5. La máquina

Rinal y otros dos hombres se encontraron con ellos junto a la casa y los elevaron rápidamente hasta el ventanal de entrada.

Rinal tomó ávidamente las cajas que Hawkmoon llevaba en la bolsa en el momento en que salía el sol y la luz entraba por las ventanas, haciendo que los miembros del pueblo fantasma parecieran menos tangibles que antes.

—Son tal y como yo las recuerdo —murmuró, desplazando su extraño cuerpo hacia la luz para poder contemplar mejor los objetos. Su mano fantasmagórica acarició el octógono instalado sobre la base de ónice —. Ahora ya no tenemos por qué tener miedo de los extranjeros enmascarados. Podemos escapar de ellos en cuanto queramos…

—Pero yo creía que no teníais medio de abandonar la ciudad —dijo Oladahn.

—Eso es cierto…, pero con estas máquinas podemos llevarnos a toda la ciudad con nosotros, si tenemos suerte.

Hawkmoon estaba a punto de hacerle más preguntas a Rinal cuando escuchó una gran conmoción en la calle y se acercó a la ventana para mirar cautelosamente hacia abajo.

Allí vio a D'Averc, acompañado por sus dos brutales lugartenientes y unos veinte guerreros. Uno de ellos señalaba hacia el ventanal.

—Tienen que habernos visto —dijo Hawkmoon con voz entrecortada—. Tenemos que marcharnos todos de aquí. No podemos luchar contra tantos.

—Tampoco podemos marcharnos —dijo Rinal—. Y si utilizamos la máquina ahora os dejaremos a merced de D'Averc. Me encuentro en un dilema.

—En tal caso, utilizad la máquina —dijo Hawkmoon—, y dejad que nosotros nos ocupemos de D'Averc. —¡No podemos permitir que muráis por nuestra causa! No, después de todo lo que habéis hecho—. ¡Utilizad la máquina!

Pero Rinal seguía dudando.

Hawkmoon escuchó entonces otro sonido procedente del exterior y volvió a asomarse cautelosamente por la ventana.

—Han traído escaleras. Están a punto de subir. Utilizad la máquina, Rinal.

—Utilizad la máquina, Rinal —repitió suavemente una de las mujeres fantasma—. Si lo que hemos oído decir es cierto, no es probable que nuestro amigo sufra mucho daño a manos de D'Averc, al menos en estos momentos. —¿Qué queréis decir? —preguntó Hawkmoon —. ¿Cómo sabéis eso?

—Tenemos un amigo que no es de nuestro pueblo —contestó la mujer—. Un amigo que a veces nos visita y nos trae noticias del mundo exterior. Él también sirve al Bastón Rúnico… —¿Es un guerrero con armadura negra y oro? —la interrumpió Hawkmoon.

—Sí, él nos dijo que vos… —¡Duque Dorian! —gritó Oladahn en ese instante, señalando hacia la ventana.

El primero de los guerreros oso había alcanzado ya la ventana.

Hawkmoon desenvainó su espada, dio un salto hacia la ventana y le introdujo la punta en la garganta del guerrero, justo por debajo de la nuez. El hombre echó los brazos hacia atrás y cayó escalera abajo lanzando un grito sofocado y gorgoteante. Hawkmoon agarró la escalera y trató de ladearla para derribarla, pero desde abajo la sostenían con fuerza.

Otro guerrero se situó al nivel de la ventana y Oladahn le golpeó la cabeza, haciéndole ladearse, pero el hombre se sostuvo sobre la escalera. Hawkmoon abandonó sus inútiles esfuerzos y descargó con la espada un tajo sobre los dedos de una mano cubiertos por el guantelete. El hombre se soltó lanzando un grito, y cayó al suelo. —¡La máquina! —gritó Hawkmoon desesperadamente—. Utilizadla ahora mismo, Rinal.

No podremos contenerlos durante mucho tiempo.

Desde detrás de él surgió un sonido rasgueante y musical, y Hawkmoon se sintió ligeramente mareado al tiempo que su espada alcanzaba al siguiente atacante.

Después, todo empezó a vibrar rápidamente y los muros de la casa adquirieron un brillante color rojo. Fuera, en la calle, los guerreros oso estaban gritando…, no por la sorpresa, sino por el extraordinario temor que sentían. Hawkmoon no pudo comprender por qué razón aquella visión les aterrorizaba tanto.

Observó que toda la ciudad había adquirido ahora el mismo y vibrante color escarlata y que todo parecía retemblar y desmoronarse, en armonía con el sonido rasgueante producido por la máquina. Después, abruptamente, el sonido y la ciudad se desvanecieron y Hawkmoon se encontró cayendo suavemente hacia el suelo.

Escuchó todavía la voz de Rinal, débil y desvaneciéndose, que decía:

—Os dejamos la máquina gemela de ésta. Es nuestro regalo para ayudaros en la lucha contra vuestros enemigos. Tiene la virtud de desplazar zonas enteras de la tierra a una dimensión ligeramente diferente del espacio–tiempo. Nuestros enemigos no se apoderarán ahora de Soryandum…

Y entonces. Hawkmoon aterrizó sobre suelo duro. Oladahn estaba cerca de él. Ambos vieron que no había quedado el menor rastro de la ciudad. Su lugar sólo quedó ocupado por un terreno cubierto de hoyos que daba la impresión de haber sido arado recientemente.

Las tropas de Granbretan se encontraban a cierta distancia, con D'Averc entre ellas.

Hawkmoon comprendió entonces por qué los guerreros habían gritado horrorizados.

La bestia mecánica había llegado finalmente a la ciudad y estaba atacando a los guerreros oso. Por todas partes se veían desparramados los cadáveres ensangrentados y destrozados de los granbretanianos. Estimulados por D'Averc, que había desenvainado la espada uniéndose a la batalla, los guerreros intentaban destruir al monstruo.

Sus espinas de metal se estremecieron con furia, los dientes metálicos entrechocaron en su cabeza, y las garras puntiagudas desgarraban y destrozaban las armaduras y los cuerpos.

—Esa bestia se encargará de ellos —le dijo Hawkmoon a Oladahn—. Mirad…, nuestros caballos.

En efecto, los dos magníficos corceles se encontraban a unos cien metros de distancia.

Hawkmoon y Oladahn echaron a correr hacia ellos, los montaron y se alejaron a uña de caballo del lugar que antes había ocupado Soryandum y de la carnicería que la bestia mecánica estaba produciendo entre los guerreros oso de D'Averc.

Los dos aventureros continuaron su interrumpido viaje hacia la costa, con el extraño regalo del pueblo fantasma envuelto cuidadosamente y guardado en la alforja del caballo de Hawkmoon.

El terreno cubierto de hierba era cómodo para los cascos de los caballos y ambos progresaron rápidamente sobre las colinas, hasta que finalmente alcanzaron el amplio valle por donde fluía el Eufrates.

Acamparon junto a una de las orillas del vasto río y discutieron la mejor forma de cruzarlo, pues las aguas fluían con rapidez en este tramo y, según indicaba el mapa de Hawkmoon, tendrían que viajar muchos kilómetros hacia el sur para encontrar un lugar mejor para vadearlo.

Hawkmoon contempló las aguas, enrojecidas por el sol poniente. Dejó escapar un largo suspiro casi silencioso, y Oladahn le miró con curiosidad desde donde estaba preparando el fuego. —¿Qué os preocupa, duque Dorian? Deberíais estar de buen humor después de haber conseguido escapar.

—Es el futuro lo que me preocupa, Oladahn. Si D'Averc tenía razón y el conde Brass está gravemente herido, con Von Villach muerto y Camarga asediada por un poderoso ejército, me temo que vamos a regresar para no encontrar más que las cenizas y el barro en que el barón Meliadus nos prometió convertir toda Camarga.

—Esperemos a llegar allí —opinó Oladahn tratando de mostrarse alegre—. Es muy probable que D'Averc sólo tratara de entristeceros. Es casi seguro que vuestra Camarga todavía resistirá. Por todo lo que me habéis contado sobre las grandes defensas y el poderoso valor demostrado por los habitantes de la provincia, no me cabe la menor duda de que seguirán resistiendo al Imperio Oscuro. Vos mismo lo veréis cuando lleguemos allí. —¿De veras? —Hawkmoon bajó la mirada hacia el suelo—. ¿De veras lo veré, Oladahn? Estoy casi convencido de que D'Averc tenía razón al hablar de las otras conquistas hechas por Granbretan. Si se han apoderado de Sicilia, también se habrán apoderado de partes de Italia y España. ¿Es que no comprendéis lo que eso significa?

—Mis conocimientos de geografía son más bien escasos fuera de las Montañas Búlgaras —contestó Oladahn con turbación.

—Eso significa que las hordas del Imperio Oscuro bloquean todas las vías de penetración hacia Camarga, ya sea por tierra o mar. Aunque lleguemos al mar y encontremos un barco, ¿qué posibilidad tendremos de pasar por el canal de Sicilia sin sufrir daño alguno? Aquellas aguas deben de estar llenas de barcos de guerra del Imperio Oscuro.

—Pero ¿tenemos que viajar por esa ruta? ¿Qué me decís de la ruta que vos seguisteis para llegar al este?

—Dejé atrás una buena parte de todo ese territorio volando por los aires —contestó Hawkmoon frunciendo el ceño—, y ahora tardaríamos el doble de tiempo intentando cruzarlo por tierra. Por otro lado, Granbretan también ha extendido sus conquistas en esa zona.

—Pero se podrían rodear los territorios que están bajo su control —comentó Oladahn—. De ese modo, al menos, tendremos una oportunidad, mientras que, por lo que decís, no contaremos con ninguna si hacemos el viaje por vía marítima.

—Eso es cierto —admitió Hawkmoon reflexivamente—. Pero eso significaría tener que cruzar Turquía…, un viaje que nos costaría varias semanas. En tal caso quizá pudiéramos utilizar el mar Negro que, según tengo entendido, se halla todavía bastante libre de barcos del Imperio Oscuro. —Consultó el mapa y añadió—: Sí…, cruzaríamos el mar Negro y después Rumania…, pero la situación sería cada vez más peligrosa a medida que nos acercáramos a Francia, pues allí las fuerzas del Imperio Oscuro están desparramadas por todas partes. No obstante, tenéis razón…, esa ruta nos ofrece mejores posibilidades; incluso podríamos matar a un par de granbretanianos y utilizar sus máscaras como disfraz. Una de sus desventajas es que no pueden reconocer por el rostro si una persona es amigo o enemigo. Si no fuera por los lenguajes secretos de las distintas órdenes, podríamos viajar con toda seguridad ocultos bajo máscaras de bestias y adecuadas armaduras.

—En tal caso, cambiaremos nuestra ruta —dijo Oladahn—. Sí. Mañana emprenderemos camino hacia el norte.

Durante una serie de largos días siguieron el curso del Eufrates hacia el norte, cruzando la frontera entre Siria y Turquía, y llegando finalmente a la tranquila ciudad de Birachek, donde el Eufrates se convertía en el río Firat.

En Birachek, un posadero desconfiado, creyéndoles servidores del Imperio Oscuro, les dijo al principio que no disponía de habitaciones, pero Hawkmoon señaló entonces la Joya Negra que llevaba incrustada en la frente y dijo:

—Mi nombre es Dorian, último duque de Colonia, declarado enemigo de Granbretan.

El posadero, que había oído hablar de él, incluso en aquella remota ciudad, les dejó entrar.

Algo más tarde, aquella misma noche, ambos estaban sentados en la sala pública de la posada, bebiendo vino dulce y hablando con los miembros de una caravana de mercaderes que había llegado a Birachek poco antes que ellos.

Los mercaderes eran hombres de rostros atezados, con pelo negro azulado y barbas brillantes y aceitadas. Iban vestidos con camisas de cuero y kilts de lana de brillantes colores; sobre estas ropas llevaban capas tejidas, también de lana, con dibujos geométricos de colores púrpura, rojo y amarillo. Según dijeron a los viajeros, aquellas capas demostraban que eran hombres de Yenahan, mercader de Ankara. De sus cintos colgaban sables curvados con empuñaduras ricamente decoradas y hojas grabadas, que llevaban sin funda. Aquellos mercaderes estaban tan acostumbrados a combatir como a regatear.

Su jefe, un hombre llamado Saleem, con nariz de halcón y penetrantes ojos azules, se inclinó sobre la mesa y habló lentamente, dirigiéndose al duque de Colonia y a Oladahn. —¿Sabéis que los emisarios del Imperio Oscuro han rendido homenaje al califa de Estambul y le han pagado a ese monarca derrochador para que les permita estacionar una gran fuerza de guerreros con máscaras de toro dentro de las murallas de la ciudad?

—Tengo muy pocas noticias del mundo —dijo Hawkmoon negando con un gesto de la cabeza—. Pero os creo. Es la forma de actuación habitual de Granbretan: apoderarse de algo por medio del oro, en lugar de emplear la fuerza. Sólo cuando ya no les sirva el oro sacarán a relucir sus armas y ejércitos.

—Yo también lo creo así —asintió Saleem—. En tal caso, ¿no creéis que Turquía esté a salvo de los lobos occidentales?

—Ninguna parte del mundo está a salvo de su ambición, ni siquiera Amarehk. Incluso sueñan con conquistar territorios que jamás existieron, salvo en las fábulas. Tienen intención de apoderarse de Asia comunista, aunque primero deben descubrir dónde está.

Arabia y el este no son más que lugares para que acampen sus ejércitos.

—Pero ¿cómo es posible que tengan tanto poder? —preguntó Saleem asombrado.

—Tienen el poder —dijo Hawkmoon seguro de lo que decía—. Y también la locura que los convierte en seres salvajes, astutos y muy inventivos. Yo he visto Londra, la capital de Granbretan, y su vasta arquitectura se corresponde con la de las más brillantes pesadillas convertidas en realidad. He visto al propio rey–emperador en su globo del trono hecho de un fluido lechoso… Es un arrugado inmortal que tiene la voz dorada de un joven. He visto los laboratorios de los hechiceros científicos… innumerables cavernas llenas de extrañas máquinas, muchas de cuyas funciones aún tienen que ser redescubiertas hasta por los propios granbretanianos. Y he hablado con sus nobles, he conocido cuáles son sus ambiciones, y sé que están más locos de lo que vos o cualquier otro hombre normal podría imaginar. No tienen ninguna humanidad, experimentan muy pocas emociones por los demás, y ninguna en absoluto para aquellos que, en su opinión, pertenecen a especies inferiores… es decir, para los que no son de Granbretan. Crucifican a los hombres, las mujeres, los niños y los animales sólo para decorar y marcar los caminos cuando van y vienen para llevar a cabo sus conquistas…

Saleem se reclinó en su asiento con un gesto de la mano.

—Ah, vamos duque Dorian, exageráis…

Hawkmoon miró fijamente a Saleem y exclamó con toda convicción:

—Os lo aseguro, mercader de Turquía…, ¡no puedo exagerar la maldad de Granbretan!

—Yo… —dijo Saleem frunciendo el ceño y estremeciéndose—, os creo. Pero desearía no tener que creeros. Porque, en tal caso, ¿cómo va a poder resistir tanto poder y crueldad una nación tan pequeña como Turquía?

—No puedo ofreceros ninguna solución —dijo Hawkmoon con un suspiro—. Yo diría que deberíais uniros, no permitiendo que os debiliten con oro y mediante una ocupación gradual de vuestros territorios… Pero creo que estaría perdiendo el tiempo si intentara convenceros, ya que los hombres son codiciosos y, ante una moneda, jamás quieren saber la verdad. Yo diría que debéis resistiros, con honor y valor honesto, con prudencia e idealismo. Sin embargo, aquellos que se les resisten son vencidos y torturados, y tienen que ver, impotentes, cómo violan a sus esposas y las desgarran ante sus propios ojos, cómo sus hijos se convierten en juguetes de los guerreros y son arrojados a las hogueras encendidas para quemar ciudades enteras. Pero si no resistís, o si escapáis a la muerte en la batalla, os puede suceder exactamente lo mismo, o bien vos y los vuestros terminaréis por convertiros en serviles esclavos, menos que humanos, dispuestos a ejecutar cualquier indignidad o acto malvado con tal de salvar la piel. Os hablo con toda honestidad…, la misma honestidad que me impide animaros con palabras valientes sobre nobles batallas y muertes de guerreros en el combate. Yo trato de destruirlos, soy su enemigo declarado, pero dispongo de grandes aliados y de una suerte considerable, e incluso así, tengo la sensación de que no podré escapar para siempre a su sed de venganza, a pesar de haberlo conseguido ya en varias ocasiones. Lo único que puedo hacer es aconsejar a quienes deseen salvar algo que se opongan a los esbirros del rey Huon, que utilicen su astucia. Astucia, amigo mío. Ésa es la única arma de que disponemos para luchar contra el Imperio Oscuro. —¿Queréis decir que debemos aparentar servirlos? —preguntó Saleem pensativamente.

—Yo lo hice así. Y ahora estoy vivo y soy comparativamente libre…

—Recordaré vuestras palabras, occidental…

—Pero recordadlas todas —le advirtió Hawkmoon—. Pues el compromiso más difícil de establecer es aquel en el que uno decide aparentar que se acepta tal compromiso.

Sucede a menudo que la realidad resulta ser decepcionante, incluso mucho antes de que uno se dé cuenta de ello.

—Os comprendo —dijo Saleem, acariciándose la barba. Miró por la sala donde se encontraban. Las parpadeantes sombras que producían las antorchas encendidas parecieron adoptar una repentina amenaza—. Me pregunto cuánto tiempo tardarán aún…

Una buena parte de Europa ya es suya. —¿Sabéis algo de una provincia llamada Camarga? —preguntó Hawkmoon.

—Camarga…, un territorio de bestias con cuernos, ¿no es eso?, y también de monstruos semihumanos dotados de grandes poderes que, de algún modo, han conseguido resistir al Imperio Oscuro. Son dirigidos por un gigante de metal, el conde Brass…

—Habéis oído decir muchas cosas que sólo forman parte de la leyenda —le interrumpió Hawkmoon sonriendo—. El conde Brass es un hombre de carne y hueso, y hay muy pocos monstruos en Camarga. Las únicas bestias con cuernos que existen allí son los toros de las marismas, y también algunos caballos. ¿Decís que han logrado resistirse al Imperio Oscuro? ¿Sabéis algo sobre el destino del conde Brass o de su lugarteniente Von Villach…, o de Yisselda, la hija del conde?

—He oído decir que tanto el conde Brass como su lugarteniente han muerto. Pero en cuanto a la mujer, no sé nada… Y por lo que sé, Camarga sigue resistiendo.

—Vuestra información no es lo bastante segura —dijo Hawkmoon frotándose la Joya Negra—. No puedo creer que Camarga continúe resistiendo si el conde Brass ha muerto.

Si desapareciera el conde Brass, lo mismo sucedería con la provincia.

—Bueno, yo sólo repito los rumores que se dicen sobre otros rumores —dijo Saleem—.

Nosotros, los mercaderes, estamos seguros de los rumores locales, pero la mayor parte de lo que sabemos sobre el oeste son cosas vagas y oscuras. Vos venís de Camarga, ¿no es cierto?

—Es mi hogar de adopción —admitió Hawkmoon—. Si es que todavía existe.

Oladahn puso una mano sobre el hombro de Hawkmoon.

—No os deprimáis, duque Dorian. Vos mismo habéis dicho que la información del mercader Saleem no es verosímil. Esperad a encontrarnos más cerca de nuestro objetivo antes de perder la esperanza.

Hawkmoon hizo un esfuerzo por librarse de su triste estado de ánimo, y pidió más vino y platos de trozos de carnero y de tortas calientes sin levadura. Y aunque logró parecer algo más alegre su mente seguía inquieta, temeroso de que todos aquellos a los que amaba hubieran encontrado la muerte, y de que la belleza salvaje de las marismas de Camarga se hubieran transformado en tierra quemada.

El Bastón Rúnico
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