Capítulo 2
Al otro lado de la calle, Marten Fane vigilaba la entrada del Stafford desde su coche. Se trataba de un hotelito con encanto en la confluencia entre Russian Hill y Pacific Heights. Construido en la década de 1930, el edificio art decó había sido adquirido por una pareja de inversores con vista que lo habían restaurado sin reparar en gastos para resucitar su ambiente retro. Desde entonces se había vuelto popular entre el público local.
La entrada estaba bastante lejos de la calle, tras un jardín con setos de boj y viejos limeros. Un gran toldo verde musgo conducía hasta las puertas correderas de cristal.
Vera List llevaba ya un cuarto de hora en la habitación y Fane no había visto rastro alguno de vigilancia. Solía utilizar el Stafford para sus citas porque su ubicación permitía descubrir a posibles observadores. Por eso, y porque le gustaban las habitaciones.
Al salir del coche miró a través de la llovizna hacia la cuarta planta, justo a la mitad del edificio: la luz del cuarto estaba encendida. Cruzó la calle.
Ya en el vestíbulo se quitó la gabardina y echó un vistazo en la recepción. Había alguna gente, pero nada que llamase su atención. A la izquierda, las luces atenuadas del bar Metro le resultaron tan atrayentes como siempre. Se dirigió hacia los ascensores.
Se bajó en la cuarta planta y fue hasta la habitación 412. Llamó y esperó a que ella le observase por la mirilla. La mujer descorrió el pestillo, abrió la puerta y se echó a un lado invitándole a pasar.
—Soy Marten Fane.
—Hola, yo soy Vera.
Con cuarenta y cuatro años, ella tenía la tez clara y una espesa media melena castaña que enmarcaba una cara ovalada. Su mirada era la de una persona inteligente y muy curiosa.
—Gracias por acceder a verme —le dijo a Fane cuando este hubo entrado en el cuarto. Pronunció las palabras con precisión pero con naturalidad. Pese a su evidente nerviosismo, se mostraba resuelta, una actitud que hizo que a Fane le cayera bien. Estaba decidida a ventilar aquel asunto, se tratara de lo que se tratase.
—Cómo no. Shen es un viejo amigo —respondió mientras colgaba la gabardina en la percha de detrás de la puerta—. Siempre me alegra que me llame.
La siguió a una sala de estar ante un par de ventanas que daban a la calle de la entrada del hotel. Esperó a que Vera tomase asiento para sentarse luego frente a ella, al otro lado de una mesa baja con un cristal ovalado que se apoyaba en tres tallas de desnudos de estilo moderno.
Vera no se recostó en el sillón, mantuvo la espalda recta y las piernas a un lado, cruzadas con decoro a la altura de los tobillos. Llevaba un vestido de punto de color gris perla, de manga al codo, que acentuaban sus largos y delicados dedos.
—El señor Moretti me contó que trabajaron juntos en la policía.
—Exacto, en Inteligencia —especificó Fane—. Yo era detective de Homicidios hasta que conocí a Shen y me convenció de que me trasladase a Inteligencia. Cuando se jubiló llevábamos doce años trabajando juntos.
—Me habló maravillas de usted. —Si bien se la notaba incómoda, se le daba bien controlar el lenguaje corporal—. Le conocí por mi hermana: eran vecinos. Una vez que decidí que tenía que... hacer algo, no se me ocurrió nadie más a quien acudir. Pero cuando le expliqué que tenía un problema que comprometía a dos de mis pacientes, que se trataba de un tema confidencial y que no quería involucrar a la policía ni a investigadores privados, me dijo que no siguiese, que no quería oír más. Y me dio su nombre.
—Bien —dijo Fane cruzando las piernas.
Se produjo un silencio incómodo.
—Me contó que usted... era conocido, entre los que lo necesitaban, como el hombre al que acudir cuando tienes un problema y no te quedan más opciones. También me dijo —añadió— que podía fiarme de usted; ciegamente.
Su último apunte era un sorprendente ejercicio de pensamiento mágico. Necesitaba que fuese cierto, de ahí que al decirlo le hubiese mirado a los ojos, como el que se santigua.
Fane esperó.
—Entenderá —prosiguió Vera— que solo hablando de esto con usted ya estoy a un tris de violar el acuerdo de confidencialidad con mis pacientes, que han de saber que pueden decirme lo que quieran sin que salga de esas cuatro paredes. La confianza absoluta es fundamental en el psicoanálisis.
—Lo entiendo.
—Y por mi parte necesito tener esa misma clase de confianza en usted. Me fío de la recomendación del señor Moretti, pero a él no le he contado lo que le voy a relatar a usted. No será con él con quien me lance del precipicio.
Hacía un uso interesante de las metáforas. No era ninguna exageración calificar a Vera List de «desesperada».
—Mire, ni siquiera sé a qué se dedica. El señor Moretti me dijo que debería hablar con usted pero no me explicó por qué. O sea, deduje que usted podría ayudarme, aunque la verdad es que fue bastante críptico al respecto. —Calló un instante para luego añadir—: Entiéndame, yo no quiero nada ilegal. Eso lo tiene claro, ¿no? —Ladeó la cabeza y enarcó las cejas, a la espera de una respuesta.
Al ver asentir a Fane se relajó un poco.
—Bueno, el caso es que el señor Moretti tampoco me contó mucho, como le he dicho —insistió ella—. Necesito saber algo más antes de poder hacer esto.
—Me parece justo —concedió Fane. La terapeuta tenía toda la razón. Las personas que habían acudido a él en los últimos años estaban familiarizadas con su mundo, habían vivido en sus márgenes, en esa región inestable donde todo está envuelto por una sombra de incertidumbre.
Vera List, por el contrario, y a pesar de su profesión, era del mundo corriente, donde la ambigüedad no suele ser bien recibida y solamente es un tema de debate teórico. Al menos, así lo había sido hasta la fecha.
—Hace cuatro años —empezó Fane— me vi envuelto en un escándalo en el Departamento de Inteligencia de la policía, donde llevaba unos doce años; por aquella época pertenecía a la Unidad de Operaciones Especiales. Allí es donde se guardan todos los secretos. Aquello es pura intriga: los años pasan, pero los secretos permanecen, tienen fecha de caducidad.
» Al final me vi obligado a abandonar el cuerpo. Meses después recibí la llamada de un reconocido abogado litigante que me pidió que fuese a ver a uno de sus clientes. Aquel hombre tenía un problema: debía decidirse entre dos opciones que provocarían consecuencias igual de nefastas. Le ayudé a encontrar una tercera vía.
» Fue un favor al que no di mayor importancia. Luego, al cabo de cuatro meses, recibí otra llamada. El primer hombre al que ayudé me había recomendado a otra persona; fue el comienzo de un oficio accidental. No hay ninguna descripción de un trabajo que encaje con lo que hago. No tengo currículum vitae ni doy referencias.
Vera List le estaba mirando fijamente, exprimiendo el sentido de cada sílaba. Hasta los espacios entre las palabras le hablaban.
—Hallar una solución a su problema no es una cuestión de «si», sino de «cómo» —continuó Fane—. Y respecto a lo de confiar en mí le diré que en el negocio de la inteligencia el patrón oro es la garantía de alguien en quien ya confía. Y en ocasiones eso es todo lo que uno tiene cuando ha de tomar la decisión de saltar.
» Si quiere hablar con Moretti antes de ir más lejos, por mí bien. Y si no vuelvo a verla, tampoco me supondrá ningún problema.
Vera List alzó la barbilla, asintió y respiró lenta y profundamente. Fane supuso que tendría el corazón al borde de la fibrilación.
—Lo siento mucho, pero no estoy tan tranquila como me gustaría.
Fane lo comprendía. Normalmente era ella la que esperaba escuchar de boca de otro la historia perturbadora. Le resultaba desconcertante que los papeles se invirtieran.
—Esta situación —empezó a contar— es... inquietante. Ambas son mujeres, con personalidades muy dispares. Proceden de ambientes muy distintos, tienen intereses y preocupaciones diferentes. No se conocen entre sí y nunca se han visto. Mis pacientes entran y salen por dos puertas diferentes y así nunca se cruzan.
» Ya hace dos años que Elise es paciente mía. Lore, en cambio, lleva solo seis meses viniendo a mi consulta. Ambas están casadas. —Hizo una pausa—. Y tienen un amante.
» La aventura de Elise dura ya unos cinco meses. Ignoro el nombre del hombre, pero, desde que empezaron, el lío se ha convertido en el eje de nuestras conversaciones durante meses.
» Ha sido una relación intensa desde el principio. El hombre la ha seducido en todos los sentidos de la palabra. Me cuenta que prácticamente puede leerle la mente, que conoce sus pensamientos más íntimos, intuye sus necesidades, sus deseos, sus miedos. Esto resulta de lo más cautivador, claro; la tiene hechizada.
Vera tenía las manos apoyadas en el regazo, con las yemas entrelazadas sin tensión. No había alianza, se sorprendió Fane. La postura era un tanto remilgada, pero parecía natural y despreocupada.
—En ocasiones —prosiguió— he notado que a Elise le resulta algo... inquietante. Pero no lo suficiente para romper con él. Es típico de ella: es guapa y está necesitada; es compasiva, con tendencia a la autodestrucción, aunque al mismo tiempo es una superviviente.
» La otra mujer, Lore, empezó su aventura poco después de acudir a mi consulta. Tampoco sé el nombre del amante. La primera vez que mencionó el lío pareció algo secundario. Al contrario que Elise, no era algo de lo que Lore quisiese hablar.
» Sin embargo, al cabo de unos meses empezó a dibujarse un extraño patrón. Lore comenzó a hablar de su amante, y cuando lo hacía me recordaba muchísimo a Elise. Él tenía una intuición increíble. Prácticamente podía leerle la mente. La conocía como la palma de su mano, sabía lo que quería, lo que temía, conocía incluso sus fantasías.
Vera se detuvo y tragó saliva una vez y luego otra. Fane se levantó para ir al baño, donde llenó un vaso de agua que le tendió a Vera.
—Gracias —le dijo esta, y acto seguido le dio un sorbo. Se aclaró la garganta mientras él volvía a su silla—. Al principio me fascinaban las similitudes entre ambos romances, pero esperaba que el caso de Lore acabase tomando sus propios derroteros. Sin embargo no fue así. De hecho las similitudes se acentuaron; había detalles de su conducta sexual que eran idénticos a los que describía Elise. Estaba alucinada. —Otro trago—. No podía por más que pensar que Elise y Lore estaban viéndose con el mismo hombre. Porque, a ver, que dos mujeres que no se conocen mantengan una aventura con un mismo hombre puede ser, pero lo que ya es mucha casualidad es creer que tengan la misma psicoanalista. Me asusté bastante.
—¿Está usted completamente segura de que no se conocen? —inquirió Fane.
—¿Completamente? Pues no.
—¿Sospecha que sea posible?
—No, la verdad es que no. Me he devanado los sesos intentando averiguar cómo ha podido pasar. ¿Se estará colando este hombre en los historiales de mis casos? Si quiere que le diga la verdad, no se me ocurre otra explicación.
» Decidí hacer algo que, visto ahora, parece una tontería. Sembré mis notas de las dos siguientes sesiones de Elise y Lore de información falsa, con cosas que estaba segura de que él les mencionaría si de verdad leía los archivos. Por supuesto, aunque él así lo hiciera, no tenía garantías de que ellas me lo fuesen a contar a mí. —Pausa enfática—. Al cabo de unas semanas cada mujer me habló de una extraña conversación que había tenido con su amante; este había querido hablar sobre algo que a ambas les había parecido totalmente fuera de contexto. Les resultó extraño.
—La información que usted había introducido.
—Sí.
—¿Puede que se equivoque?
—No. Ese hombre está entrando en los historiales de mis casos y utilizando mis notas para colarse en sus mentes.