12. Una revelación

La habitación sólo estaba iluminada por la luz de la luna, que caía sobre una cama en la que una figura se agitó, mostrándole a ella, en un rincón, los ornamentos, la armadura y la máscara del hombre que estaba allí.

Se acercó más a la cama. —¿Milord? —susurró.

De pronto, la figura se incorporó en la cama y ella vio sus ojos de asombro y las manos que se elevaban con rapidez para cubrirse el rostro, y la mujer abrió la boca de asombro. —¡Yo os conozco! —¿Quién sois? —El hombre se deslizó de entre las sábanas de seda, desnudo a la luz de la luna, y corrió hacia ella para sujetarla—. ¡Una mujer!

—Si… —balbuceó ella—. Y vos sois un hombre —añadió riendo con suavidad—. Y no sois ningún gigante, aunque tenéis buena altura. La máscara y la armadura os hacen parecer casi medio metro más alto. —¿Qué queréis?

—Pretendía divertiros, sir…, y que me divirtierais. Pero ahora me siento desilusionada, pues creía que erais una criatura no humana. Ahora os recuerdo como el hombre al que vi en el salón del trono hace dos años…, el hombre que Meliadus llevó ante el reyemperador.

—De modo que estabais allí aquel día.

La sujetó con más fuerza de la mano y con la otra le arrancó la máscara y le cubrió la boca. La mujer mordió los dedos y arañó los músculos del hombre. La mano que le tapaba la boca se relajó. —¿Quién sois? —preguntó él con un susurro—. ¿Sabe alguien que estáis aquí?

—Soy Flana Mikosevaar, condesa de Kanbery. Nadie sospecha de vos, querido alemán. Y no llamaré a los guardias, si es eso lo que teméis, pues no siento el menor interés por la política y ninguna simpatía por Meliadus. De hecho, me siento agradecida hacia vos porque me habéis quitado de en medio a un esposo bien problemático. —¿Sois la viuda de Mikosevaar?

—En efecto. Y en cuanto a vos, os reconocí inmediatamente al entrar y veros la joya negra que lleváis incrustada en la frente. Sois el duque Dorian Hawkmoon de Colonia, disfrazado, sin duda, para aprender los secretos de vuestros enemigos.

—Creo que me veré obligado a mataros, señora.

—No tengo la menor intención de traicionaros, duque Dorian. Al menos, por el momento. He venido a ofrecerme para vuestro placer, eso es todo. Me habéis quitado la máscara. —Volvió los ojos dorados y los levantó para mirar el rostro elegante que tenía ante sí—. Ahora podéis quitarme el resto de mis vestiduras…

—Señora —dijo él con voz ronca —, no puedo hacer eso. Estoy casado.

—Igual que yo —replicó ella echándose a reír—. He estado casada un montón de veces.

Sobre la frente de él aparecieron unas gotas de sudor y, sin dejar de mirarla, sus músculos se tensaron.

—Señora, yo…, no puedo…

Se escuchó entonces un sonido y ambos se volvieron.

La puerta que separaba las habitaciones se abrió y en el umbral apareció un hombre elegante, de buen aspecto, que tosió con un poco de ostentación y a continuación se inclinó ceremoniosamente. Él también iba desnudo del todo.

—Mi amigo, señora, tiene una disposición moral algo rígida —dijo Huillam d'Averc—.

Sin embargo, si puedo seros de alguna ayuda…

La condesa se dirigió hacia él y le miró de arriba abajo.

—Parecéis un tipo sano —comentó.

—Ah, señora, es muy amable por vuestra parte decir algo así —dijo él apartando la mirada—. Sin embargo, no me encuentro muy bien.

—Extendió una mano hacia el hombro de ella y la fue conduciendo con suavidad hacia su propia habitación —. De todos modos, haré lo poco que pueda por complaceros antes de que este débil corazón mío se me caiga hecho pedazos…

La puerta se cerró y Hawkmoon se quedó en el centro de la estancia, temblando.

Se sentó en el borde de la cama, maldiciéndose a sí mismo por no haberse acostado a dormir con el disfraz puesto, pero la agotadora excursión de aquel día le había inducido a abandonar esa precaución. Cuando el Guerrero de Negro y Oro les explicó el plan les había parecido a todos innecesariamente peligroso. Pero la lógica del mismo pareció aplastante: tenían que descubrir si el anciano de Yel ya había sido descubierto, antes de que ellos mismos salieran en su búsqueda hacia el oeste de Granbretan. Ahora, sin embargo, todo parecía indicar que sus posibilidades de conseguir tal información habían quedado destrozadas.

Los guardias tendrían que haber visto entrar a la condesa. Aun cuando la mataran o la hicieran prisionera, los guardias sospecharían que algo raro sucedía. Y se hallaban en una ciudad que parecía estar dedicada por completo a conseguir su destrucción. Aquí no contaban con ningún aliado y no existía la menor posibilidad de escapar una vez que se hubieran descubierto sus verdaderas identidades.

Hawkmoon se estrujó el cerebro tratando de imaginar un plan que les permitiera al menos huir de la ciudad antes de que sonara la alarma, pero todo parecía inútil.

Hawkmoon empezó a ponerse sus pesadas vestiduras y armadura. La única arma con la que contaba era el dorado bastón de mando que le había entregado el Guerrero, y que tenía por objeto aumentar la impresión de ser un noble dignatario de Asiacomunista. Lo levantó, deseando poder disponer de una espada.

Recorrió la habitación de un lado a otro, sin dejar de pensar en un plan aceptable para escapar, pero no se le ocurrió nada.

Aún seguía paseando cuando amaneció y poco después Huillam d'Averc asomó la cabeza por la puerta y le sonrió burlonamente.

—Buenos días, Hawkmoon. ¿Es que no habéis descansado, hombre? Creedme que lo siento. Yo tampoco he descansado mucho. La condesa es una criatura muy exigente. Sin embargo, me alegra veros preparado para emprender viaje, porque tenemos que darnos prisa. —¿Qué queréis decir, D'Averc? Llevo toda la noche intentando concebir un plan, pero no se me ocurre nada…

—He estado interrogando a Plana de Kanbery y me ha contado todo lo que necesitamos saber, ya que, al parecer, Meliadus ha confiado en ella. También se ha mostrado de acuerdo en ayudarnos a escapar. —¿Cómo?

—En su ornitóptero privado. Ahora está a nuestra disposición. —¿Podéis confiar en ella?

—No nos queda otro remedio. Escuchad… Meliadus aún no ha tenido tiempo para buscar a Mygan de Llandar. Gracias a la buena suerte, ha sido precisamente nuestra llegada lo que le ha obligado a quedarse aquí. Pero conoce su existencia… Sabe, al menos, que Tozer aprendió su secreto de un anciano que vive en el oeste, y tiene la intención de encontrarlo. Ahora, tenemos la oportunidad de encontrar primero a Mygan.

Podemos hacer una parte del camino en el ornitóptero de Plana, que yo mismo pilotaré, y seguir el resto del camino a pie.

—Pero no tenemos armas…, ¡ni ropas adecuadas!

—Plana nos proporcionará armas y ropas… y también máscaras. En sus habitaciones tiene miles de trofeos procedentes de sus pasadas conquistas. —¡Tenemos que ir ahora a sus habitaciones!

—No. Debemos esperar aquí a que ella regrese con lo que necesitamos. —¿Porqué?

—Porque, amigo mío, es posible que Meliadus todavía esté durmiendo en esas habitaciones. Tened paciencia. Hemos tenido suerte. Sólo nos queda rezar para que se mantenga.

Plana regresó no mucho después, se quitó la máscara y besó a D'Averc casi vergonzosamente, como besaría una joven doncella a su amante. Los rasgos de la mujer parecían haberse suavizado y la mirada de sus ojos era menos inquieta, como si hubiera encontrado alguna cualidad en el acto de amor con D'Averc que no había experimentado con anterioridad… Posiblemente, sólo fue la suavidad, que no solía ser una cualidad de los hombres de Granbretan.

—Se ha marchado —les informó—, y casi me dan ganas de conservaros aquí para mí, Huillam. Durante muchos años he estado conteniendo una necesidad que no era capaz de expresar ni de satisfacer. Vos habéis estado muy cerca de satisfacerla por completo…

D'Averc se inclinó y la besó con suavidad en los labios, y el tono de su voz pareció sincero cuando dijo:

—Y vos también me habéis dado algo, Plana… —Se enderezó con rigidez, pues ya se había colocado las vestiduras del disfraz, y se colocó la elevada máscara sobre la cabeza—. Vamos, tenemos que darnos prisa y marcharnos de aquí antes de que el palacio se despierte.

Hawkmoon siguió el ejemplo de D'Averc y se puso el casco. Una vez más, los dos hombres parecieron seres extraños, como criaturas semihumanas. Volvían a ser los emisarios de Asiacomunista.

Plana abrió el paso al salir de las habitaciones, y los guardias de la orden de la Mantis les siguieron sin vacilar. Recorrieron los tortuosos e iluminados pasillos hasta que llegaron a las habitaciones de la condesa. Ordenaron a los guardias que permanecieran en el exterior.

—Dirán que nos han seguido hasta aquí —dijo D'Averc—. ¡Sospecharán de vos. Plana!

Ella se quitó la máscara de garza real y le sonrió.

—No —replicó. Caminó sobre la mullida alfombra hasta un cofrecillo incrustado de diamantes. Abrió la tapa y extrajo de él una larga pipa, en uno de cuyos extremos se veía un bulbo suave—. Este bulbo contiene un rocío venenoso —dijo—. Una vez haya sido inhalado, el veneno hace enloquecer a la víctima, de modo que ésta echa a correr sin saber lo que se hace, hasta que muere. Los guardias correrán por muchos pasillos antes de perecer. Ya lo he utilizado antes. Y siempre funciona bien. —Habló con tanta dulzura de asesinato que hasta el propio Hawkmoon se estremeció involuntariamente —. Todo lo que necesito hacer —siguió diciendo— es empujar esta barra hueca por el agujero de la llave de la puerta y apretar el bulbo.

Dejó el aparato sobre el cofrecillo y les condujo a través de varias estancias espléndida y excéntricamente amuebladas, hasta que llegaron a una cámara con un enorme ventanal que daba a un balcón muy amplio. Allí, en el balcón, con las alas grácilmente plegadas, estaba el ornitóptero de Plana, configurado para que pareciera una hermosa garza real de colores escarlata y plateado.

La condesa se dirigió con rapidez hacia otra parte de la estancia y corrió una cortina.

Allí, formando un gran montón, estaba su botín: las ropas, máscaras y armas de todos los amantes y esposos que había tenido.

—Tomad todo lo que necesitéis —murmuró—, y daos prisa.

Hawkmoon seleccionó un jubón de terciopelo azul, pantalones de piel de gamuza negra, un cinturón con vaina de cuero brocado, del que colgaba una hermosa hoja muy bien equilibrada, y un puñal. En cuanto a máscara, tomó la del enemigo que él mismo había matado en combate: Asrovak Mikosevaar. Se trataba de una reluciente máscara de buitre.

D'Averc se vistió con un traje de un amarillo intenso, con una capa de un azul lustroso, botas de ante y una espada similar a la de Hawkmoon.

Él también se puso una máscara de buitre al pensar que si se veía juntos a dos personas de la misma orden, se pensaría que viajaban juntas. Ahora tenían todo el aspecto de grandes nobles de Granbretan.

Plana les abrió el ventanal y ambos salieron a la mañana, fría y húmeda.

—Adiós —susurró Plana—. Tengo que regresar para ocuparme de los guardias. Adiós, Huillam d'Averc. Espero que podamos volver a encontrarnos.

—Yo también lo espero así. Plana —contestó D'Averc con su insólita suavidad de tono—. Adiós.

Subió a la cabina de pilotaje del ornitóptero y puso en marcha el motor. Hawkmoon se apresuró a seguirle.

Las alas de la máquina se desplegaron y empezaron a moverse en el aire, con un crujido de metal. Poco después, el ornitóptero se elevaba en el sombrío cielo de Londra y giraba hacia el oeste.

El Bastón Rúnico
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