Epílogo
(Tres meses después)
Era bien entrada la noche y me encontraba en el estudio terminando una larga conversación con Roma, que se encontraba en Nueva York tras una pista de un nuevo encargo que estábamos considerando. Cuando colgamos regresé al sofá y a mi ejemplar trasnochado de e. e. cummings. El teléfono volvió a sonar entonces.
—Marten, ¿es segura la línea?
Era Shen Moretti. Sabía que no había problema para hablar, pero era su forma de avisarme de que la cosa era seria, por si había alguna razón por la que no debiésemos hablar en ese momento. Le dije que adelante.
—Acaba de llamarme Parker. Alguien de V. S. quiere hablar contigo.
Hacía un tiempo que me había dedicado a pensar en Vector Strategies, ahora ni ganas que tenía. Después de la muerte de Ryan Kroll me llevó un mes o así sacarme de la cabeza toda la operación Vera List. Siempre se da un periodo de reajuste cuando se acaba un trabajo. Durante un plazo de tiempo se convierte en toda tu vida hasta que luego, de repente, ya no está. Pero el suplicio de Vera apenas había durado una semana, una corta e interminable semana de mucha intensidad; la manera en que esta historia se había quedado conmigo era desproporcionada teniendo en cuenta el poco tiempo que había empleado en ella. Me había desestabilizado bastante.
Entre tanto Roma y yo nos embarcamos en nuevos proyectos, aunque lo hicimos con paso más cauteloso, y leímos más atentamente los matices que acechaban entre líneas. La llamada de Shen era un desagradable latigazo que nos devolvía a hacía tres meses.
—¿Alguien?
—Dice ser alguien importante. Un jugador de primera fila. Quiere concertar un encuentro.
—¿Por qué iba a hacer yo eso? —pregunté.
La perspectiva de una cita con un miembro de Vector, por muy bien situado que pudiese estar en la corporación, me producía cierto recelo. Ya de por sí tenía la sensación de que mi anonimato con esas personas estaba en la cuerda floja.
—Por las respuestas, me ha dicho.
—¿Y por qué iba él a querer darme respuestas a mí?
—No lo sé, Marten. ¿No las quieres?
No se merecía siquiera una respuesta, y no se la di. Pero Shen esperó. Estaba en una situación delicada, él conocía a ambas partes de ese extraño acuerdo y mantenía oculta de los unos la identidad de los otros. Al dejarle ser nuestro intermediario nos estábamos demostrando entre nosotros que confiábamos en él. Shen no me habría venido con esa historia si no pensase que había razones legítimas.
Yo sabía lo que estaba haciendo Shen, con esa espera suya en silencio, como si hubiese alguna razón para dudar sobre lo que yo iba a hacer. Me conocía demasiado bien, sabía lo que seguiría.
—Yo decido la seguridad —le dije.
—Sin problema.
El encuentro se celebró dos noches más tarde en la calle Powell, en un punto en el que esta descendía en picado hacia Market. Shen y yo ya habíamos usado antes ese mismo sitio para situaciones parecidas, y él estaba familiarizado con la dinámica. Yo ya había estacionado en lo alto de la cuesta cuando el todoterreno de Shen dobló por Powell desde una perpendicular algo más abajo de mi posición y aparcó junto a una hilera de ficus.
La persona con la que me iba a ver no tenía ni idea de dónde estaba yo, aunque seguramente habría supuesto que no andaba muy lejos. Me vibró el móvil. Shen me dijo que le iba a pasar el teléfono encriptado al hombre del asiento de atrás. Se produjo un silencio y vi que Shen se bajaba del Land Rover y cruzaba en diagonal hasta el café Roxanne de la esquina, donde esperaría el tiempo que durase nuestra conversación.
—¿Está bien así? —dijo el hombre. Tenía una voz melodiosa de barítono, sin tensiones.
—Adelante.
—Me parece bien el anonimato mutuo. Será más fácil de mantener si ambos queremos lo mismo.
No capté muy bien aquella observación y él tampoco me dejó tiempo para responder.
—Mi gente da por hecho que el fallecido tenía ordenadores, y que contienen mucha información sobre nuestro establecimiento. Información que nos compromete. —Hizo una pausa para darme tiempo a corroborar. No lo hice—. Cuando este individuo vino a nosotros nos ofreció un pack de habilidades bastante... peculiares —explicó el hombre—. ¿Sabe a lo que me refiero? Porque no estoy hablando de sus credenciales o de su adiestramiento. De esa clase de gente tenemos a puñados. Pero él nos ofrecía algo concreto. —Hizo una pausa—. No sé qué es lo que usted sabe... lo que ha averiguado por los ordenadores. ¿Me entiende?
—¿Sobre lo del «pack de habilidades especiales»?
—Ajá.
—¿Habla de sus experimentos?
—En otro país, sí.
—Sí. —Aunque el lenguaje velado amenazaba con volverse borroso del todo, ninguno de los dos parecía dispuesto a aclararlo. En un negocio así la paranoia, como una fiebre leve, siempre acecha justo bajo la superficie.
—Vale, bien, pues eso es lo que nos ofrecía. No podía utilizarse para todo tipo de situaciones, desde luego. Era obtuso, complicado, dependía de su instinto, de cómo manejase el asunto. Pero era inteligente, genial. Y en las circunstancias en las que podía utilizarse, era brillante, perfecto.
» Pero la propuesta fue motivo de una acalorada polémica en el seno de nuestro establecimiento. Aun así al poco tiempo le contratamos, como hacemos con otros muchos con sus credenciales, y lo pusimos a trabajar en cuentas de categoría mientras debatíamos sobre su oferta.
Aquello era toda una revelación: ¿Vector estaba considerando la posibilidad de contratar a un asesino? Y la primera persona del plural también era reveladora. Si ese hombre tenía un puesto dentro de la estructura de Vector que requería tomar parte en un debate interno sobre si contratar o no a un asesino, entonces estaba impresionado. No cabía duda de que ese hombre pertenecía al escalafón superior de la corporación global, era posible que fuese uno de solo una media docena de personas, como mucho.
—Al final nos dividimos sobre si aceptar o no su oferta. Yo estaba en el bando de los de «no lo hacemos». Y perdimos. Pero los que se impusieron querían garantías por su parte. Dado que solo lo había hecho en esos sitios especiales en otros países, querían que demostrase que era capaz de hacerlo bajo circunstanciales «normales». Accedió a mostrárnoslo.
» Estuvo trabajando en una cuenta y sabía que la esposa del sujeto estaba viendo a cierto especialista médico. Puso la mira en la esposa y en otra mujer. Aseguró que podían valerle. Por increíble que parezca, nuestra gente le dio luz verde.
El hombre hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, noté en su voz que le había dado una larga y profunda calada a un cigarrillo. Vi una bocanada de humo salir por la ventanilla del copiloto del coche de Shen.
—A ver, que me aclare —le dije—. ¿Me está diciendo que usted se oponía a aceptar la línea de trabajo de ese hombre, o únicamente se oponía a su técnica peculiar en particular?
Se trataba de una pregunta con miga: ¿se oponía a que Vector estableciera un departamento de asesinatos, o ya lo tenían y él únicamente desaprobaba el modo en que Kroll proponía hacerlo?
Pero la pregunta había sido demasiado directa y el hombre la ignoró y prosiguió a lo suyo:
—Así que empezó. Queríamos mantenernos a cierta distancia de él. Si el engranaje desbarraba, no queríamos vernos afectados por la onda expansiva. De modo que llegamos a un acuerdo con él y un buen día desapareció sin más. Fingimos nuestra conmoción, nuestra consternación. El director general se reunió con su enlace en el comité ejecutivo de la junta y le dio la mala noticia. Creamos una cacería ficticia que alargamos durante unos meses antes de dejar que poco a poco pasase a un segundo plano.
—Así pues, ¿su junta no conocía la historia real? —le pregunté.
Volvió a hacer una pausa y en esa ocasión deduje que estaba calibrando consigo mismo, asegurándose de no estar diciendo demasiado ni demasiado poco. Estaba basculando su equilibrio. Al tomar la decisión de tener esa conversación estaba caminando por una cuerda floja. La caída podía ser letal.
—No tuvimos contacto con él en seis meses —continuó, ignorando una vez más mi pregunta—. Tenía a la mujer en el punto de mira y esperamos para ver si sucedía tal y como él nos había asegurado.
No podía creer lo que me estaba diciendo, ni podía creer que me lo estuviese contando a mí. Se produjo una pausa y otra bocanada salió por la ventanilla del todoterreno.
—Luego Moretti contactó con un amigo suyo que trabaja para nosotros y nos enteramos de que alguien, usted, le estaba siguiendo la pista y conocía su vínculo con nosotros. No sabía, ni sé, quién es usted. No sabía, ni sé, por qué andaba tras él, pero tampoco importaba. Se había vuelto radioactivo para nosotros, una catástrofe a punto de desencadenarse. Le dije a mi gente que le cortasen el grifo.
Otra ambigüedad. ¿Qué había visto en la casa de Ryan Kroll la noche que le asesinaron?
Mientras ponía en orden mis pensamientos, debatiéndome por hallar una manera de conseguir una respuesta más directa por su parte, el arco luminoso de una colilla salió por la ventanilla del Land Rover para caer sobre la acera mojada.
—Eso es todo.
—Un segundo. Creo que no estaría de más que me explicase por qué ha querido tener esta conversación.
Otro titubeo.
—Limitémonos a seguir con el acuerdo de anonimato mutuo. Creo que nos resultará igual de conveniente a los dos.
La llamada se terminó ahí.
Me quedé un momento tratando de sacar algo en claro de lo que me acababa de contar aquel hombre. Era apabullante.
Debió de hacerle alguna señal a Moretti, porque en ese momento Shen salió del café Roxanne, cruzó la calle y se montó en el Land Rover. Se encendieron las luces de posición y salió del estacionamiento para desaparecer colina abajo en las luces húmedas de la noche.
Recordé una críptica observación de Diane Arbus respecto a la naturaleza de una fotografía. Era «un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes».
Al final había más sombras que luces en lo que se había dicho, y todas ellas sugerían asociaciones inquietantes que no me veía capaz de discernir o entender. Llevaba en este trabajo demasiado tiempo para esperar conseguir siempre claridad de las sombras. Sabía que me había visto involucrado en algo mucho mayor que lo que de momento había salido a la superficie, y supuse que probablemente nunca llegaría a entender todo lo que había pasado durante esos cinco días que duró el caso Vera List.
Pero también sabía que el tiempo era el astuto guardián de la revelación. A veces las respuestas llegan cuando menos te las esperas, y a veces la mejor manera de disipar la oscuridad es simplemente ser paciente y esperar la luz.