4: Las tierras de los túmulos
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Las tierras de los túmulos
Pico Tullido,
en el 76.º año de Asaph la Bella
(-1600, según el cálculo imperial)
Nagash comprendía ahora por qué a los bárbaros les gustaba llevar aquellas largas capas engrasadas. Era por la lluvia: la constante, invasiva e implacable lluvia. Al norte del gran mar, la costa era una mezcla de planas llanuras pantanosas y onduladas colinas rodeadas de raquíticos espinos de un tono verde grisáceo. Las aldeas bárbaras más grandes se extendían sobre esas colinas peladas; sus miserables chozas de barro y hierba se acurrucaban como grupos de setas bajo las interminables cortinas de lluvia. Aldeas más pequeñas o comunidades parecidas a clanes se encogían entre los hierbajos amarillos de las llanuras pantanosas, unidas por sinuosos senderos anegados marcados por el paso de generaciones de cazadores y partidas de guerra. Nagash descubrió que los bárbaros evitaban recorrer esos senderos de noche, pues los humanos no eran los únicos cazadores que frecuentaban los caminos cuando la luna estaba en lo alto del cielo. Más de una vez, el nigromante oyó los maullidos de enormes gatos allá en la oscuridad y el bramido de una criatura feroz que si bien parecía de un animal tenía el timbre de una voz humana. A veces oía pasos sigilosos atravesando la alta hierba mientras él recorría los senderos por la noche; pero nada se acercó lo suficiente como para suponer una amenaza.
Nagash había tardado semanas en subir de las marismas meridionales a la costa norte. Desde entonces se había movido con más cautela entre los asentamientos bárbaros; reunía información sobre ellos dónde podía y luego seguía adelante. Eran un pueblo primitivo y desconfiado, hostil con los forasteros y capaz de la clase de traición y salvajismo cobarde común a los pobres y los pusilánimes.
Los bárbaros eran poco mejores que animales; subsistían a base de la poca comida que podían arrancar de la tierra o atrapar en las aguas oscuras y amargas del mar. Se vestían con cuero rugoso y trabajaban con burdas herramientas de madera y piedra en su mayor parte, aunque alguna que otra vez Nagash había observado desde las sombras la entrada abierta de una choza y había descubierto una espada o una punta de lanza de bronce y sin brillo colgando de ganchos cerca de la tosca chimenea de piedra. El estilo de las armas de metal era rudimentario para los estándares nehekharanos, pero completamente funcional, y era evidente que los bárbaros las guardaban como tesoros. Nagash sospechaba que eran trofeos de combate, puesto que los aldeanos no tenían nada de valor con lo que comerciar. Eso significaba que había otra cultura bárbara más próspera y avanzada en algún lugar cerca de allí.
Prácticamente todos los bárbaros a los que había observado llevaban la marca de la piedra ardiente de un modo u otro. Las aguas del mar Ácido o por lo menos así lo llamaba Nagash, porque era oscuro y amargo debido a las sales minerales de la abn-i-khat lo impregnaban todo en la región y lo deformaban de manera incontrolada. Las deformidades físicas eran algo común: la mayoría eran de poca importancia y unas pocas incluso parecían beneficiosas. Una noche, mientras se acercaba sigilosamente para atisbar dentro de la entrada de la vivienda del jefe de una aldea, le sorprendió encontrarse con la mirada clavada en un niño de unos ocho años, cuyos ojos brillaban como los de un gato gracias al reflejo de la luz de la chimenea. El niño veía en la oscuridad con facilidad y levantó tal revuelo ante la aparición de Nagash que toda la aldea tomó las armas para intentar capturarlo. La persecución había durado la mayor parte de la noche y casi lo habían atrapado en varias ocasiones.
Al principio, su interés por los bárbaros se había debido más bien a un asunto de supervivencia y cierto grado de curiosidad intelectual, pero cuanto más aprendía Nagash, más veía el potencial que tenía ante él. Ahí había una inmensa fuente de poder mágico, una fuente que podría rivalizar incluso con la de la Pirámide Negra de Khemri, y un pueblo primitivo que podría proporcionarle soldados y esclavos.
No tendría que regresar forzosamente a Nehekhara para continuar con su lucha por lograr la dominación. Podría empezar su imperio de nuevo allí, en las orillas del mar Ácido.
Los bárbaros eran gente rebelde y tribal, no muy distinta de las tribus del desierto que Nagash había conocido en el pasado. Estaban a las órdenes de cualquiera que fuera lo bastante fuerte y lo bastante brutal como para someter al resto intimidándolos, apoyado por un fuerte cuadro de parientes y aliados que formaban la partida de guerra del jefe. No representaban una gran amenaza para Nagash; incluso las tribus más grandes de la cima de las colinas todavía seguían aisladas de sus vecinos y podría acabar con ellas de una en una. No, lo que más le preocupaban eran los altares-tótems de madera pulida con los que contaba cada aldea y el trato que les daban a los sacerdotes itinerantes que se ocupaban de ellos.
Los tótems eran columnas de madera tallada de más de cuatro metros y medio de alto —una hazaña considerable en una región en la que los árboles crecían con forma de puño nudoso y no medían más de dos o tres metros— y les habían dado forma para que se asemejaran a hombres y mujeres altos y de complexión fuerte. Había entre cuatro y ocho figuras talladas en cada tótem, siempre en parejas, mirando hacia afuera desde el tronco, en poses que Nagash suponía que pretendían expresar fuerza, sabiduría y prosperidad.
La factura era burda para los estándares nehekharanos y no había iconografia común entre los tótems que sugiriera nada parecido a un panteón. El único factor coincidente que podía distinguir era que ninguna de las figuras presentaba las deformidades comunes a aquellos que las veneraban. Los aldeanos depositaban ofrendas de comida y sencillos obsequios tallados en los altares, y Nagash sospechaba que, dado el emplazamiento de los tótems en el centro de cada aldea, eran el núcleo central de las ceremonias importantes de los bárbaros.
Los sacerdotes que se ocupaban de los altares iban de aldea en aldea y no se quedaban nunca en un lugar más que unos pocos días cada vez. Al igual que los sacerdotes que Nagash había conocido en Khemri, esos hombres santos recibían lo mejor de todo. Sus faldellines de cuero estaban bien elaborados y a menudo habían sido decorados con trozos de metal o piedras pulidas. También llevaban cayados de madera brillante y los empuñaban como armas y como símbolos de su cargo. Todos eran igual de altos y estaban igual de bien alimentados y en forma, y ninguno mostraba ni el más mínimo rastro de desfiguración. Los hombres santos viajaban en grupos de seis u ocho, por lo general con un sacerdote más viejo, al que asistían dos funcionarios y dos o tres acólitos jóvenes. Cuando se quedaban en una aldea dormían en la choza del jefe, incluso si eso significaba que este y su familia durmieran al raso.
Por lo que Nagash podía ver, las funciones de los sacerdotes consistían en ungir los altares-tótems con aceites y llevar a cabo oraciones en ellos, reunir tributos en forma de comida, cerveza, ropa y utensilios (que los acólitos se cargaban a la espalda cuando los sacerdotes se marchaban), y de vez en cuando, inmiscuirse en los asuntos de los propios aldeanos. Decidían quién podía casarse con quién, resolvían ciertas disputas relacionadas con herencias y, en un caso, ordenaron la muerte de un joven cuyos desvaríos sugerían que la exposición a la piedra ardiente lo había vuelto loco.
Nagash se dio cuenta de que la influencia y la autoridad del clero podrían resultar problemáticas. Y aún era más importante que la ausencia de deformidades en ellos daba a entender que habían aprendido a controlar los peores efectos de la abn-i-khat, al igual que había hecho él. Potencialmente, eso hacía que fueran muy peligrosos.
Las aldeas bárbaras eran más grandes y elaboradas a medida que Nagash se iba acercando a la gran montaña. Las amplias laderas estaban divididas en terrazas rudimentarias, y filas de chozas de techos redondeados se extendían por los campos empapados, donde cultivos de arroz y tubérculos crecían en humedales de agua amarga. Los caminos eran más anchos y estaban más frecuentados, y el bosque era menos denso. La constante lluvia era lo único que obraba a su favor, pues le proporcionaba un motivo para ocultar el rostro bajo la capucha empapada de la capa y no fomentaba la conversación con los bárbaros con los que se encontraba en los caminos cubiertos de barro. A veces, en las noches sin luna, se unía a grupos más grandes de viajeros y caminaba con ellos en silencio durante muchas millas, convertido en poco más que otra borrosa figura con capa en la oscuridad.
Ahora se encontraba bajo las chorreantes ramas de un bosquecillo, cerca del punto en el que la costa septentrional comenzaba a describir una curva en dirección sur y este hacia la montaña, y observaba cómo una extraña procesión descendía por el serpenteante sendero de una de las aldeas bárbaras más grandes que Nagash había visto hasta el momento. Por lo general, las toscas costumbres de los bárbaros no le interesaban en absoluto; lo que atrajo su atención esa vez fueron las docenas de brillantes luces verdes que acompañaban a la procesión mientras bajaba por el oscuro sendero.
El nigromante se apretó con fuerza la capa empapada alrededor del cuerpo cada vez más delgado y retrocedió poco a poco hacia las sombras del bosque todo lo que pudo. Por lo que podía ver, la procesión bajaría por el sendero embarrado justo por delante de donde él estaba, lo que también quería decir que se dirigían a la montaña.
Se trataba de una procesión larga. Nagash calculó que él se encontraba a casi tres kilómetros de la aldea. La cola de la fila todavía estaba descendiendo por la ladera cuando el nigromante empezó a oír unas voces que entonaban un canto bajo y afligido que surgía del otro lado de una curva del camino que quedaba a su izquierda. Minutos después, un brillo conocido comenzó a extenderse por el sendero lleno de barro, seguido de dos sacerdotes jóvenes, que vestían túnicas de buena calidad y sostenían unos palos de madera nudosa en las manos. Los acólitos llevaban la cabeza descubierta bajo la implacable lluvia mientras encabezaban la marcha de la procesión por el sendero, mantenían el rostro inclinado y sus hombros subían y bajaban en tanto guiaban al resto en el canto fúnebre. La luz verde emanaba de unos sacos esféricos de piel que colgaban de los extremos de los palos de madera. Habían raspado cada saco hasta que había quedado translúcido, y luego lo habían llenado de agua. Unas relucientes formas verdes se agitaban dentro y, de vez en cuando, se sacudían y nadaban de un lado a otro de su prisión.
Detrás de los sacerdotes y sus pesados faroles venía un grupo numeroso de hombres santos que salmodiaban; todos ellos llevaban la cabeza descubierta e iban ataviados con bastas vestiduras de tela y cuero, decoradas con relucientes trozos de metal y piedras preciosas. Llevaban el rostro pintado con un aceite brillante que realzaba sus apuestas facciones sin marcas.
A la falange de hombres santos que salmodiaban la seguía una columna de agobiados acólitos que transportaban un tosco palanquín de madera. Sobre el palanquín viajaba un anciano arrogante, y Nagash sabía que era el sumo sacerdote bárbaro. Iba sentado en un trono de respaldo recto y envuelto en capas de gruesas túnicas adornadas con cadenas de auténtico oro y una especie de cobre rojizo pulido. Un aro de oro descansaba sobre su frente, con una reluciente piedra ovalada engarzada. El fragmento de abn-i-khat parecía del tamaño de un huevo de pájaro; Nagash podía sentir su crepitante energía a una docena de metros de distancia. Apretó las manos con avidez al verlo. De haber dispuesto de más poder, se habría sentido tentado de arrasar a los hombres santos para apoderarse de la piedra.
El sumo sacerdote pasó de largo, sin ser consciente de la mirada febril del nigromante. Detrás de él avanzaba otro grupo de sacerdotes con faroles, seguidos de una procesión fúnebre que se parecía de un modo inquietante a las que en otro tiempo había presidido Nagash en Khemri.
Nagash comprendió de inmediato que había tenido lugar una batalla. Los bárbaros seguían a los sacerdotes en grupos familiares, organizados por orden de importancia dentro de la aldea. Habían cubierto su ropa de buena calidad con ceniza gris y muchas mujeres se habían cortado el cabello en señal de dolor. Transportaban a los muertos sobre los hombros descubiertos, tendidos sobre camillas tejidas con juncos de las marismas. Los cadáveres estaban desnudos, y a Nagash le sorprendió comprobar que ninguna de las camillas contenía trofeos ni ofrendas funerarias para ayudar a sus espíritus en la otra vida. La tribu necesitaba absolutamente todo lo que podía conseguir sólo para sobrevivir. Era evidente que los muertos, aunque se los honraba en vida, tenían que valerse por sí mismos después.
Dos sacerdotes con faroles avanzaban a intervalos más o menos regulares a lo largo de la gran procesión, llenando el aire con su monótono canto. Nagash observó cómo la hilera se dirigía serpenteando hacia el sureste, aparentemente en dirección a la accidentada llanura que se extendía al pie de la gran montaña. Intrigado, esperó a que pasara el final de la procesión y luego se situó detrás de la última persona. La oscuridad y la llovizna constante lo ocultaban con eficacia.
Pasaron por un terreno llano y rocoso, carente de todo indicio de vida. Para sorpresa de Nagash, después de un rato el sendero se ensanchaba y estaba adoquinado con piedras planas e irregulares. A lo largo del camino construido de modo rudimentario aparecieron altares-tótems a intervalos. Les habían pintado las caras un poco antes con el mismo aceite reluciente que adornaba a los sacerdotes, lo que les daba a los rostros tallados una inquietante apariencia de vida.
Pasaron las horas. Los bárbaros caminaron durante kilómetros en medio de la oscuridad y la lluvia, acercándose cada vez más a la montaña. Al final, Nagash vio un brillante halo verdoso en el aire un poco más adelante. Después de aproximadamente ochocientos metros pudo ver una hilera de altas estructuras de aspecto imponente que se extendían de un lado a otro del sendero. Más esferas relucientes colgaban a intervalos a lo largo de toda su extensión o brillaban desde las estrechas ventanas abiertas en los laterales. Nagash no tardó en comprender que estaba mirando un extraño tipo de fortaleza. Por lo que podía ver, se trataba de una serie de largos edificios de murallas altas construidos con barro, ladrillo y madera, unidos por los extremos y que llegaban desde un espolón rocoso al nordeste hasta la orilla del mar Amargo, a unos tres kilómetros al suroeste. Un ancho portalón ofrecía el único acceso entre las aldeas bárbaras y la costa occidental del mar. También suponía el primer intento auténtico de fortificación que Nagash había visto en toda la región.
La procesión atravesó la amplía puerta y se adentró en las tierras del otro lado. Había acólitos esperando para cerrar las puertas cuando pasara el último doliente. Acababan de empezar a cerrar los pesados portales de madera cuando Nagash apareció en medio de la oscuridad y la lluvia. Se quedaron mirando con inquietud a la figura con capa y capucha, pero no intentaron darle el alto.
Nagash bajó a grandes zancadas por el largo túnel iluminado con antorchas que separaba la primera puerta de la segunda como si tuviera todo el derecho a estar allí. Examinó la iconografia tallada en las vigas de soporte y los arcos de entrada: más caras perfectas y, de vez en cuando, algo parecido a una estrella fugaz, superpuesta sobre una montaña estilizada.
Cuando atravesó la segunda puerta, avanzó unos pocos metros más y luego se volvió para volver a estudiar la fortaleza. Había más ventanas a ese lado, además de largas galerías techadas que les permitían a los habitantes contemplar la montaña y la amplia llanura. Pudo ver más sacerdotes y acólitos allá arriba, solos o en pequeños grupos, observando cómo la procesión continuaba hacia el pie de la montaña. El nigromante se dio cuenta de inmediato de que la enorme estructura era una combinación de templo y fortaleza. Desde allí podían controlar el acceso de los bárbaros a la montaña y el evidente poder que representaba.
Nagash levantó la mirada hacia los sacerdotes, petulantes y cómodos en su fortaleza de madera, y echó los labios hacia atrás mostrando una espantosa sonrisa. Un día les enseñaría el auténtico significado del poder.
La procesión siguió adelante a través de la llanura durante otros quince kilómetros, antes de abandonar el camino de piedra y avanzar por el terreno rocoso situado entre unos ondulados montículos de tierra y piedra que, según Nagash había acabado comprendiendo, no eran colinas irregulares en absoluto.
Había centenares, abarrotando la llanura delante de la montaña y extendiéndose a lo largo de la costa oriental hasta donde alcanzaba la vista. Los túmulos variaban de tamaño: algunos no eran mucho más grandes que una tosca choza bárbara, mientras que otros eran del tamaño de altozanos. Supuso que los construían los sacerdotes, pues nadie más tenía acceso a la llanura. A los cimientos se les daba forma mediante piedras encajadas, y luego se techaban con un ingenioso diseño de rocas y tierra compacta. Los más antiguos eran colinas de verdad, cubiertas de hierba amarilla e incluso unos cuantos árboles pequeños.
Se trataba de una especie de necrópolis, similar en cierto modo a las grandes ciudades de los muertos de la lejana Nehekhara. Mientras se abría paso entre los grandes túmulos, las posibilidades le daban vueltas en la cabeza. Allí, sellados con tierra y piedra, estaban los inicios de un ejército. Lo único de lo que carecía era del poder y los conocimientos para hacerlos aflorar.
Tras dejar el camino, la procesión se había desplegado entre los montículos. Cada familia siguió a dos sacerdotes, que portaban faroles hasta el túmulo que se había levantado para sus parientes. Nagash los ignoró y se dirigió hacia un grupo de esferas brillantes que se encontraban más adelante en la llanura y casi a los pies de la mismísima montaña. Allí era donde encontraría al sumo sacerdote y su séquito.
Había casi una docena de familias reunidas alrededor de los sacerdotes; sin duda, representaban a los parientes del jefe y su partida de guerra. Habían depositado los cuerpos que habían transportado durante tanto tiempo unos junto a otros, delante de la oscura entrada del túmulo. Todos los cadáveres estaban desnudos. Les habían cortado el pelo muy corto y habían cubierto sus deformidades físicas con ceniza oscura, de modo que prácticamente desaparecían en la penumbra. Todos los hombres mostraban heridas horribles. Nagash había visto ese tipo de cosas lo bastante a menudo como para reconocer marcas de lanzas y hachas asestadas con pericia. El jefe y sus guerreros elegidos habían ido a luchar contra un enemigo muy superior y habían sufrido una amarga derrota.
Nagash guardó las distancias y se mantuvo a la sombra de un túmulo más antiguo, mientras observaba cómo el sumo sacerdote se levantaba de la silla y extendía los brazos sobre los muertos. El anciano empezó a hablar con una voz gutural, aunque potente. Nagash no comprendió las palabras, pero las cadencias y la entonación le resultaron absolutamente familiares. Se estaba llevando a cabo un rito de alguna clase. Después de un momento, se sumaron los sacerdotes de mayor rango, y el nigromante pudo sentir cómo las corrientes de poder invisible aumentaban entre ellos.
El canto prosiguió largos minutos. El ritual era sencillo. No empleaba símbolos mágicos ni círculos cuidadosamente dibujados, sólo torrentes de poder puro extraído del aro del sumo sacerdote y, hábilmente, de los depósitos que brillaban en la piel de los peces atrapados en los faroles de los sacerdotes. Fi rito fue aumentando de intensidad a ritmo lento y constante…, y entonces Nagash vio que uno de los cadáveres empezaba a moverse.
Un lamento surgió de la multitud. Como si respondiera, otro cadáver comenzó a agitarse. Luego, otro. Poco después, todos temblaban debido a energías invisibles.
Se oyó un crujido de articulaciones muertas cuando, uno a uno, los muertos se incorporaron. Se movían como si fueran estatuas, rígidos y torpes, impulsados por manos invisibles. Varios dolientes gritaron de nuevo. Algunos intentaron arrastrarse por el suelo mojado, tratando de alcanzar a sus familiares, y tuvieron que hacerlos retroceder.
Los cadáveres hacían caso omiso de ellos. Primero, el jefe se puso en pie con torpeza, seguido de sus sirvientes. A continuación, sin volver la vista atrás, cruzaron lentamente la entrada del túmulo que los aguardaba.
Para sorpresa de Nagash, el canto de los sacerdotes continuó, y luego se dio cuenta de que los gemidos de los bárbaros se repetían por toda la llanura. El sumo sacerdote no estaba animando sólo los cuerpos del jefe y sus sirvientes: estaba sepultando a todos los muertos a la vez. Los pensamientos se agolparon en la cabeza de Nagash. ¿Cuántos cuerpos habían traído? ¿Cien? ¿Más? Estaba seguro de que eran suficientes para constituir un pequeño ejército.
El sumo sacerdote y sus seguidores no eran hombres santos. También eran nigromantes que recurrían al poder de la piedra ardiente para controlar los cuerpos de los muertos. Y por el momento, eran mucho más poderosos que él.