CAPÍTULO X

Nos arrastramos otra vez por debajo del mismo vagón. Los pájaros que habían buscado refugio de la lluvia revolotearon y se golpearon contra las ruedas y los ejes antes de volar hacia cualquier parte. Dejamos la estación a un costado y enfrentamos la solitaria calle que llevaba al centro. Estábamos parados a cincuenta metros del rancho de Mingo y mirábamos el cielo donde se insinuaba la primera luz del domingo.

—¿Cada uno por su lado? —pregunté.

—Qué más da.

Miré mi reloj. Eran las cinco y cuarto. Me quité el saco negro que me había echado encima para protegerme del agua y lo tiré. Cruzamos la calle. Al pasar frente al baldío miró su rancho.

—Qué bien nos vendrían unos mates —dijo.

Seguimos andando. Después de haber caminado entre el pasto, hundiendo los pies en el barro, en los charcos y en las cuevas de comadrejas, apurar el paso por la vereda me relajaba y me hacía entrar en calor. Al llegar a la calle donde vivía el doctor, Mingo me detuvo poniéndome una mano sobre el pecho. Luego se asomó por la esquina.

—Ya me parecía, carajo —dijo.

Me incliné sobre su hombro. Frente a la casa de Ávila Gallo había parado un Torino negro con una puerta abierta. Nos recostamos un rato sobre la pared, esperando. Por fin, Mingo habló en un susurro.

—Igual hay que entrar, ¿no?

—¿Usted conoce?

—Creo que el patio de la casa da a un terreno baldío, a una demolición que hicieron el año pasado.

Volvió a asomarse a la esquina.

—Si cruzamos juntos vamos a llamar la atención. Usted vaya por la otra vereda y cruce. Yo voy a dar la vuelta manzana para pasar una cuadra más arriba. Métase en el baldío y me espera en el fondo, sobre la medianera del doctor.

Le sonreí. Saqué el paquete y le pasé un cigarrillo. Estaba por irse cuando le pregunté:

—¿Por qué lo hace?

Sacó largamente el humo de los pulmones e hizo un gesto de indiferencia.

—El chico ese está en un apuro, ¿no?

Empezó a desandar la calle. Dejé que diera vuelta en la esquina y empecé a cruzar. Traté de andar lentamente mirando de reojo hacia la casa del doctor. Todo seguía igual: el auto y el silencio pesado. Cuando pasé la bocacalle escuché la puerta del Torino que se cerraba con violencia. Sentí un súbito impulso de salir corriendo, pero me contuve. Registraba cada sonido por más débil que fuera: escuché los tenues cantos de los pájaros y mis propias pisadas. Fui contándolas una a una hasta llegar al baldío. El terreno estaba lleno de maleza, piedras y ladrillos rotos. Caminé con cuidado abriéndome paso entre los yuyos mojados, tropezando con los cascotes, hasta que encontré la pared del fondo. No tenía la menor idea de si esa medianera daba al patio de la casa del doctor. Me senté sobre unos ladrillos húmedos y me di cuenta de que tiritaba. El pecho me dolía un poco. Había dejado de llover y levanté la cabeza para ver el amanecer entre las nubes grises. Pensé cómo haría para llamar la atención de Rocha sin que Marta se despertara y avisara a los tipos del auto. Pensé, también, que el grandote no se iba a dejar convencer así nomás.

Mingo se había sacado el piloto y el sombrero, pero ni bien llegó a mi lado se los volvió a poner, como si se aferrara a esa imagen que tenía de sí mismo.

—¿Sin novedad? —preguntó, pero no esperaba respuesta. Llevó tres ladrillos contra la pared, se subió sobre ellos y miró al otro lado.

—Creo que es aquí —dijo. Yo acerqué una piedra y me asomé también. Por lo que podía ver a la difusa luz de la madrugada, el patio estaba bien cuidado y un cantero de rosas rodeaba un duraznero que empezaba a ponerse en flor. Me pregunté si no habría un perro que pudiera caernos de sorpresa, pero Mingo ya estaba subiendo a la pared. Esa gimnasia no era para él; los ojos parecían a punto de reventársele y su mano derecha, que aferraba el borde del muro, estaba tan crispada que los huesos parecían haber perforado la piel. Apoyó un codo sobre la pared, hizo un esfuerzo que acompañó con un gruñido y revoleó la pierna derecha. El zapato rascó el borde, desprendió un pedazo de cal y resbaló por el tabique. El cuerpo vaciló un momento, no halló en el brazo la fuerza suficiente para aguantarse e hizo un giro grotesco. Golpeó la espalda contra el filo del último ladrillo y rodó hasta el suelo. Yo estiré la mano para sujetarlo, pero llegué tarde. La cabeza chocó contra la piedra que yo había acercado a la pared y el cuerpo quedó estirado, con los brazos y las piernas abiertos.

Me agaché a su lado. No se movía, pero respiraba como un asmático y sus ojos se habían velado. Lo sacudí suavemente. Me miró e hizo una mueca avisándome que podía arreglarse sin mi ayuda. Le pasé una mano por el pelo blanco y mis dedos se volvieron pastosos y tibios. Su pecho subía y bajaba aceleradamente, como si algo galopara adentro. Movió primero un brazo y después encogió una pierna. Apoyó un codo en la tierra, giró, arañó la pared y se puso de rodillas. Estuvo así un minuto, hasta que su respiración se hizo más suave. Quise ayudarlo a pararse pero otra vez me rechazó. Apoyándose en la medianera se puso de pie y buscó el sombrero que había rodado hasta un pedazo de viga de la que sobresalían las puntas de los hierros oxidados.

—Vamos —dijo.

—Tiene lastimada la cabeza.

Se tocó con un gesto indiferente, casi orgulloso, y fue hacia la pared.

—Hay que hablar con el chico, ¿no? ¿Por qué se queda ahí parado?

—Fumemos un cigarrillo antes —le dije.

Seguía agitado y tuve miedo de verlo caerse otra vez. Fumamos despacio, mirando cómo el cielo se volvía rojo y espeso. Tiró el cigarrillo por la mitad y lo pisó. Sin decir nada subió sobre los ladrillos y repitió el movimiento anterior. Lo seguí de cerca hasta que se sentó sobre la pared. Saltamos al patio sin hacer ruido y fuimos hasta la casa. A la izquierda, un corredor llevaba a la calle. Me acerqué a la puerta de rejas en puntas de pie y vi el auto.

Las brasas de dos cigarrillos bailaban a través de los vidrios empañados. Volví apretándome a la pared, mirando dónde apoyaba los pies, temeroso de que el menor ruido alertara a los tipos. Las dos ventanas que daban al corredor tenían las celosías cerradas. Pensé que una de ellas correspondería a la pieza donde dormía Rocha. Regresé al patio. Mingo, con una mano sobre el picaporte de la puerta, me observaba con aire perplejo y me hacía señas de que me acercara.

—El mejor lugar para entrar a una casa es la puerta —murmuró y empujó suavemente el picaporte. La puerta se abrió sin ruido.

Mingo me hizo un gesto con la mano como diciendo «¿Qué hacemos?». Le hablé al oído.

—Sáquese los zapatos.

—Si la chica se despierta va a armar alboroto —dijo en voz baja.

En la casa vecina cantó un gallo y más lejos le contestó otro. Agarré los zapatos con una mano y con la otra prendí el encendedor. A la izquierda encontré la cocina, con la puerta abierta; a la derecha, un cuarto con una mesa de planchar, un lavarropas y un armario que ocupaba toda la pared del fondo. Seguimos adelante por el pasillo y cada vez que el encendedor me quemaba los dedos lo soplaba y nos deteníamos a esperar; a oscuras escuchábamos el ritmo de nuestra respiración y sentíamos el olor a humedad de nuestras ropas.

El pasillo terminaba en el hall de entrada que comunicaba con el estudio del doctor. En el centro había dos puertas enfrentadas y las dos estaban cerradas. Dudé un instante y después, en un impulso, me decidí por la de la derecha. Iluminé el picaporte y lo hice girar lentamente. Abrí despacio y metí el encendedor en el interior. La llama tardó un rato en enderezarse para iluminar vagamente la habitación. La cama estaba deshecha y vacía. El bolso de Rocha había quedado abierto sobre una silla. Se lo dije a Mingo.

—Entonces debía estar en el quilombo, nomás —susurró.

Recién ahí se me ocurrió que el grandote debía haber sido uno de los que estaban en las piezas con las mujeres. Me traté de boludo y de cagón por no haberme quedado el tiempo suficiente para sorprenderlo. Hice señas a Mingo para que saliéramos. Furioso como estaba no vi la mesita del teléfono y me la llevé por delante. Hizo un crac agudo, se tambaleó y cuando quise pararla me quemé un dedo con el encendedor y no hice más que empujarla. Lo que más ruido hizo fue el teléfono de plástico, que tardó un siglo en terminar de rodar y desarmarse. Nos habíamos quedado a oscuras y conteníamos la respiración. Hubo un ruido brusco, apurado, en la pieza de la izquierda y luego algo pareció tumbarse. Esperamos un instante pero no pasó nada. Quizá Marta estuviera abriendo la ventana del corredor para llamar a los tipos del auto. Me abalancé sobre la puerta y la abrí. La habitación estaba a oscuras y alguien tropezó con un mueble. Busqué la luz e iluminé. Marta estaba completamente desnuda, parada a dos pasos de su cama revuelta. Había chocado contra una silla en su intento de alcanzar el camisón a tientas. El largo pelo negro le caía sobre los pechos pequeños, firmes. Tenía un cuerpo fino y muy blanco con unas caderas de suave redondez. Había abierto la boca y no se decidía a gritar. Me llevé un dedo a los labios para implorarle silencio. A mi lado, Mingo parecía extasiado. Los dos estábamos parados en el umbral, los zapatos en las manos, sin saber qué decir.

—Perdone —articuló Mingo sin dejar de mirarla.

Marta tomó el camisón, lo apretó contra su cuerpo para cubrirse y lentamente, con un miedo que daba pena, inició la retirada hacia la cama.

—¿Qué… qué hacen aquí…? —murmuró.

Ninguna excusa tenía sentido y me salió la verdad.

—Buscábamos a Rocha…

Se quedó mirándonos, a punto de llorar. Asomando su cabecita de la sábana celeste parecía tener doce años.

—Váyanse —susurró. No parecía dispuesta a pedir auxilio. Miraba a Mingo atemorizada y confundida. El croto tenía una oreja y la solapa sucias de sangre. No era una cara para encontrar al despertarse.

—Váyanse, por favor —repitió Marta como un ruego.

Al retroceder empujé a Mingo. Tomé la puerta por el picaporte y un zapato se me cayó de la mano. Cubierto de vergüenza me agaché a buscarlo y entonces vi la camiseta del Cicles Club en el suelo. Busqué los ojos de Marta. Parecía más culpable que un gato sorprendido con la última pluma del canario entre los dientes.

—¿Dónde está? —le pregunté.

Tragó saliva.

—¿Quién?

—No se haga la tonta. ¿Dónde está Rocha?

Se mordió con fuerza el labio inferior, abrazó la almohada y se puso a llorar. A mi espalda, Mingo susurró una palabra de compasión.

—¡Salgan! —gritó ella—. ¡Váyanse de aquí!

Fui hasta la cama, le apreté el hombro flaco y la zamarreé.

—¡No grite! ¿Quiere despertar a todo el pueblo?

Sentí una enorme pinza que se cerraba alrededor de mi tobillo derecho.

—¡No me la toque!

Me había olvidado de él. Asomó su cabezota por debajo de la cama y me martilló con unos ojos sucios de furia. Se tomó del borde y quiso salir, pero con ella arriba estaba preso bajo el elástico. Dio un tirón y la cama se desplazó medio metro. Yo aproveché para liberar mi tobillo y dar un salto atrás. Marta lanzó un «Ahhh» prolongado y hundió la cabeza en la almohada para teatralizar el sollozo. El lamento enervó a Rocha que apoyó las manos en el suelo, hinchó la espalda para levantar la cama y empezó a salir como un corcho de la botella.

—¡Hijo de puta! —gritó.

Tenía la cara pegada al piso y había conseguido zafar la espalda peluda en la que quedaron dos largos rasguñones.

—No sea tonto —le dije en un último intento por pararlo—. ¿No se da cuenta que lo hicieron entrar como un gil?

Marta dio un gritito y el grandote rugió. Empezó a destrabar las nalgas y ya estaba casi libre. Agarré la silla con las dos manos y la levanté sobre su nuca.

—¡Si se mueve le parto la cabeza! —advertí. Marta me miró y dio un respingo. De sus ojitos marrones bajaban dos surcos de lágrimas y los últimos restos de maquillaje. Mingo debe haberse conmovido porque se acercó y le apoyó una mano en la cabeza. Su aspecto no era muy tranquilizador y Marta le pegó con la almohada. El croto soltó los zapatos de la mano, retrocedió y se quedó quieto en un rincón. Rocha me echó un vistazo de reojo para comprobar si yo sería capaz de cumplir mi amenaza. Puse la cara más fiera que pude, le apoyé un pie sobre el hombro izquierdo y lo empujé contra el piso.

—Retire lo dicho —dijo, pero su tono tenía menos convicción.

—Lo voy a retirar cuando usted se avive de lo que pasa.

—Le voy a romper la cara —gruñó—, lo voy a reventar.

Torcía el cuello para poder girar la cabeza y mostrarme su cara morada de odio y de esfuerzo. Yo seguía esgrimiendo la silla.

—Escúcheme… El doctor es un malandra… La pelea está arreglada para Sepúlveda y…

—¡Mentira! —Marta dio un salto, salió de la cama con sábana y todo y me cruzó la cara de dos bofetadas. Después empezó a darme golpes en el pecho con un estilo aprendido de la televisión. Como yo seguía sosteniendo la silla en alto no podía defenderme y Mingo no parecía dispuesto a intervenir. Rocha aprovechó para salir de abajo de la cama. Estaba desnudo como un oso y no tenía menos pelo. Levantó la mano hinchada, me quitó la silla de un tirón y la estrelló contra la pared, sobre la cabeza de Mingo. El croto se agachó y los pedazos de madera le cayeron encima. El grandote me agarró del cuello, recogió la derecha y cuando iba a sacarla Marta se le echó entre los brazos.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —Lloriqueaba. Rocha se quedó paralizado y por un instante aflojó los músculos del antebrazo. En sus ojos extraviados había lugar para la ternura. Hizo una sonrisa que nunca le había visto, pasó la derecha alrededor de la cintura de Marta y la levantó como si fuera un bebé; con el otro brazo le rodeó suavemente las piernas y atravesó la pieza como si caminara sobre las nubes. Pensé que lo más prudente sería salir corriendo, pero entonces todo habría sido inútil.

Mingo no era de la misma opinión porque gateó ágilmente en dirección a la salida, aunque no llegó: Rocha lo empujó con el pie y lo hizo rodar hasta el ropero. Luego depositó a Marta sobre la cama, con la dulzura de una gacela y la besó en la frente. Ahora me tocaba a mí. Mientras se me venía estaba eligiendo el lugar donde pegarme.

—Déjeme hablar —supliqué, pero siguió avanzando. Probé otra:

—Un boxeador no puede pegar fuera del ring.

No sé si se tomaba el trabajo de escucharme. Me tiró una izquierda al hígado, pero como alcancé a moverme me la dio en la espalda. Caí a los pies de Marta y sentí que se me cortaba la respiración. Entonces oímos un ruido en la vereda.

—¡Papá! —dijo Marta, y enmudeció. Los demás nos quedamos como estatuas.

—Yo le voy a hablar —dijo por fin Rocha mirando a Marta—. Después de la pelea nos casamos y listo…

A mí no me parecía tan fácil. Cuando nos viera juntos haría venir al regimiento completo. Me levanté y miré la ventana para intentar un retiro decoroso. Ávila Gallo abrió la puerta de calle, prendió la luz del hall y dijo a media voz:

—Está haciendo fresco y tanto estar quietos… Dejen los fierros ahí y vamos a hacer café.

Se me aflojaron las rodillas. Le di un manotazo a la puerta y la empujé sin cerrarla del todo para no hacer ruido. Los nervios me cambiaron de lugar la llave de la luz, pero al fin la pude apagar. Tarde: Ávila Gallo había visto el reflejo sobre el pasillo y llamó con una voz que tenía la intención de ser musical:

—¿Martita?

Saqué el encendedor y lo prendí. Busqué el camisón y se lo alcancé.

—¡Salga! —le dije, apagando el tono—. Salga y diga cualquier cosa…

—Yo le voy a hablar —repitió el grandote, pero ahora en voz baja y sin entusiasmo. Le chisté lo más suave que pude y soplé la llamita del encendedor.

—¿Martita? ¿Estás ahí, querida? —insistió el doctor.

Marta se levantó con una energía inesperada y se puso el camisón. Mientras me apartaba de la puerta y me pegaba a la pared pensé que iba a entregarnos. Salió y allí mismo se encontró con su padre.

—Martita, ¿qué hacés con la luz prendida, mi vida?

Debe haber visto el desastre en el pasillo porque dijo con tono disgustado:

—¿Y esto? ¿Cómo se cayó todo esto? A que lo tiró la bestia…

Rocha chasqueó la lengua dándose por aludido. Por el ruido me pareció que Ávila Gallo juntaba los pedacitos.

—Fui yo, papá… No sé cómo…

—Bueno, bueno… A ver… El teléfono tiene tono, no es nada… Dame un beso. Humm, ¿qué es ese olor que tenés en el pelo?

—¿Qué?… No…

—¿Qué te pusiste?

El grandote debía estar oliéndose el ungüento que le habían puesto en la mano.

—Es para aclarar el pelo —dijo Marta—. ¿Estás con gente?

—Los muchachos de la guardia están en el estudio. Vamos a tomar un cafecito. Andá, que no te vean así. ¿Ya te levantás?

—Media horita más. ¿Me dejás?

—Dame otro besito.

Se lo dio.

—¿Rocha se durmió temprano?

—Creo que sí. No lo escuché en toda la noche.

Su voz alcanzaba un seguro tono de indiferencia.

—Bueno, lo voy a despertar, ya son las seis.

—¿Te fue bien en el regimiento? Dejalo un poco más, pobre.

—Sí, bien, lo de siempre. Por ahí quiere tomar el café con nosotros.

—No, esperá, papito. Cuando me vista voy a comprar factura y lo invitamos.

—Bueno, pero no hay que dejarlo dormir mucho. Andá.

Marta entró, cerró la puerta y prendió la luz. Suspiró y se quedó mirando el piso, compungida. Me acercaba para disculparme cuando sonaron dos golpecitos a la puerta. Mingo se tiró atrás del ropero, Rocha al otro lado de la cama y yo me pegué a la pared para que la puerta me tapara. Marta abrió.

—Traé bastantes medialunas, ¿eh? —dijo el doctor.

Ella debe haberle sonreído porque no contestó. Enseguida cerró la puerta. Rocha se levantó y Mingo salió de su escondite. El grandote la abrazó, le dio un beso en una mejilla y se puso a acariciarle el pelo.

—Quiero hablarles —dije.

El grandote me miró. Hablé antes de que abriera la boca.

—Quiero disculparme —dije con la voz más delicada que pude—. Estuve grosero y atrevido.

Rocha levantó los hombros. Tenía los ojos cansados pero satisfechos. Había pasado una buena noche y su enojo se evaporaba.

—Está bien —hizo una mueca—. Si se disculpa… ¿Le hice mal?

—Se me pasó con el susto. Tiene que volver a su pieza, rápido.

—Y cómo.

Miró a Marta como si ella tuviera la solución. Y la tenía.

—Yo me visto, después voy a la cocina a saludar a esa gente y cierro la puerta. Entonces vos pasás a tu pieza.

—¿Y ellos? —Nos indicó con un gesto de la cabeza y entonces se acordó de que Mingo estaba allí—. ¿Qué hace acá ese ciruja?

—Me acompañó para darle una mano.

—Muchas gracias. Una mano bárbara me dieron.

—Le digo en serio, los milicos están con Sepúlveda…

—A ese lo peleo sentado. No me hable más del asunto… Al final, dígame, ¿usted es amigo mío o de Sepúlveda?

Estaba enojándose otra vez y levantaba demasiado el tono.

—Usted sabe que así no puede pelear. Tiene una mano lastimada y no durmió en toda la noche.

—El que gana va por el campeonato. Vaya a decírselo a su amigo —se había puesto irónico. Luego ordenó—: Ahora se dan vuelta que Martita se va a vestir.

—¿Y usted? —dijo Mingo.

Se miró, sorprendido, y se puso colorado.

—Tengo la ropa en la otra pieza —explicó a modo de disculpa.

Los tres nos dimos vuelta mientras Marta se vestía.

—Oiga, Rocha —insistí—. Caminamos toda la noche buscándolo para avisarle. Hasta fuimos al…

Mingo me fusiló con la mirada y torciendo los ojos señaló a Marta.

—Bueno… Anduvimos por todos lados —continué—, ¿se cree que vinimos a hacerle un chiste?

—Si lo tiro no me pueden afanar, ¿no? ¿En qué round lo quiere?

Encima me cargaba. Marta vino a peinarse al espejo de la cómoda. Se recogió los cabellos en una larga cola que dejó caer sobre la espalda. Con el vestido azul cerrado hasta el cuello parecía más flaca y volvió a darme la imagen desgarbada de la primera vez que la vi. No podía decir delante suyo lo que pensaba del doctor y me di cuenta de que para Rocha mi insistencia no era sino una muestra de desconfianza hacia él. Como si yo temiera que Sepúlveda pudiera llegar en pie al final y los jurados le dieran la pelea.

—Quédese tranquilo —dijo el grandote y me apretó un brazo—. Yo conozco el paño.

No iba a convencerlo. Volví mis ojos hacia Marta y estuve mirándola un rato. Sentí una cierta ternura por esa muchacha frágil que terminaba de calzarse los zapatos sentada al borde de la cama. Me fijé en la habitación con más detenimiento. Sobre la mesa de luz había un frasco de gotas para los ojos y un ejemplar de la revista Nocturno abierto en la página en que Rocha la había sorprendido. Sobre un estante adosado a la pared se alineaban unos pocos libros de la colección Tor entre los que me pareció ver El conde de Montecristo, que yo también leí alguna vez. Sobre la cómoda había un pequeño cofre de imitación porcelana, un jarrón de rosas frescas y el retrato de Ávila Gallo casándose con alguien. Otra foto, hundida en la ranura del marco del espejo, mostraba a Marta de doce o trece años, en un vestidito de organdí, con dos trencitas y sonriente. Sobre la cama colgaba un crucifijo plateado al que parecían lustrar a menudo. Más allá había un cuadro pequeño con un paisaje de pinos y nieve. Iba a seguir el inventario cuando Marta sugirió:

—Ustedes podrían salir por la ventana.

Mingo la abrió con cuidado. La luz del día invadió la amarillenta claridad de la lámpara. Discretamente, Rocha se había puesto el calzoncillo y la camiseta del Cicles Club. Marta estaba terminando de hacer la cama.

—¿Quiere sacarme de un apuro? —pregunté al grandote.

Me miró con desconfianza.

—Venga dentro de dos horas a la esquina de la estación.

—¿Qué le pasa?

—Me buscan los matones.

Se sorprendió. No era el momento de contarle toda la historia.

—Vaya a la policía —me dijo.

—¿Va a venir o no?

—¿Qué quiere? ¿Que lo defienda?

—Claro.

—¿Cuántos son?

—No se trata de pegarles. Si usted está conmigo no van a tocarme.

Se hinchó de orgullo.

—Déjemelos nomás.

—Dentro de dos horas, entonces —le guiñé un ojo y me pareció que me devolvía el gesto.

Mingo recogió los zapatos y saltó él primero, con más agilidad de la que yo esperaba. Desde el corredor alcancé a ver a Rocha con su calzoncillo azul y su camiseta amarilla tomando a Marta de la cintura y besándola en el cuello. Después empujó la ventana y me la cerró en la nariz.

—Los años que no veía una mujer desnuda —dijo Mingo.