12: Apoteosis
12
Apoteosis
Pico Tullido,
en el 76.º año de Khsar el Sin Rostro
(-1598, según el cálculo imperial)
La masacre de los sacerdotes bárbaros había sido más que un simple acto de venganza por parte de Nagash; también había cumplido un propósito pragmático. La montaña se convertiría en la sede de su poder, al igual que la Pirámide Negra lo había sido en Khemri. Desde aquí reclutaría a los ejércitos que derrocarían a los reyes de Nehekhara. Se imaginó extensas minas, fundiciones, arsenales y grandes laboratorios desde los que continuaría estudiando las artes de la nigromancia. Sólo la construcción duraría siglos y mantendría ocupado a su ejército de no muertos día y noche. Eliminar a los sacerdotes fue necesario para impedir que se entrometieran en sus planes y engrosar las filas de su personal.
La construcción comenzó la noche después de la batalla en el templo-fortaleza. Los no muertos se levantaron de sus lechos por toda la llanura de túmulos y se reunieron en la cara sur de la montaña. Guiados por la voluntad de Nagash, emprendieron la construcción de la primera fase de fortificaciones alrededor del que sería el primero de numerosos complejos mineros. Antes de que concluyera el primer mes, habían desmontado los túmulos meridionales y habían subido las piedras de los cimientos a la montaña para ayudar a formar los primeros edificios. La tierra y la piedra que excavaban de la montaña también se utilizó, pero Nagash sabía que necesitaría mucho más antes de poder decir que la gran labor había empezado de verdad. La fortaleza tardaría muchos siglos en completarse, y la mayor parte sería subterránea, protegida de la abrasadora luz del sol.
Al mismo tiempo, Nagash vigilaba de cerca el templo-fortaleza. Sabía que no había conseguido matar a todos los miembros de la orden. Cerca de un centenar de sacerdotes de bajo rango y acólitos estaban viajando entre las aldeas bárbaras ocupándose de todos los altares-tótems y desempeñando las funciones ceremoniales de la orden. Efectivamente, casi dos meses después, un puñado de hombres santos regresó a la fortaleza y empezó a dejarla en condiciones para habitarla de nuevo. Esa noche, envió una amplia fuerza para matarlos y añadirlos a sus filas. Nagash saboreó sobre todo la ironía de usar a los miembros no muertos de la orden para matar a sus hermanos más jóvenes y entregárselos. Después de aquello, nadie más intentó instalarse en la gran fortaleza. Nagash sospechaba que los supersticiosos bárbaros pensaban que estaba embrujada y, en cierto sentido, tenían razón.
Sorprendentemente, los entierros en la llanura de túmulos continuaron. Las familias de los difuntos cruzaban el mar Ácido en barcas, tocaban tierra justo después de la puesta de sol y llevaban a sus parientes muertos a un lugar en el extremo norte de la llanura. Traían herramientas consigo y, a la luz de la luna, cavaban un profundo agujero en el suelo y depositaban el cuerpo dentro. A Nagash le divirtió comprobar que luego centraban su atención en la montaña y pronunciaban alguna clase de absurda oración antes de volver a llenar el agujero. En cuanto la familia se había ido, Nagash llamaba al cadáver y le encontraba un lugar en una de sus cuadrillas de trabajo.
Transcurrió un año. El trabajo en la montaña continuó, y luego regresó la estación de las lluvias. Poco después, los entierros aumentaron bruscamente en la llanura. Trajeron veintenas de cuerpos desde el otro lado del mar y les dieron sepultura, generalmente en grupos grandes. Nagash se fijó en que los cadáveres eran hombres en edad de luchar y todos habían muerto por heridas de espada, lanza o flecha. Las tribus bárbaras estaban en guerra otra vez, aunque Nagash no sabía contra quién. Una noche, Nagash vio un brillo color naranja en el horizonte al noroeste y comprendió que una de las aldeas más grandes de la cima de las colinas estaba en llamas.
Tuvo lugar otra oleada de entierros; el doble de grande que las anteriores. Nagash supuso que la guerra continuaba sin disminuir en lo más mínimo… y que los bárbaros estaban perdiendo de manera estrepitosa. Pensó que él se beneficiaba de su pérdida. Y entonces, ocurrió algo inesperado.
Una noche, en medio de otra avalancha de entierros, un pequeño grupo de hombres atravesó la llanura de túmulos en dirección a la montaña. Arrastraban un trineo grande, en el que cargaban un objeto voluminoso y cilíndrico envuelto en harapientas sábanas de muselina.
Los hombres tiraron del trineo por el terreno embarrado hasta llegar al borde oriental de la llanura. Allí, prácticamente a la sombra de la montaña, sacaron herramientas del trineo y se pusieron a trabajar cavando un agujero profundo. Cuando uno de los hombres consideró que el agujero era lo bastante hondo, les hizo señas a sus compañeros para que procedieran; luego, se arrodilló delante del agujero e inclinó la cabeza, extendiendo a la vez los brazos como si suplicara o rezara.
Los demás hombres regresaron al trineo y apartaron las sábanas de muselina. A continuación, ocuparon posiciones a ambos lados del cilindro y lo levantaron de donde reposaba. Sosteniendo con gran dificultad el peso del objeto, avanzaron lentamente hacia el agujero. Por fin, después de largos minutos de esfuerzo, dejaron caer el extremo del cilindro en la cavidad y empujaron el objeto hasta ponerlo vertical. El hombre que estaba arrodillando se levantó y giró las manos hacia arriba en gesto de triunfo, mientras los hombres metían paladas de tierra suelta en el agujero y estabilizaban el objeto. Una vez convencidos de que estaba firme, los hombres recogieron sus herramientas y emprendieron la larga caminata de regreso a la orilla.
Nagash había observado todo eso a través de los ojos de varios de sus sirvientes, que vigilaban la llanura para señalar la llegada de las partidas funerarias. El objeto que habían dejado al pie de la montaña lo intrigó. Cuando los hombres hubieron desaparecido al oeste, envió a uno de los centinelas no muertos a inspeccionarlo.
Lo que el centinela encontró fue un altar-tótem, parecido a los que había en las aldeas bárbaras. Pero mientras que las otras estatuas tenían cuatro lados y mostraban a dos parejas de hombres y mujeres, esta estaba tallada para representar a una sola figura.
La factura era tosca. Nagash, mirando a través de los ojos de sus sirvientes, observó la estatua un rato, hasta que vio indicios de una capa alrededor de los hombros de la figura, ¡y comprendió que se suponía que el monstruo-esqueleto tallado en la madera era él!
No supo qué pensar de la estatua. ¿Se trataba de algún patético intento de repulsa, pensado para prohibirle entrar en la llanura, o era simplemente un burdo intento de desafío por parte de los bárbaros? Al final, decidió esperar y ver si los hombres visitaban la estatua otra vez.
Y sí que la visitaron, sólo un par de noches después, cuando la siguiente oleada de entierros desembarcó en la orilla. Nagash observó cómo los hombres se acercaban a la estatua y esa vez se fijó en que eran jóvenes e iban vestidos con túnicas…, y lo que era más importante, no presentaban ninguna de las deformidades físicas que caracterizaban al resto de los aldeanos. ¡Eran miembros de la antigua orden que Nagash había creído extinta!
Lo llenó de asombro ver que los hombres rodeaban la estatua y depositaban platos llenos de ofrendas a sus pies. Se arrodillaron en señal de súplica y ofrecieron oraciones; después la ungieron con aceites. Todo el ritual duró casi una hora, y luego se retiraron rápidamente.
Nagash continuó estudiando la estatua toda la noche, tratando de entender el significado de las ofertas rituales y las oraciones. ¿De verdad estaban ofreciendo adulación y adoración, o las ofrendas eran más bien un soborno para impedir que se inmiscuyera en sus asuntos? No se le escapó el hecho de que el ritual coincidiera con otra serie de entierros en masa, pero la coincidencia no apuntaba en un sentido u otro.
Siguió observando y esperando, aunque ahora se aseguraba de que siempre hubiera un pequeño grupo de guerreros cerca de la estatua todas las noches. Los hombres regresaban cada noche que tenía lugar un entierro, colocaban más ofrendas y cuidaban de la gran estatua. Durante la quinta visita, la paciencia de Nagash se vio recompensada.
Mientras los hombres se reunían alrededor de la estatua y depositaban sus ofrendas, otro grupo de hombres y mujeres se acercó desde el norte, donde estaba teniendo lugar la última serie de entierros. Abordaron a los suplicantes, blandiendo garrotes y gritando amenazas. El líder de los suplicantes —un joven cuyos gestos le resultaron extrañamente familiares a Nagash— pareció intentar razonar con el segundo grupo, pero sus argumentos cayeron en oídos sordos. Se gritaron más amenazas y al final los suplicantes decidieron partir. El segundo grupo los persiguió un rato, agitando sus garrotes en el aire, y luego, una vez satisfechos, regresaron a las sombrías ceremonias que se desarrollaban al norte.
El enfrentamiento le indicó muchas cosas a Nagash. Los suplicantes consideraban a Nagash un dios e intentaban venerarlo, pero esa devoción recién descubierta no gustaba entre el resto de los suyos. ¿Qué esperaban lograr? ¿El enfrentamiento los había convencido para que abandonaran su herejía? Las preguntas sólo consiguieron despertar más su interés.
Transcurrió otra semana antes de que ocurriera la siguiente racha de entierros. Una vez más, los suplicantes atravesaron la llanura para arrodillarse ante la estatua. Esa vez, Nagash estaba esperándolos.
Los suplicantes acababan de empezar su rito cuando un grupo mucho más grande de aldeanos surgió de la oscuridad blandiendo garrotes y cuchillos, y gritándoles amenazas a los hombres arrodillados. El joven líder de los suplicantes se puso en pie y se acercó a los aldeanos, pero a Nagash le quedó claro que la turba no estaba interesada en hablar esa vez. Buscaban pelea.
Nagash les dio una serie de órdenes a los guerreros que permanecían al acecho a poca distancia de la estatua-tótem. Estos se levantaron en silencio de sus escondites y se fueron acercando a los desprevenidos bárbaros.
El líder de los suplicantes empezó a hablar, pero un aldeano fornido salió de la multitud y arremetió con su garrote; golpeando al joven en la cabeza, lo derribó. El ataque impulsó al resto de la turba, que se lanzó hacia adelante, gritando con furia, y se abalanzó sobre los otros fieles. Los hombres santos cayeron al suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de la avalancha de golpes.
Nadie vio a los guerreros no muertos hasta que fue demasiado tarde.
Media docena de esqueletos salió de la oscuridad, apuñalando a los aldeanos con lanzas o acuchillándolos con espadas de bronce deslustradas. Los gritos de rabia se convirtieron en chillidos de miedo y dolor a medida que los despiadados esqueletos hacían pedazos a la turba. Los supervivientes se alejaron tambaleándose de los atacantes y huyeron hacia la oscuridad, abandonando a sus compatriotas heridos a su suerte.
El líder de la turba se entretuvo demasiado al hacer una pausa para asestarle una última patada feroz al líder de los suplicantes antes de intentar huir. Cuando se volvió y se preparó para correr, se encontró frente a frente con un esqueleto de sonrisa ávida, y la parte plana de la espada del guerrero no muerto se estrelló contra un lado de la cabeza del aldeano y lo dejó inconsciente.
La pelea terminó en segundos. Los guerreros de Nagash inspeccionaron el escenario de la carnicería un momento, y luego dos de los esqueletos agarraron al líder de la turba por los hombros y se lo llevaron a rastras. Dos más se acercaron al líder de los suplicantes, que estaba tratando de obligar a su maltrecho cuerpo a ponerse en pie. Los guerreros lo sujetaron por los brazos y también se lo llevaron.
Los dos esqueletos que quedaban levantaron sus armas y mataron a los aldeanos heridos uno a uno. Mientras los suplicantes observaban con una mezcla de horror y asombro, sus opresores murieron gritando…, y luego, con las últimas gotas de sangre aún manándoles de las heridas, los cadáveres se pusieron en pie y siguieron a sus asesinos adentrándose en la noche.
Una única torre se alzaba entre la horrible extensión de edificios, minas y fortificaciones que ahora rodeaban la falda meridional de la montaña. De cinco plantas de alto, cuadrada y hecha de piedra, se habría considerado tosca y rudimentaria en las ciudades civilizadas de Nehekhara, pero dominaba el terreno circundante y proporcionaba buenos campos visuales sobre la llanura de túmulos del sur y las montañas al sureste. No era un palacio, pero le permitía a Nagash supervisar los trabajos en la ladera y continuar sus estudios nigrománticos en soledad hasta el momento en que se pudiera construir un santuario adecuado.
La última planta de la torre era una cámara sin ventanas iluminada únicamente por el pulsante brillo verde de un enorme trozo de piedra ardiente que descansaba sobre un tosco trípode de metal a la izquierda del nuevo trono de Nagash. La silla de respaldo alto estaba hecha de madera y bronce, y le habían dado forma para asemejarse al trono de Settra que en su día había radicado en Khemri. El nigromante se recostó en la alta silla y juntó los dedos de las manos en actitud pensativa, mientras sus guerreros arrastraban a los dos bárbaros a su presencia.
El antiguo líder de la turba de aldeanos forcejeaba entre las garras de los esqueletos, soltando maldiciones y bramando juramentos en su lengua bestial. Le manaba sangre copiosamente de un corte que tenía en la sien, pero por lo demás no tenía mal aspecto, a pesar de la experiencia. Al joven suplicante, por el otro lado, casi lo habían matado a golpes. Colgaba prácticamente sin fuerzas de los brazos huesudos de los guerreros. Tenía que emplear todas sus fuerzas para mantener la cabeza erguida y contemplar con una embotada expresión de asombro el oscuro interior de la torre.
Con una orden mental, Nagash les indicó a sus guerreros que arrastraran al líder de la turba hasta el centro de un círculo ritual que el nigromante había preparado un poco antes. Obligaron al hombre a arrodillarse. Cuando intentó levantarse, uno de los esqueletos lo arrojó al suelo con otro golpe en la cabeza.
Al suplicante lo depositaron en el suelo a poca distancia del círculo, en el mismo borde de la luz que proyectaba el trozo de piedra ardiente. El joven miró a Nagash boquiabierto y se inclinó hacia adelante de inmediato, postrándose ante el trono. Aquel gesto despertó un recuerdo: ese era el joven acólito que había visto fuera del túmulo durante la emboscada. Nagash esbozó una leve sonrisa. Sus instintos habían sido correctos. Podría resultarle útil.
Nagash se levantó despacio del trono. Iba vestido con una túnica que había robado del templo-fortaleza y que disimulaba la mayoría de los cambios que el tiempo y la abn-i-khat le habían causado a su cuerpo. Las manos y el rostro eran lo único que insinuaban los horrores que se ocultaban bajo la tela de hilo áspero. La carne, que en otro tiempo era casi transparente, se le había empezado a licuar debido al calor que desprendían sus huesos, dándole un aspecto gélido y enfermizo. Los músculos y los tendones brillaban al aire libre en los lugares en los que la carne y la piel se habían desgastado, y sólo quedaban unos minúsculos jirones de carne en las mejillas y la frente para proporcionarle un atisbo de vida al rostro esquelético de Nagash.
El nigromante se acercó al líder de los aldeanos, que se quedó boquiabierto de puro terror. El bárbaro le gritó maldiciones; el tono de su voz fue aumentando a medida que su cordura llegaba al límite. Se puso en pie rápidamente cuando Nagash entró en el círculo ritual, pero el nigromante lo agarró por el cuello antes de que pudiera dar un solo paso.
Con los ojos como platos y jadeando, el bárbaro empezó a retorcerse y a dar patadas. Nagash pronunció una sola palabra, y los músculos del aldeano se contrajeron salvajemente, aplicándole tanta tensión en las extremidades que los huesos largos de brazos y piernas se le partieron como ramitas secas. Sus maldiciones se convirtieron en chillidos de dolor, que se volvieron cada vez más agudos y frenéticos cuando el nigromante levantó la mano izquierda y comenzó a arrancarle metódicamente puñados de pelo negro. Cuando el cuero cabelludo del hombre estuvo calvo y ensangrentado, Nagash se sacó un cuchillo del cinto y comenzó a grabar runas en la piel del bárbaro.
Los preparativos llevaron casi media hora. Cuando los completó, Nagash arrojó al aldeano al suelo en el centro del círculo y luego se retiró. Una vez fuera del círculo, el nigromante alzó los brazos y empezó a salmodiar. Los sigilos grabados en el círculo cobraron vida de inmediato, y el hechizo empezó a desentrañar la mente y el alma del bárbaro.
Se trataba de una variación del ritual de cosecha que había perfeccionado en Khemri y luego había reconstruido de memoria en los años que había pasado vagando por el yermo. La diferencia entre esa versión y la original radicaba en el modo como separaba los elementos constituyentes del espíritu de una víctima. Mientras le arrancaba el alma del cuerpo al aldeano, Nagash escogió los elementos que deseaba y descartó el resto, como si fuera un noble picoteando en un espléndido banquete.
Los recuerdos del bárbaro no significaban nada para él, así que los apartó con un movimiento despectivo de la muñeca. Averiguó que el hombre era aprendiz de carpintero por el sabor de su habilidad con el cincel y la sierra. Eso también lo desechó.
¡Allí! Nagash notó el áspero sabor del lenguaje en el estofado de los pensamientos del hombre. Extrajo eso y lo consumió. Palabras toscas y guturales le dieron vueltas en la mente, grabadas una a una en su memoria.
Al final, el nigromante consumió la esencia vital del bárbaro. Saboreó su potencia y la comparó con el poder de la piedra ardiente. Nagash hizo una mueca de desagrado.
—Decepcionante —dijo con soma mientras el cadáver marchito se desplomaba en el suelo.
Con un gesto de la mano, volvió a introducir una porción de poder en el saco de huesos y lo envió arrastrando los pies a las minas.
Nagash se volvió hacia el suplicante, que había observado todo el ritual en aterrorizado silencio. El nigromante buscó en su memoria las palabras adecuadas.
—¿Quién eres?
El suplicante pegó la frente al suelo.
—Ha… Hathurk, todopoderoso —farfulló.
—Hathurk —repitió Nagash—. ¿Quién te crees que eres para venerarme? En otro tiempo servías al templo.
El nigromante esperaba que el antiguo acólito le respondiese con evasivas, pero en cambio Hathurk asintió con total naturalidad.
—Serví a los Guardianes de la Montaña —admitió de buen grado—. Con el tiempo, yo mismo me habría convertido en Guardián. Pero su momento ha terminado. Las palabras de los Antiguos se han cumplido.
—¿Y eso?
Hathurk se atrevió a levantar la mirada del suelo.
—Los Antiguos nos dijeron que un día la montaña despertaría —explicó—, que el dios aparecería. Y ahora estáis aquí.
«Interesante», pensó Nagash.
—¿Las palabras de los Antiguos dónde están…? —Hizo una pausa al darse cuenta de que los bárbaros no tenían palabras para el acto de escribir—. ¿Cómo se conservaron las palabras de los Antiguos?
—Se fueron pasando, de generación en generación, de Guardián a acólito.
Nagash asintió con la cabeza con aire pensativo.
—¿Y los jefes de las aldeas conocen esos relatos?
Hathurk negó con la cabeza.
—No eran dignos, todopoderoso. Son gente ignorante y supersticiosa.
—Por supuesto —contestó Nagash.
Las personas como Hathurk no captaban el sarcasmo. El suplicante asintió con la cabeza rápidamente.
—Aunque han oído hablar de vos —continuó—. Hemos viajado entre las aldeas haciendo correr la voz de vuestra llegada. Les dijimos a los jefes que fuisteis vos el que vino a por los Guardianes de la Montaña, porque el sumo guardián se negaba a aceptar que las palabras de los Antiguos se habían cumplido.
—¿Creen? —preguntó Nagash.
El suplicante hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Aún no, todopoderoso. Son testarudos y de costumbres muy arraigadas. Pero —añadió rápidamente— la temporada de guerra ha comenzado y las tribus de los Abandonados han descendido de las tierras del norte a fuego y espada. Sin la ayuda de los Guardianes de la Montaña, las partidas de guerra de las aldeas han sufrido numerosas derrotas. Dos aldeas ya han sido destruidas, y las mujeres y los niños, masacrados en sus hogares. Los otros jefes hablan abiertamente de una alianza contra los Abandonados, pero ni siquiera eso será suficiente. Van a necesitar el poder de la montaña si quieren imponerse.
Nagash meditó sobre lo que acabada de oír. Se necesitaban más vasallos para trabajar en las minas y buscar fuentes de piedra y madera para construir la fortaleza. Los imperios crecían a base de conquistas.
El Rey Imperecedero atravesó el santuario y se acomodó de nuevo en su trono. Los ojos le titilaron con expresión pensativa.
—Cuéntame más —dijo.