Nagashizzar,

en el 98.º año de Ptra el Glorioso

(-1325, según el cálculo imperial)

Al principio, los hijos de la Gran Cornuda respondieron con prontitud a los informes de que había piedra divina enterrada bajo la gran montaña. En menos de un año, numerosas partidas de exploradores vestidos de negro salieron del primer túnel de exploración y se escabulleron en silencio por los túneles inferiores de la fortaleza. Despacio y con cautela, siguieron el aroma amargo del rastro de la Gran Cornuda, hasta que al fin se encontraron con los primeros pozos mineros activos. Lo que descubrieron en aquellos túneles poco iluminados hizo que los primeros exploradores regresaran corriendo a las profundidades, aterrorizados.

«Esqueletos resplandecientes», les juraron a los líderes de sus partidas. Esqueletos que blandían picos y sacaban la piedra mientras sus huesos brillaban debido al polvo de la piedra divina. A los primeros exploradores que informaron de eso los mataron directamente, pues los líderes de las partidas eran criaturas desconfiadas y con mal genio, que reaccionaban mal cuando pensaban que se estaban burlando de ellas. Al resto los hicieron volver y les advirtieron que regresaran con pruebas si valoraban sus pellejos sarnosos.

Así que las capas negras recorrieron sigilosamente los túneles de las minas, susurrando y vigilando, y esperando su oportunidad. En seguida, tres de los merodeadores de los túneles avistaron un esqueleto con un pie destrozado que no podía seguir el ritmo de sus compañeros. En cuanto el resto de la cuadrilla de trabajo desapareció alrededor de una curva del túnel, los hombres rata se abalanzaron sobre la criatura lisiada. Los cuchillos brillaron y los dientes mordieron; en cuestión de segundos, el esqueleto había sido desmontado con gran pericia. Los exploradores aplastaron el cráneo de la criatura con una roca por si acaso; luego se guardaron los largos huesos relucientes en los morrales y volvieron a escabullirse rápidamente hacia la oscuridad.

Antes de que terminara el día, los propios líderes de las partidas les arrancaron los huesos de las zarpas a los humildes exploradores y los llevaron corriendo a la Gran Ciudad en persona. Los videntes grises, que en virtud de su propio interés eran versados en la extracción de la piedra divina, se quedaron atónitos al ver los huesos. Los molieron hasta convertirlos en polvo y los mezclaron con diferentes pociones para determinar su potencia. Los resultados sobrepasaron sus expectativas más optimistas. Incluso suponiendo que los exploradores estuvieran exagerando enormemente sus informes, la cantidad de polvo que encontraron sobre los huesos insinuaba que existían depósitos de piedra divina que superaban todo lo que los hijos de la Gran Cornuda hubieran visto nunca. Los videntes supieron de inmediato que había que ocultarle la noticia al Consejo de los Trece a toda costa, hasta que pudieran decidir cuál era la mejor manera de explotarla. Se recompensó a los líderes de las partidas que habían traído los huesos a la Gran Ciudad con copas de vino envenenado y se destruyeron todos los documentos de su testimonio, pero a esas alturas ya era demasiado tarde. Una docena de espías ya habían redactado mensajes cifrados en los que detallaban el descubrimiento a sus amos del Consejo.

El Consejo de los Trece era el organismo dirigente de los skavens, como los hombres rata se llamaban a sí mismos, y estaba compuesto por los doce señores más poderosos de su imperio subterráneo. El decimotercer puesto era simbólico y estaba reservado para la mismísima Gran Cornuda. Los mensajes cifrados llegaron veloces mediante medios mágicos a todos los confines del Imperio y, pocos días después, se habían puesto en marcha complicados complots mientras los miembros del Consejo intrigaban para apoderarse de las riquezas de la montaña. Se forjaron alianzas y posteriormente se rompieron; sobornos y contrasobornos cambiaron de manos, y abundaron los asesinatos y los sabotajes.

Los grandes señores reunieron fuerzas expedicionarias y las enviaron a toda prisa a la montaña, sólo para que chocaran por el camino y se diezmaran unas a otras en una creciente serie de emboscadas y despiadadas incursiones relámpago antes de llegar nunca a su destino. Esta situación se prolongó durante veinticinco años, antes de que los miembros del Consejo se rindieran a la razón y pidieran una reunión en la Gran Ciudad para decidir quién tenía más derecho a las riquezas de la montaña.

Naturalmente, cada señor contaba con las mejores razones, las más convincentes. Muchos incluso tenían documentos minuciosamente falsificados para demostrarlo. Al final, el gran vidente, que era el líder de los videntes grises de los skavens y miembro del Consejo, dio un paso al frente y explicó muy claramente que habían recibido señales de la Gran Cornuda que los habían conducido a la montaña y que las riquezas enterradas allí pertenecían a todos los skavens y no a un solo clan. Concluyó su diatriba con la idea muy convincente de que cada día que pasaban discutiendo les proporcionaba más tiempo a los esqueletos para apoderarse de la piedra.

Eso consiguió centrar la atención del Consejo. Menos de tres meses después —tras otra feroz serie de politiqueos, intrigas, sobornos y asesinatos—, los señores skavens habían aceptado una elaborada y complicada alianza de clanes. Se reunió otra fuerza expedicionaria, esa vez compuesta de guerreros de todos los grandes clanes y sus vasallos, y se designó a un caudillo que respondería, en última instancia, ante el Consejo en su totalidad. Según los términos de la alianza, hasta el último trozo de piedra divina que se recuperara de la montaña pasaría a ser propiedad del Consejo y se compartiría a partes iguales entre los clanes.

Todo eso era un montón de tonterías prepotentes, por supuesto. Ninguno de los miembros del Consejo tenía la más mínima intención de compartir un tesoro tan enorme, pero eran lo bastante pragmáticos para esperar a tener el botín en su poder antes de empezar a apuñalarse por la espalda.

La impresionante fuerza expedicionaria partió de la Gran Ciudad con gran ostentación y el Consejo instó a lord Eekrit, el caudillo al mando de la fuerza, a que regresara con sus tesoros lo más rápidamente posible. El tamaño de la fuerza era enorme: contingentes iguales procedentes de cada uno de los clanes principales la convertían en el ejército más grande de su clase en la historia de la raza skaven. Con una fuerza tan poderosa a las órdenes de lord Eekrit, los miembros del Consejo tenían la certeza de que apenas tardarían más de un mes en completar el saqueo de la gran montaña.

Cuando lord Eekrit llegó por fin a las profundidades de la imponente fortaleza de Nagash, lo recibió una pequeña colonia de exploradores que habían trazado el mapa de gran parte de los túneles inferiores de la montaña y las rutas hasta todos y cada uno de los pozos.

El número de pozos y las estimaciones de piedra divina que sacaban de ellos cada día dejaron estupefacto a lord Eekrit. Las riquezas enterradas dentro de la montaña superaban ampliamente sus sueños más avariciosos. Tardarían meses en transportarlo todo a la Gran Ciudad…, quizá incluso años. El tesoro lo tentó con ambiciones febriles. Se imaginó conquistando la gran montaña y reclamándola para sí mismo, gobernando desde las profundidades como uno de los grandes señores que formaban parte del Consejo. Había numerosos precedentes de este tipo de cosas en el pasado de su raza. Pero la composición del ejército hacía que tal ambición resultara casi imposible. Podía contar con las ratas de su propio clan (y eso sólo mientras pudiera hacer que les compensara), pero las otras se volverían contra él en un instante. El Consejo había sido muy astuto a la hora de crear la fuerza expedicionaria, asegurándose de que no los engañarían y les quitarían el tesoro. ¡Eekrit maldijo enérgicamente sus maquinadores y negros corazones!

Por lo menos la victoria sería rápida e indudable. Sus exploradores le aseguraron que sólo había unos cuantos miles de esqueletos trabajando en las minas, y ni uno solo tenía ninguna posibilidad contra una partida de leales ratas de clan. La fuerza de lord Eekrit constaba de casi cincuenta mil ratas, sin contar la multitud de esclavos prescindibles a los que podría emplear para debilitar cualquier resistencia seria. Aplastarían a los esqueletos, despejarían los túneles, luego se abrirían paso hasta los niveles inferiores y verían adónde estaban llevando toda aquella valiosa piedra. Nada se interpondría en su camino.

Los obsequios de la Gran Cornuda les pertenecían a los skavens, y sólo a ellos.