9: Entre ladrones

9

Entre ladrones

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 76.º año de Khsar el Sin Rostro

(-1598, según el cálculo imperial)

No se trataba del infatigable corcel blanco de sus sueños, pero el caballo de guerra numasi de color castaño era uno de los animales más magníficos que Arkhan había montado. De patas largas, con un pecho ancho y cuartos traseros fuertes, el semental había sido criado para conseguir agilidad, fuerza y resistencia, cualidades que tenían como objetivo mantener al jinete y al animal vivos en el campo de batalla. La montura, que había sido un obsequio de los señores de los Caballos al rey de Lahmia, había acabado en un establo, rodeada de palafrenes de patas robustas que no servían para nada más exigente que alguna que otra cacería o desfile ceremonial. Al inmortal le había gustado de inmediato aquella criatura hosca e irascible; los dos habían permanecido encerrados y, en gran parte, ignorados durante demasiado tiempo.

Pasaron por las puertas del palacio al trote, sin apenas suscitar una respuesta en la guardia real, y siguieron el ancho camino procesional que serpenteaba colina abajo entre las magníficas villas de la élite de la ciudad. Acababa de anochecer, y los jóvenes faroleros aún estaban haciendo sus rondas por las estrechas calles de la población. Un muchacho con un largo fragmento de junco tuvo que apartarse a un lado con agilidad para evitar que el caballo de Arkhan le diera un mordisco al pasar. Sonidos de música y conversación salían de las ventanas abiertas de las villas tapiadas mientras los nobles se reunían a cenar temprano antes de dirigirse a la ciudad a pasar una larga noche de libertinaje. Las calles estaban relativamente despejadas por el momento, y el inmortal avanzó con rapidez. Estaba impaciente por llegar a la carretera ancha y las onduladas colinas que se extendían al oeste de la ciudad.

Sólo habían transcurrido seis meses desde que Neferata le había ordenado al rey que lo liberara —lo había obligado a empuñar el cincel en persona, lo que fue una absoluta humillación para Lamashizzar—, y los recuerdos de los últimos ciento cincuenta años ya se estaban desvaneciendo, como un largo y atormentado sueño provocado por la fiebre. Neferata había decidido mantener sus aposentos en el Palacio de las Mujeres, lejos de su marido, y había procurado no alardear demasiado de su recién descubierta libertad. Mientras que en otro tiempo Arkhan se había visto confinado a un rincón de una habitación grande y lúgubre, ahora tenía libre acceso a toda el ala del palacio. Se les había ordenado a los sirvientes que limpiaran los pasillos y empezaran a renovar el mobiliario de un grupo de habitaciones y se le había suministrado al inmortal un magnífico guardarropa de suntuosas sedas oscuras y accesorios de cuero de primera calidad.

Neferata había llegado incluso a proporcionarle una espada: no el curvo khopesh de bronce que preferían la mayoría de los guerreros nehekharanos, sino una pesada arma de doble filo hecha de oscuro hierro oriental. Arkhan sabía que era más que un simple gesto de confianza y aprecio. La reina también estaba demostrando su autoridad, tanto a él como al resto del pequeño conciliábulo de Lamashizzar.

La reina le había dado una arma como símbolo de que no tenía nada que temer de él. Le había abierto los establos del rey para demostrarle que comprendía que no tenía ningún otro sitio adonde ir.

Poco después, el camino procesional llegó al pie de la gran colina y se adentró en el barrio comercial oriental de la ciudad, donde se les vendían artículos de primera calidad procedentes de toda Nehekhara a los nobles y mercaderes más adinerados de la ciudad. Todavía había mucha actividad, a pesar de la hora. El comercio con el oeste estaba aumentando por fin y cada pocos meses llegaban caravanas desde lugares tan lejanos como Numas y Zandri. Pequeñas multitudes de ciudadanos y sirvientes echaban un vistazo por los bazares iluminados con faroles comprando artículos de bronce de Ka-Sabar, sillas de montar de cuero de Numas o especias exóticas de las selvas del sur de Rasetra. Mercaderes con las capas cortas y los faldellines de lino de las ciudades del desierto regateaban con lahmianos vestidos de seda, e incluso unos cuantos comerciantes del Imperio de aspecto altivo, buscando artículos de lujo para llevar de regreso a su patria. En un momento dado, Arkhan oyó un fuerte estruendo y una serie de gritos roncos al otro lado de la amplia plaza, y al volverse vio a dos guardias llevándose a rastras del puesto de un comerciante de especias rasetrano a un golfillo que forcejeaba y bufaba. Si el joven ladronzuelo tenía mucha suerte, los magistrados de la ciudad sólo lo condenarían a un año de trabajo en un barco mercante lahmiano; de lo contrario, lo encadenarían a la costa rocosa que había al norte de la ciudad y lo dejarían para que se lo comieran los cangrejos.

Más allá de la zona comercial se extendían los abarrotados barrios que albergaban a los numerosos artesanos y jornaleros de la ciudad. Aquí las calles estaban tranquilas en su mayor parte, pues los comerciantes y sus familias se habían retirado a sus tejados o pequeños patios tapiados después de un largo día de trabajo. Los niños correteaban y jugaban al fresco de la tarde, disfrutando de unas pocas y preciadas horas de libertad. Un grupo pasó corriendo junto a Arkhan, encabezado por un muchacho alto que llevaba una espantosa máscara de arcilla. Los perseguía otro grupo de niños que blandían palos y llevaban toscos aros o coronas tejidos con juncos del río. Se habían propuesto atrapar al niño enmascarado, mientras que los compañeros de este también blandían palos cada vez que los perseguidores se acercaban demasiado.

—¡A por ellos! —Gritaron los jóvenes reyes con regocijo—. ¡Muerte al Usurpador y sus secuaces! ¡Muerte a Nagash!

La figura enmascarada se volvió y les hizo un gesto obsceno a sus perseguidores, lo que provocó más risas y amenazas. Arkhan frenó el caballo cuando cruzaron la calle a la carrera. La grotesca máscara se volvió hacía él un breve instante, y luego el niño desapareció, guiando a sus jóvenes inmortales hacia las sombras de un callejón cercano.

Arkhan todavía estaba sacudiendo la cabeza, desconcertado, cuando las apretadas casas de adobe dejaron paso a la masa más tosca y extensa de chozas y recintos de mimbre que se agolpaban contra la cadena de colinas redondeadas situada en el borde occidental de la ciudad. Las personas que vivían allí eran en su mayor parte descendientes de refugiados de la lejana Mahrak, a los que habían dejado para que se labraran a duras penas una existencia miserable entre los parias de Lahmia. Mendigos, prostitutas y aspirantes a ladrones merodeaban por los márgenes del camino comercial, observando el lujoso atuendo del inmortal con interés predador. Arkhan les dirigió a los más audaces una sonrisa de dientes negros, y estos apartaron rápidamente la mirada buscando una presa más fácil.

Espoleó al caballo de batalla para que emprendiera un medio galope, deseoso de librarse del hedor y la miseria de los desposeídos. Pocos minutos después subía hacia las colinas arboladas; había dejado atrás, por fin, el ruido y las luces de la ciudad. Árboles descuidados se apiñaban cerca del camino comercial y el cielo sólo era una estrecha franja de estrellas y luz de la luna en lo alto. Arkhan respiró el aire fresco y con olor a cedro y pino, y soltó las riendas al caballo. El semental emprendió el galope con entusiasmo y, durante un rato, el inmortal pudo dejar a un lado los pensamientos sobre fórmulas y conjuros, y simplemente sentir el viento en la cara.

Habían hecho grandes progresos en los últimos meses, ahora que Neferata estaba en condiciones de obtener sujetos humanos para sus experimentos. A Arkhan le resultaba bastante fácil secuestrar a un mendigo o una prostituta en las afueras de la ciudad, drogarlos con raíz de loto y volver a entrar con ellos en el palacio sin que lo vieran a altas horas de la noche. Después, se podían deshacer del cuerpo entre los ladrones condenados al norte de la ciudad, y pocos días después no quedaba nada más que huesos, pelados por la acción del hambriento mar. Mientras procedieran con la debida cautela, la población de refugiados de la ciudad los mantendría perfectamente abastecidos durante cientos de años. Aún les quedaba mucho para llegar a dominar el complicado ritual de Nagash, pero el elixir que obtenían era lo suficientemente potente como para asegurar la constante lealtad del conciliábulo de Lamashizzar.

Como usurpación, la jugada de la reina había sido tan hábil como sutil. Sin el conocimiento del resto de la ciudad, Lamashizzar había pasado, de la noche a la mañana, de ser rey a ser una simple figura decorativa, que hacía públicos los edictos de Neferata en su propio nombre. No podía poner al descubierto el plan de Neferata ante el resto de la ciudad sin implicarse a sí mismo en la práctica de la nigromancia, y no podía actuar contra ella en secreto sin que se le opusiera el resto del conciliábulo.

Ahora que Ushoran, Abhorash y los demás habían probado lo que podía hacer realmente el elixir, tendrían que ser idiotas para querer regresar a la aguada sopa de sangre de cabra que les había ofrecido el rey. Hasta el momento, Lamashizzar había aceptado el nuevo equilibrio de poder con la poca elegancia que poseía, y pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo malhumorado en sus aposentos. Era posible que el golpe de estado lo hubiera amilanado por completo; Neferata parecía pensarlo, pero Arkhan no estaba tan seguro. Perder una corona era una cosa, pero perder el control sobre el elixir de Nagash, otra muy distinta.

Siguió adelante, subió las colinas y llegó al borde de la gran Llanura Dorada, donde incontables agricultores recogían cosechas de cereales, maíz y judías de la tierra fértil. Ahora los extensos campos permanecían inactivos y desnudos, aguardando el regreso de la primavera. Arkhan frenó el caballo de guerra y se quedó mirando en silencio, saboreando la extensión abierta. La piedra blanca del camino comercial rielaba como un espejismo a la luz de la luna, atrayéndolo hacia el oeste, hacia las Cumbres Quebradizas y las tierras que se extendían más allá.

El semental redujo la velocidad y avanzó al paso, con las ijadas agitadas debido al largo paseo, y Arkhan dejó que eligiera su propio ritmo mientras continuaban descendiendo por el camino. Se vio tentado, como cada noche, de seguir adelante, dejando atrás Lybaras y las calles desoladas de Mahrak, y atravesando el Valle de los Reyes y las lejanas Puertas del Alba. Desde allí, podría pasar la odiada Quatar sin que lo vieran y luego llegar a la ciudadela que había construido en el desierto del sur o incluso a las calles desiertas de la propia Khemri.

La Pirámide Negra seguía en el centro de la necrópolis de la ciudad. La gran cripta se había construido para desafiar los siglos y perduraría mucho después de que el sol se hubiera vuelto frío y oscuro. Había modos secretos de entrar que ningún mortal conocía, y con los sacrificios adecuados, los oscuros vientos de la magia podrían obedecer sus órdenes una vez más.

Y luego…, ¿qué? El recuerdo del terrible reinado de Nagash todavía estaba fresco en la memoria de la mayoría de los nehekharanos. Si los reyes de las grandes ciudades supieran que había sobrevivido, no escatimarían esfuerzos para destruirlo. Podría encogerse en las sombras como una rata y esperar que no reparasen en él, o bien intentar reclutar un ejército y desafiar su poderío conjunto todo lo que pudiera.

Lahmia, por otro lado, ofrecía la promesa de la inmortalidad y las comodidades de un reino rico y poderoso. No tenía ninguna duda de que, bajo el capaz liderazgo de Neferata, la ciudad se convertiría en el indiscutido centro del poder de toda Nehekhara. Dentro de unos cuantos siglos, incluso podría ser la sede de un nuevo imperio, algo que ni siquiera Nagash había logrado.

Cuando ese día llegara por fin, Neferata necesitaría una mano derecha fuerte que guiara a sus ejércitos en el campo de batalla y ampliara las fronteras de sus dominios, un lugarteniente fiel y despiadado…, quizá, con el tiempo, incluso un consorte.

«Escúchate —se dijo con soma—. Arkhan el Negro, calvo y con los dientes estropeados, consorte de la Reina del Alba. ¡Qué idiota! Esa maldita mujer te tiene embelesado, ¿no lo ves? ¡Cuánto más te alejes de ella, mejor!».

Si no fuera porque, claro, no tenía adónde ir.

Arkhan caviló sobre su destino mientras continuaba bajando por el camino durante más de una hora, dejando atrás casas de agricultores y oscuros campos en barbecho. Unos perros ladraban a lo lejos; los búhos ululaban, cazando a su presa, y los murciélagos revoloteaban por delante de la cara de la luna. Después de un rato, llegó a una sección de la llanura que todavía estaba subdividida por tramos de espeso bosque. Cada vez que se encontraba con un grupo de árboles se detenía y tomaba una profunda bocanada de aire nocturno.

En seguida, sus sentidos sobrenaturales detectaron un ligero rastro de hogueras y grasa chisporroteando. Salió del camino y se dirigió al sur, bajando por un sendero de caza que se adentraba en las sombras que se proyectaban bajo los árboles. El caballo avanzaba con mucho cuidado; incluso a Arkhan le costaba ver más allá de la cabeza gacha del semental. No obstante, el inmortal no tardó en sentirse observado.

El campamento era grande y estaba oculto con astucia entre los densos árboles. Habían limpiado el sotobosque para crear una serie de claros unidos, y luego lo habían usado para formar un grupo de refugios y salientes alrededor de un pequeño fuego que ardía lentamente. Más de una docena de hombres demacrados y mugrientos —además de varias mujeres y niños—, todos vestidos con una variopinta colección de túnicas y faldellines del desierto, se levantaron y lo miraron con cautela cuando salió del bosque y la luz del fuego lo iluminó. Las mujeres reunieron a los niños y se retiraron rápidamente al siguiente claro, mientras que los hombres desenvainaron espadas melladas o levantaron lanzas cuando se acercó.

Arkhan detuvo su caballo y les dirigió una mirada larga y calculadora. Echó los labios hacia atrás, mostrando una sonrisa predadora.

—Saludos, amigos —dijo—. Olí el humo al pasar por el camino. ¿Hay sitio para otro viajero más alrededor del fuego? —Sacó un grueso odre de vino de uno de los ganchos de la silla y se lo mostró a los hombres—. Tengo dos odres de tinto lybarano que estaría encantado de compartir a cambio de comida caliente, y luego seguiré mi camino.

Desde donde estaba sentado, resultaba difícil calcular cuántas personas ocupaban el campamento: podían ser entre unas veintenas y un par de cientos. Grupos como ese se movían como nómadas por toda la llanura, sin permanecer nunca demasiado tiempo en un lugar para no atraer la atención no deseada entre los habitantes de la ciudad. Principalmente, acechaban al borde del camino comercial saqueando caravanas mercantes para obtener comida, bienes con los que comerciar y caballos. Arkhan llevaba varios meses buscando sus campamentos. Muchos de los grupos de bandidos se habían vuelto expertos en ocultarse en los bosques y hondonadas repartidos por la llanura, pero el inmortal había aprendido el oficio cazando asaltantes bhagaritas del desierto y sólo había un número limitado de lugares en los que un grupo grande podía acampar sin llamar la atención.

Los bandidos le dirigieron miradas inquisitivas a un hombre bajo y fornido, que era el que estaba situado más cerca del fuego. Este estudió a Arkhan un momento, y luego asintió con la cabeza de manera cortante.

—Podéis sentaros a mi lado —respondió, y los demás hombres bajaron las armas—. Tenemos puré de cereales y un poco de conejo que podemos compartir. ¿Adónde os dirigís?

Arkhan bajó de la silla con soltura y le lanzó el odre de vino al jefe de los bandidos. Se encogió de hombros.

—Bueno, aquí y allá. Ya sabéis cómo es.

Tal vez no tuviera ningún lugar al que ir de verdad, pero en eso Arkhan no estaba solo ni mucho menos.

Los bandidos se bebieron hasta la última gota del vino de Arkhan y, a cambio, le ofrecieron un cuenco de estofado grasiento y algunas noticias de las idas y venidas de los grupos de bandidos por la llanura. El inmortal masticó un trozo de cartílago con aire pensativo y escuchó cada palabra. Sabía que en su mayoría eran mentiras y exageraciones mezcladas con unos cuantos hechos verdaderos sobre grupos rivales, en el caso de que fuera un espía de la guardia de la ciudad. Después, cuando regresara al palacio, compararía lo que había averiguado con las notas que había tomado de los encuentros previos y buscaría hilos comunes.

Se despidió de los bandidos cerca de medianoche. El jefe y sus lugartenientes, que se habían tomado la mayor parte del vino, no protestaron cuando les dijo adiós y guio su caballo de regreso al oscuro bosque en dirección al camino comercial. Pudo sentir los movimientos de otros bandidos moviéndose en la oscuridad hasta el borde de la línea de árboles y más allá. Lo siguieron de cerca a través de los campos desnudos, donde sus capas marrones se fundían con la tierra oscura. Lo más probable era que estuvieran asegurándose de que no iba a informar a una compañía de guardias de la ciudad que lo aguardara, pero también era posible que pensaran apoderarse de su magnífico caballo y la cara espada de hierro. Ya lo habían intentado unas cuantas veces antes.

Lo siguieron hasta el camino comercial, pero se mantuvieron a unas docenas de metros. En cuanto el caballo regresó a suelo firme, el inmortal se volvió en la silla y les hizo adiós con la mano a las sombras antes de partir hacia la ciudad a un trote brioso.

Calculó que el campamento contendría su buen centenar de bandidos aproximadamente, y un tercio de esa cifra de mujeres y niños. Era uno de los grupos más grandes con los que se había encontrado hasta la fecha. Había suficientes hombres armados vagando por la Llanura Dorada para sumar un pequeño ejército; la mayoría estaban bastante organizados y todos se encontraban fuertemente armados. Lo único de lo que carecían era de un líder fuerte que los uniera bajo un único estandarte.

Cuantos más grupos de ese tipo encontraba Arkhan, más creía que su plan tenía sentido. Podía empezar con el grupo más grande; ganarse su lealtad mediante una mezcla de carisma, miedo y soborno, y luego comenzar a formar lazos con otros grupos más pequeños. Con la combinación adecuada de crueldad y recompensa, podría construir una organización bastante de prisa, y disponer de una fuerza armada a sus órdenes ocupando la Llanura Dorada le proporcionaría una fuente de poder exterior de la que carecía en ese momento. Se trataba de una palanca que podría aplicar a infinidad de obstáculos inoportunos.

Antes de darse cuenta, Arkhan se encontraba al borde de la llanura y descendiendo por las colinas boscosas. Las luces de la ciudad brillaban débilmente en el horizonte, sin verse obstaculizadas por la barrera de las altas murallas de una ciudad De todas las grandes ciudades de Nehekhara, Lahmia era la única que desdeñaba tales fortificaciones. La guerra de sitio había sido algo insólito antes de la guerra contra el Usurpador, y el viejo rey Lamasheptra confiaba en sus hombres dragón para mantener la ciudad a salvo. El inmortal se preguntó si la reina tomaría medidas para corregir el error de su padre.

De pronto, el semental sacudió la cabeza mientras se paraba en seco y soltaba un resoplido de sorpresa. Esa fue la única advertencia que recibió el inmortal antes de que las flechas dieran en el blanco.

Dos potentes impactos lo golpearon en el costado izquierdo: uno justo debajo del tórax y el otro en un lado del muslo. El punzante dolor lo dejó sin aire en los pulmones. Cayó hacia adelante contra el cuello del caballo, y notando el sabor de la sangre en la boca, buscó las riendas a tientas. Apretó los dientes e intentó espolear el caballo para que avanzara, pero descubrió que no podía mover la pierna izquierda. La flecha le había atravesado el muslo por completo y se había clavado en el grueso cuero de la silla, inmovilizándolo.

Una tercera flecha salió silbando de la oscuridad y no lo alcanzó por milímetros; a continuación, una cuarta se le hundió en el hombro izquierdo. Esa vez gritó, maldiciendo a los que le habían tendido la emboscada. Se había vuelto descuidado durante su largo confinamiento para permitirse caer en una trampa tan obvia. Con la luz de la luna brillando sobre el camino de piedra blanca, era como si se hubiera colgado una lámpara de aceite alrededor del cuello. Los arqueros podían verlo con claridad, mientras que él estaba prácticamente ciego.

El caballo de guerra se apartó a un lado mientras sacudía la cabeza y resoplaba ante las órdenes confusas que recibía. Incluso aunque consiguiera controlarlo, los arqueros le clavarían una flecha al animal en el cuello antes de que se hubieran alejado medio metro. Por lo que podía ver, sólo le quedaba una opción. El inmortal apretó los dientes, agarró la flecha que le sobresalía del muslo y la arrancó; luego, simplemente se dejó caer de la silla.

Se desplomó por el lado derecho del caballo y chocó contra el camino con un crujido estremecedor que lo consumió con otra ola de dolor atroz. El puro reflejo obligó a sus extremidades a moverse para sacarlo rodando del camino hacia la maleza. Fue a parar contra una maraña de zarzas y se quedó inmóvil, haciéndose el muerto. De no haber sido por el elixir que le corría por las venas, probablemente lo habría estado.

El semental se desbocó cuando su jinete cayó, se alejó al galope por el camino y se perdió de vista. Por un momento, nada se movió. Arkhan contuvo oleadas de dolor y escuchó buscando la más mínima señal de movimiento.

Poco después oyó unos pasos sigilosos que provenían de la línea de árboles del lado opuesto del camino. Parecían sólo dos hombres. Los bandidos debían de haber abandonado el campamento mucho antes que él para preparar la emboscada. ¿Cómo sabían que regresaría a la ciudad?

Oyó cómo los hombres se acercaban con cautela. El inmortal fue acercando la mano derecha, oculta debajo del cuerpo, a la empuñadura de la espada.

Los hombres que le habían tendido la emboscada se detuvieron en medio del camino, a sólo unos metros de distancia.

—No era tan duro como pensábamos —dijo uno de ellos y a Arkhan le pareció reconocer la voz.

Oyó el chirrido de una espada al ser desenvainada.

—Querrá pruebas —comentó otra voz familiar—. Le llevaremos la cabeza. Saca el cuerpo de la maleza.

Los dos hombres se acercaron. Una mano le agarró el hombro derecho y tiró. Arkhan se puso boca arriba a la vez que sacaba la espada de hierro con un gruñido salvaje. Los dos asaltantes, cuyos rostros habían quedado expuestos por la misma tenue luz de la luna, soltaron una maldición.

No eran bandidos en absoluto. Arkhan se encontró mirando a Adio y Khemri, dos de los jóvenes libertinos del rey.

Arkhan maldijo. Había sido un idiota, un completo y verdadero idiota.

Los dos libertinos se quedaron mirando al inmortal boquiabiertos. Khemri todavía aferraba un potente arco de caballería numasi en la mano izquierda, mientras que Adio había dejado el suyo en la calzada de piedra blanca para poder sujetar un curvo khopesh de bronce con ambas manos. Los dos iban vestidos de pies a cabeza con oscuras túnicas de algodón y capas cortas. Ninguno llevaba armadura, por lo que Arkhan podía ver. Sin duda, habían esperado matarlo o incapacitarlo con una descarga de flechas, luego recoger su trofeo y regresar a la ciudad. Si hubieran sido auténticos arqueros, probablemente lo habrían conseguido.

«Te has descuidado —pensó el inmortal, furioso—. Prácticamente les había planeado la emboscada». El conciliábulo estaba al tanto de sus paseos nocturnos a la llanura, y unas cuantas monedas en la mano del mozo de cuadra adecuado les habría dicho exactamente cuándo había salido. Lo único que debían hacer era seguir la misma ruta y elegir el mejor lugar para acecharlo.

Los dos idiotas no lo habían matado todavía, pero las potentes flechas de punta ancha habían hecho su trabajo. Tenía la pierna izquierda pesada e insensible, y la flecha del hombro izquierdo le dificultaba mover el brazo. La tercera flecha se le había hundido en los órganos vitales. Tanto esta como el asta del hombro se habían partido cuando se había tirado del caballo, dejando dos cabos ensangrentados y astillados que le sobresalían de la túnica. Un profundo dolor le envolvía el cuerpo en frías oleadas, pero apenas lo sentía. El dolor ya no tenía poder sobre él, no desde la guerra. No desde Quatar.

Sólo disponía de un instante para actuar. Si seguía tendido de espaldas cuando a Adío se le pasara la conmoción, incluso un libertino lahmiano mimado tendría pocos problemas para hacerlo pedazos. Apretó los dientes estropeados, rodó sobre el costado derecho, y luego se puso en pie usando sólo el brazo de la espada y la pierna derecha. En cuanto apoyó algo de peso sobre la pierna izquierda, esta empezó a doblársele. Desesperado, recurrió al poder del elixir de la reina para que le proporcionara fuerza y velocidad.

Durante un instante, el inmortal sintió que las venas la ardían, pero el calor empezó a disiparse casi de inmediato. La poción de Neferata era potente, pero todavía tenía sus límites. La oscuridad se le agolpó en el rabillo de los ojos, hasta que por un momento temió haber invocado demasiado poder y pensó que estaba a punto de hacerle el trabajo a Adio. El dolor disminuyó, contenido durante un abrumador instante…, y luego regresó de nuevo, apartando las amenazadoras sombras. Seguía teniendo la pierna débil, pero al menos los músculos le respondían. Tendría que bastar.

Adio ya estaba arremetiendo con un grito entrecortado. Era un hombre alto, de brazos largos y delgados, hombros estrechos y rodillas huesudas. El miedo le había hecho abrir mucho los ojos marrones, que parecían salírsele de las órbitas encima de una nariz larga y aguileña, y tenía los labios finos manchados tras años de exposición a la raíz de loto. El mandoble fue lo bastante rápido, pero carecía de destreza. Arkhan lo detuvo con facilidad con su espada de hierro y contraatacó con un golpe dirigido a la garganta del noble, pero después de más de un siglo su habilidad no era mucho mejor que la de Adio. El libertino bloqueó el ataque con torpeza y retrocedió hacia el camino, arrastrando las sandalias por la superficie de piedra. El sonido del choque del bronce contra el hierro también impelió a Khemri. El noble barrigón se volvió con un grito de sorpresa y regresó corriendo por donde había venido.

Arkhan cargó contra sus supuestos asaltantes entre maldiciones. Habría preferido que Adio también huyera corriendo, pero o bien al noble no le gustaban sus posibilidades en una carrera a pie, o poseía mucho más coraje del que había creído el inmortal. Adio asestó otro golpe desesperado que pasó a más de treinta centímetros del inmortal; luego cambió de dirección repentinamente y se colocó a su izquierda. Arkhan intentó igualar los movimientos de Adío, pero la pierna herida lo entorpecía. El libertino le asestó otro mandoble, y la espada de Arkhan estaba demasiado fuera de posición para bloquearlo. La hoja de bronce se deslizó por el brazo izquierdo del inmortal, dejando un corte poco profundo por el músculo. Si la hoja hubiera estado más afilada, lo habría cortado hasta el hueso.

Arkhan afianzó el pie derecho con un gruñido y giró sobre el talón. La espada de hierro titiló a la luz de la luna mientras trazaba un arco para alcanzar a Adio desde una dirección inesperada. El libertino reaccionó con una velocidad sorprendente y levantó la espada curva justo a tiempo para bloquear el arma más pesada. Sin embargo, el noble dejó escapar un chillido agudo cuando el arma de Arkhan le hizo un corte en el brazo de la espada por encima del codo.

Entonces, un potente impacto golpeó al inmortal en la espalda, perforándole el torso justo por debajo del hombro derecho. Arkhan se tambaleó y soltó un grito de sorpresa y rabia. Khemri no había huido: aquel cabrón rechoncho simplemente quería conseguir espacio suficiente para empezar a disparar flechas otra vez.

«Te has ablandado en un siglo y medio