4. Malagigi

Una semana más tarde pudieron contemplar la ciudad de Hamadán a sus pies, toda blanca y refulgente bajo la luz del sol, con sus agujas, cúpulas y minaretes revestidos de oro, plata y madreperlas.

—Os dejo ahora —dijo el misterioso guerrero, haciendo girar a su montura—. Adiós, Dorian Hawkmoon. Sin duda alguna, volveremos a encontrarnos.

Hawkmoon le vio alejarse a lomos de su caballo por entre las colinas; después, él y Oladahn espolearon a sus monturas en dirección a la ciudad.

Pero a medida que se aproximaron a las puertas de entrada escucharon un gran ruido procedente desde el otro lado de las murallas. Era el sonido característico de la lucha, los gritos de los guerreros y los relinchos de las bestias. De pronto, por las puertas salió un gran contingente de soldados, muchos de ellos terriblemente heridos y todos con aspecto agotado. Los dos hombres dirigieron sus caballos hacia un lado, tratando de apartarse, pero no tardaron en verse rodeados por el ejército, que huía a la desbandada. Un grupo de jinetes pasó a todo galope a su lado, y Hawkmoon oyó que uno de ellos gritaba: —¡Todo está perdido! ¡Nahak ha vencido!

Detrás de ellos apareció un enorme carro de guerra, hecho de bronce, tirado por cuatro caballos negros, en el que se encontraba una mujer de pelo revuelto, que llevaba puesta una hermosa armadura azul y gritaba a sus hombres, tratando de que éstos se volvieran y reanudaran la lucha. La mujer era joven y muy hermosa, con unos ojos grandes, oscuros y rasgados llenos ahora de cólera y frustración. Sostenía una cimitarra con una mano, que blandía en lo alto.

La mujer tiró de las riendas en cuanto vio a los extrañados Hawkmoon y Oladahn. —¿Quiénes sois? ¿Más mercenarios del Imperio Oscuro?

—No —contestó Hawkmoon—. Soy enemigo del Imperio Oscuro. ¿Qué está ocurriendo?

—Un levantamiento. Mi hermano Nahak y sus aliados han penetrado por los túneles secretos que comunican la ciudad con el desierto y nos han sorprendido. Si sois enemigo de Granbretan, será mejor que huyáis ahora mismo. Ellos disponen de bestias de batalla que…

No terminó la frase, sino que se volvió hacia sus hombres gritándoles de nuevo y continuó su marcha.

—Será mejor que regresemos a las colinas —murmuró Oladahn.

Pero Hawkmoon sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—Tengo que encontrar a Malagigi. Está en alguna parte, dentro de esta ciudad. Nos queda poco tiempo.

Se abrieron paso entre el ejército que huía y entraron en la ciudad, donde algunos hombres seguían luchando en las calles. Los cascos puntiagudos de los soldados locales se entremezclaban con los cascos de lobo de los guerreros del Imperio Oscuro.

Observaron una verdadera carnicería por todas partes. Hawkmoon y Oladahn cabalgaron por una calle secundaria donde había poca lucha y salieron finalmente a una plaza cuadrada. En el lado opuesto vieron unas gigantescas bestias aladas, como grandes murciélagos negros pero dotadas de largas patas delanteras armadas con garras curvadas. Se estaban cebando en los guerreros en retirada, y algunas de las bestias se dedicaban a devorar los cadáveres. Aquí y allá, los hombres de Nahak intentaban espolear a las bestias para que continuaran la batalla, pero estaba claro que aquellos murciélagos gigantescos ya habían servido para su propósito.

Uno de los murciélagos se volvió de pronto y los vio. Hawkmoon le gritó a Oladahn para que le siguiera por una estrecha calleja, pero la bestia ya les perseguía, medio corriendo, medio batiendo las alas en el aire, produciendo un angustioso sonido sibilante que les pisaba los talones, y exhalando un terrible olor pestilente de su cuerpo. Se metieron por la calleja, pero el murciélago se deslizó por entre las casas en su persecución. Entonces, en el extremo opuesto de la calleja apareció media docena de jinetes con máscaras de lobo. Hawkmoon desenvainó la espada y cargó contra ellos. No podía hacer otra cosa.

Se enfrentó con el primero de los jinetes con tal arremetida que el hombre saltó de la silla. Una espada golpeó su hombro y notó la mordedura del metal en su carne, pero siguió luchando a pesar del agudo dolor. La bestia de batalla lanzó un grito y los guerreros lobo empezaron a volver grupas, presas del pánico.

Hawkmoon y Oladahn pasaron entre ellos y se encontraron de pronto en una plaza mayor que la anterior y en la que no vieron a nadie. Sólo había cadáveres desparramados sobre las piedras y el pavimento. Hawkmoon vio a un hombre vestido de amarillo que salió de un portal y se inclinó sobre uno de los cadáveres, cortándole la bolsa y la daga enjoyada que pendía de su cinto. El hombre levantó la mirada, lleno de pánico y trató de volver a meterse en el interior de la casa al ver al duque de Colonia, pero Oladahn le impidió el paso. Hawkmoon le colocó la espada ante el pecho. —¿Qué camino debo seguir para encontrar la casa de Malagigi? —preguntó.

El hombre señaló hacia un lado con un dedo tembloroso y balbuceó:

—Por ahí… Es la casa con bóveda que tiene los signos zodiacales incrustados en ébano sobre un tejado de plata. Por esa calle. No me matéis, yo…

El hombre suspiró aliviado cuando Hawkmoon hizo girar su gran caballo azul y se alejó por la calle que le habían indicado.

No tardó en divisar la casa con bóveda donde se veían los signos zodiacales.

Hawkmoon se detuvo ante la entrada y golpeó la puerta con el pomo de su espada. La cabeza empezaba a latirle de nuevo, y supo instintivamente que el hechizo del conde Brass no lograría contener la fuerza vital de la Joya Negra durante mucho más tiempo. Se dio cuenta de que debería haberse aproximado a la casa del mago de un modo mucho más cortés, pero no disponía de tiempo, con los soldados de Granbretan desparramados por todas las calles de la ciudad. Por encima de él, dos murciélagos gigantes aleteaban en busca de víctimas.

La puerta se abrió por fin y cuatro enormes negros armados con picas y vestidos con ropas de color púrpura le impidieron el paso. Hawkmoon vio un patio interior tras ellos.

Trató de avanzar hacia allí, pero las picas le amenazaron inmediatamente. —¿Qué asunto tenéis que tratar con nuestro amo, Malagigi? —le preguntó uno de los negros.

—Busco su ayuda. Se trata de una cuestión de gran importancia. Estoy en peligro.

Una figura apareció en los escalones que conducían a la casa. El hombre iba vestido con una sencilla toga blanca. Tenía un largo pelo gris e iba pulcramente afeitado. Su rostro era arrugado y viejo, pero la piel mostraba un aspecto juvenil. —¿Por qué razón debería ayudaros Malagigi? —preguntó el hombre—. Ya veo que venís del oeste. Las gentes que llegan del oeste sólo traen guerra y disensión a Hamadán. ¡Marchaos! ¡No quiero saber nada de ninguno de vosotros! —¿Sois el señor Malagigi? —preguntó Hawkmoon—. Yo mismo soy una víctima de esas gentes. Ayudadme y yo podré ayudaros a desembarazaros de ellos. Por favor, os lo ruego…

—Marchaos. ¡No tomaré parte en vuestras luchas internas!

Los negros hicieron retroceder a los dos hombres y las puertas se cerraron.

Hawkmoon empezó a golpear de nuevo las puertas, pero entonces Oladahn le agarró por un brazo, haciéndole una indicación hacia la parte alta de la calle. Por allí llegaban seis jinetes con máscara de lobo, dirigidos por alguien cuya ornamentada máscara Hawkmoon reconoció instantáneamente. Se trataba del propio Meliadus. —¡Ja! ¡Vuestro momento ha llegado, Hawkmoon! —gritó Meliadus con una expresión de triunfo, al tiempo que desenvainaba la espada y se lanzaba a la carga.

Hawkmoon le hizo dar la vuelta a su caballo. Aunque su odio contra Meliadus era tan fuerte como siempre, sabía que no podía enfrentarse con él en aquellos momentos. Él y Oladahn huyeron calle abajo, y sus poderosos caballos no tardaron en dejar atrás a los de los hombres de Meliadus.

Agonosvos o su mensajero debía de haberle dicho a Meliadus lo que Hawkmoon se proponía, y el barón habría acudido para unirse a sus propios hombres, ayudarles a apoderarse de Hamadán y cumplir su venganza personal sobre Hawkmoon.

Hawkmoon huyó pasando de una estrecha calle a otra hasta que perdió de vista a su perseguidor, al menos por el momento.

—Tenemos que escapar de la ciudad —le gritó a Oladahn—. Es nuestra única oportunidad. Quizá podamos volver a entrar más tarde y convencer a Malagigi de que nos ayude…

Su voz se detuvo de pronto cuando uno de los murciélagos gigantescos descendió de repente para posarse justo frente a ellos, con las garras extendidas. Más allá de aquella tenebrosa criatura se abría una puerta y se encontraba la libertad.

Hawkmoon se hallaba ahora tan desesperado, sobre todo después de la negativa de Malagigi a ayudarle, que cargó directamente contra la bestia de batalla, haciendo oscilar la espada contra sus crueles garras. El murciélago lanzó un silbido y sus garras golpearon, alcanzando a Hawkmoon en el brazo que ya tenía herido. El joven noble levantó su espada una y otra vez, introduciéndola en la carne de aquella bestia horrible hasta que surgió una sangre negra y le cortó uno de los tendones. El hocico picudo se abrió y se lanzó contra Hawkmoon. El caballo retrocedió cuando la cabeza de la bestia avanzó y Hawkmoon lanzó rápidamente la espada hacia arriba, tratando de golpear el enorme y brillante ojo. La hoja se introdujo en él. La criatura lanzó un grito terrible y una mucosa amarillenta empezó a brotar de la herida.

Hawkmoon introdujo la hoja por segunda vez. Aquella bestia se tambaleó y empezó a caer hacia él, pero Hawkmoon se las arregló para lograr ladear su caballo, apenas a tiempo, en el instante en que el murciélago de batalla se desmoronaba. Después, se lanzó a todo galope hacia la puerta y las colinas que se extendían más allá, mientras Oladahn gritaba a su espalda: —¡Le habéis matado, lord Dorian!

Y el pequeño hombre reía ferozmente.

No tardaron en hallarse entre las colinas, donde se unieron a los cientos de guerreros derrotados que habían sobrevivido a la batalla librada en el interior de la ciudad. Ahora cabalgaban con lentitud. Finalmente, llegaron todos a un valle profundo donde vieron el carro de bronce que había conducido antes la reina guerrera. Los soldados se habían tumbado sobre la hierba, agotados, mientras que la mujer de pelo revuelto deambulaba entre ellos. Hawkmoon vio otra figura cerca del carro. Se trataba del Guerrero de Negro y Oro, que parecía estar esperándole a él.

Hawkmoon desmontó y se acercó al guerrero. La mujer se aproximó y permaneció apoyada contra el carro, con los ojos encendidos por la misma cólera que Hawkmoon había observado antes en ellos.

La profunda voz del Guerrero de Negro y Oro surgió de debajo del casco, sonando lacónica:

—De modo que Malagigi no está dispuesto a ayudaros, ¿no es eso?

Hawkmoon sacudió la cabeza, mirando a la mujer sin curiosidad alguna. Se sentía desilusionado, aunque esa sensación empezaba a ser sustituida por el salvaje fatalismo que le había salvado la vida en su lucha contra el murciélago gigante.

—Ahora ya he terminado —se limitó a decir—, pero al menos puedo regresar para tratar de encontrar una forma de matar a Meliadus.

—Ésa es una ambición común a ambos —intervino la mujer—. Soy la reina Frawbra. Mi traicionero hermano aspira a ocupar el trono y trata de conseguirlo con la ayuda de vuestro Meliadus y de sus guerreros. Es posible que ya lo haya conseguido, puesto que, al parecer, nuestros enemigos nos superan en número y no contamos con la menor posibilidad de recuperar la ciudad.

Hawkmoon la miró con una expresión reflexiva.

—Si hubiera una posibilidad, por muy débil que fuera, ¿correríais el riesgo?

—Si no existiera esa posibilidad, trataría de encontrarla —replicó la mujer—. Pero no estoy segura de que mis guerreros quieran seguirme.

En ese momento, otros tres jinetes llegaron al campamento. La reina Frawbra les llamó y preguntó: —¿Acabáis de escapar de la ciudad?

—Sí —contestó uno de ellos—. Están empezando a saquearla. Jamás he visto unos conquistadores tan salvajes como esos occidentales. Su jefe, un hombre muy alto, se ha atrevido a asaltar la casa de Malagigi y le ha hecho prisionero. —¿Qué? —exclamó Hawkmoon—. ¿Que Meliadus ha hecho prisionero al hechicero?

En tal caso no me queda la menor esperanza.

—Tonterías —dijo el Guerrero de Negro y Oro—. Aún queda esperanza. Mientras Meliadus conserve a Malagigi con vida, tendréis una posibilidad. Y a él le interesa conservarlo con vida, puesto que el hechicero conoce muchos secretos que a Meliadus le encantaría aprender. Tenéis que regresar a Hamadán con los ejércitos de la reina Frawbra, volver a tomar la ciudad y rescatar a Malagigi.

—Pero ¿nos queda tiempo? —preguntó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. La Joya Negra ya muestra señales de estar calentándose. Eso significa que está recuperando su fuerza vital. No tardaré en verme convertido en una criatura sin mente…

—En tal caso, nada tenéis que perder, lord Dorian —intervino Oladahn. Puso una mano peluda sobre el brazo de Hawkmoon y le dirigió una sonrisa amistosa—. Nada que perder.

Hawkmoon se echó a reír amargamente apartando con suavidad la mano de su amigo.

—Ah, tenéis razón. No tengo nada que perder. Bien, reina Frawbra, ¿qué decís vos?

—Hablemos con los que quedan de mi ejército —dijo la mujer embutida en su coraza.

Un momento después, Hawkmoon se subió al carro de combate y se dirigió a los agotados guerreros.

—Hombres de Hamadán, he recorrido muchos centenares de kilómetros desde el oeste, donde Granbretan gobierna. Mi propio padre fue torturado hasta morir por el mismo barón Meliadus que hoy ayuda a los enemigos de vuestra reina. He visto naciones enteras reducidas a cenizas, con sus poblaciones diezmadas o esclavizadas. He visto niños crucificados y colgados de las horcas. He conocido a bravos guerreros convertidos en perros serviles. Sé que os debe parecer inútil resistir a los hombres enmascarados del Imperio Oscuro, pero pueden ser derrotados. Yo mismo fui uno de los comandantes de un ejército que apenas contaba con mil hombres, y que fue capaz de poner en fuga a un ejército de Granbretan de más de veinte mil soldados. Y lo que nos permitió conseguir la victoria fue nuestra voluntad de vivir, el hecho de saber que, si huíamos, nos merecíamos ser cazados como conejos y morir finalmente de un modo ignominioso. Vosotros, al menos, podéis morir con valentía, como hombres…, sabiendo que existe una posibilidad de derrotar a las fuerzas que hoy han ocupado vuestra ciudad…

Siguió hablando de la misma guisa y, poco a poco, los cansados guerreros se fueron reanimando. Algunos le vitorearon. Entonces, la reina Frawbra se unió a él en el carro y gritó a sus hombres que siguieran a Hawkmoon de regreso a Hamadán, para atacar mientras el enemigo se hallaba desprevenido, mientras sus soldados estaban borrachos, peleándose entre ellos por la posesión del botín.

Las palabras de Hawkmoon les habían animado; ahora, las palabras de la reina Frawbra les ayudaron a comprender la lógica de su actitud. Empezaron a aprestar sus armas, a ajustarse las armaduras, a buscar sus caballos.

—Atacaremos esta misma noche —gritó la reina—. No les daremos tiempo para que adivinen nuestro plan.

—Creo que cabalgaré con vos —dijo el Guerrero de Negro y Oro.

Y aquella misma noche regresaron a caballo hacia Hamadán, donde los soldados conquistadores se divertían tumultuosamente. Las puertas de acceso seguían abiertas y apenas si estaban vigiladas, mientras que las bestias de batalla dormían sonoramente, con los estómagos llenos con la carne de sus presas.

El Bastón Rúnico
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