CAPÍTULO V
A las siete y media de la mañana nos despertó un soldado que venía de parte del doctor Ávila Gallo. Dijo que la misa era a las nueve y se quedó esperándonos en la puerta. Abrí una celosía, miré hacia la calle y vi un gran auto negro al que habían lustrado hasta los neumáticos; de la antena colgaba una pequeña bandera argentina y la patente tenía el escudo y unos pocos números.
Rocha se bañó y se afeitó en cinco minutos. Yo le dije al soldado que prefería ir caminando, lo que lo obligó a telefonear a alguna parte para pedir la autorización de no llevarme. Salieron. Miré por la ventana y vi que Rocha se sentaba en el asiento trasero y el soldado le cerraba la puerta antes de ir al volante. Tres viejas y dos tipos con pinta de jubilados aplaudieron hasta que el coche arrancó. Terminé de vestirme y salí a la calle.
Era un pueblo chato, de calles anchas, como casi todos los de la provincia de Buenos Aires.
El edificio más alto tenía tres pisos y trataba de ser una galería a la moda frente a la plaza. La gente caminaba en familia y los altoparlantes gruñían una música pop ligera que de pronto se interrumpió para indicar, quizá, que la misa iba a comenzar. Lentamente la gente fue desapareciendo, como si las campanas de la iglesia anunciaran el comienzo de un toque de queda matinal.
En la esquina había un bar. Pedí un café con leche con medialunas, pero como era día de fiesta tuve que comer tostadas. No sé si el mozo me reconoció, pero antes de servirme estuvo hablando al oído del patrón. Detrás del mostrador había una foto de Carlitos con Leguisamo. Estuve un rato mirándole la estampa al Morocho hasta que una voz amable me hizo girar la cabeza.
—¿Me paga un café con leche, don?
El tipo estaba envuelto en un impermeable de gabardina gris claro que tenía más manchas que un cielo de tormenta.
—Claro —le dije—. Pedilo.
De golpe, escuchándome tutear a ese tipo de edad incierta, me sentí incómodo.
—Siéntese —agregué.
El hombre se sorprendió. Miró al patrón y me preguntó:
—¿Seguro?
—¿No quería tomar un café con leche?
—¿Y me puedo sentar?
Asentí. Se sentó con cuidado, como quien prueba si la silla va a resistir. Del bolsillo del impermeable sacó un termo viejo y limpio y lo dejó sobre la mesa. Después se estuvo mirando un rato largo mientras yo pedía su café con leche y más tostadas. Se estudiaba, se veía estirar las piernas por debajo de la mesa como si ellas tuvieran autonomía propia. Luego encontró el espejo a su derecha y echó un vistazo a la escena completa: él y yo. Yo le estaba ofreciendo un cigarrillo; él lo miró, acercó la mano, se frotó los dedos entre sí para quitarse cualquier cosa que pudiera impedirle gozar el tacto, y lo tomó.
—A usted lo conozco —dijo.
Se fue desabotonando el piloto con cierta delicadeza, con un gesto que le salía desde muy adentro y tenía algo de elegancia echada a perder. El mozo trajo el pedido y lo miró feo antes de irse.
—Cómo no lo voy a conocer. De escucharlo, digo.
Volvió a mirarse en el espejo.
—El tiempo que hace que no me sentaba aquí… Este bar lo hice yo, ¿sabe?
—¿Cómo es eso?
Mi voz debe haber sonado incrédula o sobradora porque me tiró encima los ojos duros, de un gris acero. Con los dientes amarillos se mordió algunos pelos de la barba.
—Yo fui albañil.
No dije nada y empecé a tomar el café con leche a sorbos lentos.
—Primero este fue un lugar para gente bien —hizo una pausa—. Eso fue hace años.
Mordí una tostada. La calle seguía desierta y en el bar estábamos solos, aparte de un muchacho que hablaba con el mozo.
—Después se vino abajo y empezó a venir cualquiera. Pero igual a mí no me dejaban entrar. Vengo a mangar el café, lo meto en el termo y me las tomo antes que el patrón se cabree. Casi siempre hay alguien que le paga el café al loco.
Una mosca revoloteó sobre la mesa y fue a pegarse contra el vidrio que mostraba la plaza.
—¿Quién dice que usted es loco?
—La gente del pueblo.
—Bueno, ¿y es o no es?
—¿Qué importa? En este momento para el patrón del bar el loco es usted por dejarme sentar aquí. Si usted se levantara para ir a mear, me sacaría a patadas.
Estuvimos ocupados en el desayuno por un rato, sin hablar, mientras los cigarrillos se consumían apoyados en el cenicero.
—Usted vino para la fiesta —dijo al fin.
Le contesté que sí.
—¿Y nunca había estado en Colonia Vela?
—No.
—Entonces no sabe lo que eran las fiestas de antes, sin que nadie venga a decir hoy es fiesta y mañana no. Duraban hasta que uno quería o hasta que no daba más el cuero.
—¿Hasta cuándo fue eso?
—Uf, hace mucho; yo era pibe y recién llegaba del sur.
—¿Y después?
Se rio un poco, espantó la mosca y me hizo una seña para que le diera otro cigarrillo.
—Después los tiempos cambiaron y yo me fui haciendo viejo. Todos nos fuimos haciendo viejos. Ya ve, casi no hay gente joven en el pueblo.
—¿Y eso?
Me miró un rato, como para adivinar si era tonto o me hacía. Al fin se encogió de hombros y largó el humo con fuerza.
—A muchos los mataron, otros se fueron.
Le pregunté si quería tomar un cognac y me dijo que con mucho gusto. Los pedí. Las campanas de la iglesia empezaron a sonar otra vez y la gente salió de misa. Al rato la plaza volvió a estar viva. Era imposible imaginar de dónde salía tanta gente a no ser que la iglesia tuviera lugar para mil personas. El bar empezó a llenarse y no había nadie que no nos mirara al entrar. La cosa me divertía y podía ver de reojo cómo hablaban de nosotros en voz baja.
—Me dan lástima —dijo de golpe—. Son capaces de vender el alma por unos pesos y después van a misa para hacerse perdonar.
—No todo el mundo es así.
—No, claro, no soy tan tonto para pensar eso. Pero estos, los del domingo a la mañana… mírelos. Casi todos tienen un pariente muerto. El pariente más joven, el loco de la familia. Se consuelan unos a otros como si se los hubiera matado la epidemia.
—¿Y usted qué hacía cuando la epidemia?
—¿Yo? Lo mismo que ellos. Ver, oír y callarme la boca. Más viejo es uno, más se agarra a las cosas mezquinas, más acepta, más miedo tiene de perder las poquitas porquerías que consiguió.
Los abarcó a todos con una mirada de desprecio y detuvo los ojos sobre el cenicero.
—¿Por qué me dice todo esto? —le pregunté.
—No sé. Ganas de hablar, nomás. Yo tenía un amigo antes y a veces nos quedábamos la noche entera hablando. Un filósofo, el tipo. Decía que andar con poca plata no arregla nada y es aburrido, entonces mejor no tener nada.
—¿Quién era el filósofo ese?
—Un croto como yo. No podría decirle que era un tipo que tenía esto o aquello para que usted lo ubique. Era pelado, eso sí. Un tipo que sabía sobre la vida.
—¿Y qué se hizo de él?
—Lo mataron. Apenas si lo pude poner en una bolsa para enterrarlo.
—¿Por qué?
—Lo confundieron con un pibe que andaba escapando a la noche. Era cuando los milicos recién llegaban y no dejaban perro con cola.
Por la puerta de la esquina entró Marta con paso inseguro, como si no tuviera la costumbre de mostrarse ante tanta gente. No debe haber aguantado las miradas porque se colgó del brazo del doctor Ávila Gallo que venía detrás saludando a todo el mundo. Después entró Rocha, seguido de otros dos tipos que no le llegaban a los hombros. Rocha se paró, miró mesa por mesa y por fin, inevitablemente, me encontró y vino hacia nosotros.
—¿Qué le pasó? —me dijo con pinta de matón barato.
—Qué le importa —contesté.
—Lo esperamos en la misa. El doctor está furioso. Lo hizo quedar como la mona con la gente.
Entonces vio al tipo que estaba conmigo. Lo estudió un rato sin entender muy bien y lo señaló con un toque de cabeza.
—¿Y a este ciruja de dónde lo sacó?
El tipo se miró otra vez al espejo y sonrió.
—El señor me invitó a desayunar —dijo.
Rocha lo miró otra vez. Estuvo a punto de creerlo, pero el tono de su voz no sonó muy convencido.
—Oiga, no joda. Anoche se trajo un tipo a meter bochinche en la pieza y ahora se junta con un ciruja. ¿Está loco?
—Siéntese. ¿Qué quiere tomar?
Se inclinó para hablarme al oído, gesto que podía verse desde la estación.
—El doctor está enojado con usted —susurró.
—¿Porque no fui a misa?
Asintió gravemente.
—Los deportistas y los artistas tenían que estar en la iglesia —dijo.
El croto nos miraba, divertido. Rocha se agachó otra vez y volcó una de las tazas con el codo.
—Venga —murmuró y me guiñó un ojo—, voy a tratar de amigarlo con el doctor.
—No me interesa —le dije—. Yo vine a trabajar, no a confesarme.
Pareció no entender. Se dio vuelta y miró inquieto a la mesa donde Ávila Gallo bromeaba con sus amigos. El croto terminó de sacudirse el café con leche que Rocha le había tirado encima, miró por la ventana y dijo:
—Ya me voy yendo.
Se levantó, se abrochó lentamente el impermeable y me tiró la mano.
—Gracias por la invitación —dijo.
Me paré y le di la mano. A medio camino hacia la puerta se detuvo y se volvió para mirar a los parroquianos. El pelo largo, la barba despareja y el bigote desteñido le cubrían la cara, pero tenía los ojos encendidos y su mirada se abría paso entre el humo del bar. Dijo algo que no entendí a causa del ruido y salió. Rocha me agarró de un brazo y acercó su bocaza a una de mis orejas para gritar:
—Venga al baño, tengo que hablarle.
—Dígamelo aquí. No quiero saber nada con usted.
Se sentó de mala gana en la silla que había dejado el croto.
—El doctor está cabrero con usted.
—Eso ya me lo dijo. ¿Por qué se hace mala sangre?
—¿Vio la pintada?
—¿Qué pintada?
—En la calle. Frente a la iglesia. «Andrés Galván, cantor de asesinos», dice.
—¿Qué? —Salté en la silla. Me di cuenta de que no bromeaba.
—Así decía. Los soldados la están tapando con cal.
Me miraba apenado. Estiró su largo brazo sobre la mesa y me sacudió fraternalmente un hombro.
—¿Anduvo metido en líos, viejo?
Le dije que no. Cerró sus dedos sobre mi omóplato y con la voz más ronca que pudo sacar me dijo:
—Cuente conmigo, che.
Seguía agarrándome del hombro y la gente empezaba a divertirse.
—Es por eso que el doctor anda cabrero, ¿no? —dije.
Bajó el brazo.
—El doctor tiró la bronca porque usted no fue a misa.
—Después que vio los carteles.
—Sí, pero eso no es culpa suya, Galván. Por ahí fue alguno que quiso darle la cana…
—Usted no entiende. ¿Cuánto hace que no lee los diarios?
—¿Qué tiene que ver? Lo leí ayer el diario. Salió mi foto y la suya no, por eso usted…
—¡No sea pelotudo! —Me di cuenta de que había gritado. Rocha no se movió; me fijó sus ojos aguachentos y me pareció que enrojecía un poco.
—No me diga eso —murmuró—. Nunca delante de la gente.
—Vamos a discutir afuera —dije manteniendo el tono cortante.
Sus ojos echaban chispas.
—Antes retirá lo dicho.
Empecé a sentir el silencio de las mesas vecinas. Un silencio que nos dejaba como únicos protagonistas y que tenía sin cuidado a Rocha.
—Está bien —dije—, retiro lo dicho.
Se aflojó y suspiró aliviado por no tener que romperme el alma. Iba a sacarme un cigarrillo pero se acordó de que todavía estaba un poco ofendido y se quedó jugando con una cucharita.
—Tengo que volver con el doctor —dijo.
—Antes acompáñeme a ver la pintada.
Vaciló, miró hacia la mesa de Ávila Gallo y se levantó. Lo empujé suavemente hasta la puerta y se dejó llevar.
Cruzamos la plaza. Era casi mediodía y había menos gente paseando. Frente al teatro había un Falcon verde. Un gordo en mangas de camisa apoyaba su ametralladora en el capó y sudaba a mares. Un poco más allá, sobre el paredón de la Sociedad Española había un jeep del ejército. Dos soldados cargaban baldes y brochas mientras otro esperaba al volante. Una docena de curiosos miraban desde la vereda de la plaza.
—Ahí —dijo Rocha—. Ahí estaba escrito.
Los soldados habían pintado la pared con cal, pero aún podía leerse:
Andrés Galván
cantor de asesinos
—Espere que se vayan —dije.
El jeep arrancó y cuando dobló en la esquina cruzamos la calle. Desde cerca, el letrero se leía más claramente: lo habían escrito con aerosol negro y hubieran hecho falta cinco manos de pintura blanca para taparlo. En la ochava podía leerse todavía lo que yo buscaba. Tomé de un brazo a Rocha y lo llevé hasta allí. Se quedó mudo, acercándose y alejándose de la pared recién teñida de blanco para convencerse de que no era una ilusión.
En cada Rocha
un torturador
Lo leyó cinco o seis veces, moviendo apenas los labios, subrayando su nombre. Después se dio vuelta y me miró desolado.
—Nunca le hice nada a nadie —dijo—. Yo no me meto con nadie, ¿por qué escribieron eso?
Fue hasta la plaza y se sentó en un banco. Parecía vencido, como si alguien acabara de anunciarle una noticia terrible.
La campana de la iglesia dio las doce y la plaza se quedó desierta de repente. El sol estaba haciéndome transpirar y empecé a sentir sed. Iba a decírselo a Rocha cuando el Falcon que estaba frente al teatro se movió lentamente y se acercó a nosotros. El gordo de la ametralladora se bajó y detrás de él vino un morocho de unos veinticinco años que estaba montado sobre tacos altos. Vestía pantalón y campera jeans y llevaba anteojos negros. De la cintura le asomaba la culata de un revólver. Debía creerse Gary Cooper. El gordo se apoyó la ametralladora sobre un hombro para mostrar que la mano venía amable.
—Andrés Galván, la voz de oro del tango —dijo.
Me quedé mirándolo. El gordo se volvió y le dijo a Gary Cooper:
—Goyeneche, Rivero y Galván; después, pará de contar —hizo una pausa—. Aparte del Mudo, claro.
El morocho no dijo nada. Por la pinta parecía más cliente de los Rolling Stones. El gordo miró a Rocha.
—Usted no es ningún Monzón —dijo y se rio cortito—, pero no me gustaría recibir una piña suya.
Rocha miró la ametralladora. Seguía deprimido. El gordo volvió a hablarle al morocho.
—A vos te gusta el boxeo, ¿no? Aprovechá para pedirle un autógrafo.
El pibe arrastró los zapatones, fue hasta el auto y volvió con un cuaderno. Tenía un andar perezoso y tardó en llegar hasta Rocha. Le tendió el cuaderno abierto. El gordo sacó una lapicera y se la dio. El grandote firmó y le devolvió el cuaderno. Después el gordo me lo pasó a mí.
—No firmo autógrafos —dije.
El gordo me estudió un rato y al fin se rio.
—No joda —dijo—, Rivero me firmó. Con dedicatoria y todo.
—Rivero firma. Yo no tengo costumbre.
El gordo bajó la ametralladora del hombro y la apoyó en el suelo. Estaba empapado de sudor y no tenía ganas de discutir.
—Cuando agarre al que escribió eso en las paredes se lo voy a traer mansito —dijo. Me tendió el cuaderno pero yo no me moví.
El aire empezaba a ponerse pesado.
—Dele, firme, no se haga el estrecho —dijo.
—No lo tome a mal, pero no firmo —le expliqué.
Se quedó callado un rato y fue a sentarse al banco, junto a Rocha. Se golpeaba una rodilla con el cuaderno donde la caligrafía de Rocha ocupaba media hoja.
—«Cantor de asesinos» —dijo—. ¡Lo escracharon lindo los muchachos! —empezó a reírse sin ganas. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente. Dejó de reírse y empezó a gritarme como en la colimba.
—¡Yo me rompo el culo para que usted ande paseando tranquilo! ¡Hace una semana que duermo dos horas y como sánguches para que la gilada tenga fiesta y usted me niega un autógrafo!
—Mire —argumenté—, es una costumbre y…
Pegó un alarido que debe haberse escuchado a diez cuadras a la redonda:
—¡Métaselo en el culo! ¿Me oyó? ¡En el culo!
Rocha nos miró y se quedó esperando que yo hiciera algo. Tal vez quisiera que yo me sacara el saco y lo invitara a pelear. Me oí decir una estupidez:
—Retire lo dicho.
Si uno se junta con tipos como Rocha puede llegar a decir cosas así. El gordo se paró y miró al morocho como pidiéndole confirmación de lo que había oído.
—¿Cómo dijo? —Se me acercó con paso fatigado, arrastrando la ametralladora y me alivió ver que no parecía dispuesto a usarla. Pensé que era mejor disculparme. Entonces Rocha, con voz firme y desafiante, dijo:
—¡Le pidió que retire lo dicho!
El gordo lo estuvo campaneando un rato y sonrió sin ganas.
—Compadritos, ¿eh? —dijo con tono cansado—. Se creen que porque salen en los diarios se pueden cagar en la policía, ¿no?
El morocho se acercó y mientras se peinaba con los dedos, le dijo:
—Acá no, Gordo. Mejor los llevamos.
Era un tipo práctico. Sacó el revólver y nos hizo señas de que fuéramos hacia el auto. Arriba de los tacos mediría un metro sesenta. Rocha se paró y lo miró con desprecio.
—Con un bufoso cualquiera es macho —dijo y escupió sobre el césped.
Cuando vio que el morocho sacaba el revólver, un hombre más viejo, flaco y gastado, se bajó del coche.
—¿Qué pasa? —preguntó y nos señaló con la metralleta corta que le colgaba del brazo derecho como si fuera una mano deformada.
—Se hacen los piolas —dijo el morocho.
—¿Están en pedo? Estos vienen a la fiesta. Vamos, déjense de joder.
Empezaron a moverse. El morocho se dio vuelta de golpe y estrelló el caño del revólver contra la mano izquierda de Rocha. El grandote se agachó y se tomó los dedos con la otra mano.
—A ver cómo sacás la zurda ahora —dijo el morocho.
Subieron al auto y arrancaron despacio. El gordo, que llevaba un brazo colgando de la ventanilla, asomó la cabeza y me gritó:
—Acordate, Voz de Oro, me debés un autógrafo.
Me acerqué a Rocha. Entre los nudillos de la mano izquierda tenía un poco de sangre. Abría y cerraba los dedos mientras apretaba los dientes y resoplaba por la nariz. Me miró sin buscar compasión, sin reprocharme nada.
—Deme un cigarrillo —dijo.