrotadas de arena de la ciudad de primera mano.

—Según mis fuentes, muchos de los ciudadanos de Khemri huyeron a Bel Aliad con la esperanza de empezar una nueva vida allí. —Se encogió de hombros—. Se les podría volver a asentar, con el incentivo apropiado.

Khalida soltó un resoplido.

—Quiere decir por la fuerza.

Neferata comprendió que la joven tenía toda la razón. Se volvió rápidamente y cogió el pincel de nuevo. «Dale a Shepret lo que quiere —escribió—. Dale Khemri». Una servidora se acercó corriendo y agarró el mensaje de la mano extendida de la reina.

Khalida observó cómo la servidora se marchaba.

—En realidad, ¿el rey sigue vuestros consejos?

—Ha pasado alguna vez —respondió Neferata.

—¿Es verdad que llegasteis a gobernar la ciudad, hace años, cuando él estaba luchando contra Nagash?

La pregunta sorprendió a Neferata.

—¿Quién te ha dicho eso?

—¡Ah! —dijo Khalida, que de pronto se sintió incómoda—. Nadie en particular. Todo el mundo lo sabe…, dentro del Palacio de las Mujeres, por lo menos.

—Bueno, no es algo que haga falta repetir en otro sitio —le advirtió la reina—. Puede ser que otras ciudades traten a sus reinas de manera diferente, pero aquí en Lahmia esas cosas no están bien vistas.

Hizo una pausa, sin estar segura de cuánto debía desvelar.

—Digamos que eran tiempos difíciles y estábamos en una fase delicada de las negociaciones con el Imperio Oriental. Yo… asesoré al gran visir Ubaid en una serie de temas importantes mientras el rey estaba fuera. Nada más.

Khalida asintió con la cabeza con aire pensativo y se volvió para observar de nuevo al consejo.

—Shepret tendría más o menos mi edad entonces —caviló—. Ahora parece tan viejo. Y sin embargo, Lamashizzar y vos todavía tenéis el joven aspecto de unos treintañeros.

Neferata se puso tensa. «Eres más perspicaz de lo que yo creía, pequeño halcón».

A lo largo de las últimas nueve décadas, Lamashizzar y su conciliábulo habían estado muy ocupados descifrando los libros de Nagash y tratando de reproducir su elixir de inmortalidad. Durante los primeros años, el rey la había consultado con frecuencia y, a pesar de sus recelos, Neferata le había ayudado a explicar los métodos básicos del nigromante para elaborar pociones y realizar conjuros. Cederle el control de la ciudad a Lamashizzar había resultado mucho más difícil de soportar de lo que había imaginado y experimentar con los libros de Nagash le había proporcionado, al menos, algo que hacer. Regresar a una vida tranquila y enclaustrada en el Palacio de las Mujeres parecía un destino peor que la muerte.

Necesitaron cuatro años de ensayo y error antes de lograr una versión muy débil del elixir. Después de aquello, Lamashizzar ya no volvió a hacerla salir del Palacio de las Mujeres. La reina recibía cada mes una botellita de la poción, que conseguía ralentizar el proceso de envejecimiento, pero nada más. Que ella supiera, Lamashizzar y sus nobles seguían experimentando con el proceso en una ala del palacio que no se utilizaba. Neferata no tenía ni idea de qué había sido al final de Arkhan, el prisionero inmortal del rey.

—Mi hermano y yo hemos sido muy afortunados —contestó Neferata con toda la tranquilidad que pudo lograr—. Las bendiciones de Asaph están muy presentes en el linaje real. Siempre ha sido así.

Khalida soltó una risita.

—Espero contar con la mitad de suerte cuando tenga cien años —dijo.

—El tiempo lo dirá —respondió la reina, ansiosa por cambiar de tema—. ¿Qué acaba de decir el rey Teremun?

La joven parpadeó.

—Creo que le preguntó a Shepret qué quería decir con reinstaurar el orden legítimo. Algo por el estilo.

Mientras Neferata meditaba la pregunta, Shepret se volvió hacia el rey de Zandri y contestó:

—Un siglo de guerra ha acabado con la voluntad de la gente. Tenemos que enviar una señal clara de que la era de Nagash ha terminado. Es necesario que haya un nuevo rey en el trono de Settra, y una Hija del Sol a su lado.

Neferata realizó una brusca inhalación. «Muy listo, Shepret —pensó la reina—. Has sido muy listo».

Era una propuesta que casi le garantizaba ganarse el apoyo de Lahmia. Desde los tiempos de Settra el Magnífico, los reyes sacerdotes de Khemri se casaban con la hija mayor del linaje real lahmiano. La primogénita del rey lahmiano recibía el nombre de la Hija del Sol, pues era la encarnación viva del pacto entre los dioses y la gente de la Tierra Bendita. El fin del matrimonio era crear una unión entre el poder espiritual y temporal del trono de Settra, y había sido una de las piedras angulares del poder de Khemri desde entonces.

Era evidente que el rey de Rasetra estaba proponiendo una alianza con Lahmia, una alianza que, en teoría, beneficiaría a ambas ciudades. También era algo que ninguna de las otras grandes ciudades toleraría.

Como si le hubiera leído el pensamiento, la reina Amunet de Numas se volvió en la silla para mirar a Shepret. Se trataba de la hija de Seheb, uno de los reyes gemelos de la ciudad, y la única superviviente después del sanguinario ciclo de fratricidio que tuvo lugar tras la repentina muerte de los gemelos. Tenía los ojos negros como el ónice y una sonrisa parecida a la de un chacal hambriento.

—Estáis empezando la casa por el tejado, rey Shepret —dijo la soberana de Numas con sequedad—. Lamashizzar y su reina deben tener descendencia antes de que vuestro sueño pueda hacerse realidad.

El resto del Consejo respondió con una carcajada nerviosa; todos salvo el enfermizo rey Naeem de Quatar, que colocó las manos temblorosas sobre la mesa y se puso en pie. Naeem tenía la misma edad que sus pares, pero cuando era un joven acólito había sido uno de los que habían quedado atrapados en Mahrak durante el sitio de diez años de Nagash y nunca se había recuperado del todo del sufrimiento que había soportado allí. Tenía el cuerpo tan delgado que daba pena, la cabeza calva y las mejillas hundidas. Cuando habló, su voz fue poco más que un susurro, pero sus ojos legañosos ardían con convicción.

—El rey Shepret habla de reinstaurar el orden legítimo de las cosas, pero está enfocando mal sus prioridades —declaró Naeem—. El mayor crimen del Usurpador fue romper el pacto sagrado entre las personas y sus dioses. Las bendiciones que nos han sustentado durante milenios están desapareciendo. Las arenas se acercan un poco más a nuestras ciudades cada año y las cosechas disminuyen. Nuestra gente sufre un poco más cada año debido a las enfermedades y ya no vivimos el mismo número de años que nuestros antepasados. A menos que encontremos un modo de redimirnos a ojos de los dioses, dentro de unos cuantos siglos Nehekhara será un reino de muertos.

Khalida abrió mucho los ojos.

—¿Eso es verdad?

Neferata apretó los labios con gesto irritado.

—No he tenido la oportunidad de medir el tamaño de nuestros campos últimamente —contestó—. No hay duda de que suena ominoso, pero recuerda que Naeem era sacerdote mucho antes de convertirse en rey, así que sus convicciones son bastante sospechosas.

La joven frunció el entrecejo.

—¿Eso qué significa?

—Espera y escucha.

Abajo, en la mesa del Consejo, habló Lamashizzar.

—Entonces, ¿qué queréis que hagamos? —le preguntó a Naeem.

Por la expresión que apareció en el rostro de Naeem, dio la impresión de que la respuesta era obvia para él.

—¡Vaya, hay que recordarle primero a la gente su deber para con los dioses! —contestó—. No debemos escatimar esfuerzos en reconstruir Mahrak y devolver el Consejo Hierático al lugar que le corresponde en la sociedad nehekharana.

—Ahora llegamos al meollo de la cuestión —le explicó la reina a Khalida—. Naeem ha estado escuchando los consejos de esos viejos buitres amargados que han anidado en su corte.

A lo largo de toda la historia de Nehekhara, el Consejo Hierático se había permitido hablar en nombre de los mismos dioses, dictando edictos e inmiscuyéndose en los asuntos de los reyes desde su sede de poder en Mahrak. Contaba con templos en cada una de las grandes ciudades y con consejeros religiosos en todas las cortes reales, y sus riquezas e influencia habían sido enormes. Al final, el Usurpador había terminado con su dominio sobre la sociedad nehekharana y, desde la caída de Mahrak, lo que quedaba del Consejo se había refugiado en Quatar, desde donde sus miembros habían continuado lanzando graves advertencias sobre la desaparición de las antiguas tradiciones. Que Neferata supiera, ninguno de los soberanos de Nehekhara parecía dispuesto a seguir escuchando sus arengas. Sus poderes divinos se habían debilitado y las glorias de los Ushabtis, sus paladines sagrados, no eran más que un recuerdo cada vez más lejano. Su momento había pasado.

Lamashizzar alzó la mano con gesto apaciguador.

—Vuestra devoción os honra, rey Naeem —dijo con mucha habilidad—, y estoy seguro de que todos nuestros amigos aquí presentes estarán de acuerdo en que nos gustaría ver al Consejo de nuevo en Mahrak un día. Claro está que no es necesario que os cuente, precisamente a vos, cuánto han sufrido nuestras ciudades durante esta larga guerra…

—¡Si no hubiera sido por el Consejo Hierático, ninguno de nosotros estaría hoy aquí sentado! —soltó Naeem abriendo mucho los ojos llorosos en un gesto de indignación justificada—. ¡Fueron ellos los que forjaron la gran alianza entre Rasetra y Lybaras! ¡Ellos financiaron la creación de los ejércitos y las máquinas de guerra! Les debemos…

—Aquí nadie ha afirmado lo contrario —respondió Lamashizzar, cuya voz se estaba endureciendo—, al igual que nadie ha afirmado tampoco que posea los recursos para reconstruir Khemri.

Neferata se enderezó. «No seas tonto, hermano —pensó—. Se te ha presentado una excelente oportunidad. ¡No la desaproveches!».

—Durante un siglo, todos los presentes han entregado mucho al servicio del bien común —continuó Lamashizzar, pasando por alto convenientemente el hecho de que la mitad de las ciudades representadas en la mesa habían apoyado a Nagash hasta el último momento en las afueras de Mahrak—. Creo que los dioses nos perdonarán si ahora nos concentramos en recobrar nuestras fuerzas, aunque sólo sea durante un tiempo. Los enormes proyectos de reconstrucción son, en mi opinión, un poco prematuros en este momento. ¿Alguien discrepa?

El rey de Quatar fulminó con una mirada maliciosa a los soberanos reunidos, pero incluso Shepret se recostó en su silla y clavó la mirada en silencio en la copa de vino. Neferata apretó los puños con frustración.

—En ese caso, estamos todos de acuerdo —sentenció Lamashizzar—. Pero les agradezco tanto al rey Naeem como al rey Shepret que nos hayan hecho saber sus inquietudes. Tengo plena confianza en que, cuando llegue el momento oportuno, sin duda retomaremos esas propuestas y las estudiaremos debidamente.

El rey lahmiano se puso en pie, sonriendo.

—Por ahora, sin embargo, ¿me permitís sugerir que levantemos la sesión y nos refresquemos antes del banquete vespertino?

Dio la impresión de que el rey Naeem iba a protestar contra la sugerencia de Lamashizzar, pero se le adelantaron la reina Amunet y Fadil, el joven rey de Zandri, que se levantaron sin decir una palabra y abandonaron el Consejo. Los criados y escribas se pusieron en pie, pululando alrededor de la mesa, y el rey de Quatar no tuvo más remedio que reunir a sus sirvientes y marcharse con la poca dignidad que le quedaba.

—Gracias a Asaph —dijo Khalida con un suspiro—. Parecía que el rey Naeem estaba dispuesto a discutir toda la noche. —Se volvió hacia Neferata con expresión esperanzada—. ¿Regresamos al Palacio de las Mujeres?

—Ve tú —le indicó Neferata—. Y llévate a las doncellas contigo. Yo iré en seguida.

Khalida abrió mucho los ojos.

—Pe…, pero no creo que sea prudente…

—Tengo que hablar con Lamashizzar —la interrumpió la reina, a la que el enfado estaba empezando a notársele en la voz—. En privado. Haz lo que te digo, pequeño halcón.

La muchacha se puso en pie rápidamente, como si la hubieran pinchado, y en cuestión de segundos, estaba sacando del balcón a las desconcertadas doncellas. En cuanto se marcharon, Neferata agarró su máscara de manos de una servidora con cara de nerviosismo y se abalanzó escaleras abajo hacia el piso inferior.

Encontró a Lamashizzar en uno de los serpenteantes senderos del jardín que partían de la zona del Consejo. El rey estaba rodeado de una serie de escribas de alto rango que le mostraban borradores de varios acuerdos comerciales para que los aprobara. El rey levantó la mirada al oír que la reina se acercaba y la sonrisa de suficiencia desapareció de su rostro.

—Tengo que hablar contigo —dijo Neferata con suma frialdad—. Ahora.

El rey entrecerró los ojos, furioso, pero Neferata le sostuvo la mirada sin inmutarse. Después de un largo momento, Lamashizzar les dio permiso a los escribas para que se retirasen, y estos se apresuraron a alejarse por el sendero del jardín.

—Estoy empezando a pensar que W’soran tenía razón hace años —le gruñó—. Parece que tienes problemas para comprender cuál es tu sitio, hermana.

Neferata se acercó y alzó su rostro enmascarado hacia él.

—¿Leíste algo de lo que escribí, hermano? Simplifiqué las palabras todo lo que pude —dijo entre dientes. La vehemencia de su voz la sorprendió incluso a ella misma, pero estaba demasiado frustrada como para contenerla—. Dale. Khemri. A. Shepret. ¿Era una idea demasiado complicada para que la captaras?

—¿Y por qué, en nombre de todos los dioses, debería haber hecho tal cosa? —contestó Lamashizzar con un gruñido—. ¿Entregarle el control de Khemri a Rasetra? ¡Qué absurdo!

—¡Era la oportunidad perfecta para inutilizar a nuestro rival más peligroso! —contraatacó Neferata, cuya voz resonó dentro de los confines de la máscara. La reina tuvo que emplear todo su autocontrol para no arrancarse la maldita cosa y lanzarla contra el petulante rostro de su hermano—. ¿No lo ves? ¡Rasetra no posee la fuerza necesaria para reconstruir Khemri y contener a los hombres lagarto al mismo tiempo! La codicia de Shepret habría sido su perdición. ¡Lo único que teníamos que hacer era cruzarnos de brazos y darle nuestras bendiciones!

—¿Y privarnos de un importante socio mercantil? ¿Estás loca? —preguntó bruscamente el rey—. ¿El loto negro te ha embotado los sentidos de forma permanente? Estos acuerdos comerciales pagarán la deuda que tenemos con el Imperio Oriental y consolidarán Lahmia como el centro de poder en Nehekhara.

—¿De verdad eres tan ingenuo? —contestó la reina—. Nuestros «queridos amigos» no cumplirán esos acuerdos ni un momento más de lo necesario. En cuanto hayan reconstruido sus ciudades y rehecho sus ejércitos, formarán una coalición y nos obligarán a negociar unas condiciones que sean más de su agrado. ¿No aprendiste nada de la guerra con Nagash?

El rey movió la mano rápidamente y agarró a Neferata por la mandíbula, sosteniéndola con una fuerza sorprendente.

—No hables de cosas de las que no sabes nada —le advirtió—. Nunca debería haber dejado que aconsejaras a Ubaid en mi ausencia. Te metió demasiadas ideas peligrosas en la cabeza. —La empujó hacia atrás bruscamente—. Si sabes lo que te conviene, te ocuparás de asuntos más apropiados, como proporcionarme un heredero. ¿O preferirías que dejara de enviarte botellas de elixir cada mes? Siempre puedo casarme con Khalida cuando hayas muerto.

Las palabras de Lamashizzar hirieron a Neferata como un cuchillo. Y no se trataba de una amenaza vana; podía ver que decía la verdad en sus Ojos. Estaba atrapada. Lamashizzar podía negarle el elixir de Nagash cuando le apeteciera y simplemente esperar a que muriera.

Se oyeron unos pasos rápidos que bajaban por el sendero del jardín. Neferata se volvió y vio aparecer a dos miembros de la guardia real, a los que era evidente que el acalorado intercambio de palabras había hecho acercarse. Lamashizzar les hizo una brusca señal con la cabeza.

—Los acontecimientos del día han sobreexcitado a la reina —les dijo—. Conducidla al Palacio de las Mujeres de inmediato e informadles a sus doncellas que deben administrarle una pócima para ayudarla a descansar.

Lamashizzar agarró a la reina por el brazo y se la pasó a los guardias como si fuera una niña. Neferata sintió que se movía como si estuviera en medio de un sueño, mientras los guerreros la llevaban de regreso a su prisión dorada.