CAPÍTULO XII
Cuando tiraron la puerta abajo eran las tres de la tarde. Estaba cerrada con doble llave y no se molestaron en pedirle un duplicado a la vieja. Me senté de un salto y vi a los cuatro tipos que nos apuntaban. El gordo y Gary Cooper estaban en primera línea. Los otros eran morochazos, macizos y no parecían simpáticos. El gordo me cruzó la cara con un revés de derecha y me arrancó de la cama limpito. Rocha se paró con aire de no saber si soñaba o si empezaba a despertarse. Uno de los morochos le apoyó el cañón de la ametralladora sobre el pecho y lo sentó al borde de la cama.
El golpe no me dolió demasiado pero veía la escena cubierta de puntos blancos, como una fotografía manchada.
—Levantate, manager —dijo el gordo.
Empecé a ponerme de pie.
—¿Así que sos chistoso?
No le contesté. El tipo parecía nervioso y se movía como si le hicieran cosquillas en un momento inoportuno. Dejó la ametralladora sobre la silla donde estaba la ropa de Rocha, y se me vino. Me apoyó una mano en el pecho y me empujó contra la pared.
—Te hacés el vivo, ¿eh?
No le interesaba mi opinión. Me tiró otro revés pero lo amortigüé con los brazos. Eso lo disgustó y me puso una izquierda en la frente; golpeé la nuca contra la pared y resbalé hasta el piso. El tipo debía llevar un anillo porque la sangre me cubrió un ojo. Quedé bastante marcado, pero el estruendo de maderas rotas me despertó. El morocho que había estado apuntando a Rocha rompió el espejo y la puerta del ropero con la espalda y quedó tendido con medio cuerpo adentro del mueble. Rocha se subió a mi cama y casi tocaba el techo con la cabeza. El gordo salió disparado a buscar la ametralladora, tropezó con Gary Cooper y gritó:
—¡No le tiren! ¡No le tiren!
Rocha saltó de la cama y avanzó. Gary Cooper levantó la ametralladora y le apuntó, pero el grandote no debe haberlo visto. Lo agarró del pelo largo, lo zamarreó y de un empujón lo tiró afuera como antes a Romerito. El otro morocho se dio cuenta de que le tocaba a él y se le adelantó: con la delgada culata del arma le pegó en el estómago y Rocha se dobló. Entonces le dio con la rodilla derecha y el grandote cayó sentado junto a la cama, abriendo la boca.
—Basta, basta —dijo el gordo—, tranquilos que este tiene que pelear.
Yo me había quedado en el suelo, limpiándome la sangre con el borde de una sábana. El gordo se me paró adelante, me pateó un tobillo con cierta tolerancia y me escupió.
—¡Manager! —dijo—. Linda idea. Después de la pelea nos vamos a ver.
El morocho sacudió un poco a su compañero y lo ayudó a levantarse de entre los restos del ropero. El tipo no parecía enterado de lo que le había pasado. Gary Cooper apareció en la puerta, otra vez peinado y con ganas, pero el gordo lo tranquilizó:
—Después, Beto, después.
Beto levantó un zapato de taco alto que había perdido en el entrevero y se lo puso apoyándose en el marco de la puerta. Los dos morochos salieron adelante mientras Beto le apuntaba a Rocha. El gordo se echó la ametralladora al hombro, metió la otra mano en el bolsillo del saco y me tiró algo a la cara. Lo reconocí enseguida.
—Ya no le hace falta al pobre —dijo.
Se fueron. El sombrero de Mingo estaba en el suelo y tenía desprendida la cinta negra. Lo levanté: todavía seguía mojado y olía mal. Fui hasta el lavatorio, me limpié la herida y tomé un vaso de agua. Rocha se había sentado en la cama y se tocaba la mandíbula.
—No se la llevaron de arriba —dijo.
Estaba un poco aturdido todavía.
—Mataron a Mingo.
Levantó la cabeza y tardó un rato en entender.
—¿Cómo sabe?
Le alcancé el sombrero. Lo miró por dentro y por fuera y lo dejó sobre la cama.
—¿Está seguro? ¿Quién va a querer matar a un croto?
—¿Por qué cree que nos trajeron el sombrero? ¿De regalo?
Lo agarró otra vez, ahora con más interés, y lo estuvo desarrugando.
—¿Tenía familia?
—No.
—Entonces vamos a tener que velarlo nosotros.
Lo dijo con voz grave. De golpe se había conmovido. Dejó el sombrero y empezó a calzarse los zapatos.
—Para qué —dije—. ¿De qué sirve?
Agarró su campera, buscó mi saco y me lo tiró por encima de la cama.
—Era su amigo, ¿no? —dijo—. Lo menos que puede hacer un amigo por otro amigo es prenderle una vela y echarle una palada de tierra encima cuando llega la hora.
El taxi nos dejó a tres cuadras porque la policía estaba cerrando las calles para el desfile. Rocha caminaba delante mío y furtivamente cortó dos rosas de un jardín. Se paró frente al baldío y no supo por dónde entrar, acobardado por el yuyal que llegaba hasta la vereda. Le enseñé el camino hacia el rancho y entró con el ramo de flores tendido hacia adelante, como si llegara de visita. El cuerpo estaba colgando de la gruesa rama que sostenía el techo. Lo habían ahorcado con un cinturón y tenía la lengua larga y azul volcada sobre la barba. Lo que se veía de la cara era de un blanco intenso y los ojos miraban hacia abajo, todavía asustados.
—Carajo —dijo Rocha con voz respetuosa.
Yo me corrí a un costado para escapar de los ojos de Mingo, pero la mirada opaca me siguió hasta que me puse detrás del cadáver. Tenía el pantalón gris a rayas caído sobre los zapatos y el piloto recogido sobre la espalda debió haberle inmovilizado los brazos. El cajón donde ponía la yerba, el azúcar y el mate estaba caído y tenía una tabla rota, como si alguien lo hubiera pateado. Entre las cosas desparramadas por el suelo había dos cabos de velas consumidos. Acomodé el cajón, le pedí a Rocha que sostuviera el cuerpo por la cintura y subí a desatar el cinturón. El cadáver cayó, rígido, sobre los hombros del grandote que lo depositó en el suelo cuidadosamente. El piloto se había abierto y dejaba ver las quemaduras en las piernas y en el sexo, donde el pelo estaba chamuscado. Lo cubrimos con una manta. Rocha encontró una vela consumida hasta la mitad y los dos cabos que estaban tirados. Los dispuso en el suelo, a la altura del pecho, y me pidió el encendedor. Prendió tres llamitas tenues, se hizo la señal de la cruz, y se quedó arrodillado. A lo lejos se oía sonar una banda. Eran las cinco de la tarde cuando las campanas de la iglesia tocaron a pleno. Las velas se fueron apagando y solo teníamos la luz del sol que entraba muy débil por el agujero de una bolsa. Corrí la cortina de arpilleras y salí al baldío. Respiré profundamente y me quedé un rato mirando el cielo donde flotaban algunas nubes blancas. Por la calle pasó un matrimonio con dos chicos que me miraron y luego hicieron algún comentario divertido. La banda interpretaba una marcha épica de guerra concluida. Rocha salió agachándose por la estrecha abertura, se me acercó con la cabeza baja y me puso una mano sobre un hombro.
—Mañana, con la plata de la pelea, compramos el cajón —dijo.
Estuvimos un rato en silencio paseándonos entre los yuyos. Recordé los grillos, el avión, la voz de Mingo, vagamente sus gestos.
La gente caminaba hacia el centro atraída por la música. Hice una seña a Rocha y nos fuimos alejando en dirección contraria. Dos cuadras más allá encontramos un barcito con mesas y sillas de hierro y pedimos dos cervezas. Rocha estaba triste y yo me quedé un rato mirando a los que pasaban, tomando la cerveza a tragos cortos, tratando de sacarle algún gusto.
—¿Cómo es Sepúlveda? —pregunté por decir cualquier cosa.
Rocha frunció el morro.
—Un mocoso fanfarrón —dijo.
—¿Por qué?
—Todos fuimos así alguna vez, jetones.
Jugaba con la tapa de la botella y de vez en cuando picaba un maní del platito. Las otras mesas estaban vacías. Rocha acercó una silla y estiró una pierna sobre ella. Después, como haciéndose el distraído, dijo:
—¿Por qué quiere ser mi manager si no me tiene confianza? ¿Por interés, nomás?
—En una de esas usted gana y juntos llegamos al campeonato del mundo.
—Fuera de joda —sonrió—. ¿Me tiene fe?
—¿Cómo está de la paliza?
—¿Qué paliza?
—La de recién.
—Ah, eso no fue nada —se golpeó la mandíbula—, esto es de fierro, toque, vea…
Tenía la barba bastante crecida.
—¿Cuántas veces lo voltearon?
—¿A mí? —Dejó salir un silbido de suficiencia—. Dos, y cuando era pibe. Después, nunca. Mire que una vez me agarró un auto y ni me desmayé. Me levanté y fui al hospital a pie, con dos costillas rotas. ¿Qué me dice?
—Que en una de esas…
Se rio con una carcajada franca, de conocedor del oficio.
—No se haga el gil —dijo—, usted sabe que voy a ganar fácil. ¿Sabe la biaba que nos van a dar después? Ganarle al candidato local es como ganarle al caballo del comisario.
—¿Entonces?
Sonrió y me mostró las palmas de las manos.
—Me gustaría ver a Marta.
—La va a ver.
Abrió los ojos como bochas.
—¿Cuándo la voy a ver?
—A las ocho. Vamos a ir a buscar su bolso a la casa del doctor y ella va a estar esperándolo. Yo le hablé esta mañana.
Me apretó el brazo de tal manera que me pregunté cómo estaría la flaca de las costillas.
—Usted es un amigo.
Estuvo mirándome un rato. La tristeza se le había pasado como una simple borrasca.
—Y usted… —empezó a decir.
Al fin juntó coraje.
—Aparte de cantar… Aparte de los discos y esas cosas…
Juntó los índices de las dos manos y me guiñó un ojo.
—No, a mí no me espera nadie, si es eso lo que quiere saber.
La respuesta lo dejó un poco perplejo.
—¿Nadie, pero nadie?
—Bueno, hay una morocha que cuando se emborracha se acuerda de mí.
Le pareció que había que indignarse. Movió la cabeza y me consoló:
—¡Hay cada una!
Vació la copa de un trago. Empezaba a embalarse.
—Pero familia tiene… Digo hermanos y esas cosas…
Miré el reloj. A las seis el pueblo empezaba a quedarse sin sol.
—Ya vamos a hablar en el tren. El tirón es largo.
—Yo duermo todo el viaje. El ruido del tren me da modorra. ¿Tomamos otra?
—No. ¿No tiene hambre?
—Para un churrasquito, nomás. Lo que como antes de las peleas…
Pregunté al pibe que nos atendía y nos dijo que pasáramos adentro. Comimos costeletas con ensalada y después del café empecé a sentirme mejor. Rocha estaba de buen humor y me contó que cada vez que ganaba una pelea su abuelita le hacía empanadas santiagueñas. Dijo que cuando llegáramos a Buenos Aires le iba a hacer preparar tres docenas y nos iba a invitar a Marta y a mí. Después me preguntó si me parecía que tendría que pedir un minuto de silencio en el estadio por la muerte de Mingo.