CAPÍTULO III
Atravesamos la plaza. La noche era tibia y la primavera había florecido los canteros. El doctor Ávila Gallo cortó un clavel rojo y lo puso delicadamente en la solapa de su saco. No hablábamos; el doctor apoyaba su bastón con elegancia y Rocha se esforzaba por no sacarle ventaja. Yo me fui quedando atrás, oliendo el perfume del aire, mirando las débiles luces de la plaza. De pronto Ávila Gallo se detuvo, levantó la cabeza, abrió los brazos como abarcando el universo entero y exclamó:
—Señores, así como lo ven, este pueblo ha sufrido tanto.
Rocha se frenó, hizo un difícil corte de cintura y se quedó mirando al doctor. Yo me paré también de modo que lo dejamos en el medio, en una posición un poco ridícula, con los brazos extendidos y el bastón apuntando a la torre de la iglesia. Suspiró, dejó caer sus pequeños brazos y bajó el tono de la voz.
—Nos hacía mucha falta tener una fiesta —dijo. Después me señaló con un dedo—: Usted va a cantar en el teatro Avenida para gente selecta, intachable; también estarán los militares y si promete no cantar alguna pieza subida de tono vendrán los tres miembros de la Iglesia. Será un poco aburrido, pero para eso le pagan, ¿no? Lo importante es que le paguen.
Después miró a Rocha.
—Lo suyo es más popular, claro. En el club Unión y Progreso. Y cuídese porque Sepúlveda es una luz con la derecha. Siete nocauts seguidos.
Rocha escupió contra un árbol.
—Si le gana a usted, el chico pelea por el campeonato.
Rocha escupió otra vez, pero no dijo nada. Yo estaba pensando en mi público.
—¿Quiere decir que no cualquiera va a poder ir a escucharme?
—Naturalmente que no.
El tono de su voz quería mostrarme la distinción de que las autoridades me hacían objeto.
—¿No podríamos tomar algo? —dijo Rocha, que estaba apoyado contra el mismo árbol que antes había escupido. El doctor lo miró y se rio un poco por compromiso.
—A eso íbamos. En casa tengo unas botellas de borgoña. O whisky, si prefieren.
Frente al cine teatro Avenida había dos taxis y dos soldados con cascos y ametralladoras, como los de la estación. El doctor saludó y el tipo del primer taxi le contestó «cómo está, doctor». Uno de los soldados se llevó la mano desocupada al casco y le hizo una venia respetuosa.
Hicimos diez cuadras a pie. Vivía en un viejo caserón de frente claro, recién pintado. Junto a la puerta principal una chapa anunciaba «Doctor Exequiel Ávila Gallo, Abogado». Había una ventana a cada costado y más allá una pequeña puerta de hierro que debía llevar al fondo de la casa. El doctor abrió la puerta y nos invitó a pasar. Desde alguna habitación lejana llegaban las voces de los Bee Gees. Entramos al estudio, una pieza amplia, con una biblioteca de vitrinas donde había una colección encuadernada de La Ley hasta 1967. El escritorio del doctor estaba cubierto por una montaña de carpetas. Había tres sillones sobre los que se amontonaba el polvo y, al fondo, contra una pared que se descascaraba, un óleo de San Martín triunfante en Chacabuco. A su derecha colgaba la foto de un tipo de peinada antigua y mirada sombría. Como me quedé mirándolo un rato, el doctor me dijo:
—Ortiz, el único presidente civil valiente y honesto que tuvo el país.
Rocha asintió. El doctor nos indicó los sillones y tomó posición detrás de su escritorio. Yo me senté con cuidado para no ensuciarme, pero el grandote sacó el pañuelo y empezó a sacudir el polvo de la manera más grosera. Encendí un cigarrillo; Ávila Gallo me miró, vació un cenicero en el cesto de papeles y vino a alcanzármelo justo cuando yo me paraba para ir a buscarlo. Nos encontramos a mitad de camino entre mi sillón y su escritorio; el doctor me apretó el brazo fraternalmente y acercando su cara a mi oído dijo en tono confidencial:
—¿Qué gustaría tomar? ¿Whisky? ¿Un buen vino? ¿Café?
Luego se dirigió a Rocha.
—Usted toma un buen borgoña, ¿verdad?
Rocha había hecho desaparecer el sillón bajo su cuerpo y parecía cómodo.
—Mientras no sea blanco —dijo.
Ávila Gallo dejó escapar una risita suave y alegre que terminó en tono de amonestación.
—El borgoña nunca es blanco, mi amigo, por eso es borgoña. Ahora va a ver.
Salió por la puerta que daba al pasillo. Nos quedamos un rato en silencio hasta que Rocha me chistó. Estábamos a dos metros uno del otro pero era evidente que tenía la manía de chistar. Lo miré.
—Simpático el petiso, ¿no? —dijo.
Me llevé un dedo a los labios para pedirle silencio y él asintió. Nos miramos un rato sin hablar hasta que el doctor hizo su reaparición.
—Amigos —dijo, y volvió a esconderse tras el escritorio—, los he invitado a compartir una copa porque ustedes son personas de mi agrado, pero no puedo ocultarles que también me guía un sentimiento profesional.
Empezaba a interesarme. Hizo una breve pausa, algo teatral, y pareció agrandarse de golpe.
—Llevar una fiesta a buen término no es la misma zoncera de antes, señores, y ustedes lo saben tan bien como yo. En estos tiempos tan difíciles para la nación conseguir que una fiesta sea fiesta hasta el final no es moco’ e pavo, perdonen la expresión.
—No, claro —dijo Rocha.
—Así es, usted tiene razón —el doctor lo miró con aire cómplice—, usted sabe bien que hoy hasta para cantar la marcha Aurora en la escuela hace falta coraje.
Nos estudió un rato. Yo apagué el cigarrillo sin dejar de mirarlo.
—Coraje, disciplina y patriotismo —sentenció y dejó caer las manos sobre la mesa—. Por eso un cerebro organizador, que vengo a ser yo, dicho sea con toda modestia.
Rocha seguía asintiendo, serio.
—Entonces usted es el que va a ocuparse de conseguirme la bata —dijo.
El doctor se quedó de una pieza.
—Un boxeador de su… —vaciló— envergadura… ¿no tiene su propia bata?
Me pareció que Rocha se sonrojaba.
—Me la olvidé —dijo, y miró el suelo como si quisiera esquivar los ojos severos del doctor Exequiel Ávila Gallo.
Nuestro organizador iba a decir algo, pero en ese momento la puerta se abrió y entró ella.
Estaba vestida con una solera floreada, cerrada en el escote y quizá un poco larga. Era alta, delgada, con una cara simple y limpia de maquillaje. El cabello negro era largo y lo había recogido con una peineta. Andaría por los veinte años y no tenía el estilo para romper los jóvenes corazones de Colonia Vela. Su mirada era ingenua, cuidadosa, como si sus ojos no vieran otra cosa que aquello que les está permitido ver. Nos dedicó una sonrisa tierna y depositó la bandeja sobre el escritorio.
—Mi hija —dijo el doctor—. Martita.
Nos pusimos de pie y ella nos tendió una mano blanca y frágil. Mientras yo se la estrechaba suavemente, oí al doctor pronunciar una de esas frases que ya no se escuchan:
—Ella es la luz de mis ojos.
Sus palabras quedaron flotando un rato. Volví a sentarme y los miré: el doctor seguía parado detrás de su escritorio, con las palmas de las manos apoyadas sobre las carpetas, admirando orgulloso a su hija; los pequeños ojos marrones de Rocha rodaban por el cuello suave de la piba, por el escote que no prometía demasiado, por los brazos flacos y pálidos. Ella sacó delicadamente su mano de entre las pinzas del grandote y se volvió para servirnos. Después dijo «permiso» y se fue tan silenciosa como había entrado. Rocha se sentó muy despacio, mirando la puerta que Marta había cerrado.
—Esto es un verdadero borgoña —dijo el doctor, reteniendo por unos instantes el trago en el paladar. Rocha pareció despertar, se llevó la copa a los labios y la vació de un viaje.
—Rico —dijo y se quedó mirando la copa.
Ávila Gallo se dejó caer en la silla, decepcionado.
—¿Qué bata necesita? —le preguntó.
—¿Cómo dice? —El grandote estaba pensando en otra cosa.
El doctor tomó un lápiz y abrió una agenda.
—Ya veo que tienen sueño, así que no voy a retenerlos más tiempo por hoy. Le preguntaba qué tipo de bata necesita.
—Ah, una bata cualquiera, como para mí.
Traté de imaginarme dónde podría conseguir Ávila Gallo una bata de ese tamaño. Quizá una carpa de circo le anduviera bien. El doctor anotó algo en la agenda y me miró.
—Usted tiene todo lo necesario, me imagino. Mañana puede escuchar a la orquesta y ensayar. El bandoneón no es malo.
Asentí, terminé el café y puse cara de cansado.
—Una última cosa, muchachos. En su lugar yo trataría de evitar el contacto con el público hasta el día del espectáculo. Por otra parte, en caso de encuentro con la prensa local yo les pediría, y este es un favor personal, créanme, que no dejen de destacar el esfuerzo y la voluntad de las fuerzas armadas al organizar esta fiesta para la ciudadanía.
Anotó algo más en la agenda y se puso bruscamente de pie.
—Señores, nos veremos mañana en la misa.
Antes de que pudiéramos decir nada fue hasta la puerta, la abrió suavemente y llamó.
—¡Martita! ¡Los señores se retiran!
Rocha y yo nos miramos. Marta llegó sin que sus pasos se escucharan. Se había soltado el pelo que ahora se le ondulaba sobre los hombros. Tenía en las manos un pasquín de cuatro páginas, casi ilegible, cubierto de publicidad. Lo desplegó y se lo mostró a Rocha.
—Su foto está en el diario —dijo con una voz empujada por la timidez.
La cara de Rocha tenía diez años menos y era casi irreconocible en esas dos columnas recargadas de tinta. El título decía: «Llega hoy a Colonia Vela el fuerte pegador Tony Rocha».
—Es la misma foto que salió en Crónica —dijo Rocha, agrandado—; el día que le gané a Murillo en el Luna Park.
Saludé a Marta y al doctor y salimos a la vereda. Me di cuenta de que me dolía la cabeza y sentí que la noche era más calurosa. En el pasillo, Rocha se despidió de Marta con un cuchicheo apurado. Ávila Gallo nos dio la mano otra vez y nos dedicó grandes sonrisas. Tenía apuro por tirarme en la cama. En la esquina Rocha me dio una palmada en la espalda y me dijo:
—Mañana firmes en la misa, ¿eh?
No abrí la boca. Estaba empezando a arrepentirme de no haber alquilado una pieza para mí solo. El grandote insistió:
—¿Qué le pasa? ¿No cree en Dios?
Seguí caminando sin contestarle. Me agarró de un brazo y suavizó el tono.
—Hágame la gauchada, Galván. Siempre voy a rezar antes de cada pelea.
—Me duele la cabeza —le dije.
Crucé la calle y apuré el paso. En un instante estaba otra vez conmigo.
—¡Me hubiera dicho, viejo! Cuando lleguemos a la pensión le hago un masaje en la frente y listo. Yo sé mucho de estas cosas. Como ando sin entrenador… Imagínese que me duela la cabeza antes de pelear… Tengo que saber, ¿no?
Me paré en seco.
—¡Déjeme de joder! —grité—. ¡Vaya a misa o tírese al río, pero déjeme de joder! ¡No quiero oírlo más en toda la noche!
Esta vez no me siguió. Cuando llegué a la pensión apagué la luz enseguida.