CAPÍTULO XIII

A las ocho menos cinco Rocha se apoyó con entusiasmo en el timbre de la casa del doctor Ávila Gallo. Del balcón colgaba una bandera azul y blanca recién planchada y alguien había baldeado la vereda. Escuchamos unos pasos apurados que venían hacia la puerta. El grandote se estiró el pulóver con las dos manos y preparó su mejor sonrisa. Una gorda de pelo negro asomó sus anteojos por el vano de la puerta que había abierto veinte centímetros. Era una versión femenina del doctor. Los ojos de Rocha se apagaron de un soplido, como velas de cumpleaños.

—¿Está la señorita Marta? —Alcanzó a decir.

—Se fue a la velada —dijo la mujer y dejó la boca abierta como si tuviera mucho más por decir.

Rocha tragó saliva y preguntó con voz desfallecida:

—¿Qué velada?

—La velada de gala.

—Ah —murmuró Rocha y se quedó mirando a la gorda. Después de un rato el silencio se hizo espeso y la mujer cerró un poco más la puerta, de manera que solo podíamos verle un vidrio de los anteojos.

—Bueno… —dijo.

Apurado por la puerta que se cerraba en su nariz, Rocha lanzó un golpe desesperado:

—¿Dónde queda? Eso… la velada.

—En el teatro. ¿De parte de quién?

—Rocha.

—¿Usted es Rocha? ¡Me hubiera dicho antes!

Una luz de esperanza cruzó por la cara del grandote.

—Espere un momento —dijo la mujer, que abrió la puerta lo suficiente para que la viéramos alejarse moviendo unas caderas anchas como una mesa.

Rocha me miró y empezó a maltratarse los dedos hasta volverlos blancos. Me dio la espalda un segundo y enseguida se volvió, algo molesto.

—No vaya a ofenderse —me dijo—, pero si pudiera darse una vuelta…

Se alejó hasta el cordón de la vereda para ocultar la vergüenza que le daba pedirme que me las tomara. Iba a caminar hasta la esquina, pero vi que la gorda volvía por el pasillo.

—El doctor dejó esto para usted —anunció con una sonrisa y mostró el bolso de Rocha. El grandote no hizo ningún gesto para tomarlo. Tuve que ir en auxilio de la mujer y lo dejé sobre la vereda.

—¿Y ella? —Le costaba articular—. Marta, digo.

—Se fue a la velada con el doctor. ¿Así que usted es el boxeador?

Rocha asintió.

—¿En el teatro me dijo?

—Que tenga mucha suerte esta noche —dijo la gorda mostrando los dientes, de los que nos dedicó el último brillo antes de cerrar la puerta.

El grandote se quedó mirando fijo un rato, retrocedió, tropezó con el bolso que yo había dejado en la vereda y estuvo a punto de irse al suelo. Pateó el bolso con furia, puteó y cuando levantó los ojos se encontró con los míos.

—¡Qué mira! ¡Qué carajo mira! —gritó.

No le contesté. Pegó tres o cuatro veces con el puño de la derecha contra la palma de la izquierda, dio un par de vueltas en redondo y por fin se sentó en el cordón de la vereda dándome la espalda.

—Es lógico —le dije—, tenía que acompañar a su padre, ¿no?

Encontró una ramita seca y estuvo haciendo dibujos en el polvo que se acumulaba sobre el pavimento.

—A las nueve tenemos que estar en el gimnasio —le recordé.

Se puso de pie con la agilidad de un peso pluma y el gesto, aunque fugaz, me transmitió la incierta esperanza de no haberme dado cuenta hasta entonces de lo que era capaz ese gigante cuando le tocaban el amor propio.

—Espéreme allá —dijo y empezó a cruzar la calle.

Levanté el bolso y corrí tras él.

—¿Adónde va? —le grité.

—A buscarla.

—¿Está loco?

No respondió. Caminábamos a paso redoblado por la vereda desierta. Cuando llegamos a la esquina lo tomé de un brazo lo más firmemente que pude. Me arrastró un par de metros pero al fin se paró.

—Le dijo que iba a esperarme, ¿no? ¿Por qué no me esperó entonces?

—Ya le dije. El doctor debe haberla llevado con él.

—Le voy a hablar —empezó a caminar a grandes zancadas otra vez.

—Está chiflado, cómo va a hablarle en una velada…

—La voy a pedir.

Volví a tomarlo de un brazo pero me empujó y se alejó un par de metros. Corrí y me le puse a la par.

—Cómo la va a pedir, Rocha, está loco… Después de la pelea…

—Ya mismo la voy a pedir. No me gustan las cosas a escondidas… Le digo al doctor que somos novios y chau…

Se me acabó la paciencia y grité:

—¡Pedazo de boludo, no se puede hacer un pedido de mano en una velada!

De un manotazo me tiró contra la pared. Trastabillé, perdí el cigarrillo, se me cruzaron las piernas y caí estirado a lo largo de la vereda. El bolso se me escapó de las manos y rodó hasta la calle. Me había golpeado una rodilla y la palma de la mano izquierda me ardía como una quemadura. Dos tipos que pasaban por la vereda de enfrente se pararon un instante pero enseguida siguieron caminando sin dejar de mirarnos. Me sentí ridículo y furioso. Rocha se paró tres metros más allá y con voz dura dijo:

—¿Qué carajo es una velada de gala?

Empecé a levantarme. La rodilla me dolía y apenas podía apoyar la pierna.

—¡Váyase a la puta que lo parió!

Se acercó y me miró con curiosidad, como si no entendiera que yo estuviese maltrecho por tan poca cosa.

—Vamos, no es nada. Lo agarré mal parado, nada más.

Había empezado a putearlo otra vez cuando se puso en cuclillas y empezó a sacudirme el pantalón.

—Ya está —dijo como tranquilizando a un chico—, no es nada, un rasponcito nomás.

Se puso de pie, recogió el cigarrillo, le dio una pitada y estuvo mirando cómo yo intentaba caminar otra vez.

—¿Qué es una velada de gala? —repitió.

—Puede ser un concierto, o algo así —dije.

Suspiró. Tendió la mano y me puso el cigarrillo entre los labios. Después fue a recoger el bolso y dijo, condescendiente:

—Está bien, si quiere venir conmigo, venga.

—¿Se cree que estoy persiguiéndolo para que me deje ir con usted? ¿Se da cuenta de qué es un estúpido? Estaba tratando de evitarle un papelón, de que se le rían en la cara.

—¿Quién va a reírse?

—La gente. Todos.

—Pero si yo soy sincero, yo la quiero…

—Eso no tiene nada que ver.

—Bueno, métale que no tenemos tiempo.

Lo seguí rengueando media cuadra, pero cuando la caminata me calentó un poco la pierna el dolor se hizo llevadero. Pensé que a último momento, cuando viera lo que era una velada de gala, iba a cambiar de idea. Frente al teatro, sobre dos caballetes de madera, los carteles anunciaban la actuación de Romerito y sus guitarristas. El hall estaba desierto y cuando empujamos las puertas de vidrio asomó el fragmento de una sinfonía que sonaba a Vivaldi. La música suavizó el ímpetu del grandote que empezó a caminar en puntas de pie. Se detuvo un instante y luego, con la cabeza, me hizo señas de que lo siguiera. Abrió la puerta de la sala en el momento en que un violín se elevaba en busca del paraíso. Nos paramos hasta acostumbrar los ojos a la oscuridad. El teatro estaba repleto. Rocha miraba boquiabierto hacia el escenario. Había una docena de músicos y un director de orquesta pelado que agitaba la batuta y se movía con bastante agilidad. Cuando la orquesta entró en pleno, Rocha me miró e hizo un gesto indicándome que le parecía sublime. Después encaró por el pasillo en declive. Dio cinco pasos y la oscuridad lo borró por completo. Sus trancos hacían crujir las maderas del piso a pesar de la alfombra. Yo podía ver al público de las últimas filas moviendo las cabezas hacia el pasillo y adivinaba los gestos indignados. Vivaldi se fue con un quejido que quería ser de éxtasis y los músicos aflojaron los músculos. La gente aplaudió a reventar. El director de la orquesta saludaba agachando la cabeza hasta la cintura. El capitán Suárez apareció en el escenario con un uniforme militar reluciente, se paró frente al director y le dio la mano mientras decía algo que el pelado agradeció con una inclinación de cabeza. Los aplausos llegaron al delirio y las luces se encendieron de golpe.

Al fondo del pasillo, Rocha repartía sus miradas entre el público que se había puesto de pie y el escenario. Parecía extraviado. Tomado entre dos fuegos, temeroso quizá de robar algún aplauso que no merecía, quiso remontar el corredor. Dio algunos pasos cuando debe haberse dado cuenta de que los músicos podían tomarlo por un amargado que no aprobaba el sentimiento de entusiasmo general. Entonces se dio vuelta hacia el escenario y empezó a aplaudir. Caminaba de espaldas hacia donde estaba yo, intentando una retirada honrosa. Alguien gritó «bravo» y enseguida fueron muchos. Un señor de traje negro que estaba cerca mío reclamó un bis y su señora lo imitó arrastrando largamente las íes. El doctor Exequiel Ávila Gallo subió al proscenio, saludó al director de la orquesta, después al capitán Suárez y se adelantó levantando las manos para pedir silencio. Vestido de esmoquin era algo que valía la pena ver: esta vez el moño era negro, enorme, como si una gigantesca mosca se le hubiera parado sobre la camisa.

Aprovechando la expectativa provocada por la presencia del doctor en el escenario, Rocha dio los últimos pasos de espaldas y al tropezar con el bolso que yo había dejado en el suelo se dio cuenta de que estaba a salvo.

—Un momento inoportuno —comentó, mientras seguía aplaudiendo. A pedido del doctor la gente se dispuso a escuchar y las manos de Rocha dieron las dos últimas, estridentes palmadas sobre el silencio inquieto que el doctor había aprovechado para decir:

—Me felicito…

Ávila Gallo tuvo que repetir.

—Me felicito —dijo con un tono casi femenino— por ser el responsable de esta magnífica velada que las fuerzas armadas de la nación ofrecen hoy a Colonia Vela. Digo me felicito y no peco, señoras, señores, de inmodestia. Me felicito de haber descubierto en el teniente coronel Heindenberg Vargas además de un soldado ejemplar, un músico delicado y sensible. Un hombre que empuñó las armas en las horas más sombrías de la patria y hoy, cuando la paz y el respeto han sido restablecidos, empuña su simple batuta para regalarnos con estas maravillosas Cuatro estaciones que el inmortal Vivaldi hubiera querido escuchar esta noche en la sublime interpretación de la orquesta de cámara del regimiento cinco de caballería aerotransportada.

Los aplausos resonaron otra vez. Yo miré el reloj y rogué que Rocha se hubiera olvidado de la pelea. Él también aplaudía, pero esta vez vigilaba los movimientos de los otros para frenar a tiempo. Sobre el escenario iluminado, Ávila Gallo reclamaba un silencio que no quería. Por fin, la gente le dejó lugar.

—Pero es el capitán Augusto Suárez el artífice de esta velada de gala reservada a las fuerzas vivas de la ciudad, como también de los otros espectáculos que han sido organizados para la gente sencilla y laboriosa —sonrió y abrió los brazos—; porque como ustedes saben hay quien prefiere la rudeza de los puños a la sensibilidad del oído, así que Colonia Vela tendrá hoy boxeo y muy pronto su propio campeón mundial, surgido al amparo de la disciplina y el rigor de los caballeros del ejército argentino. Creo, señoras y señores, que aunque no podamos estar luego junto a él, el teniente primero Marcial Sepúlveda, que se bate esta noche frente a un hombre de la Capital, merece nuestro aplauso.

Empezaron a aplaudir. Sepúlveda, de uniforme, subió al escenario. Rocha se quedó duro.

—Ese es el que pelea conmigo, ¿no? —me preguntó.

Asentí. Se quedó mirando al escenario, sorprendido.

—¿Y a mí no me nombra? —dijo para sí mismo.

—Parece que no.

—Se acostumbra a presentar a los dos boxeadores, ¿no?

—Eso es en el ring. Parece que va a pelear contra todo el ejército, compañero.

Me miró. En sus ojos chiquitos estaba el asombro, pero también el brillo de la razón. Creo que por primera vez tuvo conciencia de lo que pasaría esa noche. La gente terminó de aplaudir. El capitán Suárez estrechó la diestra del teniente primero Sepúlveda mientras Ávila Gallo, con un tono que quería mantener la compostura, gritaba:

—¡Suerte, campeón!

Sepúlveda era un poco más bajo que Rocha: andaría en el metro noventa y tenía un cuerpo más estilizado y seguramente más ágil que el del grandote. Era rubio, su pelo estaba bien cortado y el uniforme le quedaba como a un galán de cine. Se adelantó ganando un discreto primer plano y dijo:

—Mi capitán, señores oficiales de las fuerzas armadas, señoras y señores: la ciudadanía y el ejército al que pertenezco con honra, me han otorgado una misión en un frente que por distintas causas ha estado siempre en manos de civiles. El frente deportivo. Allí estoy combatiendo y conmigo combaten todos mis camaradas. Como ayer en la guerra, donde vencimos con tantos sacrificios, hoy venceremos también en la paz. Pueden confiar en mí como siempre han confiado en los soldados de la patria. Pronto traeré a Colonia Vela la corona argentina y después la del mundo. Yo seré campeón y conmigo el verdadero país será campeón.

La gente empezaba a aplaudir otra vez cuando Rocha gritó:

—¡Campeón de mis pelotas!

El encanto se rompió. Se hizo un silencio espeso y las caras de todo el teatro se volvieron hacia Rocha. En las primeras filas, donde estaban los acólitos del capitán, la curiosidad era más sigilosa, como si cada cual esperara la orden que le indicara cómo comportarse. En el escenario, el capitán seguía inmutable, esperando que Sepúlveda continuara su discurso. Rocha avanzó cinco metros por el pasillo y se plantó. Miró cómo el público se revolvía en sus asientos, levantó un brazo y señaló al teniente primero.

—¿Vos y cuántos más son los que me van a ganar, pimpollito?

Ahora sí, con esa delicada palabra que había mantenido oculta de su repertorio habitual, se había ganado la audiencia. Creo que todos se olvidaron de Sepúlveda para interesarse definitivamente en Rocha. Menos el capitán, que seguía allí parado, guardando una estoica posición militar que desafiaba la grosera invasión. Su voz sonó como un rayo:

—¡Continúe con sus palabras, teniente!

Sepúlveda, que tenía los ojos clavados en el grandote, casi pega un salto. Se acomodó, volvió a mirar de reojo a Rocha y dijo:

—Sí, mi capitán —después tartamudeó—: Un ejército que… que… quiere…

—Dale, alcahuete —dijo Rocha, y su voz lograba tonos de ironía—, chupale el culo al cabo, dale…

La penosa degradación a la que Rocha sometió al capitán Suárez despertó la indignación general; alguien gritó «que lo echen», otro pidió «llamen a la guardia» y una mujer se atrevió con un «está borracho». El capitán Suárez se dio vuelta y lo miró por primera vez. No pude ver sus ojos, pero se tomó casi un minuto para reconocer a Rocha y murmurar algo a los músicos que, vestidos de riguroso negro, empezaban a dejar los instrumentos en el suelo para buscar otra cosa entre el saco y la camisa.

El doctor Ávila Gallo tomó la palabra.

—Amigos —dijo—, todos conocemos muy bien los escándalos que se preparan y se llevan a cabo antes de cada gran combate y leemos a menudo en la prensa las desagradables ocurrencias de hombres como Cassius Clay. Temo que el púgil capitalino, que tan correctamente se había comportado hasta hoy en Colonia Vela, quiera repetir aquí la degradante costumbre de la injuria y el insulto gratuitos a fin de colocar al teniente primero Sepúlveda en situación anímica desventajosa para el combate de esta noche. Todos estamos dispuestos a poner una cuota de humor para justificar su desatinada empresa, pero lo que no podemos permitirle es que sus injurias alcancen a las propias fuerzas armadas de la nación…

—¡Me cago en las fuerzas armadas y en este pueblo de mierda! —gritó Rocha, y pocos percibieron que su voz ronca se desgarraba. Giró sobre sus pies y nos miró a todos. Al público, al escenario, al capitán y a mí. Tenía los ojos un poco mojados, pero yo hubiera jurado que no lloraba. Por primera vez quise que peleara, que fuera al ring y demoliera al presuntuoso teniente, que lo cortara en rodajas e hiciera pedazos la serenidad del capitán y los veleidosos sueños del doctor y los ciudadanos de Colonia Vela. Quizá lo haya percibido, porque me miró un rato largo, mientras por el otro pasillo llegaban una docena de soldados armados y corrían hasta el escenario. El público estaba ocupado en observar los desplazamientos militares: los colimbas se ubicaron en las esquinas de la sala con las armas en posición de alerta, rutinariamente. Pero todos sabían que el grandote estaba solo. Tres conscriptos vinieron a buscarlo.

No se resistió, pero tampoco los ayudó. Se dejó arrastrar, tironear, apuntar. Hasta que se paró, se sacudió los soldados como si fueran avispas y llamó con toda la fuerza de que era capaz.

—¡Marta!

Y otra vez:

—¡Marta!

Todas las Martas que había entre el público deben haberse inquietado, pero ninguna acudió al llamado de Rocha.

—¡Marta! ¡Te quiero, Martita!

Sobre el escenario, el director y los músicos guardaron sus pistolas de servicio y a gran velocidad retomaron sus instrumentos. El doctor Ávila Gallo pidió disculpas a la ciudadanía en nombre del ejército. En su voz había sorpresa y quizá también pena. En todo caso no por Rocha, porque miraba a la primera fila donde empezó a escucharse el llanto de una mujer.