CAPÍTULO IX

Cuando vimos a los cuatro soldados que montaban guardia en el frente nos agachamos detrás de unos matorrales. Estaban al reparo contra las paredes, enfundados en capas de plástico. Desde adentro, traída por el viento, nos llegaba la voz de Leonardo Favio.

—Si hay soldados es que los milicos están de joda —dijo Mingo—. Son los suboficiales. Cuando vienen los otros cierran todo y traen la tropa completa para cuidar.

—¿Quién maneja esto? —pregunté.

—El doctor.

—¿Ávila Gallo?

Los ojos de Mingo me hicieron sentir otra vez como un caído del catre.

—¿Estará allí ahora? —pregunté.

—Debe estar. Donde están los milicos está él.

—Tengo que asegurarme.

Me miró. Esperaba que le dijera de qué tenía que asegurarme.

—Tengo que saber si él está ahí. Así puedo ir a buscar a Rocha aprovechando que se quedó solo.

—Por ahí lo trajo con él.

Lo pensé un rato.

—No creo. Eso ya sería demasiado.

—¿Le parece? —dijo. Se burlaba de mí.

Empecé a inquietarme. Si Rocha estaba en el quilombo tenía que buscar el medio de hacerlo salir sin alertar al doctor.

—¿Los soldados lo conocen?

—¿A quién?

—A usted.

—Tan famoso no soy pero creo que la mayoría me tiene visto.

—¿Se anima a charlármelos?

—¿Qué les digo? ¿Que ando tomando fresco?

—Dígales cualquier cosa. Mientras, yo voy a echar una mirada.

Mingo miró la casa iluminada, los autos, un jeep que estaba estacionado junto a una alameda y los soldados que se paseaban pegados a la pared con las ametralladoras colgándoles de los hombros.

—Voy a tener que retroceder hasta los árboles y venir caminando por la calle. Si no me llegan a reconocer me van a cagar a tiros.

—¿Se anima o no se anima?

—¿Qué importa? Tengo que ir, ¿no?

Se fue bordeando el alambrado hasta que desapareció de mi vista. Unos minutos después escuché un silbido que venía de lejos, desde el camino. Fui hasta el alambrado, me quité el saco mojado y pasé entre los hilos. Me quedé quieto, agachado en la cuneta. La llovizna hacía bastante ruido como para apagar el crujido de las pisadas sobre los yuyos. Me deslicé hasta esconderme detrás de un auto. Un soldado gritó:

—¡Alto!

Saltó a la vereda y acomodó la ametralladora. Otro colimba vino a parapetarse contra el mismo auto que me ocultaba a mí. Contuve la respiración; el muchacho tocó algo en la ametralladora que hizo un ruido seco y la apoyó sobre el baúl del coche. Parecía muy concentrado para darse cuenta de que yo estaba a poco más de un metro de él. De pronto, una luz potente iluminó el camino y tuve que agacharme contra una rueda para que mi vecino no me viera. Alguien había encendido los faros del jeep. Entre los charcos, caminando despacio, Mingo agitaba su sombrero como saludando a la multitud.

—¡No tiren, carajo! —gritó. Después empezó a reírse. El soldado que estaba cerca mío se aflojó y buscó un cigarrillo en el bolsillo de la capa. Al encenderlo su cara se iluminó, pero era imposible verle rasgo alguno; tiró el fósforo a mis pies y salió al encuentro de Mingo.

Crucé el camino por detrás del jeep. Los cuatro soldados rodeaban a Mingo. Escuché que uno de ellos le preguntaba «¿Qué mierda hacés vos por acá?» y me fui por el patio iluminado que rodeaba al caserón. Caminé como si fuera un cliente más y me acerqué a una de las dos ventanas abiertas. Ahora sonaba D’Arienzo y se bailaba. No habría más de quince mujeres para cuarenta o cincuenta borrachos. Los que no tenían pareja bromeaban con los cortes y quebradas que intentaban los otros. Recorrí el salón con los ojos, mirando de vez en cuando hacia atrás porque tenía la sensación de que alguien podría reconocerme. En una mesa, Ávila Gallo gesticulaba ante cuatro tipos que hacían esfuerzos para no dormirse. Miré detenidamente a los que bailaban y Rocha no estaba entre ellos. Reconocí a la rubia que se había encontrado con el doctor en el bar y al sargento que había ido a buscarme a la pensión. Contra el mostrador dos curdas sujetaban a un gordo que quería pelear con alguien y gritaba como un marrano. No quedaba lugar ni para escupir y por la puerta de atrás entraban y salían algunos aburridos que dudaban entre tomar aire bajo la lluvia o aguantar la pestilencia del tabaco y el sudor. Lo más naturalmente que pude fui hasta el patio trasero. Había cuatro piezas cerradas pero a través de las cortinas de paño se distinguían las luces del interior. En una galería que abarcaba todo el ancho de la casa había tendida una mesa para unas cincuenta personas, cubierta de botellas vacías y platos sucios. Media docena de tipos estaban sentados, riendo con los últimos cuentos de la noche. En el centro del patio había una gran parrilla protegida por chapas de la que todavía salía humo. La puerta de una de las piezas se abrió y salió un morocho que se puso el saco y en un arranque de gentileza le dio la mano a la mujer desnuda que lo acompañaba. Los seis de la mesa aplaudieron. Uno de ellos gritó «¡Te sacaste el afrecho, Negro!»; otro dio un salto, tropezó, hizo una ese perfecta y enfiló para la pieza sin mucha convicción. La mujer, cubierta de sudor, miró un poco la llovizna, se fijó en mí y cerró la puerta. El que había salido se sentó a la mesa y dejó que lo palmearan. Estaba menos borracho que los otros.

Atravesé el patio lo más lejos que pude de las luces y fui hacia la salida. A un costado del jeep, Mingo les contaba algo a tres soldados. El otro se había metido en la cabina y fumaba. Habían apagado los faros. Parecían bastante distraídos así que fui hasta la vereda para alejarme lo más discretamente posible. Pasé sin mirar frente a la primera ventana; la gran puerta estaba entreabierta y por allí salía clarita la voz de Miguel Montero que cantaba Antiguo reloj de cobre. Una botella rompió la última ventana y los vidrios se desparramaron a mis pies. El ruido me sobresaltó. Miré hacia el interior, nervioso. Tres borrachos empujaban al mismo gritón que antes había estado contra el mostrador. Alguien me agarró del hombro.

—Empezó la joda —dijo.

Me di vuelta despacio. El hombre me sacó la mano de encima y terminó de abrocharse la bragueta. Se había meado toda la pierna izquierda del pantalón.

—Empezó nomás la joda —repitió como para sí mismo.

Quise seguir caminando pero apenas di dos pasos me llamó.

—¡Che…!

Se me acercó, vacilante. Tenía una cara redonda y fofa, mal afeitada.

—Dame un cigarrillo —dijo.

Le di. Buscó los fósforos por todos los bolsillos mientras me miraba con curiosidad. Me di cuenta de que estaba empezando a verme cara conocida.

—¿Pasaste con la gorda? —Movió la cabeza en dirección al patio trasero.

En lugar de contestarle le di fuego.

—¿No pasaste? —Se alegró de poder contarme—. No sabés lo que te perdés. Te pone las gambas acá —cruzó los brazos sobre el pecho y se tocó los hombros—, y se empieza a mover, a mover, a mover —cerró los ojos y se zarandeó un poco. Estuvo soñando un rato hasta que yo me moví para rajar. Entonces se despertó y volvió a mirarme, ahora sin ningún disimulo.

—Vos sos…

—Tengo que irme —dije, imprudente.

Se sorprendió.

—¿Adónde vas? ¿No dijeron que nos vamos todos juntos?

—Voy a mear y vuelvo.

Encaré para la oscuridad pero fue inútil. Se me vino atrás.

—Dale ahí —dijo—, y guarda con el viento.

Me había puesto nervioso y tardé mucho en arrancar. Por fin un chorrito débil cayó sobre el pasto.

—Yo te conozco —porfió—, te vi… ¿En dónde te vi?

—¿En Azul? —Tenté.

Parado entre los yuyos, en medio de la oscuridad, parecía el tronco de un árbol que luchaba contra el viento. Se había quedado callado y me miraba orinar. Una ráfaga de aire que apenas me revolvió los cabellos lo llevó un par de pasos atrás pero el tipo no se inmutó. Le dio una chupada al cigarrillo y dijo, intrigado:

—No, qué Azul. A Azul hace mil años que no voy.

Me abroché la bragueta y me acerqué a la pared lateral de la casa. Allí nadie podía verme y estaba a cubierto de la llovizna. Tenía que sacármelo de encima.

—¿Cómo te llamabas vos? —le pregunté.

—Sargento primero Jonte. ¿No te acordás de mí?

Me tiré un lance.

—¿De Tandil?

—¡De Tandil! —gritó—, del Comando, con el mayor Farina…

—Mayor Farina —ya teníamos algo en común—, ¿te acordás?

—¿De qué?

—Bueno, de Farina… ¡Qué tipo!

—¿Vos eras?

—Vega. Veguita, me dicen.

Se rascó la cabeza.

—Veguita… No …

—Bueno, me dicen Negro también.

—Negro… Ah, sí, vos sos el Negro, claro: sargento, ¿no?

—Sargento.

Arrancó para la vereda y pegó un grito.

—¡Soldado!

Empecé a sudar. Tenía ganas de desaparecer y dejarlo hablando solo pero necesitaba un pretexto.

—¡Soldado! —gritó otra vez.

Uno de los muchachos que estaban de guardia se acercó por la calle y se paró abriendo las piernas con una mano en la ametralladora. Con la otra encendió la linterna.

—¿Quién vive? —dijo el colimba con voz fatigada.

—Sargento primero Jonte, che. Andá a traerme una cerveza.

El soldado se acercó y nos iluminó las caras.

—Buenas noches mi sargento primero —dijo.

—Buenas noches —gruñó Jonte—. Andá a buscarte dos cervecitas, pibe.

—No puedo abandonar la guardia, mi sargento primero.

—Dejate de joder, andá.

—Discúlpeme mi sargento primero.

—¡Qué disculpe ni qué carajo! ¡Vas o mañana te hago pegar un baile!

—Diríjase al jefe de guardia, mi sargento primero. Con su permiso voy a retomar la guardia, mi sargento primero.

El soldado pegó media vuelta y se fue. Jonte lo puteó un par de veces en diferentes tonos y se metió las manos en los bolsillos.

—Está Germani de guardia y los tiene cagando, pobres pibes —dijo con intención de disculpar la poca pelota que le daban los colimbas. Aproveché para decirle:

—¿Por qué no vas vos y las traés?

Me miró un poco ofendido.

—Andá vos, qué mierda —dijo y me tocó el antebrazo como palpándome las jinetas.

—¿Vos eras sargento, no?

Me le acerqué al oído, confidencial:

—Sí —bajé la voz—, sargento, pero me estoy cagando.

Me miró e hizo un ruido apagado, conteniendo la risa.

—Mientras voy vos te conseguís dos cervezas.

—Dale —aprobó. Mientras se iba me gritó—: ¿No querés que te traiga papel también?

—Con los yuyos me arreglo —contesté y enfilé para el campo.

Lo seguí con la mirada hasta que entró por la puerta principal; entonces observé la posición de los guardias y crucé la calle. Pasé entre el alambrado, recuperé el otro saco y me agaché a mirar si ubicaba a Mingo.

—¿Dónde se había metido? —dijo a mi espalda.

Me di vuelta.

—Linda manera de charlarse a los soldados.

—Llegó el jefe y me sacó cagando. ¿Rocha está ahí?

—No. Debe estar en lo de Ávila Gallo.

—¿Entonces vamos al pueblo, nomás? —preguntó.

—Si me acompaña… Hay que apurarse antes de que el doctor vuelva.

Me miró como a un loco furioso.

—¿Se va a meter en la casa? ¿No puede esperar hasta que sea de día?

—¿Le parece que Ávila Gallo me va a dejar hablar con él? Tengo que aprovechar ahora que no está.

—Déjese de joder. Esa casa está más vigilada que la comisaría.

—Hagamos la prueba.

Cerca cantó un grillo. Mingo sonrió y me palmeó un brazo.

—Y bueno. Ya que anda de suerte.