1. El guerrero que espera

Ahora, mientras Dorian Hawkmoon y sus compañeros navegaban hacia la costa montañosa de Crimea, los ejércitos del Imperio Oscuro que rodeaban el pequeño territorio de Camarga, recibieron órdenes de Huon, el rey–emperador, para que no se escatimara ninguna vida, energía e inspiración en el esfuerzo destinado a aplastar y destruir por completo a los insolentes que se atrevían a resistir a Granbretan. Las hordas del Imperio Oscuro cruzaron el puente de plata que cruzaba el mar a lo largo de más de cuarenta kilómetros; entre ellas había las máscaras de cerdos y lobos, buitres y perros, mantas y rayas, con sus armaduras de extraño diseño y sus armas de brillante metal. Y en su globo del trono, encogido como un feto en el fluido que preservaba su inmortalidad, el rey Huon ardía de odio contra Hawkmoon, el conde Brass y el resto de los que, de algún modo, no lograba manipular tal y como había manipulado al resto del mundo. Era como si alguna fuerza oponente les ayudara —quizá manipulándolos como él no podía hacer—, y éste era un pensamiento que el rey–emperador no podía tolerar…

Pero muchas cosas dependían de aquellos pocos que estaban fuera del poder de influencia del rey Huon, aquellas tres almas…, Hawkmoon, Oladahn, quizá el propio D'Averc, y también del misterioso Guerrero de Negro y Oro, de Yisselda, el conde Brass y unos pocos más. Pues el Bastón Rúnico dependía de ellos para poner en marcha su propio modelo de destino…

—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO

Mientras se acercaban a los negros acantilados que indicaban la costa, Hawkmoon observó con curiosidad a D'Averc, que se había echado hacia atrás la máscara de oso de su casco y escudriñaba el mar con una ligera sonrisa sobre los labios. D'Averc pareció darse cuenta de la atención que le dirigía Hawkmoon y dijo:

—Parecéis perplejo, duque Dorian. ¿Acaso no os agrada el resultado de nuestro plan?

—Sí —asintió Hawkmoon—. Pero sois vos el que me tenéis perplejo, D'Averc. Os habéis unido a esta aventura de un modo espontáneo; y, sin embargo, no ganáis nada con ella. Estoy seguro de que no sentisteis ningún gran interés por darle su merecido a Shagarov y, desde luego, no compartís mi desesperación por conocer el destino de Yisselda. Por otro lado, no habéis hecho ningún intento por escapar, al menos que yo sepa. —¿Y por qué iba a intentarlo? —replicó D'Averc sonriendo más ampliamente—. Vos no amenazáis mi vida. En realidad, me la habéis salvado. En estos momentos mi destino parece estar más unido al vuestro que al del Imperio Oscuro.

—Pero vos no me debéis vuestra lealtad, ni a mí ni a mi causa.

—Como ya os he explicado, mi querido duque, debo mi lealtad a aquella causa que mejor parezca corresponderse con mis propias ambiciones. Debo admitir que he cambiado mi punto de vista con respecto a la imposibilidad de vuestra causa… Parecéis estar dotado de tal monstruosa buena suerte, que a veces incluso me siento tentado de creer que hasta podéis ganar en vuestra lucha contra el Imperio Oscuro. Y si eso parece posible, bien puedo unirme a vos, y hacerlo con gran entusiasmo. —¿Acaso no esperáis pacientemente el momento de cambiar de nuevo nuestros papeles y hacerme prisionero con la intención de entregarme a vuestros jefes?

—Ninguna negativa por mi parte os convencería de lo contrario —contestó D'Averc sonriendo—, de modo que no os lo voy a negar.

Aquella enigmática respuesta hizo que Hawkmoon volviera a fruncir el ceño.

Entonces, como si pretendiera cambiar de conversación, D'Averc se dobló de pronto sobre sí mismo con un acceso de tos, y terminó sentado, jadeante, sobre el esquife. —¡Duque Dorian! —llamó Oladahn desde la proa—. ¡Mirad allí…, sobre la playa!

Hawkmoon miró hacia adelante. Por debajo de los imponentes acantilados distinguió una estrecha franja de guijarros. Sobre la playa había un jinete que permanecía inmóvil, mirando hacia ellos como si les estuviera esperando para transmitirles algún mensaje especial.

La quilla del esquife se arrastró sobre los guijarros de la playa y Hawkmoon reconoció al jinete que esperaba a la sombra del acantilado.

Hawkmoon saltó del esquife y se aproximó a él. Iba cubierto de la cabeza a los pies con una armadura plateada, y tenía la cabeza algo inclinada, como si estuviera reflexionando. —¿Sabíais que llegaría aquí? —le preguntó Hawkmoon.

—Me pareció que podíais desembarcar en este lugar en particular —contestó el Guerrero de Negro y Oro—. De modo que os esperé.

—Ya veo. —Hawkmoon le miró sin saber qué hacer o decir a continuación —. Ya veo…

D'Averc y Oladahn se acercaron a ellos. —¿Conocéis a este caballero? —preguntó D'Averc a la ligera.

—Es un viejo conocido mío —contestó Hawkmoon.

—Vos sois sir Huillam d'Averc —dijo sonoramente el Guerrero de Negro y Oro —. Veo que todavía lleváis los ropajes de Granbretan.

—Eso se ajusta a mis gustos —replicó D'Averc—. No he oído que os hayáis presentado.

El Guerrero de Negro y Oro ignoró a D'Averc y elevó una pesada mano, cubierta por el guantelete, para señalar a Hawkmoon.

—Ésta es la única persona con la que tengo que hablar. Buscáis a vuestra prometida, Yisselda, y ahora andáis buscando al dios Loco. —¿Es Yisselda una prisionera del dios Loco?

—En cierto modo, lo es. Pero tenéis que buscar al dios Loco por otra razón. —¿Yisselda viva? —preguntó Hawkmoon con insistencia.

—Ella vive. —El Guerrero de Negro y Oro se movió sobre la silla y añadió —: Pero antes de que ella pueda volver a ser vuestra, tenéis que destruir al dios Loco. Tenéis que destruirle y arrebatarle el Amuleto Rojo que lleva colgando del cuello…, pues ese Amuleto Rojo os pertenece a vos por derecho. El dios Loco ha robado dos cosas…, y ambas son vuestras… Me refiero a la muchacha y al amuleto.

—Yisselda es mía, desde luego…, pero no sé nada de ningún amuleto. Nunca he poseído ninguno.

—Éste es el Amuleto Rojo, y es vuestro. El dios Loco no tiene derecho alguno a llevarlo, y por esa razón ha enloquecido.

—Si ésa es la propiedad que tiene ese Amuleto Rojo —dijo Hawk moon sonriendo—, prefiero que lo lleve el dios Loco.

—Éstas no son cosas para bromear, duque Dorian. El Amuleto Rojo ha hecho enloquecer al dios Loco porque se lo robó a un sirviente del Bastón Rúnico. Pero si el sirviente del Bastón Rúnico llevara el Amuleto Rojo, lograría obtener un gran poder del propio Bastón Rúnico gracias a ese mismo amuleto. Únicamente se vuelve loco aquel que lo lleva sin derecho… y sólo podrá recuperarlo aquel que tenga derecho a ello. En consecuencia, yo no se lo puedo quitar, como tampoco se lo puede quitar nadie más, excepto Dorian Hawkmoon de Colonia, sirviente del Bastón Rúnico.

—Volvéis a llamarme sirviente del Bastón Rúnico y, sin embargo, no tengo ninguna obligación que cumplir, que yo sepa, y ni siquiera sé si todo esto no es más que producto de vuestra imaginación, o si no estaréis loco vos mismo.

—Pensad lo que queráis. Sin embargo, no cabe la menor duda de que buscáis al dios Loco…, de que no deseáis otra cosa que encontrarle, ¿no es cierto?

—Para encontrar a Yisselda, su prisionera…

—Como queráis. Bien, en tal caso no necesito convenceros de cuál es vuestra misión.

—Se ha producido una extraña serie de coincidencias desde que me embarqué en mi viaje desde Hamadán —observó Hawkmoon frunciendo el ceño—. Coincidencias que apenas si son creíbles.

—En lo que se refiere al Bastón Rúnico no existe la menor coincidencia. En ocasiones se descubre el modelo, y en otras no. —El Guerrero de Negro y Oro se volvió en la silla y señaló hacia un estrecho camino abierto en el acantilado—. Podemos subir por ahí, acampar y descansar arriba. Mañana emprenderemos el viaje hacia el castillo del dios Loco. —¿Sabéis dónde está situado? —preguntó ávidamente Hawkmoon, olvidando todas sus otras dudas.

—Así es.

Entonces, otro pensamiento se le ocurrió a Hawkmoon, que preguntó: —¿Vos… no…, no habréis organizado la captura de Yisselda? ¿Para obligarme a mí a buscar al dios Loco?

—Yisselda fue capturada por un traidor que perteneció al ejército de su padre… Juan Zhinaga, quien planeaba llevarla a Granbretan. Pero en el transcurso de su camino fue desviado por guerreros del Imperio Oscuro que deseaban obtener el mérito de haberla raptado. Mientras luchaban, Yisselda escapó y finalmente se unió a una caravana de refugiados que atravesaba Italia, consiguiendo embarcarse algo más tarde en un barco que iba a cruzar el mar Adriático y que, según se le dijo, se dirigía a Provenza. Pero, en realidad, ese barco era de esclavas destinadas a Arabia. La nave fue atacada en el golfo de Sidra por un pirata de Carpathos.

—Resulta una historia algo difícil de creer. ¿Qué pasó después?

—Los carpatianos decidieron pedir rescate por ella sin saber que Camarga estaba siendo asediada. Sólo más tarde se enteraron de que no podrían obtener dinero de ese lado. Decidieron llevarla a Estambul para venderla, pero cuando llegaron encontraron el puerto lleno de barcos del Imperio Oscuro. Temerosos de estos barcos, siguieron viaje hacia el mar Negro, donde su embarcación fue atacada por la que vos acabáis de incendiar…

—El resto ya lo conozco. Esa mano que encontré debió de haber pertenecido a un pirata que le robó a Yisselda su anillo. Pero es una historia muy extraña y no suena mucho a verdadera. Es una coincidencia…

—Ya os lo he dicho… No hay coincidencias en todo lo relacionado con el Bastón Rúnico. En algunas ocasiones, el modelo parece más sencillo que en otras. —¿Ella no ha recibido ningún daño? —preguntó Hawkmoon con un suspiro.

—Relativamente. —¿Qué queréis decir con eso?

—Esperad a que lleguéis al castillo del dios Loco.

Hawkmoon trató de seguir interrogando al Guerrero de Negro y Oro, pero el enigmático hombre permaneció completamente en silencio, sentado en la silla, aparentemente sumido en profundos pensamientos. Finalmente, el duque acudió a ayudar a D'Averc y Oladahn a sacar a los nerviosos caballos del esquife y a descargar el resto de provisiones que habían traído. Encontró la zarandeada alforja y se extrañó de que hubiera podido conservarla a lo largo de todas sus últimas aventuras.

Una vez que estuvieron preparados, el Guerrero de Negro y Oro hizo volver grupas a su caballo y, en silencio, inició el ascenso de la estrecha senda que subía por el acantilado.

Los tres compañeros, sin embargo, se vieron obligados a desmontar y le siguieron a un paso mucho más lento. Tanto los hombres como los caballos estuvieron a punto de caer en varias ocasiones, y las piedras sueltas cayeron bajo sus pies hacia el vacío, chocando contra los guijarros que ahora parecían hallarse muy lejos, allá abajo. Pero terminaron por alcanzar la parte más alta del acantilado, desde donde contemplaron una llanura moteada de colinas que parecía extenderse hasta el infinito.

El Guerrero de Negro y Oro señaló hacia el oeste.

—Mañana seguiremos por ese camino, hacia el Puente Palpitante, más allá del cual está Ucrania. El castillo del dios Loco está situado a varios días de viaje hacia el interior.

Estad vigilantes porque hay tropas del Imperio Oscuro por los alrededores.

Les observó mientras ellos preparaban el campamento. D'Averc le miró y preguntó con un tono burlón: —¿No queréis participar en nuestra comida, señor?

Pero la gran cabeza, cubierta por el casco, permaneció inclinada y tanto el guerrero como el caballo siguieron quietos, como formando una sola estatua, y así se quedaron durante toda la noche, como si les estuviera vigilando…, o posiblemente asegurándose de que ellos no se marchaban durante la noche por cuenta propia.

Hawkmoon se tumbó en su tienda y contempló la quieta silueta del Guerrero de Negro y Oro, preguntándose si aquella criatura sería humana, y si el interés que sentía por él era, en último término, amistoso o maligno. Suspiró. Lo único que le importaba era encontrar a Yisselda, salvarla y llevarla de regreso a Camarga, satisfecho de saber que la provincia seguía resistiendo los embates del Imperio Oscuro. Pero su vida se veía complicada ahora por este extraño misterio del Bastón Rúnico, y por un cierto destino por el que, al parecer, tenía que pasar, y que encajaba con el «esquema» del Bastón Rúnico.

Y, sin embargo, el Bastón Rúnico era una cosa, no una inteligencia. ¿O acaso se trataba de una inteligencia? Era el poder más grande sobre el que uno podía jurar. Se creía que controlaba toda la historia humana. Si era así, se preguntó, ¿por qué necesitaría «sirvientes» cuando, de hecho, todos los hombres le servían?

Pero quizá no todos los hombres le sirvieran. Quizá de vez en cuando emergían fuerzas que, como el Imperio Oscuro, se oponían al esquema que el Bastón Rúnico había diseñado para el destino humano. En tal caso, quizá el Bastón Rúnico necesitara, en efecto, de sirvientes.

Hawkmoon se sintió confundido. No poseía una mente capaz de analizar profundidades de aquel calibre o apta para dedicarse a la filosofía especulativa. Y no mucho después, se quedó profundamente dormido.

El Bastón Rúnico
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