Capítulo 10

Lore Cha estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá del rincón; balanceaba el pie, con el talón de sus estilosos zapatos Ferragamo suspendido en el aire.

—Nadie, pero nadie, lo juro, nadie conoce esa fantasía —relataba Lore—. Bueno, supongo que te lo he contado a ti, pero, cielos, de repente allí estábamos, representándola sin más. Hasta el más mínimo detalle, vamos, el más ínfimo. ¡Era como una alucinación demencial, me sentía colocada!

Estaba furiosa y asustada. El miedo y la furia llevaban varios días trabados en su interior y todavía los estaba procesando. Vera aguardó: quería más, quería todo lo que su paciente fuese capaz de recordar.

La mente de Lore se quedó atascada con algo y dejó de mover el pie. Tenía los ojos fijos en nada en concreto, más allá de las ventanas y los jardines. Se había quedado tiesa como un ciervo, a la escucha.

A la vez que el pie retomó su balanceo ella volvió a su indignación:

—Y luego se desmayó. Y me refiero a desmayarse de verdad, o sea, como si se hubiese quedado exhausto después de todo aquello. —Sacudió la cabeza y miró a Vera—. Joder, es que me puso de los nervios.

Lore Cha era una mujer de una belleza asombrosa, china estadounidense de quinta generación y familia de clase media. Se había doctorado en política internacional por Stanford; tenía un cuerpo de modelo de pasarela, un marido rico y una salud mental fastidiada. Ni pasar el resto de su vida en terapia le bastaría para curarse.

Cogió un vaso de agua de la mesa auxiliar, bebió un poco y lo dejó en su sitio. A continuación le contó a Vera que había hurgado en la cartera de Krey, que él se había despertado y la había pillado, o casi, que se vistió y se largó.

—Al día siguiente busqué su nombre por Internet —prosiguió Lore—. No encontré ningún número de teléfono. Aunque sí que di con una dirección; en medio del bosque, perdida en uno de los cañones de Mill Valley. Pero saber aquello era como no saber nada, y yo quería más. Lo estuve rumiando durante un día y ayer me planté en Marin para verlo con mis propios ojos. —Se detuvo, sacudió la cabeza y miró a Vera—. Subí hasta aquellos cañones, me perdí un par de veces. Era un poco inquietante aquel paisaje con todas esas secuoyas. Pero lo encontré. —Hizo una nueva pausa, exaltada, y empezó a asentir con la cabeza, a corroborar—. Lo encontré y me quedé en medio del camino preguntándome cómo diablos podía yo saber si de verdad era esa su casa. No le pegaba ese rollo residencial en mitad de un bosque; ni con cola.

Ese día a Lore no había que insistirle mucho para que hablara; lo tenía todo reprimido dentro y estaba dispuesta a darle rienda suelta hasta el final.

—Regresé al pueblo más cercano y me fui a una inmobiliaria. Fingí andar buscando un terreno con casa, como si quisiera comprar algo. Me sacaron varios mapas y los fuimos viendo uno por uno; con datos del registro. La casa pertenece a Philip R. Krey.

» Cogí el coche y volví allí. Cuando llamé a la puerta salió a abrir una mujer de unos cincuenta y cinco años. Le dije que buscaba a Philip Krey y ella me miró raro, como desconcertada; me contestó que estaba de viaje, que llevaba fuera del país seis meses y que estaría fuera otro año más.

» Le pregunté quién era ella y me dijo que se llamaba Jenny Cox. Quise saber cuánto hacía que conocía a Krey, a lo que repuso que apenas le conocía, que simplemente había respondido a un anuncio de un periódico para cuidar la casa. Se puso entonces como a la defensiva y acabó cerrando la puerta.

Lore empezó a calmarse y detuvo el movimiento del pie.

—Desde entonces —prosiguió en una voz más suave, más contenida— he hecho lo que he podido para contrastar su identidad, pero Philip R. Krey no parece existir. —Justo cuando su rabia se hubo calmado, la calma evolucionó en un miedo acentuado que le mudó el rostro—. Y ahora me pregunto con qué clase de tío he estado teniendo un lío. Y por qué hace lo que hace. ¿Cómo puede saber tanto sobre mí? ¿Y por qué sabe tantísimo? ¿Qué es lo que busca? ¿Sexo?, ¿eso es todo? Pues tampoco hace falta hacerse tanto el misterioso para conseguir un polvo. Una cosa es que quiera ser discreto, eso lo entiendo, pero, joder, ¡que no exista...!

Lore había ido como en una montaña rusa hasta llegar a ese punto del relato, mientras que, por su parte, Vera iba creándose todo un nuevo universo de problemas con cada una de las revelaciones de su paciente. Había escuchado el torrente de palabras con ansiedad creciente. ¿Qué iba a hacer Lore ante aquellas revelaciones? ¿Qué pensaba hacer con aquel hombre que no era Krey?

—La historia esta de la intuición ha llegado a un punto que resulta aterradora, la verdad —reconoció Lore—. No debería poder «intuir» esas cosas; no debería poder acercarse tanto, tantísimo, a mis pensamientos.

Se le quebró la voz, y pareció pillarle por sorpresa. Parpadeó como loca y, debatiéndose por no llorar, cogió el vaso de agua y le dio un sorbo.

—¿Qué tienes pensado hacer? —le preguntó Vera, pero Lore todavía no se había recuperado del todo.

La terapeuta esperó; aunque no estaba muy segura de qué paso dar a continuación, sabía que detener a Krey era la única forma de proteger la intimidad de Lore y la confidencialidad de sus archivos. «Piénselo —le había dicho Fane—, reflexione.»

—Lo que tengo pensado hacer —respondió Lore por fin, tragando saliva— es no volver a ver a ese pirado nunca más. Y desear con todas mis fuerzas que desaparezca de la faz de la tierra.

—Bueno, eso no creo que vaya a hacerlo.

—Por lo que a mí respecta ya lo ha hecho.

—¿Crees que esa es la mejor forma de enfrentarte a él?

—¿Por qué no?

—Hacer como que no existe no es muy realista; no es una solución real.

—¿Solución? ¿Te estás quedando conmigo? No volver a verle ya es solución suficiente para mí.

—Pero nunca podrás estar segura de que se ha terminado. —Lore la escudriñó y aguardó la continuación—. Lo único que digo es que meter la cabeza en la arena no es resolver el problema —insistió Vera—; es evadirlo.

—Es renegar de él.

—Eso no propicia ninguna solución.

—Hay cosas en la vida que no la tienen.

—¿Ah, no? ¿Es sabiduría popular?

Lore no le respondió porque no estaba escuchando. Sabía que no tenía una solución; sabía que estaba metida en un buen lío y tenía un miedo de muerte.

Vera, por su parte, lidiaba con su propio pánico. Se acercaba a una decisión crítica, y no había tenido tiempo de calibrar las ramificaciones del vago desenlace que estaba tomando forma, en un momento que se volvía cada vez más agobiante.

—¿Qué probabilidades hay de que ese hombre te permita dejar la historia? —preguntó Vera—. ¿De veras crees que va a desaparecer de tu vida solo porque no le devuelvas las llamadas? —Lore no respondió. Sus largos dedos jugueteaban nerviosos con un brazalete de coral—. Te pasarás el resto de tu vida con el miedo de encontrártelo a la vuelta de la esquina, de que sea él al otro lado del hilo telefónico.

Lore tenía la mirada perdida, y el pie volvía a bailarle en el zapato. Entre sus hermosas cejas, el ceño se mantenía fruncido.

—Vendrá a por mí —dijo Lore en voz baja, viniéndose abajo de pronto—. No sé qué voy a hacer. No se me ocurre nada, no veo solución alguna. Me voy a volver loca. Joder, joder, joder.

De repente lloraba, aunque su cara no reflejaba la angustia; era como de piedra, y las lágrimas le caían a raudales, corriéndole por la cara, hasta doblar el mentón. No se molestó en enjugárselas. Vera se levantó, cogió varios pañuelos de la caja que había sobre la mesa de centro y se los tendió a Lore.

—A lo mejor es hora de contárselo a Richard —quiso ponerla a prueba.

La cabeza de Lore apareció de golpe de entre los pañuelos:

—¿Deliras o qué? Eso es una locura. ¡No y no! ¡Jamás!

Aliviada, Vera dio el siguiente paso:

—¿Le has contado a alguien más lo de la aventura, aparte de a mí?

—Claro que no.

—¿Ni siquiera lo has sugerido?, ¿tal vez a alguna amiga cercana?

—Será broma, ¿no? —dijo Lore indignada desde detrás de los pañuelos, intentando controlar el llanto—. No es de esa clase de aventura, ni tampoco tengo esa clase de amigas.

Vera dejó que pasaran unos segundos para darle a Lore tiempo de calmarse.

—Vas a necesitar algo de ayuda —dijo Vera con calma, sorprendiéndose ante el paso que iba a dar.

—No me lo digas... un detective privado. Ni loca. Una conocida mía contrató a uno para algo parecido y el muy asqueroso acabó chantajeándola.

Vera apartó la vista para darle espacio a Lore y que no pensase que la estaba presionando para actuar de determinada manera. Tras las ventanas las palmeras estaban inertes en la suave luz de primera hora de la tarde y la terapeuta escuchó el silencio como si fuese un músico que prolonga un acorde hasta que capta el efecto concreto que busca.

Lore se sonó la nariz y Vera volvió su mirada hacia ella.

—No te iba a sugerir un detective privado.

—Ah, pues entonces es estupendo eso de decirme que necesito ayuda. ¿Alguna gran ocurrencia más?

—No querrás esperar a que Krey intente contactar contigo otra vez. Tienes que hacer algo...

—¡Joder! —estalló Lore—, eso ya lo sé, Vera, pero es que no sé el qué.

Maldijo una vez más y se levantó de golpe, enfadada consigo misma, enfadada con Krey, enfadada con su miedo. Fue hasta las ventanas que daban al jardín y caminó de un lado a otro, con la mirada perdida fuera. Vera se levantó y se acercó a ella.

—Sé de alguien que podría serte de ayuda. —Ahí estaba, lo había dicho. Había empezado a desdibujar las líneas.

Lore paró el movimiento y se volvió hacia su terapeuta.

—Que sabes de «alguien» que «podría»... ¿Qué me quieres decir con eso?

—Conozco a gente que conoce a gente —dijo Vera secamente, intentando encontrar el tono adecuado—. Pero tienes que darme tu permiso para poner en marcha el engranaje.

—¿Y no es un detective?

—Te lo juro.

—Entonces, ¿qué es?

—Él te lo explicará. Solo tengo que saber que quieres hablar con alguien que... te ayude con esta historia.

Lore buscó la cara de Vera:

—Con discreción.

—Claro.

La mente de Lore se disparó con las posibilidades, y Vera supo que su paciente había comprendido que cuanto menos dijera, mejor.

Con los ojos inyectados en sangre y la cara hinchada, Lore parecía exhausta. Se llevó los pañuelos a la nariz, los dejó ahí y se quedó mirando a Vera. Acabó rindiéndose:

—¿Cómo funciona?

—Necesito un número de teléfono del que te puedas fiar. Se lo daré a alguien que se lo pasará a la persona adecuada.

Lore escudriñó a Vera y se sorbió la nariz.

—Espero que el tío ese sea bueno —comentó, y le dijo el número de teléfono.

.