Capítulo 3
Fane la observó con el vaso en el regazo y se dio cuenta de que el lenguaje corporal que antes había interpretado como un apego por la precisión era en realidad otra cosa: era pánico reprimido.
—Dice usted que ninguna de las dos mujeres ha mencionado nunca el nombre de ese hombre. ¿Se lo ha preguntado?
—No, al principio carecía de importancia. Ambas evitaban deliberadamente ponerle nombre y yo quise respetarlas. Con el tiempo se convirtió en la norma para nuestras conversaciones sobre sus aventuras.
—¿Tiene alguna idea de cómo podría estar él utilizando tal información? —preguntó Fane—, ¿o cómo planea usarla?
—Bueno, es evidente que la utiliza para manipularlas. Está el sexo, desde luego, y tal vez la cosa no vaya más allá. Pero no sé... algo me dice que no se limita al sexo.
—¿Ha cambiado la configuración de su seguridad?
—No me he atrevido. Me parecía que ya me había arriesgado bastante al colarle información falsa. Cuando Elise y Lore se mostraron confusas ante aquellas referencias, él debió de sentirse desubicado, pero poco más. En cambio, si aparte de eso ahora se encuentra de repente con que se ha modificado la configuración... Tengo miedo de que se dé cuenta de que le he pillado.
—Bien, una decisión muy acertada. ¿Desde cuándo está segura de esto?
—Hace solo unos días, tres en concreto.
Marten Fane miró por las ventanas. La lluvia, iluminada en contrapicado por las farolas, caía en centellas agónicas. Cuando volvió la mirada Vera le estaba observando fijamente.
—No quiere recurrir a la policía ante la posibilidad de que todo salga a la luz.
—Exacto. Mis historiales contienen datos que pueden destruir las vidas de estas personas. Para mí resulta impensable desencadenar a sabiendas una situación en la que tales archivos pasen a ser de dominio público en un juicio. —Se revolvió en su asiento—. Escuche, señor Fane, no estoy muy segura de qué es lo que le estoy pidiendo exactamente, pero se me antoja que tiene que haber una manera de detener a ese hombre sin que mis pacientes lleguen a saber que sus archivos se han visto comprometidos, una forma de resolverlo sin que nadie se entere jamás de lo ocurrido. —La energía que emanaba Vera era casi cinética—. Yo también vivo con secretos —prosiguió—, igual que usted; los escucho a diario. Una decena de vidas evoluciona todos los días, año tras año, en cierto modo gracias a que sé guardarlos. Si revelo lo que se me cuenta en confidencia, estas vidas podrían evolucionar de otra manera, tal vez trágica. —Clavó sus ojos oscuros en él—. Lo que está haciendo ese hombre es otro secreto más que trato de guardar, aunque en este caso voy a necesitar cierta ayuda.
Vera List no estaba pidiendo consejo sobre si hacía o no lo correcto. A Fane le daba la impresión de que, pese a su miedo palpable, ella ya había decidido que no tenía alternativa.
—Sé que comprende que lo que quiere usted hacer es algo serio —dijo Fane—, pero hay ciertas cosas que debe considerar antes de proseguir.
Vera aguardó la continuación.
—Lo primero es que este tipo de cosas nunca salen como uno espera. Por muy inteligentemente que se aborden, o por muy bien que se planeen, siempre se producen sorpresas desagradables. Y si estas prosperan de un modo inapropiado, pueden acabar con usted.
» También ha de saber que tomar cierto camino la expone a desafiar la ley de diversas formas. —Vera alzó un poco la barbilla—. Yo no soy abogado, pero me da la impresión de que si sigue permitiendo que ese hombre acceda a los historiales de sus casos, está usted autorizando a sabiendas una violación de los archivos de sus clientes. Si él comete un delito como resultado de esa infiltración ilegal, corre usted el peligro de que la acusen de actuar como cómplice e instigadora.
» Si cree que ese hombre planea utilizar la información de sus archivos con fines delictivos y no informa de ello a las autoridades legales, es susceptible de ser acusada de encubrir una acción delictiva.
—Pero si solamente es una sospecha...
—Y si cree que esas señoras están en peligro y no las advierte, o no informa de lo que ocurre a las autoridades competentes, es susceptible de ser acusada de negligencia criminal o, peor aún, de connivencia.
Vera no dijo nada. Aquello no era ni por asomo lo que había esperado oír de él. Cerró los ojos.
Fane advirtió el ligero cambio en la subida y bajada de su pecho, y la sutil alteración en su entrecejo. ¿Cuántas otras mujeres, en la larga historia del viejo hotel, se habrían sentado junto a esas mismas ventanas en otras tantas noches lluviosas lidiando con las circunstancias desconcertantes de sus historias particulares?
Vera abrió los ojos:
—Ha utilizado varias veces la palabra «susceptible». Ninguna de esas consecuencias son inevitables de antemano, ¿me equivoco?
—No.
La psicoanalista le miró con un interés repentino, sereno:
—Algo me dice que es usted una persona muy reservada. —Fane no respondió—. Entenderá entonces —continuó ella como si el silencio de él confirmara su suposición— lo que supone ver su mente expuesta a la luz pública, su yo más secreto convertido de buenas a primeras en objeto de escarnio.
Vera se levantó y fue hasta las ventanas. Con un hombro apoyado contra el marco, se cruzó de brazos y se quedó contemplando la húmeda noche. El vestido de punto gris le dibujaba una elegante línea desde la cadera arqueada hasta la pantorrilla.
—Si voy a la policía —prosiguió volviéndose hacia él—, detendrán a ese hombre y se celebrará un juicio público. Reclamarán mis historiales como pruebas. Mis pacientes son demasiado ricas y guapas, están excesivamente encumbradas en sus pedestales para bajarse. Se producirán filtraciones y se revelará su identidad. Comenzará un goteo de pedazos de sus vidas, de los peores fragmentos, y este se convertirá en avalancha, en otro circo mediático como los muchos que ya conocemos. Se sacrificarán otras dos vidas más para entretenimiento del público.
—Parece muy segura de eso —comentó Fane.
—Es la cultura imperante en nuestros días, ver a gente que se autodestruye, vidas que se van por el sumidero; es nuestro pasatiempo nacional. Somos unos yonquis de los trapos sucios.
Este comentario sin recato hizo que Fane intuyese que la terapeuta había pasado por experiencias duras. Lo cierto era que no podía contradecirla; el anonimato y la intimidad son el último refugio de la cordura en un mundo cada vez más hipervinculado, más a corazón abierto, más desnudo digital–mente y ávido de cotilleo. Son tan poco frecuentes como la modestia y, una vez perdidos, resultan tan irrecuperables como la inocencia.
—Y puede que Elise y Lore no sean las únicas víctimas. He descubierto que ese hombre está leyendo estos archivos solamente por la forma en que utiliza la información, porque esta vuelve a mí como un bumerán. Pero ¿y si se está metiendo también en los historiales de otros clientes míos? ¿Cómo puedo saber si utiliza esa otra información de manera distinta?
—¿Cree que podría estar haciéndolo?
—A esa clase de hombre le costaría resistir la tentación de echar mano del resto del material.
Vera List lo veía todo bastante negro.
—Me ha contado que cree que la razón para entrar en los archivos de sus pacientes es manipularlas, muy probable–mente con fines sexuales. Pero tiene la sensación de que la cosa no acaba ahí. ¿A qué se refiere?
—Es por la forma en que Elise y Lore me hablan de él. Da la impresión de ser una persona más compleja que un simple mirón o un pervertido sexual. Verá, es solo que tengo la sensación de que lo que les está pasando a esas mujeres no es... no es tan sencillo. Hay algo más.
—¿En qué sentido es más complejo?
La pregunta la incomodó.
—Yo... Lo siento, pero si hablo de eso estaría entrando en sus relaciones. Estaríamos pasando... a otro nivel.
—Tengo que saber de quién estamos hablando —insistió Fane.
Vera asintió, sabedora de que tendría que acabar cediendo.
—Elise es Elise Currin.
—¿La mujer de Jeffrey Safra Currin?
—Sí.
Fane comprendió al instante la ansiedad de Vera; no tardaron en venirle a la cabeza una docena de razones que la justificaban.
—¿Y la otra mujer?
—Lore Cha. Su marido es Richard Cha, tiene una empresa en Silicon Valley de algo de innovación y software; un montón de patentes y de dinero. Ambición.
—¿Ninguna de ellas sabe lo que ha descubierto?
—Desde luego que no, y así quiero que siga. Aparte de mí, usted es el único que lo sabe.
Currin era un destacado miembro del elitista club al que pertenecen apenas unos miles de individuos en el mundo, aquellos que han amasado tal influencia gracias a la riqueza, al talento o a la falta de escrúpulos que sus vidas afectan, con sus decisiones y sus acciones, a millones, a miles de millones incluso, de personas. Era directivo de media docena de multinacionales y dueño de otra media. Sus amigos pertenecían a esa clase de gente que sacaba buen partido de su posición privilegiada; compraban contactos en Washington y sus aviones privados estaban familiarizados con las pistas de aterrizaje de Londres, Dubái, Hong Kong, París y Bombay.
El chantaje era lo primero que le venía a la cabeza. Sin embargo, al igual que Vera, la intuición de Fane le decía que se trataba de una posibilidad demasiado obvia.
—Tiene tres cosas a su favor —le dijo Fane— y sin ellas no estoy seguro de que podamos abordar el problema como a usted le gustaría. En primer lugar, fue muy inteligente por su parte no alertar a ese tipo de que le había pillado. Lleva saliéndose con la suya un tiempo y debe de sentirse bastante a sus anchas. Eso está bien. En segundo lugar, no le ha dicho ni a Elise ni a Lore lo que está ocurriendo. Eso nos da cierto margen de maniobra, más opciones. Y tercero, sabe usted guardar un secreto.
» Estoy interesado en ayudarla —continuó—, pero tiene que entender que lo que quiere hacer pondrá en marcha un engranaje que opera al margen del sistema. Y siempre que uno se sale del sistema paga un precio; es fácil subestimar el coste.
—No me asusta tener que tomar decisiones difíciles o vivir con las consecuencias.
—Va más allá. Se está metiendo en esto sin saber qué moneda tendrá que usar para pagar el precio. ¿Una conciencia limpia? ¿Respeto por uno mismo? ¿Pérdida de la fe... en sí misma, en los demás?
—Eso es bastante deprimente —contestó a la defensiva—. ¿Hay algo que dicte que eso es siempre así?
—No quiero que se ilusione.
Vera lo estudió por un instante y volvió a su sillón para sentarse.
—A mí Jeffrey Currin o Richard Cha me importan poco. Pero tengo una obligación para con sus mujeres. Si permitiese que saliera a la luz lo que me cuentan confidencialmente, estaría faltando a mi responsabilidad. Sería demoledor para ellas.
» Además, estoy segura de que para usted es obvio, pero quiero decirlo abiertamente para ser justa: también a mí me arruinaría. Y no voy a permitir que eso ocurra; encontraré el modo. Y pagaré el precio.