6. El barco del dios Loco
Después de viajar en compañía de Saleem y de sus mercaderes a Ankara, y de trasladarse desde allí al puerto de Zonguldak, en el mar Negro, Hawkmoon y Oladahn obtuvieron papeles que les proporcionó el jefe de Saleem, gracias a los cuales consiguieron pasajes a bordo del Muchacha sonriente, el único barco dispuesto a llevarles a Simferopol, en la costa de la península de Crimea. El Muchacha sonriente no era un barco agraciado, y tampoco parecía muy feliz. Tanto el capitán como su tripulación estaban sucios, y las bodegas olían a mil clases distintas de mercancías podridas. A pesar de todo, se vieron obligados a pagar una suma elevada por el privilegio de embarcarse en aquel viejo cascarón. Los camarotes que les destinaron no eran menos nocivos que los pantoques sobre los que estaban situados. El capitán Mouso, con sus largos y grasientos bigotes y sus ojos de mirar taimado, no les inspiró la menor confianza, como tampoco la botella de vino fuerte que el primer oficial parecía llevar permanentemente en la mano.
Filosóficamente, Hawkmoon llegó a la conclusión de que, al menos, aquel barco no atraería la atención de los piratas y, por las mismas razones, tampoco la de las naves de guerra del Imperio Oscuro. Y así fue como decidió embarcarse, acompañado por Oladahn, poco antes de que el barco se hiciera a la vela.
El Muchacha sonriente se alejó del muelle aprovechando la marea de las primeras horas de la mañana. En cuanto sus velas extendidas se hincharon con el viento, todas las cuadernas de la nave crujieron y gimieron. El barco avanzó lentamente hacia el noreste bajo un cielo nublado del que se desprendía una fuerte lluvia. La mañana era fría y gris, con la peculiaridad de que los sonidos parecían quedar amortiguados y la visibilidad resultaba difícil.
Envuelto en su capa, Hawkmoon permaneció junto al foque, contemplando cómo la ciudad de Zonguldak desaparecía poco a poco tras ellos.
Cuando el puerto se perdió de vista, la lluvia empezó a caer en forma de gruesos goterones, y Oladahn subió a cubierta para buscar a Hawkmoon.
—He limpiado nuestros camarotes lo mejor que he podido, duque Dorian, aunque no creo que podamos librarnos del olor que despide el barco, y supongo que habrá pocas cosas capaces de asustar a las enormes ratas que he visto.
—Lo soportaremos —dijo Hawkmoon estoicamente—. Hemos pasado por cosas peores y el viaje sólo durará dos días. —Miró hacia donde estaba el primer oficial, apoyado sobre la rueda del timón—. Aunque me sentiría bastante mejor si los oficiales y la tripulación de este barco fueran un poco más capaces. —Sonrió y añadió—: Si el primer oficial continúa bebiendo tanto, y el capitán se dedica a dormir la mona, es posible que tengamos que hacernos cargo del mando.
En lugar de encerrarse en sus camarotes, los dos hombres prefirieron quedarse en la cubierta, bajo la lluvia, mirando hacia el norte y preguntándose qué podría ocurrirles todavía en su largo viaje hacia Camarga.
El desdichado barco navegó lentamente a lo largo de un día triste, zarandeado por el mar revuelto, impulsado por un viento traicionero que amenazaba con transformarse en tormenta, pero que nunca llegaba a tanto. El capitán acudía tambaleándose a la cubierta de tanto en tanto. Se dedicaba a gritarles a los hombres, maldecirles y golpearles, ordenándoles que izaran una vela o arriaran otra. Las órdenes que daba el capitán Mouso les parecieron totalmente arbitrarias tanto a Hawkmoon como a Oladahn.
Hacia el anochecer, Hawkmoon acudió al puente de mando para reunirse con el capitán. Mouso le miró con una expresión furtiva.
—Buenas noches, sir —dijo sorbiendo por la nariz y limpiándosela con la manga—.
Espero que el viaje sea satisfactorio para vos.
—Razonablemente, gracias. ¿Hemos hecho un buen promedio o no?
—Bastante bueno, sir —contestó el marino, volviéndose para no tener que mirar a Hawkmoon directamente —. Bastante bueno. ¿Queréis que ordene a la cocina que os preparen algo de cenar?
—Sí —asintió Hawkmoon.
El primer oficial apareció, procedente de debajo del puente, cantando suavemente y evidentemente borracho como una cuba.
Entonces, un repentino golpe de mar zarandeó el buque de costado, haciéndolo inclinarse de modo alarmante. Hawkmoon se agarró con fuerza a la pasarela, con la sensación de que ésta podría desprenderse en cualquier momento. El capitán Mouso no pareció darse cuenta de la existencia de ningún peligro, y en cuanto al primer oficial dio con sus huesos en el suelo, la botella se le cayó de la mano y su cuerpo se ladeó más y más.
—Será mejor que le ayudéis —dijo Hawkmoon.
—Ese está bien —replicó el capitán Mouso con una risotada—. Tiene la suerte de los borrachos.
Pero el cuerpo del primer oficial ya se había deslizado hasta la barandilla de estribor, pasando la cabeza y uno de los hombros a través de ella. Hawkmoon se inclinó y agarró al hombre, tirando de él hacia la seguridad del puente mientras el barco volvía a inclinarse, esta vez en la dirección opuesta, y las olas barrían la cubierta.
Hawkmoon miró al hombre al que acababa de rescatar. El primer oficial estaba tumbado, con los ojos cerrados, y sus labios seguían moviéndose débilmente, pronunciando las palabras de la canción que había estado cantando.
Hawkmoon se echó a reír, sacudiendo la cabeza y, dirigiéndose al capitán, le dijo:
—Tenéis razón… Tiene la suerte de los borrachos.
Entonces, al volver la cabeza creyó ver algo en las aguas. La luz se desvaneció con rapidez, pero estuvo seguro de haber visto un barco no lejos de donde ellos se encontraban.
—Capitán…, ¿veis algo en esa dirección? —gritó, sujetándose a la barandilla y escudriñando la masa imponente de las aguas.
—Parece una especie de almadía —respondió el capitán.
Hawkmoon pudo ver aquella cosa con mayor claridad cuando una ola la acercó. Se trataba, en efecto, de una almadía sobre la que se veía a tres hombres.
—Por el aspecto que tienen parecen náufragos —dijo Mouso como sin darle importancia alguna—. Pobres bastardos. —Se encogió de hombros y añadió—: Bueno, eso no es asunto nuestro…
—Capitán, tenemos que salvarlos —dijo Hawkmoon.
—Jamás lo conseguiremos con esta luz. Además, estamos perdiendo el tiempo. En este viaje no transporto nada, excepto a vos, y tengo que llegar a Simferopol con el tiempo suficiente para recoger mi carga antes de que lo haga otro.
—Tenemos que salvarlos —repitió Hawkmoon con firmeza—. Oladahn…, una cuerda.
El hombre bestia búlgaro encontró un cabo de cuerda en la caseta del timón y acudió corriendo con ella. La almadía todavía estaba a la vista. Los hombres estaban tendidos sobre ella, con las caras hacia abajo, agarrándose con todas sus fuerzas para salvar sus vidas. A veces, la almadía desaparecía, hundiéndose en el agua, pero al cabo de unos segundos reaparecía de nuevo, a buena distancia del barco. El espacio que los separaba se hacía cada vez más y más grande, y Hawkmoon se dio cuenta de que les quedaba poco tiempo antes de que la almadía fuera arrastrada demasiado lejos como para alcanzarla. Ató uno de los extremos de la cuerda a la barandilla de cubierta y se ató el otro extremo alrededor de la cintura, se quitó la capa y la espada y se lanzó al mar espumeante.
Hawkmoon se dio cuenta inmediatamente del grave peligro en que se encontraba. Era casi imposible nadar en contra de las enormes olas, y era muy posible que las aguas le arrojaran contra el costado del buque, estrellándole contra él, aturdiéndole y ahogándole.
A pesar de todo, braceó con fuerza en el agua, luchando por mantener la boca fuera de ella y tratando desesperadamente de localizar la posición de la almadía. ¡Allí estaba! Sus ocupantes ya habían visto el barco y se habían medio incorporado, gritando y levantando los brazos. No habían visto aún a Hawkmoon, que nadaba hacia ellos.
Mientras nadaba, Hawkmoon logró distinguir alguna que otra vez a los hombres de la almadía, aunque no pudo verlos con claridad. Ahora, dos de ellos parecían estar luchando entre sí, mientras que el tercero permanecía sentado, observándolos. —¡Aguantad! —gritó Hawkmoon por encima del rugido del mar, la espuma y el viento.
Echando mano de todas sus fuerzas, Hawkmoon nadó con mayor firmeza y no tardó en hallarse junto a la almadía, como si un salvaje caos de aguas negras y blancas le hubieran arrojado allí.
Hawkmoon se agarró al borde de la almadía y vio que, en efecto, dos de los hombres luchaban ferozmente entre sí. También se dio cuenta de que llevaban las máscaras de la orden del Oso. Así pues, se trataba de guerreros de Granbretan.
Por un instante, Hawkmoon debatió consigo mismo si debía dejarlos abandonados a su destino. Pero si lo hacía así, terminó por reflexionar, no sería mejor que ellos. Debía hacer todo lo posible por salvarlos. Después ya decidiría lo que hacer con ellos.
Llamó a la pareja que seguía luchando, pero ninguno de ellos pareció escucharle.
Gruñeron y maldijeron enfrascados en su forcejeo, y Hawkmoon se preguntó si acaso no se habían vuelto locos a causa de sus sufrimientos.
Trató de subirse a la almadía, pero el agua y la cuerda que llevaba atada alrededor de la cintura se lo impidieron. Vio que la figura sentada le miraba y le hacía una señal casi con naturalidad.
—Ayudadme —dijo Hawkmoon con la voz entrecortada por el esfuerzo—, o no podré ayudaros.
La figura se incorporó y avanzó sobre la almadía hasta que su paso quedó bloqueado por los dos hombres enzarzados en lucha. Se encogió de hombros, los agarró a ambos por el cuello, se detuvo un instante hasta que la almadía se hundió en el agua, y después los empujó al mar. —¡Hawkmoon, mi querido amigo! —dijo una voz desde el interior de la máscara de oso—. ¡Cuánto me alegra verte! Bueno…, ya os he ayudado. He aligerado vuestra carga…
Hawkmoon consiguió agarrar a uno de los hombres, que seguía forcejeando con su compañero. Con sus pesadas máscaras y armaduras, no tardarían más que unos segundos en hundirse. Pero no pudo sostenerlos. Contempló fascinado cómo las máscaras se fueron hundiendo bajo las olas con una aparente lentitud gradual.
Miró al superviviente, que ahora se inclinaba para ofrecerle una mano. —¡Habéis asesinado a vuestros amigos, D'Averc! Tengo muy buenas razones para dejar que os hundáis con ellos—. ¿Amigos? Mi querido Hawkmoon, no eran nada de eso. Sirvientes, sí, pero no amigos. —D'Averc se sujetó cuando otra ola golpeó la almadía, casi obligando a Hawkmoon a perder su punto de apoyo—. No eran amigos. Eran leales, sí…, pero tremendamente aburridos. Y se habían convertido en verdaderos idiotas. Eso es algo que no puedo tolerar. Vamos, permitidme que os ayude a subir a mi pequeña embarcación.
No es mucho, pero…
Hawkmoon dejó que D'Averc le ayudara a subir a la almadía. Después, se volvió hacia el barco y les hizo señas, apenas visible a través de la oscuridad. Sintió que la cuerda se tensaba cuando Oladahn empezó a tirar de ella.
—Ha sido una verdadera suerte que pasarais por aquí —dijo D'Averc tan fríamente como la lentitud con que estaban siendo arrastrados hacia el barco—. Ya me imaginaba ahogado en este mar, hundiéndome en él cuando aún no se habían cumplido todas mis gloriosas promesas…, ¿y a quién me encuentro en ese espléndido barco sino al noble duque de Colonia? El destino ha hecho que nos encontremos de nuevo, duque.
—Sí, pero estoy dispuesto a arrojaros por la borda como habéis hecho con vuestros amigos. Y así lo haré si no contenéis la lengua y me ayudáis con esta cuerda —gruñó Hawkmoon.
La almadía se balanceó sobre las aguas y finalmente chocó contra el medio podrido costado del Muchacha sonriente. Una escala descendió hacia ellos y Hawkmoon empezó a subir por ella, aupándose finalmente sobre la borda, respirando entrecortadamente, pero sintiéndose aliviado.
Cuando Oladahn vio aparecer la cabeza del náufrago, lanzó una maldición e hizo el gesto de desenvainar la espada, pero Hawkmoon le detuvo.
—Es nuestro prisionero, y podemos mantenerlo con vida, ya que, si más tarde nos encontramos con problemas, puede ser un buen medio para llegar a un compromiso. —¡Qué sensible! —exclamó D'Averc admirativamente. Después empezó a toser—.
Perdonadme… Me temo que mis padecimientos me han debilitado extraordinariamente.
En cuanto me cambie de ropa, tome algo caliente y haya descansado una noche entera, volveré a ser yo mismo.
—Tendréis suerte si no os dejamos pudrir atado al palo mayor —dijo Hawkmoon—.
Llevadlo abajo, a nuestro camarote, Oladahn.
Encorvados en el pequeño camarote débilmente iluminado por un pequeño farol que colgaba del techo. Hawkmoon y Oladahn observaron a D'Averc, mientras éste se quitaba la máscara, la armadura y sus empapadas ropas. —¿Cómo es que estabais en la almadía, D'Averc? —preguntó Hawkmoon mientras el francés se secaba nerviosamente.
Incluso él se sentía perplejo ante la aparente frialdad de aquel hombre. Admiraba aquella cualidad e incluso se preguntó si no estaría empezando a gustarle D'Averc de alguna forma extraña. Quizá fuera la honestidad con la que D'Averc admitía sus propias ambiciones, o lo poco dispuesto que estaba para justificar sus acciones aun cuando implicaran el asesinato, como había sucedido hacía bien poco.
—Se trata de una larga historia, querido amigo. Nosotros tres, Ecardo, Peter y yo, dejamos que nuestros hombres se encargaran de aquel monstruo ciego que vos pusisteis en libertad y que se lanzó sobre nosotros. Nos las arreglamos para alcanzar la seguridad de las colinas. Algo más tarde apareció el ornitóptero que habíamos enviado a buscar para recogeros a vos. El aparato empezó a trazar círculos, evidentemente extrañado ante la desaparición de toda una ciudad…, tal y como nos sentíamos nosotros mismos, debo admitirlo. Eso es algo que debéis explicarme más tarde. Bueno, el caso es que le hicimos señales al piloto y éste descendió hacia donde nos encontrábamos. Ya nos habíamos dado cuenta de la posición algo difícil en que estábamos… —D'Averc se detuvo y preguntó—: ¿Es posible comer algo?
—El capitán ha ordenado que nos sirvan una cena —dijo Oladahn—. Continuad.
—Éramos tres hombres sin caballos en un lugar del mundo bastante apartado. Por otro lado, no habíamos logrado manteneros cautivo cuando os apresamos y, por lo que sabíamos, el piloto era la única persona con vida que conocía todo lo sucedido… —¿Matasteis al piloto? —preguntó Hawkmoon.
—En efecto. Fue necesario. Entonces subimos a su máquina con la intención de llegar hasta la base más cercana. —¿Qué ocurrió después? —preguntó Hawkmoon—. ¿Sabíais cómo controlar el ornitóptero?
—Habéis hecho una buena deducción —contestó D'Averc sonriendo—. Mis conocimientos sobre esas máquinas voladoras son muy limitados. Logramos elevarnos en el aire, pero esa condenada máquina no se dejaba controlar con facilidad. Antes de que nos diéramos cuenta, nos arrastraba sabe el Bastón Rúnico adonde. Sentí miedo por mi propia seguridad, lo admito. El monstruo se comportaba cada vez de un modo más errático, hasta que finalmente empezó a caer. Me las arreglé para guiarlo de modo que cayera sobre las suaves orillas de un río, y apenas si sufrimos daños. Ecardo y Peter empezaron a mostrarse histéricos; no dejaban de pelear entre ellos y sus actitudes se me hicieron insoportables y difíciles de controlar. A pesar de todo, logramos construir una almadía, con la intención de flotar río abajo hasta que llegáramos a una ciudad… ¿En esa misma almadía? —preguntó Hawkmoon.
—En la misma, sí.
—Entonces, ¿cómo llegasteis al mar?
—Debido a las mareas, mi buen amigo —contestó D'Averc con un airoso movimiento de la mano—. O de las corrientes. No me había dado cuenta de que estuviéramos tan cerca de un estuario. La corriente nos arrastró a buena velocidad y finalmente nos alejó de tierra. Pasamos varios días sobre esa condenada almadía, viéndome obligado a soportar los lloriqueos de Ecardo y Peter, que se acusaban mutuamente de sus desgracias, cuando, en realidad, tendrían que habérmelas achacado a mí. Oh, no podéis imaginar lo torturante que fue esa situación, duque Dorian.
—Os merecíais algo peor —espetó Hawkmoon.
Se escuchó un golpe en la puerta del camarote. Oladahn la abrió y entró un muchacho que llevaba una bandeja con tres cuencos llenos con una especie de cocido gris.
Hawkmoon aceptó la bandeja y le entregó a D'Averc uno de los cuencos y una cuchara. El francés dudó un instante; después, se atrevió a llevarse una cucharada a la boca. Pareció comer haciendo un considerable esfuerzo por controlarse. Terminó el contenido del cuenco y lo volvió a dejar sobre la bandeja.
—Delicioso —dijo—. Bastante bueno, tratándose de comida preparada en un barco.
Hawkmoon, que sintió verdaderas náuseas ante aquel rancho, le entregó a D'Averc su propio cuenco, y Oladahn hizo lo mismo.
—Os lo agradezco —dijo D'Averc—, pero creo en la moderación. Haber comido lo suficiente es tan bueno como un festín.
Hawkmoon sonrió ligeramente, admirando una vez más la frialdad que demostraba el francés. Evidentemente, la comida le había parecido tan nauseabunda como a ellos, pero tenía tanta hambre que se la comió y con ganas.
D'Averc se desperezó los doloridos músculos, contradiciendo así la invalidez que pretendía aparentar.
—Ah —bostezó —. Si me perdonáis, caballeros, ahora preferiría dormir. He pasado unos días verdaderamente agotadores.
—Ocupad mi cama —dijo Hawkmoon, indicando su desvencijado camastro. No mencionó que anteriormente había observado en él a toda una tribu de nerviosas pulgas—. Veré si el capitán dispone de una hamaca.
—Os lo agradezco —accedió D'Averc.
Y en su tono de voz pareció expresarse tal seriedad y convencimiento, que Hawkmoon se volvió hacia él desde la puerta, preguntándole: —¿Porqué?
D'Averc empezó a toser ostentosamente, después levantó la mirada y contestó con su viejo tono burlón: —¿Que por qué, mi querido duque? Pues por haberme salvado la vida, claro.
A la mañana siguiente la tormenta ya se había calmado y aunque el mar seguía encrespado, estaba mucho más tranquilo que el día anterior.
Hawkmoon se encontró con D'Averc en la cubierta. El hombre se había vestido una camisa y pantalones bombacho de terciopelo verde, pero no llevaba la armadura. Se inclinó en cuanto vio a Hawkmoon. —¿Habéis dormido bien? —le preguntó éste.
—Excelentemente.
Los ojos de D'Averc estaban llenos de humor, por lo que Hawkmoon supuso que había sido mordido numerosas veces por las pulgas.
—Esta noche llegaremos a puerto —le informó Hawkmoon—. Seréis mi prisionero…, mi rehén, si así lo preferís. —¿Rehén? ¿Acaso creéis que al Imperio Oscuro le importa que yo viva o muera una vez que he perdido mi utilidad?
—Ya veremos —replicó Hawkmoon acariciándose la joya de la frente—. Si intentáis escapar, os aseguro que os mataré… tan fríamente como habéis asesinado a vuestros hombres.
D'Averc tosió, ocultando la boca entre el pañuelo que llevaba.
—Os debo la vida —dijo—. De modo que tenéis el derecho de quitármela si así lo queréis.
Hawkmoon frunció el ceño. D'Averc era demasiado tortuoso como para que él comprendiera bien sus intenciones. Empezaba ya a lamentar su decisión. El francés podía demostrar ser más una molestia que un rehén. En aquel momento Oladahn se acercó corriendo sobre la cubierta.
—Duque Dorian —jadeó, señalando hacia un punto delante de ellos—. Una vela… Y se dirige directamente hacia nosotros.
—No corremos peligro —le tranquilizó Hawkmoon sonriendo—. No somos una presa codiciada por ningún pirata.
Pero momentos después, Hawkmoon observó señales de pánico entre la tripulación y cuando el capitán pasó a su lado, tambaleándose, le agarró por el brazo.
—Capitán Mouso…, ¿qué sucede?
—Peligro, señor —respondió el marino—. Un gran peligro. ¿Es que no habéis reconocido la vela?
Hawkmoon escudriñó el horizonte y vio que el otro barco llevaba una sola vela negra.
Sobre ella aparecía pintado un emblema, aunque no pudo distinguir cuál era.
—Sin duda alguna no nos molestarán —dijo—. ¿Por qué iban a arriesgarse a luchar por un viejo cascarón como éste? Vos mismo habéis dicho que no llevamos ningún cargamento.
—No les importa lo que llevemos o dejemos de llevar, sir. Atacan a cualquier cosa que vean moverse en el océano. Son como ballenas asesinas, duque Dorian… Su placer no consiste en apoderarse de tesoros, sino en destruir. —¿Quiénes son? Por su aspecto no parece un barco de Granbretan —dijo D'Averc.
—Probablemente, uno de esos no se molestaría en atacarnos —balbuceó el capitán Mouso—. No… Se trata de un barco tripulado por miembros adictos al culto del dios Loco.
Son de Muscovia y han empezado a aterrorizar estas aguas durante los últimos meses.
—Definitivamente, parecen tener intenciones de atacarnos —observó D'Averc con naturalidad—. Con vuestro permiso, duque Dorian, bajaré al camarote y me ceñiré la espada y me pondré la armadura.
—Yo también iré a por mis armas —intervino Oladahn—. Os traeré vuestra espada. —¡De nada servirá luchar! —gritó el primer oficial, gesticulando con su botella en la mano—. Será mejor que nos arrojemos al agua ahora mismo.
—Sí —asintió el capitán Mouso viendo como D'Averc y Oladahn iban en busca de sus armas—. Tiene razón. Nos superarán en número y nos harán pedazos. Si nos hacen prisioneros, nos torturarán durante días.
Hawkmoon empezó a decirle algo al capitán, pero se volvió al escuchar un chapoteo. El primer oficial se había lanzado al agua… cumpliendo lo que había dicho, Hawkmoon se abalanzó hacia la borda, pero no pudo ver nada.
—No os molestéis en ayudarle…, sino más bien seguid su ejemplo —dijo el capitán—, porque es el más prudente de todos nosotros.
Ahora, la nave enemiga se dirigía hacia ellos. En su vela negra aparecían pintadas un par de grandes alas rojas, en el centro de las cuales se veía un rostro enorme y bestial, en actitud de aullar, como si estuviera lanzando una risotada maniaca. Las cubiertas estaban llenas de marinos desnudos que no llevaban más que cintos con espadas y escudos recubiertos de metal. Desde la distancia, Hawkmoon escuchó un sonido extraño que al principio no pudo distinguir. Después, levantó la vista hacia la vela y supo de qué se trataba.
Era el sonido de una risotada salvaje y demencial, como si los condenados del infierno estuvieran pidiendo clemencia.
—El barco del dios Loco —dijo el capitán Mouso con los ojos empezando a llenársele de lágrimas—. Ahora vamos a morir todos.